José
Ignacio López Soria
La
Comisión de Educación del Congreso de la República se ha propuesto aprobar en
breve un proyecto de ley de educación superior. Inicialmente se habló de la ley
universitaria, pero ahora, luego de la intervención de instituciones y
expertos, es posible que el Congreso se incline por una ley de bases de
educación superior que tendría que ver tanto con las universidades cuanto con los
institutos y escuelas de educación profesional.
Este
giro, que por ahora es solo una posibilidad, tiene a mi entender varias
virtudes, pero está también expuesto a riesgos. La primera virtud es que la
propuesta se inscribe en la actual tendencia, promovida por la Unesco, a
entender y organizar la educación como un proceso continuo con filtros pero sin
techos irremontables. Para todo estudiante, sea cual fuere el camino que sigua
(técnico, profesional o académico), quedaría abierta la posibilidad de
continuar su perfeccionamiento. Esta tendencia se funda no solo en el derecho
de la persona a seguir enriqueciendo sus capacidades y competencias, sino en
las necesidades que plantea la “sociedad del conocimiento”, que estamos ya
construyendo.
Una
segunda virtud es la promoción de la articulación entre los diversos tipos de
instituciones (universidades, escuelas e institutos superiores) que ofrecen
educación superior. Basadas en el carácter continuo, modularmente organizado y
crecientemente complejo del proceso
formativo, las instituciones podrían trenzar relaciones, ahora ya legales, para
habilitar la continuación de los estudios en niveles cada vez más altos y
especializados. Esta apertura contribuiría, sin duda, a elevar la apreciación
pública por las escuelas e institutos de formación superior profesional, y
tendería, a la larga, a corregir las deformaciones en la provisión de los
profesionales que necesita el mundo del trabajo. Ahora, de hecho, nos sobran
universitarios, en no pocas carreras, y nos faltan técnicos.
Con
estos dos elementos básicos, el primero relacionado con el proceso formativo y
el segundo con la organización y gestión de las instituciones, la educación
superior podría convertirse en un sistema articulado que interactúa con el
mundo social, cultural y empresarial para proveerle de los expertos que
necesita para su evolución o su transformación, si fuera el caso.
Pero
esa articulación –y me refiero ahora al principal de los riesgos- no puede ser
un instrumento para homologar hacia abajo la educación superior. Los caminos
deben ser abiertos, pero los controles de la calidad de los aprendizajes tienen
que ser rigurosos. No se trata, por tanto, de sumar créditos obtenidos, por
ejemplo, en un Instituto Superior Tecnológico para, con un complemento,
convertirse en ingeniero u obtener un postgrado en ingeniería. De lo que se
trata, más bien, es de comprobar fehacientemente la apropiación de las competencias
cognoscitivas, procedimentales y actitudinales que se requieren para seguir estudios de mayor
complejidad. En este aspecto la ley tiene que ser precisa y enfática, si no
quiere contribuir a que se extiendan aún más la mediocridad y el mercantilismo
en la educación superior.
La
ley de bases de educación superior tendría que ser de inmediato completada con leyes
específicas para la educación profesional y la universitaria, porque el hecho
de que ambas sean parte de un mismo proceso formativo no quiere decir que
tengan que perder los perfiles institucionales que les son propios. Los
institutos y escuelas desempeñan una imprescindible función social como
espacios dedicados preferentemente a la formación profesional y, naturalmente,
se organizan y gestionan teniendo en cuenta esa función principal. Pueden y
hasta deben desarrollar otras actividades (investigación, por ejemplo), pero
ellas sirven para fortalecer la formación profesional, que actúa como eje
articulador. El caso de las universidades es un tanto diverso. Las tres
funciones primordiales (formar profesionales hasta los niveles más altos y de
ámbitos heterogéneos; producir conocimientos, innovaciones y creaciones
culturales; y transferirlos a la sociedad) son convergentes, pero cada una
tiene, o debería tener, su propia lógica y su propia dinámica. Y esto exige una
forma específica de organización y gestión.
A
este reto, el de la articulación, hay que añadir otro, la virtualización de la
educación y, particularmente, de la
educación superior. Desde hace algunos años, la educación a distancia por
medios electrónicos se ha ido introduciendo en las universidades e
instituciones de formación superior profesional, tanto como apoyo a la
educación presencial cuanto como vía alternativa a las formas tradicionales de
educación superior. Hasta ahora se sigue considerando que la educación virtual
es solo para aquellas personas que, por razones diversas, no tienen la suerte
de beneficiarse de la educación presencial. Pero al paso que vamos es razonable
pensar que muy pronto la educación virtual será lo normal y, consiguientemente,
las leyes deberían tener en cuenta que esa realidad se avecina a grandes
zancadas.
Es
sabido que las universidades más prestigiadas del mundo (MIT, Harvard,
Stanford) están ya trabajando virtualmente y que, desde cualquier parte del
mundo, es posible seguir cursos de ellas. En un artículo reciente, “Welcome to
the virtual university”, de Financial Times Magazine, Guillian Tett recoge
declaraciones estremecedoras: el presidente del MIT, Leo Rafael Reif, dice que
los llamados “open coursework”, puestos en marcha hace una década, han sido
seguidos por 100 millones de alumnos de todo el mundo, y esta cantidad crece ahora
al ritmo de 1 millón de alumnos más al mes; un profesor de Stanford, Sebatian
Thrun, informa que hace un par de años puso on line su curso de inteligencia
artificial y ya son varios cientos de miles los alumnos que lo han seguido por
completo, entre ellos una niña india de 12 años que vive en Lahore. Y uno se
pregunta ¿a dónde vamos?, ¿es acaso imposible que, en unos años, todos o la
mayoría de los estudiantes del planeta sean alumnos de las 50 ó 100 mejores
universidades del mundo?
Teniendo en cuenta las
consideraciones anteriores, una ley de educación superior debería: 1) mirar más
hacia adelante que hacia atrás, para no quedarse en la corrección de errores
sino promover la capacidad para responder a los retos que plantea la
actualidad; 2) poner el énfasis no tanto en la gestión de las instituciones
sino en el proceso educativo (diseño de los perfiles profesionales, las
unidades y secuencia del aprendizaje, evaluación de las competencias, el
ordenamiento modular, catálogo de títulos y grados, etc.); y 3) proveer de
normas que sean compatibles con la virtualización y transnacionalización de la
enseñanza superior, que se avecinan a pasos agigantados.