José Ignacio López Soria
Publicado en: Libros & Artes. Revista de cultura de la Biblioteca Nacional del
Perú. Lima, 15 (84-85, marzo 2017, p. 1011.
Hace algunos años, no muchos, Rolando Ames, por entonces
responsable de los estudios de ciencias políticas de la Universidad Católica,
me invitó a dar una charla a sus alumnos sobre el fascismo en el Perú. Al
terminar se me acercó un joven y, asombrado, me dijo: “acabo de descubrir que
mi abuelo era fascista”. Ese joven no era José Carlos Irigoyen ni, que yo sepa,
se animó nunca a escribir sobre el acercamiento de su abuelo al fascismo. Es
cierto, sin embargo, que Carlos Miró Quesada Laos, el abuelo de Irigoyen, no
era un fascista más. En mi libro sobre el fascismo, El pensamiento fascista (1930-1945) (Lima: Mosca Azul, 1981), afirmo –y la idea la recoge Irigoyen- que de
todos los propagandistas y apologetas del fascismo el más constante y fervoroso
fue, sin duda, Carlos Miró Quesada.
Para hablar de Orgullosamente
solos (Lima: Literatura Randon House, 2016), de José Carlos Irigoyen, comienzo
por la contratapa. En ella se dice que la obra es una “novela de no ficción”
que tiene como eje narrativo la biografía de Carlos Miró Quesada Laos y como
preocupación permanente la búsqueda de un pasado con el que el autor –nieto del
biografiado- no quiere identificarse, pero tampoco desconocerlo. Me pregunto si
Irigoyen consigue resolver con calidad narrativa, destreza compositiva, validez
histórica o belleza expresiva las tensiones fundamentales que habitan el texto:
la que hay entre literatura e historia y la que se manifiesta como identificación
o desprendimiento con respecto a su propio pasado.
José Carlos Irigoyen Miró Quesada cuenta, a los 40 años, con
una obra relativamente amplia: varios libros de poesía, documentales y novelas,
además de columnas periodísticas. En esta nota me limitaré a comentar Orgullosamente solos, sin aludir, por
tanto, a la producción anterior.
El libro al que nos referimos ha sido publicado hace pocos
meses. El título, como el propio autor hace conocer, remite a la expresión
“orgullosamente solos” que el dictador portugués Oliveira Salazar –vecino
preferido y contemporáneo de Franco, el dictador español- convirtió en lema
político. La frase manifiesta el terco empeño de Salazar por continuar con el
colonialismo en una época –los lustros posteriores a la 2ª Guerra Mundial- en
la que las otras potencias colonialistas comenzaban a ceder, debido, por un
lado, al coraje liberador de los antiguos colonizados y, por otro, a las inocultables intenciones de repartirse
el mundo, aunque fuese a dentelladas,
por parte de las dos potencias de la Guerra Fría, Rusia y Estados
Unidos. Viví la España de Franco envuelto por expresiones que, como la de
Salazar, sacralizaban el aislacionismo y que, sin decirlo, trataban de recortar
la amplitud de la mirada, de obnubilar las conciencias, de legitimar la más
cruda represión contra toda forma de rebeldía y, en fin, de embellecer el
atraso no solo económico sino político y cultural.
El título –tan significativo para quienes hemos vivido los
fascismos desde dentro y nos tomamos, ética y políticamente, en serio la actual
apertura a la otredad- se condice con la portada (el abuelo vestido con el uniforme
diplomático), una imagen difícilmente legible para quien no conoce los usos y
costumbres de la vieja diplomacia. Por otra parte, el elegir como puerta de
entrada la figura mayestática del diplomático uniformado parece sugerir que esa
faceta del biografiado es la que más le interesa al autor, aunque luego él
mismo revela actitudes y comportamientos del abuelo que están muy lejos de la
mesura atribuida a la diplomacia. Sobre la portada quiero anotar, además, que la
preferencia por el rojo y el negro no deja de ser significativa en un libro que
toca en repetidas ocasiones la oposición entre comunistas (rojo) y fascistas
(negro). Sobre el fondo rojo asoma, enmarcado por el negro de la vestimenta
diplomática, un rostro adusto, de mirada firme y severa, que sugiere un carácter de extremos en el que
no es extraño que convivan formalismos rígidos con sordideces inenarrables.
Después de esta entrada a Orgullosamente
solos vayamos a la forma y al contenido del libro, tratando de responder a
la pregunta compleja planteada arriba.
Del contenido dije ya que la obra narra la biografía de
Carlos Miró Quesada Laos, un miembro de la familia dueña de El Comercio, quien, en su labor
periodística, asume como seudónimo “Garrotín”. Además de periodista, en El Comercio y otros medios, Miró Quesada
Laos consigue colocarse como diplomático en varias delegaciones de América y
Europa, escribe más de una decena de libros, ensaya, sin éxito, en varias
oportunidades ingresar a la plana mayor de la política nacional y sobresale
principalmente por sus cercanas relaciones con el fascismo, el nazismo y otros
totalitarismos europeos, de los que,
como señalo arriba, se convierte –especialmente en el caso del fascismo italiano-
en el principal propagandista en el Perú.
No creo que el autor haya pretendido escribir una biografía
de su abuelo atenida a las exigencias y características del trabajo
historiográfico. Aunque recoge y teje datos para reconstruir la vida de su
personaje, sus fuentes de información o están
teñidas de parcialidad por razones familiares o son calificadas de
“incriminatorias” simplemente porque muestran que Carlos Miró Quesada fue
efectivamente un fascista convicto y confeso. Además, el libro carece del
aparato crítico que acompaña a todo trabajo con pretensión de validez
científica. Por otra parte, en una biografía bien elaborada la presencia del
contexto histórico -y no solo familiar- es fundamental porque solo en él es
posible trazar e interpretar las características, actitudes y posiciones éticas
y políticas del personaje. El contexto es, en terminología gadameriana, el
horizonte de significación en el que el texto se nos vuelve legible. Pero,
aquí, en Orgullosamente solos, el
contexto –sea el peruano o el europeo- está como absorbido por el texto. Hay,
es cierto, alusiones a fenómenos y acontecimientos históricos, pero muy
pobremente presentados y, en cualquier caso, leídos con parcialidad en
beneficio del biografiado. El libro abunda en información no verificada pero,
en gran medida, verificable, lo que, sin embargo, no lo convierte en un texto
de historia porque no da la talla en la información sobre fuentes y por la
pobreza y parcialidad en la presentación e interpretación del contexto. Se echa
de menos la referencia a textos básicos como el de Willy Pinto Gamboa, Sobre fascismo y literatura (Lima:
Eunafev, 1978) y, especialmente, el de Tirso Molinari Morales, El fascismo en el Perú. La Unión
revolucionaria 1931-1936 (Lima: UNMSM, 2006). Se le cuelan, además, algunos
errores históricos o tipográficos como afirmar que Leguía gobernaba en 1918 o
referirse en 1945 al candidato Jorge
Luis Bustamante y Rivero.
A raíz, sin embargo, del libro de Irigoyen y conociendo,
aunque sea solo parcialmente, la producción y la obra de Carlos Miró Quesada
Laos, pienso que una buena biografía de este personaje -o del abuelo del joven
al que aludí al comienzo- podría contribuir muy eficazmente a conocer mejor una
época de nuestra historia (1930-1968) que no hemos estudiado suficientemente.
El escrito de Irigoyen es, cuando menos, una invitación –y ello no es poco- a
fijar la mirada en esa etapa del pasado de nuestro propio presente.
¿Estamos entonces ante un libro de literatura, ante una “conmovedora
novela de no ficción” como dice la contratapa?
Para mí, la literatura, especialmente la lírica y la
narrativa, es ante todo una fiesta del lenguaje. Después vendrán, si se trata de una novela, la
calidad narrativa, la destreza compositiva, etc. Pero lo
fundamental es que, potenciado por la
presencia de los otros componentes, el lenguaje sea él mismo convocador y partero
de la belleza. Y la verdad es que en Orgullosamente
solos encontramos un lenguaje pobre, descriptivo, sin diálogos, sin gracia
y, a veces, hasta gramaticalmente incorrecto. La composición es esencialmente
lineal, aunque a veces esa linealidad es interrumpida por rememoraciones recogidas
en el ámbito familiar. De todo ello resultada una calidad de la narración que
yo calificaría, en el mejor caso, de “cumplidora”. El autor consigue dar cuenta
de momentos y aspectos importantes de la biografía del abuelo y, lateralmente y
con las deficiencias indicadas, de facetas significativas de nuestra historia,
pero no consigue conmover ni producir goce estético.
Queda
la otra parte de la pregunta inicial: si el libro es, a lo Freud, una especie
de “búsqueda del padre”, en este caso, del abuelo. Las honduras en este tema
les corresponden a Max Hernández y sus colegas; yo me atrevo solamente a dejar
sueltas algunas anotaciones.
La
obra de Irigoyen se incorpora a una tradición escritural de búsqueda de
ancestros que nos viene, al menos, de Garcilaso y que se manifestó ayer, en
tono menor, en La distancia que nos
separa de Renato Cisneros. Esa búsqueda no es nunca aséptica. No puede –y
tal vez no deba- evitar ser axiológicamente vinculada, aunque ello no implica
que tenga que ser vinculante. La tradición que el escritor trata de
(re)construir le es emotivamente tan cercana que no puede evitar (re)construirla sin asumirla
como pasado de su propio presente y, por tanto, sin compartir afectivamente los
amores y los odios del biografiado. De esta afinidad emotiva hay en Orgullosamente solos mil muestras: desde
la “comprensible” fobia a Haya y su partido (comprometidos en el asesinato de
los bisabuelos del autor) hasta el inaceptable menosprecio por el negro y la extraña
simpatía por los totalitarismos. Pero esa tradición, a la que sin duda el autor
está vinculado, no es vinculante para él, es decir, no es percibida como una
norma ante la que no quepa un posicionamiento electivo. De hecho, es el autor
el que elige esa tradición al decidir (re)construirla y no dejarla abandonada
en el olvido. Ya esta actitud, este doloroso/orgulloso diálogo con la propia
procedencia, es de suyo una forma de acercamiento que lleva implícito el
alejamiento, una especie de cura precisamente por atreverse a explorar su
propia contaminación.
Y en esto está, digo yo, lo más valioso de la obra, aquello que la hace
digna de ser leída a pesar de sus deficiencias estilísticas y formales. Porque ese
vérselas con el pasado, asumiéndolo como pasado del propio presente, y, por
tanto, sabiéndose contaminado por él es precisamente lo que no queremos hacer
para así, según creemos, distanciarnos y hasta liberarnos de la “pecaminosidad”
que ese pasado conlleva. No lo hemos hecho con respecto al coloniaje, ni al dominio
oligárquico, ni a los dictatorialismos, ni a los redentorismos abusivos, ni al
violentismo de ayer, etc. No es raro que sigamos atravesados de colonialidad,
de señorialismo trasnochado, de uso arbitrario del poder, de mesianismos
obsoletos, de violencia a borbotones … En este contexto importa subrayar una cierta
inclinación, entre gente que frisa los 40, por visitar el pasado de sus padres
y abuelos –sean los de los autores mismos o los de sus colegas de generación- asumiéndolo
como una tradición a la que hay que acercarse con devoción pero sin dejarse atrapar
por ella. Lo veo con agrado pero sin admiración en La distancia que nos separa, de Cisneros, en Orgullosamente solos, de Irigoyen, y, magistralmente, en una novela
en prensa de Raúl Tola, La noche sin
ventanas, que he tenido el privilegio de leer y que está centrada en la
tortuosa biografía del intelectual y diplomático Francisco García Calderón y de
una francoperuana de la resistencia contra la invasión nazi en Francia. En este
esfuerzo, entre literario e histórico, por traer el pasado relativamente
reciente a la presencia advierto la voluntad de una generación -que llegó a la
adultez bajo el bien cultivado desprestigio de las ideologías vinculantes- de
apropiarse de una proveniencia compartida para dar una cierta solidez a las
vinculaciones sociales en el “mundo líquido” (Z. Bauman) que nos toca vivir a
todos.