Aparecido, algo
más brevemente, en La República
(Lima, 9 enero 2018, p. 4), en la columna de Mirko Lauer, como “Carta de José
López Soria”.
Estimado Mirko:
Por razones que conocemos, el tema de la
reconciliación está en la agenda política de la actualidad. Hay, incluso,
quienes, tratando de dar proyección histórica a esa agenda, colocan la
reconciliación en el marco del bicentenario de la Independencia. Se aduce que deberíamos
llegar al bicentenario reconciliados, para
lo cual es preciso perdonar los “excesos” cometidos en las décadas del
terrorismo, reconstruir la credibilidad en las instituciones de la convivencia
democrática y compartir una misma narrativa sobre esa aciaga época histórica.
Esta manera, superficial, permisiva y
hasta interesadamente individualizada, de enfocar el asunto de la
reconciliación empobrece enormemente el significado de este concepto y el uso
que de él hizo la CVR. El tema de la reconciliación remite al encuentro, no exento de conflicto, entre la sociedad y el
Estado con la mediación de un discurso proveedor de sentido a las acciones
sociales y políticas. Sabemos bien que ese encuentro no se ha dado nunca en la
historia del Perú independiente. No en vano lo mejor de nuestra historiografía
ha puesto el acento en el abismo entre el “Perú real” y el “Perú oficial”. El
informe de la CVR subrayó que las raíces de la violencia de los años del terror
había que buscarlas en una historia plagada de contradicciones, injusticias y
desencuentros. Su convocatoria a la reconciliación estaba referida a los
execrables hechos de las décadas de 1980 y 1990, pero enmarcados estos en una perspectiva que se
proponía afrontar con cordura pero sin temores los problemas estructurales que
afectan de antiguo a la sociedad peruana.
Olvidando esta interpretación, no son
pocos los que, situados en posiciones religiosas o políticas interesadas y cortoplacistas,
entienden la reconciliación como el fruto natural de un proceso muy simple:
reconocimiento de las faltas, arrepentimiento y perdón. El perdón borra incluso
la huella de la falta y habilita para la comunión, el reencuentro, la
reconciliación. Lo curioso, sin embargo, es que quienes desde el Estado, las
fuerzas armadas o las organizaciones terroristas cometieron los crímenes y
destrozaron las instituciones no han dicho una palabra ni de reconocimiento ni
de arrepentimiento.
En cualquier caso, situada en esta
perspectiva, incluso aunque se diera un arrepentimiento sincero de unos y
otros, la reconciliación que el gobierno y la oposición nos proponen es tan
burdamente interesada y cortoplacista que hace de este concepto un uso grotesco
y cómico que no puede ser fruto sino de la ignorancia o de la voluntad de
engañar.
Llegar al bicentenario embarcados en el
verdadero proceso de reconciliación implicaría un muy profundo compromiso con
el encuentro entre sociedad y Estado, tanto en lo económico- social como en lo
cultural, étnico, lingüístico, político, etc., tareas estas para cuyo
emprendimiento ni el gobierno ni la oposición mayoritaria están preparados o
dispuestos.
Saludos
José Ignacio López Soria