José Ignacio López Soria
Un
resumen de este texto fue presentado como ponencia en la V Conferencia de la Asociación
Latinoamericana y del Caribe para el Desarrollo Humano y el
Enfoque de Capacidades (Alcadeca), Lima, Pontificia Universidad Católica del
Perú, del 14 al 16 de mayo 2014.
Introducción
La pregunta por el
“desarrollo humano” -entendido como una “ampliación de libertades” (políticas,
sociales y culturales), que es fruto del aseguramiento de las condiciones para
ejercerlas, y abordado desde una perspectiva “interdisciplinaria” que convoca a
una reflexión ética sobre “la agencia” ejercida por los ciudadanos- nos coloca
desde el inicio en un horizonte de sentido y ámbito de enunciación
estructuralmente modernos. Como es bien conocido, los significantes desarrollo,
libertad, disciplina, agencia y ciudadanía se inscriben todos ellos en el locus enunciativo y discursivo de la
modernidad y, por tanto, remiten a significados constitutivos de las
estructuras modernas, los cuales son, a su vez, el sedimento de procesos
sociales que nos vienen de antiguo.
Supuesta esta
ubicación, la breve “presentación” del documento de convocatoria a este
seminario nos recuerda que crecimiento económico y desarrollo democrático no
siempre caminan de la mano; enfatiza, además, la esencialidad de la agencia
ciudadana; nos invita a pensar el desarrollo desde el enfoque de las
capacidades, heredado de Amartya Sen, para ampliar las oportunidades de
ejercicio de la ciudadanía; y, finalmente, plantea algunas preguntas centradas
en el desarrollo humano.
Parecería que no
tuviésemos más alternativa que pensarnos como pobladores de la “jaula de
hierro” de una modernidad ahora ya tardía y no agenciada por burocracias
profesionalizadas, a lo Weber, sino manipulada y vigilada, a lo Foucault, por
élites tecnocráticas que ponen la mira en la sostenibilidad del rendimiento del
sistema mundo sin que cambien sustancialmente las relaciones sociales ni el
trato con la naturaleza. A quienes nos preocupa la ética se nos asigna también
un papel, el de curadores que se encargan, por un lado, de buscar remedio o
hacer llevaderas las patologías que produce el sistema y, por otro, de diseñar
y presentar simulacros de formas postulativamente justas y duraderas de
realización personal y de convivencia social que no debiliten las bases de lo
establecido.
Del enorme haz de
asuntos que abre el tema “ética, agencia y desarrollo humano” me fijaré
esencialmente en uno, el de la interculturalidad, porque él me convoca, desde
los bordes, a pensar la posibilidad humana y la convivencia social en
perspectivas no uncidas a la nomenclatura del sistema. Estando como estoy en el
inicio de una reflexión que pretende, y no es poco, dar densidad teórica al
pensamiento y al compromiso interculturales, me limitaré aquí a sugerir algunas
perspectivas teóricas para luego dedicarme a una forma de exploración a la que
llamo deriva porque el objetivo no es
llegar a puerto, a un telos
prefijado, sino simplemente navegar.
Anotaciones preliminares
Comenzaré con dos
anotaciones teóricas, una sobre la “diferencia ontológica” y otra sobre el
concepto de interculturalidad.
Con la llamada
“diferencia ontológica”, aquella hay entre el ser y el ente, Heidegger abrió
una perspectiva teórica que tuvo que ver inicialmente con la ontología y que
hoy enriquece a la reflexión filosófica y, en general, a los estudios
culturales (1). No es este el lugar para extenderse en el tema, pero podemos
aproximarnos a él aprovechando las interpretaciones de Gadamer y de Vattimo
(1996).
Gadamer (2002) nos
dice que su maestro, Heidegger, habló desde joven de la diferencia ontológica,
pero solo después elaboró la idea de que el ser se distingue de todo lo que es
(lo ente), pero sigue siendo el ser de lo que es precisamente como diferencia.
“En el fondo –anota Gadamer comentando a Heidegger-, nadie sabe lo que quiere
decir ‘el ser’ y, sin embargo, todos tenemos una primera precomprensión cuando
escuchamos esto, y entendemos que aquí se eleva a concepto el ser que corresponde
a todo lo ente. De este modo se distingue de todo lo ente. Esto es lo que de
entrada quiere decir ‘diferencia ontológica’.” Gadamer añade que esa diferencia
“no es algo que uno hace, sino que estamos puestos en esta diferencia. El ‘ser’
se muestra ‘en’ lo ente, […] la diferencia no es algo que se hace, sino algo
que se da, que se abre como un abismo. Algo se separa. Un surgir acontece.”
Estamos, por tanto, puestos en una diferencia que da a un abismo que, aunque
ausente, es constitutivo de nuestro propio ser. Es preciso, además, considerar
que, en cuanto comprensión del ser, el hombre es el ámbito de iluminación del
ente. No es, pues, que por una parte haya ser y por otra ente, ni que en
realidad lo único que es sea el ente, como predica la metafísica de la
presencia, ni que el ser no sea sino aquello que todos los entes tienen en
común. Del ser no podemos decir que sea, pero se da como ausencia, como abismo,
como fondo insondable al que remite todo ente, lo que significa que ningún
ente, y menos el hombre, se agota en la mera presencia.
Vattimo (1996),
recogiendo de Heidegger la idea de que el hombre está referido a su ser como a
su posibilidad más propia, subraya que en la concepción heideggeriana el
“poder-ser” es lo más propio del ser del hombre. “El poder ser es, en efecto,
el sentido mismo del concepto de existencia. Descubrir que el hombre es ese
ente, que es en cuanto está referido a su propio ser como a su posibilidad
propia, a saber, que es solo en
cuanto puede ser, significa descubrir
que el carácter más general y específico del hombre, su ‘naturaleza’ o
‘esencia’ es el existir. La ‘esencia’ del hombre es la ‘existencia’” (1996:
25-26). Y añade Vattimo: “El ser del hombre consiste en estar referido a
posibilidades; pero concretamente este referirse se efectúa no en un coloquio
abstracto consigo mismo, sino como existir concretamente en un mundo de cosas y
de otras personas.” (1996: 27)
Por eso, como
anota el propio Heidegger (2001a: 135), “El mundo del ‘ser-ahí’ es un ‘mundo
del con’. El ‘ser en’ es ‘ser con’ otros. El ‘ser en sí’ intramundano de estos
es el ‘ser ahí con’.” Y ¿en qué sentido habla aquí Heidegger de los otros? “
‘Los otros’ no quiere decir lo mismo que la totalidad de los restantes fuera de
mí de la que se destaca el yo; los otros son, antes bien, aquellos de los
cuales regularmente no se distingue uno mismo, entre los cuales es también
uno.” (2001a: 134).
De esta brevísima
aproximación a la ontología en clave heideggeriana recojo un puñado de ideas
que considero fundamentales para una reflexión sobre la interculturalidad: la
diferencia como constitutiva de la identidad; el carácter abismal de la
diferencia; el ser del hombre como referido a posibilidades o poder ser; y el
ser con el mundo y con otros como propio de la existencia humana. Volveré sobre
estas ideas más adelante.
Mi segunda
anotación preliminar tiene que ver con los conceptos que utilizamos para hablar
de interculturalidad. Por interculturalidad solemos entender un cohabitar –no
exento de conflicto, pero digno y asumido como oportunidad de enriquecimiento y
de gozo- de conjuntos humanos de culturas diversas en un mismo espacio
(simbólico, social, político o territorial …). Como lo que me interesa aquí no
es hacer una tipología de las diversas formas de relación entre culturas, me
bastará con decir de los demás tipos –aquellos que no se atienen al principio
de la interculturalidad- que lo que los distingue de la interculturalidad es
precisamente la ausencia de cohabitación y de oportunidad de enriquecimiento y gozo
mutuos.
Comenzaré
refiriéndome a los conceptos “cohabitación” y “oportunidad”. Entiendo el
cohabitar en el doble sentido de vivir bajo el mismo techo o totalidad
abarcante (física, social, simbólica, …) y hacer vida marital o coitar. En el
primer sentido, el término remite a protección, cobijamiento y horizonte
compartido de significación que facilita la comunicación; en el segundo, remite
a fecundación.
A diferencia del
coexistir, que se detiene en el respeto y la tolerancia, el cohabitar (2) añade
la valoración mutua entre los convivientes y, de ahí, la protección que se
prestan entre ellos y la construcción de una interrelación que no consiste en
un simple quid pro quo (intercambiar algo por algo) sino
más bien en lo que Gadamer, al referirse a la fusión de horizontes, llama “el trato de una existencia con otra.”
(2000, II, 60), un trato mediado por el lenguaje que hace que puntos de vista
diversos se fundan en uno (Gadamer: 2000, II, 338) y, además, que los hablantes
salgan enriquecidos de la relación con el otro. La fecundación ocurre, pues, en
un doble sentido, como creación de una manera nueva de cohabitar que resulta de
la fusión de diversos horizontes de sentido y, dentro del propio habitar, como
innovaciones que modifican y amplían el horizonte de significación de los
participantes por estar orientadas a facilitar, promover, valorar y gozar la
relación con el otro.
Sobre
“oportunidad”. En la mitología griega se establece una clara diferencia entre
los dos términos referido al tiempo, chronos
y kairós (Domingo: 2013, 27). El chronos es el monótono tiempo
secuencial, reglado, ordenado, metódico; el tiempo que privilegian la ciencia y
la tecnología y hoy miden los relojes. El kairós
es el instante, el momento fugaz en el que se presenta la “oportunidad” de
cambiar de destino, de tomar decisiones riesgosas, de entrever lo no
entendible, de refigurar artísticamente lo inasible; es el momento de la
invención científica, de la inspiración artística, del éxtasis místico, de la
conversión religiosa, del enamoramiento, etc. Se trata de un tiempo que se
asume como oportunidad para un cambio sustancial que no necesariamente implica
arrepentimiento pero sí debilitamiento de las propias solideces, seguridades y
certezas. Para que ese tiempo se convierta en oportunidad y se produzca la metanoia (cambio de mente) es
imprescindible la participación del convocado. Diríase que el kairós es simultáneamente advenimiento y
producción. Que el otro se presente es parte del advenimiento, pero el
encuentro hay que producirlo. Y el encuentro se produce cuando la presencia del
otro se asume como oportunidad para asomarse a la insondable profundidad del
ser desde otra mirada.
Derivas
Dimensión
ontológica
Comienzo por lo
más abstracto, la dimensión ontológica. Venimos de una tradición teórica que ha
hecho de la fundamentación el criterio por antonomasia de la seriedad y
rigurosidad en el pensar. Cuanto más firme y estable es el fundamento, tanto
más serio y riguroso es el pensamiento. En el ámbito de esa tradición, el
pensar consiste esencialmente en buscar un fundamento. Esta orientación
epistémica va de la mano de la consideración ontológica de que el ser es el
fundamento de los entes.
Pero ya en el
siglo XIX se abrió paso la “sospecha” de que la búsqueda misma podía estar atravesada
de parcialidad e incluso alguien, Nietzsche, se atrevió a anunciar la muerte de
Dios (2002b, 209; 2004, 36) y a proclamar el “crepúsculo de los ídolos”, es
decir el debilitamiento de las verdades fundamentales y la conversión del
“mundo verdadero” en fábula (2002a, 65). Poco después, ya en el siglo XX,
Heidegger se tomó en serio los enunciados de Nietzsche y emprendió una crítica
de la metafísica tradicional por relegar el ser al olvido (2003: 27) y quedar
anclada en el ente, considerado este, además, como mera presencia, sin tener en
cuenta que “el ente en total” no es solo aquello que aparece en la presencia,
sino también lo que es posible que sea y lo que es necesario que sea (2001b:
56-57). Y, así, “el ente en total” es al mismo tiempo realidad efectiva,
posibilidad y necesidad, pero ni siquiera estas tres “modalidades” agotan al
ente. Del ente decimos que es y con ello, aunque no lo advirtamos, estamos
diciendo que hay una diferencia entre el ente y su ser y, por tanto, cuando
mentamos al ente estamos también mentando al ser. Esta diferenciación “… rige
todo nuestro Decir acerca del ente e incluso todo comportamiento respecto al
ente, sea este lo que sea: o bien el ente que nosotros mismos no somos (piedra,
planta, animal) o el ente que nosotros mismos somos.” (2001b: 58).
Para nuestro
propósito –explorar la posibilidad de dar densidad teórica a la
interculturalidad- creo que la línea de pensamiento que va de Nietzsche a
Vattimo, pasando por Heidegger y Gadamer, ofrece la posibilidad de pensar la
dimensión ontológica de la interculturalidad. Hay interculturalidad porque el
ente que somos cada uno de nosotros, y que son las demás personas, es por
constitución un ser con otros, abierto siempre a su propia posibilidad y a sus
necesidades y, además y principalmente, referido a algo insondable que está en
sí mismo como ausencia y a lo que llama ser. Es decir, lo más profundo del ser
del hombre es la apertura originaria, que se concreta en estar en el mundo con
otros, asumiéndonos a nosotros mismos y a los otros no solo como lo que somos
efectivamente sino como lo que podemos y necesitamos ser, y sabiéndonos siempre
referidos a algo, el ser, de lo que no tenemos más signos que las huellas de su
ausencia. Diríase que la incompletitud es constitutiva de todo ente, aunque
solo el hombre tenga conciencia de ella y vea en la completitud una posibilidad
y una necesidad ineludibles aunque inalcanzables. Esa posibilidad y esa
necesidad están en su propio dentro, le son constitutivas, como lo es también
la referencia al ser; de ahí, la esencialidad del estado de abierto y de la
instalación en la diferencia. Somos, pues, constitutivamente apertura y
diferencia y, por tanto, estamos permanentemente convocados a tratar con el
otro y comprenderlo. Es más, ese trato y comprensión son para nosotros la
principal fuente de enriquecimiento interior y de gozo porque en ese ámbito, el
de la convivencia, se va realizando lo que somos y se abren caminos para lo que
podemos y necesitamos ser.
De este primer
acercamiento a lo que hemos llamado la dimensión ontológica de la
interculturalidad quedémonos con lo esencial: el hombre es incompletitud,
apertura y diferencia, consiguientemente la convivencia con otros, que cuaja en
cultura, tiene ciertamente un fundamento, pero ese fundamento está presente
solo como ausencia o abismoal que podemos y necesitamos asomarnos (3).
Dimensión noética (4)
Al hilo de la
conversión, anunciada por Nietzsche, del “mundo verdadero” en fábula, la
crítica a la metafísica fue en Heidegger de la mano de la consideración de la
lengua, en cuanto habla, como morada del ser: “La palabra –el habla- es la casa
del ser. En su morada habita el hombre” (Heidegger: 1963, 65). Ya antes,
Wittgenstein había dejado sentado que “Los límites de mi lengua significan los
límites de mi mundo” (1922, # 5.6, 81). Más tarde, Gadamer, un aplicado y
cercano discípulo de Heidegger, urbaniza la tesis de su maestro (Vattimo (1990,
116), reformulándola en el apotegma “el ser que puede ser comprendido es
lenguaje” (Gadamer: 1999, I, 567). Y en nuestros días, Vattimo, siguiendo la
línea Nietzsche-Heidegger-Gadamer, adopta como polos o puntos nodales de su
reflexión el carácter débil tanto del ser como del pensamiento y considera que
la hermenéutica es la “coiné” o sentido común de nuestro tiempo, acercando
incluso ambos polos hasta casi confundirlos en una “ontología hermenéutica” que
estrecha la relación entre de ser y lenguaje (5) y entre pensar y ser, como
hiciera la noesis griega.
A partir de las
reflexiones de los autores mencionados puede decirse que la experiencia que
tenemos de nosotros mismos, de los otros y del mundo se constituye en el
lenguaje que hablamos y por el que somos hablados. Importante es subrayar que
la lengua es medio de comunicación y ámbito de constitución de nosotros mismos
y de la realidad.
Estas dos
dimensiones de la lengua –la comunicación y la constitución de la realidad-no
operan por separado, porque en la comunicación lo más rico no es el contenido
que se transmite o intercambia sino el ámbito que se constituye para “dejar ser
al ente como es” (Heideggeer: 1996) y para que puedan presentarse las personas
con sus propios horizontes culturales y experiencias históricas, en lo que
consiste esencialmente la verdad. “Ninguna cosa sea (esté) donde falta la palabra”,
escribió Stefan George, y Heidegger, haciendo la glosa de este verso, “Un es se da donde la palabra se quebranta.”
(Vattimo: 1990, 61). Para que algo se presente es necesaria la palabra, pero
esa palabra no es la ordinaria sino la originaria o poética, la palabra de “los
eventos inaugurales en los que se instituyen los horizontes históricos y de
destino de la experiencia de las humanidades históricas.” (Vattimo: 1990, 62).
En esos eventos o acontecimientos se presentan posibilidades alternativas y hasta
contrahegemónicas, oportunidades (kairós) de existencia humana y convivencia
social que revelan el carácter injusto e inauténtico del orden existente o que,
al menos, lo debilitan al suspender su carácter exclusivo y contundente. El
lenguaje no es un instrumento para mostrar las cosas sino más bien para que
ellas aparezcan, para hacer que ellas se presenten.
Si lo que es se
nos presenta a través de la palabra y si nuestro propio ser se constituye en el
ámbito del lenguaje, lo que somos nosotros mismos y las cosas no tiene más
densidad que aquella que se manifiesta y constituye en la lengua histórica que
hablamos y, como dijimos arriba, por la que somos hablados. Hacemos, pues, la
experiencia de la verdad de nosotros mismos y del mundo en la lengua, es decir
desde un concreto horizonte de sentido que nos provee de un lugar de
enunciación y de instrumentos y estrategias de elaboración y expresión de
nuestros discursos y actos de habla. Desde la particularidad de ese horizonte
histórico de significación no es dable la enunciación de verdades
trascendentales pero sí de mensajes con la densidad histórica propia del pueblo
que los enuncia. Interpretar significa comprender el mensaje en el horizonte
histórico en el que se ubica y estar abierto a lo que él transmite. Pero
interpretar significa, además y principalmente, aprovechar la oportunidad
(kairós) del acontecimiento del encuentro con el otro para abrirse a la
otredad, un acontecimiento que tiene la posibilidad de ser tanto más
enriquecedor cuanto más diverso sea el otro. En transitar los caminos que abre
esa posibilidad y hacer que ella cuaje en instituciones consiste la
interculturalidad.
Aunque sea como excursus, en este punto no podemos
olvidar que el evento del encuentro puede ser tanto más cruel cuanto mayor sea
el dominio que se ejerce sobre el otro. Y no hay probablemente mayor crueldad,
exceptuando la de quitar la vida, que despojar a alguien de su lengua, de su
mundo simbólico y de la tierra en la que se desenvuelve su condición de
habitante o de ser con el mundo y con otros. Quitarle a uno su habla para
imponerle el habla del otro equivale a obligarle a hacer la experiencia de la
verdad de sí mismo, los otros y el mundo desde una lengua que le es ajena y en
la que él mismo queda definido como subalterno.
Dimensión
sociopolítica
Si excluimos a
algunos de los estudiosos de la subalternidad (aquellos que, siguiendo las
perspectivas abiertas por Edward W. Said, incorporan la dimensión noética) y de
la colonialidad del poder y del saber, la mayor parte de quienes se ocupan de
la interculturalidad lo hacen privilegiando la dimensión sociopolítica con
algunas incursiones en la ética. Y es que, sin duda, las dimensiones social,
política y ética son las más visibles porque es en ellas en donde, por un lado,
se concretan los obstáculos y consuman los atropellos al otro diferente o
diferenciado, bajo la forma de dominación, racismo, inequidad, exclusión,
menosprecio, etc., y, por otro, se ensayan y valoran experiencias de
convivencia intercultural.
No me detendré en
esta dimensión porque es la más trabajada. Aludiré solo a los aportes de
Charles Taylor, a los que considero particularmente relevantes por la
articulación de las perspectivas social, política y ética. Taylor insiste en la
importancia de la identidad comunitaria y, concretamente, en las demandas de
reconocimiento de diversos colectivos sociales ante la esfera política
contemporánea. Esta demanda está referida tanto a la participación en la toma
de decisiones como a la constitución de la identidad. “La tesis –sostiene
Taylor- es que nuestra identidad es en parte formada por el reconocimiento o
por la falta de reconocimiento, a menudo por el mal reconocimiento de otros …”
(1997: 225; 1994: 25). Y así, continúa Taylor, determinadas personas y grupos
sociales pueden sufrir daño y distorsión cuando la sociedad que les rodea
refleja de ellos una imagen limitada, rebajada o despreciativa. Lo peor ocurre
cuando los propios dañados con esa imagen son obligados a identificarse con
ella y a apropiarse de una identidad que les es no solo ajena sino nociva. Un
ejemplo de esto último, como anota el propio Taylor, es la violencia (física y
simbólica) que los conquistadores y colonizadores europeos ejercieron desde
1492 sobre los indígenas americanos para que estos aceptaran su atribuida
condición de seres inferiores e incivilizados. El daño que se produce con estas
imágenes despectivas del otro es enorme, porque el debido reconocimiento no es
simplemente cortesía hacia el otro sino una necesidad humana vital (Taylor, 1997:
226) tanto del otro como nuestra. Taylor (1994: 78) no entiende la autenticidad
como algo que se centra exclusivamente en el yo y nos diferencia de los otros,
sino que “el ideal de autenticidad incorpora ciertamente nociones de sociedad,
o al menos de cómo deberían vivir juntas las personas.”, porque “nuestra
identidad requiere el reconocimiento por parte de los demás.” y se construye en
un entorno en el que la dignidad, la libertad y los derechos de cada persona
están en estrecha relación con las exigencias de benevolencia y justicia para
con los demás (1998: 627).
Fundamento e
interculturalidad
Del rico y variado
concepto de cultura nos fijaremos aquí en algunos componentes que son
importantes para pensar la interculturalidad. Las tradiciones constituyen para las culturas una especie de sedimento
social que, por un lado, facilita la constitución de la identidad y el
establecimiento y permanencia de vinculaciones dentro del grupo, y, por otro,
permite la diferenciación con respecto a un otro externo que, en determinadas
circunstancias, es convertido en el enemigo (6). Otro aspecto no menos
importante es que todo lo anterior ocurre en y por el lenguaje que hablamos y por el que somos hablados, y que, por
tanto, las culturas constituyen horizontes de significación o totalidades de
sentido que tienen que ver tanto con nuestra experiencia del mundo como con la
constitución de lo social y de nuestra propia identidad. Interesa subrayar,
además, que, en cuanto pertenecientes a y pertenecidos por una cultura, los
seres humanos somos relación o
tejimiento de relaciones sociales con determinadas características individuales. Digo “relación” y
“tejimiento” para no quedarme en la inmovilidad y pasividad que suponen los
términos “fruto de” y “tejido de” relaciones sociales. Somos relación y
tejedores de relaciones que nos constituyen y constituyen lo social.
Finalmente, es importante considerar el carácter contingente de la cultura y, consiguientemente, de nosotros mismos,
de las relaciones que somos y tejemos, de los horizontes de significación y de
ese sedimento social al que llamamos tradiciones.
En ser
contingencia están la pobreza y la riqueza de nuestra cultura y de nosotros
mismos. Somos pobres y es pobre todo lo que constituimos porque ni nosotros
mismos ni nuestras producciones tienen un fundamento sólido y permanente; todo
es solo contingente y no necesario; nada consigue dar solidez al origen del que
se supone que venimos, a lo que construimos en el camino, ni al destino al que
creemos que vamos. Por eso la tríplice pregunta de dónde venimos, quiénes somos
y a dónde vamos nos acompaña y nos interpela siempre. Somos constitutivamente
apertura, incompletitud, deseo no satisfecho, demanda no atendida, identidad
flexible, entidad inestable, … Ni nosotros ni nada de lo que hacemos puede
escapar de la condición de ente. Todo lo que parece sólido se desvanece cuando
advertimos que todo es solo contingente; para decirlo en términos ontológicos,
somos siempre y solo entes, aunque nuestra entidad remite al ser.
En esta carencia
constitutiva está nuestra oportunidad de riqueza, ese poder ser que tematiza
Heidegger y comenta Vattimo. En el ámbito de la ontología, la oportunidad se
presenta como instalación en la diferencia, en el estar remitidos al ser, en el
ser con el mundo y con otros, en el estar referidos a posibilidades que
incluyen al mundo y a los demás hombres y sus respectivas culturas, en ser
relación de una existencia con otras, etc. En el ámbito del lenguaje y el
conocimiento, la riqueza se presenta como oportunidad de que acontezca la
verdad, de que las demás personas –consideradas como individuos y como
colectivos sociales- y las demás cosas puedan presentarse, no para ser
convertidas en objeto sino para dejarlas aparecer en lo que ellas son y, si se
trata de personas, para iniciar con ellas “el trato de una existencia con
otra”, como apunta Gadamer, y llegar tal vez a la fusión de horizontes
culturales. Entiéndase, sin embargo, que en ese trato de una existencia con
otra –y estamos ya en el ámbito de lo relacional-, lo importante no está en el
resultado al que puede llegarse, la posible fusión de horizontes, sino en la
actitud y el proceso del tratamiento. Como apunté arriba, el encuentro puede
darse, pero lo importante es que ese encuentro sea asumido como kairós, como un acontecer que acontece
que nos convoca y nos ofrece la oportunidad de instituir una relación digna, enriquecedora y gozosa con el otro.
Y en esto
consiste, esencialmente, la interculturalidad: no propiamente en aquello que
resulta como consecuencia del trato de unas existencias con otras, sino más
bien en la agencia de ese encuentro. Para ser fuente de interculturalidad, esa
agencia debe tener al menos dos supuestos: la aceptación de la propia
incompletitud y el reconocimiento de valor y dignidad al otro. La conciencia de
la propia incompletitud me lleva a asumir, como decía Jaspers, que “allí donde
soy por completo yo mismo, ya no soy solo mí mismo” (1958) ; es decir, mi
mismidad está también constituida por una abertura que da hacia lo otro y que,
por tanto, no puede nunca completarse ni dejar de estar siempre abierta. Aquí
el “nunca” y el “siempre” remiten a un fundamento inasible, a ese a-bismo
(sin-fondo) al que aludíamos al inicio. Sin negar la importancia del
reconocimiento como oportunidad –en el sentido de kairós- de que el otro se presente y aparezca como es (a lo que
hemos aludido anteriormente), la dignidad y valor del otro (individual o
colectivo) no le vienen de que yo le considere un alter ego (un otro yo), sino que yo le considero una persona porque
él está provisto de la misma dignidad y valor que yo mismo. La diferencia de
perspectiva no es adjetiva. La primera, la consideración del otro como un alter ego pone el acento en los
contenidos de la identidad y de la dignidad y el valor y frecuentemente ha
servido y sigue sirviendo para legitimar la violencia que se ejerce contra el
otro precisamente para que adopte nuestras propios valores y formas de vida
(7). La segunda perspectiva enfatiza la dignidad y el valor del otro aunque sus
valores, formas de vida y cultura sean diversos a los nuestros, y ello facilita
que el encuentro se convierta en un acontecimiento u oportunidad de
interculturalidad.
Dijimos arriba que
la interculturalidad puede entenderse como una manera de cohabitar que resulta
de la fusión de diversos horizontes de sentido y como innovaciones que
modifican y amplían el horizonte de significación de los participantes por
estar orientadas a facilitar, promover, valorar y gozar la relación con el
otro. En cualquier caso, se trata de procesos que instituyen lo social y, como
sostienen los autores de lo que hoy se llama “pensamiento postfundacional”
(Marchart: 2009) y adelantó Vattimo con su noción de “pensamiento débil”
(Vattimo, Gianni & Aldo Rovatti: 1995), lo social en la modernidad tardía
no tiene como fundamento sino su propia infundamentalibilidad. Lo social es
autorreferencial, se instituye desde dentro de sí mismo, y este
autoinstituirse, como su posterior destino, ocurre en la historia y en el
lenguaje. La convivencia intercultural no puede, pues, exhibir como fundamento
sino su propia apertura, su instalación en la diferencia, su convocación
permanente a lo posible, su incompletitud sustancial, su contingencia, en fin,
su referencia a la insondabilidad del ser.
Reducir a la
categoría de desarrollo la enorme riqueza que supone esta apertura y que puede
hacer del encuentro el acontecimiento auroral de un nuevo día es empobrecer la
posibilidad humana. Aunque adornado con calificativos como “humano” y
“sostenible”, el desarrollo ha estrechado el horizonte de significación del
ideal ilustrado de progreso y nos está dejando como herencia al unidimensional
crecimiento. Hoy no se trata ya de progresar ni de desarrollarse, sino de
crecer compitiendo. El progreso estaba todavía ligado a éticas y racionalidades
liberadoras; el desarrollo se atiene a una racionalidad instrumental y a una
ética del rendimiento; el crecimiento se rige por la racionalidad de la
competición y la ética de la rivalidad. No sé si el “enfoque de las capacidades”
es capaz de liberarse del pesado lastre de la categoría de desarrollo y de la
inequidad que le acompaña (8).
Por mi parte,
prefiero hablar de plerosis
(plenitud) cuando tengo que reflexionar sobre la posibilidad humana (9), y lo
hago no sin considerar que esa plenitud no es alcanzable pero sí sentida como
ausencia a través de la kenosis
(vaciamiento), que entiendo como debilitamiento de mis propias certidumbres o,
en expresión de Claude Lefort, como “disolución de los marcadores de certeza”
(Marchart: 2009, 117) para que se abra la posibilidad del encuentro con el
otro. Trayendo el agua a nuestro molino y para terminar, diría que la kenosis es el ámbito propicio para que
del encuentro con el otro brote la posibilidad del acontecimiento de la interculturalidad.
Notas
(1)
En un recorrido por los trabajos de
Jean-Luc Nancy, Claude Lefort, Alain Badiou y Ernesto Laclau, Oliver
Marchart (2009) estudia la diferencia entre lo político y la política,
entendiéndola como una manera, inspirada en Heidegger, de pensar políticamente
y de radicalizar la perspectiva y la acción políticas.
(2)
No entro en el tema, pero dejo
constancia de que considero que el ser del hombre consiste en habitar
con el mundo y con otros. Comencé a desarrollar este tema en: Todo construir es
ya un habitar. Puente. Ingeniería,
Sociedad, Cultura. Publicación del Colegio de Ingenieros del Perú. Lima, año
II, núm. 5, jun. 2007, p. 2-7. Y lo he continuado en: Derivas sobre
arquitectura. Investigaciones en ciudad
& arquitectura. Revista del Instituto de Investigación de la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Artes de la Universidad Nacional
de Ingeniería. Lima, vol. 3, n° 1, ene-jun. 2010 (publicado en 2012), p. 9-16.
(3)
Recuérdese que el término “abismo”
viene del latín “abyssus” y este del griego “αβυσσος” que significan
“sin fondo”, como se advierte por la presencia de la “a” privativa.
(4)
Prefiero el término noética,
derivado del infinitivo “νοειν”, porque, a diferencia de cognoscitivo,
gnoseológico o epistémico, la noesis remite no solo a ver discerniendo sino a
pensar e intuir.
(5)
No me detengo en citas precisas
porque las ideas señaladas atraviesan muchos de los escritos de
Gianni Vattimo.
(6)
Carl Schmitt (2009), en su célebre
texto de 1932, fue uno de los primeros, si no el primero, en
tematizar la diferencia entre “lo político” y “la política”, y el papel que a
este respecto juega la categoría de enemigo.
(7)
Las viejas prácticas de
“civilización” de los “bárbaros” o “cristianización” de los “infieles” y las
actuales políticas de “inclusión social” y de “liberación” de los pueblos
buscan legitimidad en la consideración del otro como un alter ego. No se puede desconocer que estas mismas prácticas y
políticas han estado y siguen estando con frecuencia al servicio de la
“subalternización” del otro.
(8)
Thomas Piketty, en Capital in the 21st century (Harvard
University Press, March 2014), acaba de poner en la orden del día la
relación entre acumulación capitalista y equidad. Un power point sobre el
contenido puede verse en: http://piketty.pse.ens.fr/en/capital21c2.
(9)
Al respecto, he avanzado algunas
ideas en: Plenitud en vez de desarrollo. Reflexión.
Ciencias, humanidades, artes.
Lima, año 1, núm. 1, abr. 2013, p. 30-37.
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