José
Ignacio López Soria
Intervención en el curso “Desafíos para la gestión de
la educación superior en el contexto actual nacional y regional”, organizado
por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), en el marco de la
Organización Universitaria Iberoamericana (OUI) y de su Instituto de Gestión y
Liderazgo Universitario (IGLU). 4 agosto 2014
Introducción
En el
proceso de preparación de mi intervención en este evento, he revisado los
documentos de la OUI) y del IGLU,
y quiero subrayar algunos aspectos de ellos como introducción a lo que expondré
después.
El surgimiento de
la idea de la OUI en los años 60 del siglo pasado puso de manifiesto que antes
de esa época las instituciones universitarias del mundo americano habían
vivido, en lo fundamental, de espaldas entre sí, a pesar de que nuestras
sociedades habían pasado por procesos históricos relativamente similares y
compartían espacios que estaban ya atravesados por redes de interconexión
económica y política. Como sabemos bien, los modelos de universidad nos
vinieron inicialmente de Europa y, hasta bien avanzado el siglo XX, Europa
siguió siendo entre nosotros la fuente de inspiración tanto de la organización
y gestión de nuestras universidades –aunque fuesen tecnológicas- cuanto de los
contenidos y metodologías del aprendizaje.
No deja de ser llamativo que al profesor canadiense Gilles Boulet le
viniese la idea de crear la OUI de su familiaridad con la historia, al advertir
que aquello que ocurría trenzadamente en la realidad, la historia americana,
era reconstruido, sin embargo, parceladamente –país por país- por los
historiadores e incluso tomado insuficientemente en cuenta en las estructuras
institucionales. El trenzamiento real se hizo más fuerte y complejo después de
1945 por razones que conocemos bien, pero no se vio acompañado, hasta las
iniciativas de intercambio de la década de 1960, por un estrechamiento de las
relaciones académicas. Bajo el liderazgo de Boulet, esas iniciativas cuajaron
en 1980 con la creación de la OUI, animada por el propósito de “establecer, más allá y libre de toda frontera, ya sea
ésta política, geográfica, económica, ideológica o social, una cadena
universitaria interamericana en un esfuerzo común de mejora y de
fortalecimiento de cada uno de sus eslabones.” ¿Intuyeron los
fundadores de esta cadena transfronteriza de universidades que se avecinaban
tiempos de globalización y de exigencias de mejora y acreditación de la calidad
universitaria internacionalmente confiables?
Creada la OUI, ella se dedica a poner en práctica
la propuesta inicial de sus fundadores ofreciendo una gama de servicios, que
ustedes conocen bien y que, en gran medida, se orientan a trenzar y fortalecer
relaciones entre las instituciones en, al menos, cuatro ejes fundamentales: el
mejoramiento de la calidad, el compromiso con las necesidades sociales, el
liderazgo femenino y la equidad de género, y la respuesta a los desafíos
actuales y a los nuevos paradigmas. Embarcarse en las tareas que estas
orientaciones generales conllevan no es fácil, de ahí la insistencia en el
intercambio de prácticas y propuestas innovativas y la creación de espacios
formativos, como el IGLU, para la formación, mejoramiento y consolidación de
los equipos humanos dedicados a la dirección académica, estratégica y
administrativa de las universidades.
Una dificultad importante y, a juzgar por los
documentos que conozco, no debidamente afrontada es el fácil recurso al
lenguaje de siempre (desarrollo sostenible, integración de pueblos, gestión
eficiente, socios estratégicos, educación universitaria sin referencia a la
educación superior, innovación sin referencia al recuerdo, capital humano,
modernización, etc), un lenguaje que porta una carga tradicional de la que no
le será fácil librarse. Lo que quiero decir es que, como es conocido, hacemos
la experiencia de la verdad, la virtud y la belleza, la experiencia de nosotros
mismos, de los demás y del mundo, a través del lenguaje. Para realmente innovar
tendríamos, por tanto, que recoger y procesar nuestra experiencia histórica pero
también–como sugiere tempranamente Ludwig Wittgenstein (1990, 43) arriegarnos a
“arremeter contra los límites del lenguaje.”, innovando lenguajes que faciliten
la invención y manifestación de lo nuevo, yendo más allá del lenguaje
científico para abrirnos al de la ética o de la religión, o -como sugiere
Hannak Arend (1998, 268-275)- acertando a leer el lenguaje científico en clave
anticipatoria para escapar de la terrenalidad o geoanclamiento de los
significantes y captar el guiño de aquellos que remiten a un universo del que
nuestro pequeño planeta es solo un componente atravesado de relatividad.
En el
desarrollo seguiré los temas que se me han sugerido, reagrupándolos, enfatizando
algunos y abordándolos desde una perspectiva que convoca más a pensar que a
analizar datos.
Globalización, internacionalización, interculturalidad.
Comienzo
por el reto más visible de los últimos decenios, la globalización, que
naturalmente convoca a una internacionalización tanto de la composición del
profesorado, los gestores y el alumnado, cuanto de los temas y procesos de
aprendizaje, investigación, incidencia social, pertinencia y calidad educativa.
Se trata, a mi juicio, en este caso de un reto troncal que toca prácticamente a
todos los aspectos de la organización y el quehacer universitario. Experiencias
y saber hacer acumulado a este respecto hay ya por decenas: desde redes como
OUI, Alcadeca, Ridei o la Red Peruana de Universidades -que reúnen a
instituciones que quieren aprender unas de otras- o programas homogeneizadores
-como los Sócrates (Comenius, Eramus, Da Vinci, Gundtvig)- hasta conglomerados
académico/empresariales dedicados a difundir y vender cursos, generalmente
aprovechando las TIC. Las acreditadoras internacionales y los rankings son
también parte de este polifacético proceso.
¿Qué le
toca a la universidad a este respecto? ¿Acaso dejarse llevar a la deriva por
los vientos globalizadores o, más bien, fortalecer su anclaje en las viejas
amarras de sus propias tradiciones? Probablemente ni lo uno ni lo otro
aisladamente, o mejor dicho, lo uno y lo otro para que en diálogo fecundo con
sus propias tradiciones se enriquezca con otros saberes y experiencias y ponga
los suyos propios en la canasta internacional.
Como
instituciones académicas, para situarnos adecuadamente en este proceso
globalizador nos toca, en primer lugar, pensarlo en profundidad, algo que va
más allá de simplemente planificar acciones, acompañar su ejecución y
evaluarlas para luego mejorar el rendimiento. La mayor parte de los estudiosos
de este asunto se quedan solo en esto último, en el agenciamiento de buenas
prácticas para sugerir procedimientos y proveernos de consejos útiles; lo cual
es necesario pero no suficiente.
Cuando
afirmo que lo que nos toca, como instituciones académicas, es pensar la
globalización y sus prácticas, muchas de las cuales llegan hasta las
universidades, lo que hago es invitar a deconstruir el proceso globalizador
para descubrir sus orígenes y su historia, analizar sus competentes, explorar
sus tendencias manifiestas y no tan evidentes, ver sus efectos en el presente y
aventurarse a imaginar el futuro que se busca construir. Sin esta inmersión académica, que es tarea
primordial de la universidad, mucho me teme que las prácticas de la internacionalización
universitaria queden presas del mercado
y sus lógicas de crecimiento y competencia, herederas de la “agresión
originaria” de los inicios de la globalización.
Me atrevo
a sugerir algunas ideas para un aprovechamiento enriquecedor de la
globalización y sus estrategias de internacionalización de los quehaceres
universitarios[1].
·
Globalización
e interculturalidad son procesos que deberían darse juntos para enriquecerse
mutuamente. Si la globalización remite principalmente a realidades de más allá
de nuestras estrechas fronteras político-territoriales, la interculturalidad
nos convoca en primer lugar, especialmente a sociedades tan raigalmente
heterogéneas como las nuestras, a mirarnos a nosotros mismos para explorar cómo
nuestras universidades son el último eslabón
de la cadena de homogeneización (epistémica, axiológica, normativa,
lingüística, identitaria y práctica) que
comienza con la educación inicial. Esta homogeneización trata de proveernos a
todos de competencias similares y articulables, aunque en el grado de provisión
y apropiación de ellas haya diferencias abismales que facilitan la
subalternización. Para no alagarme en asunto tan fundamental, diré que la
misión de la universidad a este respecto no es solo interculturalizarse ella
misma –lo cual no es poco ni fácil- sino actuar de taller de elaboración
teórica y práctica de interculturalización de la propia sociedad –tarea que
tiene ver con la agencia interna y incidencia social y política- y, finalmente,
promover que los actuales procesos de globalización apunten a una globalidad
rica en diversidades.
·
A este
respeto, atreverse, como decíamos arriba, a traspasar los límites del
repertorio usual de significantes, pensar la vida humana, por ejemplo, desde la
plenitud más que desde el desarrollo, practicar más la hermenéutica o
interpretación que el conocimiento llamado objetivo, hablar más de complementariedad
y reciprocidad que de agresiva competitividad, dejarse sorprender por la
perplejidad como la actitud más propia para la escucha atenta de la complejidad
que nos envuelve y constituye, son, diría yo, algunas de las condiciones de
posibilidad para que la globalización e internacionalización de la educación
superior, atravesadas por el principio interculturalidad, no contribuyan a
verticalizar aún más las relaciones humanas, ahora ya a escala planetaria, ni a
reproducir los viejos esquemas de centro/periferia o centralidad/subalternidad,
sino que se atengan a la equidad y abonen el terreno para la una convivencia –reitero-
digna, mutuamente enriquecedora y potencialmente gozosa de las diversidades que
nos constituyen,
Educación a lo largo y ancho de la vida
A quienes
andamos metidos en educación superior, como agentes, decisores o hacedores de
opinión, se nos ha presentado en las últimas décadas un reto, el de la
extensión de la demanda y de la oferta educativa, para cuyo afrontamiento estamos escasamente
preparados y hasta, a veces, prejuiciados.
A pesar de que, en el caso occidental, venidos de una tradición que
desde los griegos puso en la educación la herramienta fundamental tanto para
conocernos a nosotros mismos como para cuidar de la ciudad y saber a qué
atenernos con respecto a lo trascendente, tradición que fuera remozada e
interpretada en clave ilustrada para facilitar el acceso y ejercicio de la
ciudadanía y de actividades laborales, sin
embargo, de esa rica tradición hemos fortalecido más su vertiente
elitista, de autorrealización meramente individual y de provisión de
competencias escalonadas y estancadas según la moderna división del trabajo,
dejando de lado la vertiente también presente pero invisibilizada de formación
para el cuidado de lo comunitario, el ejercicio informado y pleno de la
ciudadanía, la constitución intersubjetiva de la identidad, la escucha atenta
del otro, la provisión de competencias para un diálogo paritario en condiciones
libres de violencia práctica o simbólica, etc.
Creo que
en vez de dedicarnos a ponerle candados a este proceso de extensión de la
formación universitaria es preferible ofrecerle cauces para su desenvolvimiento
adecuado. Para ello tenemos que partir reconociendo que la educación es una
necesidad y un derecho cuya satisfacción y cuyo cumplimiento no deberían tener
un final prefijado por el origen social, lingüístico, étnico, económico, etc.,
de las personas. Para facilitar y ordenar el cumplimiento de ese derecho, el
proceso educativo, aunque flexible, multimodal y escalonado, debería
desarrollarse en un diálogo constante y no descalificador entre las etapas,
unidades e instituciones que lo componen. Esta interactividad dialógica debe
practicarse, además, en dos direcciones: la vertical y la horizontal. La
primera dirección, que nos viene desde Delors como “educación para todos a lo
largo de la vida”, pone el énfasis en el aspecto secuencial del proceso educativo
para evitar estancamientos, facilitar pasarelas entre niveles, promover que
todo final sea un nuevo punto de arranque y que nadie se quede sin la educación
que requiera, etc.; generalmente aceptamos esta orientación, pero son todavía
insuficientes el diálogo y la interacción entre niveles para llevarla a la
práctica, e incluso, me atrevo a añadir, no es infrecuente que esta interacción
obedezca a motivaciones más fenicias que formativas o académicas. Redes de
integración vertical, por llamarlas de alguna manera, que abarcan desde la
básica hasta los postgrados van surgiendo en la educación privada,
especialmente en la lucrativa, pero el Estado sigue afincado en la educación
estancada en niveles que no dialogan entre sí, aunque, en el caso del Perú, la
nueva ley universitaria abra algunas compuertas a este respecto.
Si es
escaso el diálogo para la integración vertical, la integración horizontal está
aún más asunte de la mirada universitaria. Por horizontal voy a entender aquí
no la integración entre universidades, que ya se está dando, sino entre
instituciones y procesos formativos y de gestión de instituciones heterogéneas.
Me refiero al diálogo articulador que debería haber entre el mundo
universitario y, por ejemplo, la educación regular alternativa, la educación de
adultos, la educación para personas con capacidades y discapacidades
especiales, la educación intercultural y
bilingüe, la educación rural, la educación superior técnica, pedagógica y
artística, además de la interacción necesaria en temas de tecnología educativa,
medición de aprendizajes, variables de calidad y pertinencia, identificación de
prioridades educativas y de investigación e innovación, etc. Buena parte de
estas tareas deberían realizarse en relación con los consejos nacionales de
educación, pero estos andan todavía un tanto perdidos en un mar de vaguedades y
con escasa capacidad para tener una real incidencia en las decisiones
educativas.
El asunto
de la extensión de la educación a lo largo y ancho de la vida, está relacionado
con otros aspectos que no voy a tocar aquí, como los de ciudad educadora,
autorregulación mediática, consejos académicos y de ética en los colegios
profesionales y gremios, responsabilidad social empresarial, etc., pero no
puedo dejar de aludir a que esta ampliación de la educación superior no debe
ser mirada solo desde la perspectiva de la diversificación y complejización de
los procesos productivos, sino también como una manera de atender a la
necesidad y al derecho a una educación heterogénea que facilite el despliegue
de las potencialidades de los diversos colectivos socio-culturales y
lingüísticos, promueva el diálogo entre diversos en condiciones de equidad,
facilite el acceso y ejercicio pleno de la ciudadanía, etc. Debería tratarse, a
mi juicio, de una educación flexible, multifacética y multimodal que nos habilite a todos a saber a qué atenernos
y manejarnos con soltura –en lo epistémico, axiológico, simbólico, práctico e
identitario- en este complejo mundo que nos está tocando vivir y que se compone
de lógicas que nos vienen de la modernidad y de los procesos que están
desencadenando tanto la globalización como la toma de la palabra de las
diversidades de nuestras propias sociedades y del mundo. Importante es, a este
respecto, recordar que las lógicas de textura occidental no son las únicas y
que, por tanto, también ellas están obligadas y convocadas a dialogar paritariamente en un rico juego de
lenguajes con las demás lógicas.
Calidad, pertinencia y credibilidad de los procesos
educativos.
Abrirse a
la educación a lo largo y ancho de vida no significa de ninguna manera que ello
tenga que ir en desmedro de la calidad, pertinencia y credibilidad del proceso
formativo. La apertura que se viene proponiendo y ejecutando ha supuesto la
participación de muchos y heterogéneos actores (alumnos, familiares, Estado,
sociedades, empresariado, agentes educativos, etc.), unos en condición de
demandantes y otros de proveedores de educación. La demanda de los primeros no
cabe, a veces, en los cauces de la educación regular, lo que ha llevado a
generar y modular ofertas de muy diversa índole y contextura, animadas por
pedagogías alternativas, y dirigidas y administradas por una variada gama de
gestores. Unidos estos dos fenómenos, la variedad de las necesidades educativas
a las que hay que responder y la multiplicación de la oferta, a veces desmedida
y subalterna, nos encontramos en un mundo en el que, si nos descuidamos,
termina valiendo todo, con ganancias para algunos y manipulación de esperanzas
para muchos.
Para medir
la calidad y pertinencia de los procesos educativos es cierto que el desempeño
personal, social, ciudadano y laboral es un instrumento válido, pero no único.
Es necesario, además, que el planteamiento inicial y la marcha del proceso
formativo se atengan a criterios y procedimientos que faciliten y
promuevan y potencialmente aseguren el
logro de la calidad y la pertinencia. Y ello pasa necesariamente por
licenciamientos, controles, regulaciones, rendimientos de cuenta,
transparencia, incentivos, etc., lo cual exige nuevamente una multiplicidad de
actores, procedimientos y formas de acompañamiento. No faltan quienes
consideran que este montaje mella y hasta elimina la autonomía universitaria. A
veces se olvida que la autonomía, como toda actividad legal, se da en contextos
sociales nómicos, regulados por normas, y, por tanto, las normas que nos damos
a nosotros mismos tienen que atenerse a otras más generales que nos permiten la
ganancia de vivir en comunidad. Este criterio no cierra de ninguna manera la
puerta a la variedad de formas y caminos educativos que debe haber en una
sociedad compleja; exige sí que haya una complejización y articulación de los
organismos y procedimientos de autorización, certificación y evaluación de
procesos y resultados, y postula, además
y principalmente, que se practiquen la creatividad, la innovación y el espíritu
crítico, incluso con respecto a la normativa general, para promover el
despliegue pleno de la posibilidad humana, mejorar el bienestar, la equidad, la
justicia y el gozo de la convivencia, además de las eficiencia y eficacia de
las instituciones y procesos educativos y su incidencia en la marcha de la
sociedad. No olvidemos que la innovación puede darse en el centro de los
sistemas, como resultado al que se llega por acumulación comprobada de
conocimientos, procedimientos y actitudes, pero la invención ocurre en los
bordes, allí donde las certezas se debilitan, se abre paso la heterodoxia y
asoma tímidamente lo nuevo.
Estamos hoy,
como pocas veces en la historia, ante una realidad compleja y ante lo complejo
lo más sano, a mi ver, es la actitud de perplejidad, pero entendida ya no como
confusión, duda o indecisión, a lo Descartes, sino como escucha atenta de las
voces que intervienen en el abigarrado juego de lenguajes para oír sus mensajes
en clave interpretativa y articular sus potencialidades como provenientes de
seres hechos para vivir con otros y con el mundo. Y digo bien, vivir con otros
y con el mundo, y no a costa de otros y del mundo, lo cual pasa imprescindiblemente
por regulaciones, solo que las regulaciones hay que entenderlas en sentido
positivo, como caminos que facilitan la convivencia enriquecedora de lo
diverso, y no como limitaciones. Del liberalismo clásico hemos aprendido que
mis derechos terminan donde comienzan los del otro; de la valoración del actual
juego de lenguajes deberíamos aprender que mis derechos se enriquecen cuando
dialogan y se complementan con los del otro. Diré más, aunque me adentre en
reflexiones filosófica y me aleje aparentemente del tema. En ese diálogo un
paso importante es llegar a consensos y atenerse a ellos, pero un paso más
adelante es construir formas de convivencia pobladas de disensos
enriquecedores.
Si, como
solemos hacer frecuentemente, enfocamos el asunto de la calidad, la
pertinencia, la eficiencia y la credibilidad de los procesos educativos con
criterios de homogeneización para facilitar las mediciones, llenar cuadros y
gráficos en libros atiborrados de datos y figurar en rankings internacionales,
conseguiremos seguramente un dibujo hasta animado de lo que está ocurriendo,
pero estaremos perdiendo la ocasión de pensar en profundidad la educación como
componente fundamental de la vida humana y no solo como expediente
propedéutico. No quiero restarle importancia al antes y al después del hecho
educativo, pero, embarcados como estamos en una educación a lo largo y ancho de
la vida, hay que aceptar el reto de hacer del ahora educativo el momento más
rico, ese momento inflado que consiste esencialmente en aprender a aprender, en
aprender a escuchar y no solo a oír, a mirar y no solo a ver, a apreciar y no
solo a juzgar, a gozar la convivencia y no solo a tolerarla, no a pasar por
etapas sino a vivir plenamente cada una de ellas.
Anotación final
Yo sé que
el derrotero que estoy proponiendo no es fácil. Lo he vivido y lo vivo en carne
propia. Me ha tocado moverme en ámbitos culturales y modalidades educativas muy
diversas. Valoro, por tanto, positivamente lo mucho que se está haciendo en
términos de innovación de instrumentos, internacionalización, variedad
institucional, redes y complementaciones, diversidad de mayas curriculares,
afinamiento de criterios y estrategias de medición, relaciones con el entorno
social y laboral, identificación concordada de competencias, rendición de
cuentas, uso inteligente y no subalterno de las TIC, informatización y
profesionalización de la gestión, etc.
Pero soy, como todos nosotros, testigo del deterioro educativo, la
reelitización, la competencia desleal, la extensión de la corrupción, el uso
indebido del poder interno, la invasión entre niveles educativos, el
exhibicionismo de los logros propios para descalificar al otro, la
improvisación de profesores, la caza de alumnos, etc. Pero tengo aún una preocupación mayor: me
pregunto por qué lo que venimos haciendo en educación y particularmente en
educación superior repercute tan poco, si algo, en el mejoramiento de la
equidad de las condiciones nacionales e internacionales de la convivencia. No
es que piense que sea posible vivir sin conflictos. El conflicto es parte
constitutiva de la convivencia. Pero ya deberíamos haber aprendido un poco a
agenciar los conflictos con cordura y ganancia para todos. ¿Nos faltan
instancias, estrategias e instrumentos prácticos para ello? Posiblemente.
Contamos, sin embargo, con alguna experiencia para gestionar interculturalidad
e interdisciplinariedad, especialmente en los ámbitos de investigación,
postgrado y servicios, pero aún andamos cortos para asumir asuntos ajenos a la
disciplinariedad. Nos faltan teorías y voluntad -y a esto quería llegar- para
un compromiso firme y acertado con el potenciamiento digno, equitativo y gozoso
de las diversidades que nos constituyen nacional y globalmente. Por eso me
atrevo a sugerirles a ustedes, precisamente porque tienen responsabilidad en la agencia, a cultivar con
esmero la teoría y a promover el compromiso. Yo diría que toda universidad
debería dotarse de una unidad compleja y articulada de agenciamiento, teorización
y comprometimiento, para cumplir a cabalidad su deber social. En este sentido, la propuesta que de alguna
manera se deduce del informe Brunner/Villalbos (recientemente distribuido),
centrada en la expansión del acceso y en
la adaptación a las demandas del entorno, me parece insuficiente.
Bibliografía
Arendt, Hannak (1998). The Human Condition. Chicago: University of Chicago Press, 2nd Ed.,
[Original: Chicago: University of Chicago Press, 1958]
Brunner, José Joaquín , Cristóbal Villalobos &
alii (2014). Políticas de educación superior
en Iberoamérica, 2009-2013. Santiago de Chile: Universia/UDP/Unesco.
Wittgenstein, Ludwig (1990). Conferencia sobre ética. Barcelona: Paidós [Original: conferencia
pronunciada en 1929-1930 y publicada por primera vez como Wittgenstein’s
Lecture on Ethics en The Philosophical
Review, en enero de 1965]
[1] Los trabajos que realizaron o
realizan, por un lado, los estudiosos de la centralidad occidental, la
postcolonialidad, la subalternidad, la colonialidad del poder, el saber y los
imaginarios, etc. (Said, Spivak, Bhabha, Mignolo, Coronil, Moraña, Quijano,
Lander, Walsh, Castro-Gómez …) y, por otro, la “izquierda heideggeriana”
(Lefort, Badiou, Laclau, Mouffe, Marchart, Nancy …) y los cultores de la
hermenéutica (Gadamer, Vattimo …) deberían ser revisados con esmero para dar
densidad teórica y orientación ética y alimentar elcompromiso político a una
gestión universitaria realmente innovadora.
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