Publicado en: (abril 1988). Huaca, (2), 4-9.
El concepto de modernidad es evidentemente polisémico. Es necesario, por tanto, iniciar la reflexión como lo haría la más genuina tradición escolástica, por la definición del término.
Desde la perspectiva de la historia, que es la que aquí escogemos para abordar el tema, el concepto de modernidad remite a “nuestro presente”, es decir a la etapa histórica que se inicia en la segunda mitad del siglo XVIII, que reconoce y asume las etapas anteriores de la historia occidental como “pasado del propio presente” y que tiene la posibilidad objetiva de decidir en el presente “el futuro del propio presente”.
Esta primera aproximación al concepto de modernidad, aunque más relacionada con la extensión –en este caso temporal- del término, recoge sin embargo un aspecto fundante de la modernidad: la historicidad. El hombre moderno es (o puede ser) a cabalidad un “ser histórico” porque puede no solo conocer el pasado histórico sino reconocerlo y asumirlo como “pasado del propio presente”, y porque además, cuenta con la posibilidad objetiva de decidir el futuro en el presente. Esta invasión del pasado y el futuro por el presente y su correlativa forma de conciencia histórica constituyen los fundamentos de la historicidad y abren, por primera vez, la posibilidad de realización plena del “ser histórico”. No es raro por tanto, que las preguntas fundamentales de la existencia histórica –qué somos, de dónde venimos y a dónde vamos- se le planteen al hombre de la modernidad como interrogantes individual y colectivamente ineludibles y que le obliguen a buscar respuestas que le comprometen enteramente.
Pero una aproximación solo extensiva al concepto de modernidad, por más que implique ya ciertos aspectos referibles a la connotación, es insuficiente. Se requiere, además, de una caracterización de “nuestro presente” para darle contenido al concepto de modernidad.
Ágnes Heller, en Teoría de la Historia principalmente pero también en Crítica de la Ilustración , ha intentado una caracterización de “nuestro presente” condesando en tres los componentes fundamentales de la sociedad que se inaugura en la segunda mitad del siglo XVIII: el capitalismo, la industrialización y la sociedad civil. Estos tres elementos constituyen las categorías fundamentales (o “formas de existencia”, en terminología de Marx) de la modernidad.
Cada uno de estos componentes tiene su propia lógica o su propia dynamis. La modernidad comienza cuando las tres lógicas se encuentran, aunque sea conflictivamente, al mismo tiempo y en el mismo espacio. Esto supone que la modernidad no comienza al mismo tiempo en todas y cada una de las sociedades que componen el mundo occidental. Se trata, más bien, de un proceso que conoce diversos ritmos y en el que generalmente la lógica del capitalismo precede a la de la industrialización y esta a la de la sociedad civil. Solo cuando las tres lógicas se encuentran se constituye propiamente la modernidad plena. Lo que significa que la presencia activa de una de las lógicas –la del capitalismo, por ejemplo- no asegura el inicio de la modernidad. Esto es exactamente lo que suele ocurrir en los países periféricos, que entran a formar parte del sistema pero sólo como exportadores de materias primas e importadores de manufacturas, es decir como sujetos pasivos de la lógica del capitalismo.
La lógica del capitalismo, portada originariamente por el mercader de “pies polvorientos” del final del Medioevo, apunta esencialmente a la universalización del mercado, pero conlleva también la subordinación y dominación del desarrollo económico de unos países a otros. La lógica de la industrialización, cuyo portador típico es el “capitán de empresa” de la Revolución Industrial, se orienta hacia la universalización de las maneras de producir los bienes materiales y de reproducir las condiciones de existencia social, pero se hace también inseparable de la explotación de unos hombres por otros y de la cosificación e instrumentalización de los individuos. Finalmente, la lógica de la sociedad civil, que se manifiesta pregnantemente en las masas parisinas entonando “le jour de gloire est arrivé” (el día de gloria ha llegado) y agitando la consigna de “libertad, igualdad, fraternidad”, apunta como horizonte posible y deseable, a la democratización de la sociedad, a la igualación real de las oportunidades y a la socialización del poder, es decir a la real universalización de “los derechos del hombre y del ciudadano”.