José Ignacio
López Soria
Conferencia
inaugural de la jornada
internacional “Retos y tendencias arquitectónicas en el hábitat contemporáneo”,
organizada por el decanato de la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Artes de
la Universidad Nacional de Ingeniería, Lima, 15 diciembre 2016.
En escritos y
conferencias anteriores he propuesto y desarrollado tres ideas que suelo
utilizar como punto de partida en mis reflexiones sobre arquitectura: primera,
que el hombre no tiene más esencia que su propia existencia; segunda, que
existir no es otra cosa que habitar; y, tercera, que la arquitectura es la
pastora del habitar. De ahí la importancia que la filosofía atribuye a la
arquitectura, porque en el habitar, que la arquitectura organiza, cuida y
pastorea, se juega el hombre su propia esencia.
Para este evento
se me ha pedido que me refiera principalmente a la condición contemporánea y a
los retos (globales, nacionales y urbanos) que ella plantea, para situar la
reflexión que harán ustedes después sobre el hábitat contemporáneo (1). Se me
sugiere, por tanto, que ofrezca, como diría el filósofo francés Michel Foucault
(1984) (2) o el italiano Gianni Vattimo (2004, 19) (3), una especie de
“ontología de la actualidad” que enriquezca la descripción sociológica de lo
que ocurre con una conceptualización de la manera actual de darse del ser o,
dicho de otra manera, que aborde lo que constituye la actualidad como el
acontecer contemporáneo –la forma de manifestarse hoy- de un proceso que nos
viene de antiguo y en el que advertimos ya rasgos crepusculares pero también
asomos aurorales.
Ese proceso
general al que aludimos es, como puede fácilmente imaginarse, el de la
modernidad occidental, un proyecto que se fue diseñando y construyendo desde el
siglo XVI, que en el siglo XVIII cuajó en discursos orientadores y
performativos, que en el siglo XIX empeño casi todas sus fuerzas en la construcción
de los Estados-nación y que ya en la segunda mitad de ese mismo siglo comenzó a
mostrar síntomas de debilitamiento. Esto último se advierte, por ejemplo, en
que los filósofos se atrevieron a
sospechar de la veracidad de los procedimientos enunciativos considerados como
científicos (4); los artistas
–agrupándose en “vanguardias” frecuentemente altisonantes- decidieron explorar dimensiones nuevas de la
experiencia humana recurriendo a materiales y modos inusuales de hacer arte; los
políticos comenzaron a dejar de lado
de condición de representantes que los liga a “lo político”, es decir al
hacerse de la sociedad, para dedicarse a la actuación, cual marioneta a veces,
en ese escenario público al que llamamos “la política” (5); los emprendedores industriosos –artífices de las revoluciones industriales y
portadores de la “ética del bienestar” (6) - se fueron viendo desplazados por
el capitalismo financiero que encumbra la ganancia a la condición de principio
orientador del comportamiento (7); los tecnólogos
–aprovechando los avances de los ciencias- empezaron a llenarnos el espacio de
artefactos reemplazables, haciendo de la reemplazabilidad un signo de progreso
y de distinción (8).
En este
contexto, del que trazamos solo algunos rasgos, la arquitectura, aproximándose a la biología evolucionista, formula un
principio, “form ever follows function,
and this is the law” (Sullivan, 1896, p. 408), que se convertirá en piedra
angular del proyectismo moderno.
Con el avance
del siglo XX comienza a tomarse conciencia clara de los resultados que dejaron
como sedimento los fenómenos indicados arriba. La racionalidad moderna, nos
advierte tempranamente Weber (1979, p. 258) (9), nos está encerrando en una
“jaula de hierro”. Ha comenzado ya la “decadencia de Occidente”, anota Spengler
(1935) (10). El hombre moderno, esencialmente “problemático”, como señala
Lukács (1975) (11), se está quedando “sin atributos”, dice Musil (2004) (12).
La cultura, base antes de la ética de buen burgués e impulsora ahora de un
hedonismo que no tolera postergar la
satisfacción de las necesidades, ha dejado de ser funcional al espíritu
primigenio del capitalismo, argumenta Daniel Bell (2004) (13). La racionalidad
moderna, portadora antes de una dimensión emancipadora y de otra
instrumentalizadora, se ha centrado en la instrumentalización, nos advierten
los integrantes de la Escuela de Frankfurt (desde Horkheimer, Adorno, Marcuse y
Benjamin ayer, hasta Habermas hoy). Y esto está ocurriendo de tal manera que la
racionalidad ahora ya desembozadamente instrumental, cuya gestión preeminente
se disputan el Estado y el mercado, está invadiendo todas las esferas de la
cultura y los subsistemas sociales y llega hasta a la vida cotidiana tratando
incluso de colonizar el habla y todo tipo de lenguaje.
A esto es a lo
que Heidegger llamó tempranamente el dominio de la técnica, la tendencia a la
organización total de la vida humana, primero, como ha explicado magistralmente
Foucault (1998, p. 203 y ss.), haciendo de la organización social un panóptico (14) (cárcel, cuartel,
escuela, hospital, parque, planta industrial …) en el que todos quedamos
visibles y permanentemente vigilados por un poder vigilante que se oculta a
nuestra mirada, y, segundo, como argumenta hoy Zygmunt Bauman (2008, p. 70),
convirtiendo la sociedad en un sinóptico
(a través de los medios de comunicación social) que nos obliga a todos a
asistir al mismo teatro para tener como referentes universales de valor las
marionetas que el poder nos pone ante los ojos.
Este juego entre
panóptico y sinóptico al servicio del poder viene de antiguo, de esas viejas
batallas por la cartografía que dieron los Estados cuando comenzaron a
convertirse en modernos y cuando la ciudad devino en la forma dominante de
poblar el territorio. Frente a la diversidad de los instrumentos de medición,
resultado no solo de la lejanía y el aislamiento entre las poblaciones, sino
también de los fueros y privilegios de las corporaciones (eclesiales,
gremiales, nobiliarias, universitarias, etc.), el Estado moderno, como
acertadamente señala Bauman, necesitaba
homogeneizar el espacio para hacerlo legible y transparente y facilitar,
así, el control político, la recaudación
de impuestos, el predominio de la lengua oficial, la difusión del sistema
simbólico, las transacciones comerciales, la educación homogénea del pueblo, etc.
Nada mejor para ello que, por un lado, la imposición de instrumentos de
medición desantropomorfizados y deslocalizados, es decir, racionalizados, y,
por otra, la confección de mapas para dejar al espacio abstractamente atrapado en
trazos racionalmente legibles. El asunto se complicó –y ustedes lo saben mejor
que yo- cuando la representación plana
comenzó a ser enriquecida con la perspectiva. Fue entonces necesario,
como anota Bauman, inventar una especie de “ojo humano trascendente” que fijase
una perspectiva que, por estar libre de aspectos antropomórficos y locales,
pudiese ser considerada como la perspectiva correcta por cualquier observador.
Y, así, el punto de vista de ese supuesto ojo humano trascendente –desprovisto
de sedimentos históricos y de ataduras culturales- se convierte en el punto de
vista “objetivo” y, por tanto, superior y legitimado para ser impuesto a los
demás. Porque modernizar equivalía a hacer legible y transparente el
desordenado espacio local gracias a expertos y especialistas (topógrafos,
agrimensores, cosmógrafos, arquitectos, cartógrafos) que se convierten en la
burocracia del Estado moderno, un Estado que da normas que solo la burocracia
entiende. El poder, por tanto, se sitúa en la zona de la certidumbre, dejando a
los pobladores sumidos en la incertidumbre o ante la necesidad de tener que
someterse a una normativa cuya racionalidad no entienden.
Sabemos, además,
que los afanes de racionalización no se quedaron en el mapeo del territorio, es
decir, en la representación cartográfica de la realidad territorial. Frente al
caos urbano, las epidemias y los movimientos sociales que generó el proceso de
industrialización y que hizo que el peligro, situado antes fuera de las
murallas, se ubicase dentro de la ciudad, surgió el sueño de la ciudad planificada,
transparente, centrada y compuesta de barrios y conjuntos habitacionales regulares y atenidos a funciones y usos predeterminados
(15). Era una especie de urbanismo utópico, pensado a partir de la
representación y considerando que la realidad es una especie de objetivación
del plano. Se quiere, por tanto, pasar del espacio cartografiado a la
cartografía espacializada, es decir, de dibujar la realidad a convertir el
dibujo en realidad, y todo ello, una vez más, al servicio de planificadores,
revolucionarios y dictadores que quieren imponer a los demás su propia noción
de orden. Volviendo a nuestra reflexión anterior, es como dejar crudamente al descubierto
la racionalidad instrumental, aunque presentada como el único camino que
desemboca en la felicidad racional.
Ante la
imposibilidad de llevar a la práctica en gran escala el ideal de conformar el
espacio de acuerdo al plano para llevar a cabal cumplimiento la racionalidad
instrumental y producir la ansiada homogeneización, surge, especialmente en las
actuales megalópolis, el encerramiento, en pequeña escala, del habitar y del
existir, es decir, la conformación de espacios homogéneos aislados, que están relacionados
con la vivienda, la cultura, la educación, la salud, el deporte, el ocio, etc.,
para asegurar protección, equivalencia y certidumbre. Al mismo tiempo que
proveen de estas seguridades, esos espacios cultivan la hostilidad y la
intolerancia al forastero, y el conformismo y la acriticidad frente a lo
propio, lo que lleva, al pensar de los expertos, a que rebroten localismos,
fundamentalismos y una especie de agorafobia que se manifiesta en el temor y la
incapacidad para negociar públicamente valores, defender argumentativamente las
convicciones, moverse con soltura en lo imprevisible, tomar responsablemente
decisiones y atenerse, como dirían los griegos, al principio ético-político de
cuidar la ciudad.
En el contexto
de esta condición compleja de la actualidad, de la que hemos señalado solo
algunos trazos, han surgido en los últimos decenios fenómenos y voces nuevas
que dejan traslucir signos aurorales sin borrar, en algunos casos, las huellas
de lo crepuscular. Daré cuenta solo de algunos de ellos.
Comienzo por el
que nos queda más a mano, el de la globalidad, al que confundimos
frecuentemente con el de globalización. El término globalización no me es grato porque, como anota Quijano (2014),
remite a un proceso que arranca con los llamados “descubrimientos”, las
conquistas y las colonizaciones, padece desde el comienzo de eurocentrismo,
articula las diversas formas de trabajo y sus frutos en beneficio del capital
y, en fin, no parece conocer otra lógica que la de la racionalidad
instrumental. Llega, así, la globalización a nuestros días, después de producir
atropellos mil en el camino, empeñada todavía en homogeneizarnos a todos bajo
el ropaje de sujetos informatizados y tratando de obligarnos a aceptar la
competición –que es lucha con el otro- para medir la valía, pero, por otro
lado, gestionada desde ese superpanóptico que es el ciberespacio, escudriña astutamente
nuestros gustos y preferencias, mide al milímetro nuestra capacidad de
endeudamiento, vigila cada uno de nuestros pasos y acumula sobre todos
infinidad de información para ofrecernos productos siempre reemplazables,
inducirnos a no postergar la satisfacción de nuestras necesidades (consumismo) y
mantenernos advertidos de que sobre cada uno de nosotros tiene el sistema más
información que la que nosotros mismos podemos recordar. Pero, como apuntaba
arriba, la globalización no debería confundirse con la globalidad. Esta última es un producto de nuestro tiempo, es fruto
del rebajamiento de las fronteras, de la desaparición de los nacionalismos
extremos, del debilitamiento de los “marcadores de certeza” (16), de haber
aprendido a no temerle a la ambivalencia (Bauman, 2008, 63), de la “provincialización
de Europa” (Chakrabarty, 2008, p. 29) de la extensión de las redes sociales,
del rebrote de identidades locales, de la toma de la palabra por las
diversidades que pueblan nuestros espacios nacionales y globales, de la cada
vez más extendida consideración de la naturaleza como nuestra imprescindible
compañera de viaje, etc. Es decir, estamos como en las vísperas de estrenar una
concepción de humanidad que nos abarque a todos sin homogeneizar a ninguno. Claro
que esto no es fácil. Se trata de un territorio no marcable, un territorio sin
mapa previo al que tenga que parecerse, un territorio que para habitarlo a
plenitud uno tiene que saber leer el sedimento depositado en él a largo de su
historia, uno tiene que estar abierto a la otredad, dispuesto a tratar con la
ambivalencia, acostumbrado a la incertidumbre, implicado en diversos juegos de
lenguaje, asomado casi permanentemente al abismo, listo para dejarse sorprender
por el acontecimiento, hecho a vivir en los bordes, etc. (Badiou, 2005 y 2010).
Me pregunto, a
partir de la consideración primigenia de la arquitectura como pastora del
habitar, qué papel desempeña la arquitectura en el proceso de dación de forma, asentamiento
y gestión del espacio de la globalización y, muy especialmente, me interesa
saber qué papel le tocaría desempeñar a la arquitectura ahora, cuando el
habitar comienza a moverse en la perspectiva de la globalidad, una forma de
habitar que ciertamente necesita de un panóptico, ahora ya presumiblemente
ciberespacial, pero no de un panóptico para vigilar y castigar, sino para
facilitar el encuentro y el diálogo de las diversidades que pueblan el mundo.
En esta
dirección apunta lo mejor de las perspectivas
postmodernas, aquello que consiste en un revolverse contra la racionalidad
instrumentalizadora para recuperar la racionalidad emancipadora, pero no por la
vía de los grandes discursos salvíficos y metanarrativos, porque todos ellos
son portadores de fundamentalismo y violencia. No me voy a extender en el tema,
pero tengo que advertir, siguiendo al filósofo húngaro Ferenc Fehér (1989, p.
9), que no debería entenderse la postmodernidad como un nuevo período histórico
sino como la perspectiva de quienes albergan
dudas con respecto a la modernidad, están dispuestos a enfrentar el origen de
las patologías y dilemas que ella genera,
entienden como fuente de dinamismo y de gozo la posibilidad de vivir en
espacios y temporalidades atravesados de pluralidad, y consideran la
perplejidad como el estado de ánimo más propicio para una escucha atenta de la
complejidad que nos envuelve y constituye. De esas perspectivas postmodernas
voy a dejar apuntadas solo tres, las de Taylor, Lyotard y Vattimo.
Del pensador
canadiense Charles Taylor destaco su
empeño, entre moderno y postmoderno, en subrayar la importancia que, en la
construcción de la propia identidad, tiene el reconocimiento que los otros
significativos hacen de nosotros. El problema que Taylor (1997, p. 225-256) deja
planteado no atañe solo a las relaciones interpersonales, sino que afecta al
reconocimiento que el Estado y la sociedad deberían hacer de las diversidades
(étnicas, lingüísticas, culturales, etc.) que pueblan un territorio, y tiene
también que ver con una dación tal de forma al espacio del habitar que haga que
esas diversidades se sientan en casa.
El filósofo
francés Jean-Francois Lyotard, en su
conocido y recomendable libro La
condición postmoderna (1994), hace, en primer lugar, la crítica de los
metadiscursos de emancipación de la modernidad, poniendo al descubierto las
limitaciones de la lógica discursiva, en lo epistemológico, y del consenso, en
lo político, para luego proponer la exploración de dos vías poco, si algo,
cultivadas por la cultura occidental: la paralogía y el disenso. La paralogía
se abre al horizonte insospechado de lo innombrable, lo desconocido, lo no
decible, lo disarmónico, es decir, aquello de cuya presencia no tenemos más
signos que las huellas de su ausencia. No se trata, por cierto, de aprender a
descifrar esas huellas para traer lo ausente a la presencia, sino de dejarse
convocar por ellas, como hace el arte, para sentir la ausencia sin dejarla
atrapada en la presencia. Por su parte, el disenso permite explorar las formas
que tendría que adoptar la convivencia humana cuando entiende el consenso como
un empobrecimiento de la diversidad de alternativas y lenguajes en juego.
Aceptado el disenso, queda sin embargo el reto de gestionarlo, porque de la
tradición uniformizadora de la que venimos hemos heredado instrumentos para
agenciar los consensos, pero no para tratar acordadamente los disensos.
Finalmente, y
con ello acabo, del filósofo turinense Gianni Vattimo subrayo la importancia atribuida a la hermenéutica, la
interpretación, a la que considera la coiné o sentido común de nuestro tiempo.
Para Vattimo (1990) el conocimiento es siempre interpretativo y, por tanto,
abierto al diálogo de interpretaciones, un diálogo en el que los participantes
tienen el lenguaje como heredad compartida en la que se ha sedimentado la
historia y que les permite entenderse para darle dignidad a ese pasado y
densidad histórica a sus proyectos de futuro. Pero Vatttimo (1995) va más allá
al considerar no solo que el conocimiento se vuelve débil, en cuanto que se
aleja de la contundencia y el fundamento supuestamente sólido de la metafísica,
la ciencia o la creencia, sino que la realidad misma es también débil, y que,
por tanto, estando como estamos en el reino de lo débil, nadie está autorizado
para predicar verdades absolutas ni para imponer formas de vida universalmente
válidas. Que prospere la diferencia, esa es la apuesta contemporánea, pero sin
endiosar los fragmentos, sin sacralizar la diversidad, entendiendo la verdad
como apertura, dejando atrás los fundamentalismos y los relativismos, y
sabiendo, diría para recordar a Dostoievski, que todos estamos igualmente lejos de Dios, que
nadie tiene la verdad absoluta en el bolsillo.
Espero que estas
reflexiones, indicativas más que conclusivas, les ayuden a pensar la
arquitectura y el urbanismo en una época en la que el habitar se da en medio de
signos crepusculares y aurorales al mismo tiempo y en el mismo espacio.
Notas
(1) En
vez de “hábitat”, que remite a un espacio permanente y estático, prefiero el
término “habitar” que incorpora el dinamismo de la forma verbal e incluye otras
variables, además de las espaciales.
(2) Es
el propio Foucault (1984) quien deja en claro que su propuesta teórica, después
del predominio marxista con Sartre, consiste en una especie de ontología sobre
nosotros mismos –la manera actual de constituirnos en sujetos-, los actuales
objetos y las relaciones entre ambos. Vuelve sobre el tema en 1985, subrayando,
a propósito de la Ilustración, que “De
pronto, la cuestión del «presente» se vuelve una interrogación de la· cual la
filosofía no puede separarse.” (Foucault, 2009, p. 44).
(3) La
idea de “ontología de la actualidad”, recogida de Foucault, es reiterada por
Vattimo en no pocas de sus obras. Ver, por ejemplo, Vattimo (2004, p. 19). Sobre este tema puede verse Minaya (2010).
(4) Recuérdese
que Ricoeur (1965) incluyó en lo que llamó la “escuela de sospecha” a Marx,
Nietzsche y Freud. La “sospecha”, basada esencialmente en el enmascaramiento de
la verdad debido a los intereses, la voluntad de poder y el deseo, es, a su
vez, sometida a crítica por Ferraris (1995).
(5) Recogemos
la distinción entre la política y lo político de Schmitt (2014) y especialmente
de Lefort (2004).
(6) He
desarrollado más ampliamente el tema en López Soria (2001 y 2013).
(7) Una
primera crítica del capitalismo financiero y sus efectos especialmente en la
ética del hedonismo y la práctica del consumismo fue elaborado por Bell (2004).
(8) Heidegger
(2003) quien emprendió la crítica del tecnicismo, considerando a nuestra época
como la “era de la técnica”. Del tema se ocupó luego Habermas (1986).
(9) La
mencionada obra de Weber comenzó a publicarse en 1901.
(10) El
primer volumen de La decadencia de
Occidente se publicó por primera vez en 1918.
(11) La
idea del “hombre problemático” atraviesa La
teoría de la novela, obra publicada en 1916.
(12) El hombre sin atributos de Musil comenzó
a publicarse en 1930.
(13) La
versión original de The Cultural
Contradictions of Capitalism es de 1976. Un ensayo con el mismo título
apareció en 1970.
(14)
La idea del “panóptico” está tomada por Foucault de los trabajos y el libro Panopticon, de 1791, de J. Bentham.
(15)
Estoy aludiendo, como saben, a La ville
radieuse de Le Corbusier.
(16)
Concepto de “marcadores de certeza” lo recogemos de Lefort (2004, p. 50), pero
está en muchos de sus escritos.
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