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Lima, Peru
Filósofo e historiador. Nace en España en 1937 y llega al Perú como jesuita en 1957. Formación: humanidades clásicas y literatura, filosofía e historia. Especialización sucesiva: narrativa latinoamericana, filosofía moderna, filosofía de la existencia, historia de la emancipación peruana, pensamiento lukacsiano, historia de la ingeniería peruana y filosofía de la interculturalidad Profesor de la UNI (y rector 1984-89) y otras instituciones académicas en Perú, Budapest, Brasil y Túnez. Autor de 26 libros, 70 colaboraciones en obras colectivas y 150 artículos en revistas. Actualmente dirige el Centro de Historia UNI y es profesor de postgrado en la Universidad Nacional de Ingeniería. Participa activamente en el debate intelectual peruano desde la sociología de la literatura, el marxismo lukacsiano, las perspectivas postmodernas y la filosofía de la interculturalidad. En su libro "Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna" propone, como horizonte utópico de la actualidad, la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades que enriquecen a la sociedad peruana. Contacto: jilopezsoria@gmail.com

14 mar 2017

La condición contemporánea y sus retos para la arquitectura y el urbanismo

José Ignacio López Soria

Conferencia inaugural de la jornada internacional “Retos y tendencias arquitectónicas en el hábitat contemporáneo”, organizada por el decanato de la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Artes de la Universidad Nacional de Ingeniería, Lima, 15 diciembre 2016.

En escritos y conferencias anteriores he propuesto y desarrollado tres ideas que suelo utilizar como punto de partida en mis reflexiones sobre arquitectura: primera, que el hombre no tiene más esencia que su propia existencia; segunda, que existir no es otra cosa que habitar; y, tercera, que la arquitectura es la pastora del habitar. De ahí la importancia que la filosofía atribuye a la arquitectura, porque en el habitar, que la arquitectura organiza, cuida y pastorea, se juega el hombre su propia esencia.

Para este evento se me ha pedido que me refiera principalmente a la condición contemporánea y a los retos (globales, nacionales y urbanos) que ella plantea, para situar la reflexión que harán ustedes después sobre el hábitat contemporáneo (1). Se me sugiere, por tanto, que ofrezca, como diría el filósofo francés Michel Foucault (1984) (2) o el italiano Gianni Vattimo (2004, 19) (3), una especie de “ontología de la actualidad” que enriquezca la descripción sociológica de lo que ocurre con una conceptualización de la manera actual de darse del ser o, dicho de otra manera, que aborde lo que constituye la actualidad como el acontecer contemporáneo –la forma de manifestarse hoy- de un proceso que nos viene de antiguo y en el que advertimos ya rasgos crepusculares pero también asomos aurorales.

Ese proceso general al que aludimos es, como puede fácilmente imaginarse, el de la modernidad occidental, un proyecto que se fue diseñando y construyendo desde el siglo XVI, que en el siglo XVIII cuajó en discursos orientadores y performativos, que en el siglo XIX empeño casi todas sus fuerzas en la construcción de los Estados-nación y que ya en la segunda mitad de ese mismo siglo comenzó a mostrar síntomas de debilitamiento. Esto último se advierte, por ejemplo, en que los filósofos se atrevieron a sospechar de la veracidad de los procedimientos enunciativos considerados como científicos (4); los artistas –agrupándose en “vanguardias” frecuentemente altisonantes-  decidieron explorar dimensiones nuevas de la experiencia humana recurriendo a materiales y modos inusuales de hacer arte; los políticos comenzaron a dejar de lado de condición de representantes que los liga a “lo político”, es decir al hacerse de la sociedad, para dedicarse a la actuación, cual marioneta a veces, en ese escenario público al que llamamos “la política” (5); los emprendedores industriosos  –artífices de las revoluciones industriales y portadores de la “ética del bienestar” (6) - se fueron viendo desplazados por el capitalismo financiero que encumbra la ganancia a la condición de principio orientador del comportamiento (7); los tecnólogos –aprovechando los avances de los ciencias- empezaron a llenarnos el espacio de artefactos reemplazables, haciendo de la reemplazabilidad un signo de progreso y de distinción (8).

En este contexto, del que trazamos solo algunos rasgos, la arquitectura, aproximándose a la biología evolucionista, formula un principio, “form ever follows function, and this is the law” (Sullivan, 1896, p. 408), que se convertirá en piedra angular del proyectismo moderno.
 

Con el avance del siglo XX comienza a tomarse conciencia clara de los resultados que dejaron como sedimento los fenómenos indicados arriba. La racionalidad moderna, nos advierte tempranamente Weber (1979, p. 258) (9), nos está encerrando en una “jaula de hierro”. Ha comenzado ya la “decadencia de Occidente”, anota Spengler (1935) (10). El hombre moderno, esencialmente “problemático”, como señala Lukács (1975) (11), se está quedando “sin atributos”, dice Musil (2004) (12). La cultura, base antes de la ética de buen burgués e impulsora ahora de un hedonismo  que no tolera postergar la satisfacción de las necesidades, ha dejado de ser funcional al espíritu primigenio del capitalismo, argumenta Daniel Bell (2004) (13). La racionalidad moderna, portadora antes de una dimensión emancipadora y de otra instrumentalizadora, se ha centrado en la instrumentalización, nos advierten los integrantes de la Escuela de Frankfurt (desde Horkheimer, Adorno, Marcuse y Benjamin ayer, hasta Habermas hoy). Y esto está ocurriendo de tal manera que la racionalidad ahora ya desembozadamente instrumental, cuya gestión preeminente se disputan el Estado y el mercado, está invadiendo todas las esferas de la cultura y los subsistemas sociales y llega hasta a la vida cotidiana tratando incluso de colonizar el habla y todo tipo de lenguaje. 

A esto es a lo que Heidegger llamó tempranamente el dominio de la técnica, la tendencia a la organización total de la vida humana, primero, como ha explicado magistralmente Foucault (1998, p. 203 y ss.), haciendo de la organización social un panóptico (14) (cárcel, cuartel, escuela, hospital, parque, planta industrial …) en el que todos quedamos visibles y permanentemente vigilados por un poder vigilante que se oculta a nuestra mirada, y, segundo, como argumenta hoy Zygmunt Bauman (2008, p. 70), convirtiendo la sociedad en un sinóptico (a través de los medios de comunicación social) que nos obliga a todos a asistir al mismo teatro para tener como referentes universales de valor las marionetas que el poder nos pone ante los ojos.

Este juego entre panóptico y sinóptico al servicio del poder viene de antiguo, de esas viejas batallas por la cartografía que dieron los Estados cuando comenzaron a convertirse en modernos y cuando la ciudad devino en la forma dominante de poblar el territorio. Frente a la diversidad de los instrumentos de medición, resultado no solo de la lejanía y el aislamiento entre las poblaciones, sino también de los fueros y privilegios de las corporaciones (eclesiales, gremiales, nobiliarias, universitarias, etc.), el Estado moderno, como acertadamente señala Bauman, necesitaba homogeneizar el espacio para hacerlo legible y transparente y facilitar, así,  el control político, la recaudación de impuestos, el predominio de la lengua oficial, la difusión del sistema simbólico, las transacciones comerciales, la educación homogénea del pueblo, etc. Nada mejor para ello que, por un lado, la imposición de instrumentos de medición desantropomorfizados y deslocalizados, es decir, racionalizados, y, por otra, la confección de mapas para dejar al espacio abstractamente atrapado en trazos racionalmente legibles. El asunto se complicó –y ustedes lo saben mejor que yo- cuando la representación plana  comenzó a ser enriquecida con la perspectiva. Fue entonces necesario, como anota Bauman, inventar una especie de “ojo humano trascendente” que fijase una perspectiva que, por estar libre de aspectos antropomórficos y locales, pudiese ser considerada como la perspectiva correcta por cualquier observador. Y, así, el punto de vista de ese supuesto ojo humano trascendente –desprovisto de sedimentos históricos y de ataduras culturales- se convierte en el punto de vista “objetivo” y, por tanto, superior y legitimado para ser impuesto a los demás. Porque modernizar equivalía a hacer legible y transparente el desordenado espacio local gracias a expertos y especialistas (topógrafos, agrimensores, cosmógrafos, arquitectos, cartógrafos) que se convierten en la burocracia del Estado moderno, un Estado que da normas que solo la burocracia entiende. El poder, por tanto, se sitúa en la zona de la certidumbre, dejando a los pobladores sumidos en la incertidumbre o ante la necesidad de tener que someterse a una normativa cuya racionalidad no entienden.

Sabemos, además, que los afanes de racionalización no se quedaron en el mapeo del territorio, es decir, en la representación cartográfica de la realidad territorial. Frente al caos urbano, las epidemias y los movimientos sociales que generó el proceso de industrialización y que hizo que el peligro, situado antes fuera de las murallas, se ubicase dentro de la ciudad, surgió el sueño  de la ciudad planificada, transparente, centrada y compuesta de barrios y conjuntos habitacionales  regulares y atenidos a funciones y usos predeterminados (15). Era una especie de urbanismo utópico, pensado a partir de la representación y considerando que la realidad es una especie de objetivación del plano. Se quiere, por tanto, pasar del espacio cartografiado a la cartografía espacializada, es decir, de dibujar la realidad a convertir el dibujo en realidad, y todo ello, una vez más, al servicio de planificadores, revolucionarios y dictadores que quieren imponer a los demás su propia noción de orden. Volviendo a nuestra reflexión anterior, es como dejar crudamente al descubierto la racionalidad instrumental, aunque presentada como el único camino que desemboca en la felicidad racional.

Ante la imposibilidad de llevar a la práctica en gran escala el ideal de conformar el espacio de acuerdo al plano para llevar a cabal cumplimiento la racionalidad instrumental y producir la ansiada homogeneización, surge, especialmente en las actuales megalópolis, el encerramiento, en pequeña escala, del habitar y del existir, es decir, la conformación de espacios homogéneos aislados, que están relacionados con la vivienda, la cultura, la educación, la salud, el deporte, el ocio, etc., para asegurar protección, equivalencia y certidumbre. Al mismo tiempo que proveen de estas seguridades, esos espacios cultivan la hostilidad y la intolerancia al forastero, y el conformismo y la acriticidad frente a lo propio, lo que lleva, al pensar de los expertos, a que rebroten localismos, fundamentalismos y una especie de agorafobia que se manifiesta en el temor y la incapacidad para negociar públicamente valores, defender argumentativamente las convicciones, moverse con soltura en lo imprevisible, tomar responsablemente decisiones y atenerse, como dirían los griegos, al principio ético-político de cuidar la ciudad.  

En el contexto de esta condición compleja de la actualidad, de la que hemos señalado solo algunos trazos, han surgido en los últimos decenios fenómenos y voces nuevas que dejan traslucir signos aurorales sin borrar, en algunos casos, las huellas de lo crepuscular. Daré cuenta solo de algunos de ellos.

Comienzo por el que nos queda más a mano, el de la globalidad, al que confundimos frecuentemente con el de globalización. El término globalización no me es grato porque, como anota Quijano (2014), remite a un proceso que arranca con los llamados “descubrimientos”, las conquistas y las colonizaciones, padece desde el comienzo de eurocentrismo, articula las diversas formas de trabajo y sus frutos en beneficio del capital y, en fin, no parece conocer otra lógica que la de la racionalidad instrumental. Llega, así, la globalización a nuestros días, después de producir atropellos mil en el camino, empeñada todavía en homogeneizarnos a todos bajo el ropaje de sujetos informatizados y tratando de obligarnos a aceptar la competición –que es lucha con el otro- para medir la valía, pero, por otro lado, gestionada desde ese superpanóptico que es el ciberespacio, escudriña astutamente nuestros gustos y preferencias, mide al milímetro nuestra capacidad de endeudamiento, vigila cada uno de nuestros pasos y acumula sobre todos infinidad de información para ofrecernos productos siempre reemplazables, inducirnos a no postergar la satisfacción de nuestras necesidades (consumismo) y mantenernos advertidos de que sobre cada uno de nosotros tiene el sistema más información que la que nosotros mismos podemos recordar. Pero, como apuntaba arriba, la globalización no debería confundirse con la globalidad. Esta última es un producto de nuestro tiempo, es fruto del rebajamiento de las fronteras, de la desaparición de los nacionalismos extremos, del debilitamiento de los “marcadores de certeza” (16), de haber aprendido a no temerle a la ambivalencia (Bauman, 2008, 63), de la “provincialización de Europa” (Chakrabarty, 2008, p. 29) de la extensión de las redes sociales, del rebrote de identidades locales, de la toma de la palabra por las diversidades que pueblan nuestros espacios nacionales y globales, de la cada vez más extendida consideración de la naturaleza como nuestra imprescindible compañera de viaje, etc. Es decir, estamos como en las vísperas de estrenar una concepción de humanidad que nos abarque a todos sin homogeneizar a ninguno. Claro que esto no es fácil. Se trata de un territorio no marcable, un territorio sin mapa previo al que tenga que parecerse, un territorio que para habitarlo a plenitud uno tiene que saber leer el sedimento depositado en él a largo de su historia, uno tiene que estar abierto a la otredad, dispuesto a tratar con la ambivalencia, acostumbrado a la incertidumbre, implicado en diversos juegos de lenguaje, asomado casi permanentemente al abismo, listo para dejarse sorprender por el acontecimiento, hecho a vivir en los bordes, etc. (Badiou, 2005 y 2010).

Me pregunto, a partir de la consideración primigenia de la arquitectura como pastora del habitar, qué papel desempeña la arquitectura en el proceso de dación de forma, asentamiento y gestión del espacio de la globalización y, muy especialmente, me interesa saber qué papel le tocaría desempeñar a la arquitectura ahora, cuando el habitar comienza a moverse en la perspectiva de la globalidad, una forma de habitar que ciertamente necesita de un panóptico, ahora ya presumiblemente ciberespacial, pero no de un panóptico para vigilar y castigar, sino para facilitar el encuentro y el diálogo de las diversidades que pueblan el mundo.  

En esta dirección apunta lo mejor de las perspectivas postmodernas, aquello que consiste en un revolverse contra la racionalidad instrumentalizadora para recuperar la racionalidad emancipadora, pero no por la vía de los grandes discursos salvíficos y metanarrativos, porque todos ellos son portadores de fundamentalismo y violencia. No me voy a extender en el tema, pero tengo que advertir, siguiendo al filósofo húngaro Ferenc Fehér (1989, p. 9), que no debería entenderse la postmodernidad como un nuevo período histórico sino como la perspectiva  de quienes albergan dudas con respecto a la modernidad, están dispuestos a enfrentar el origen de las patologías y dilemas que ella genera,  entienden como fuente de dinamismo y de gozo la posibilidad de vivir en espacios y temporalidades atravesados de pluralidad, y consideran la perplejidad como el estado de ánimo más propicio para una escucha atenta de la complejidad que nos envuelve y constituye. De esas perspectivas postmodernas voy a dejar apuntadas solo tres, las de Taylor, Lyotard y Vattimo.
Del pensador canadiense Charles Taylor destaco su empeño, entre moderno y postmoderno, en subrayar la importancia que, en la construcción de la propia identidad, tiene el reconocimiento que los otros significativos hacen de nosotros. El problema que Taylor (1997, p. 225-256) deja planteado no atañe solo a las relaciones interpersonales, sino que afecta al reconocimiento que el Estado y la sociedad deberían hacer de las diversidades (étnicas, lingüísticas, culturales, etc.) que pueblan un territorio, y tiene también que ver con una dación tal de forma al espacio del habitar que haga que esas diversidades se sientan en casa.

El filósofo francés Jean-Francois Lyotard, en su conocido y recomendable libro La condición postmoderna (1994), hace, en primer lugar, la crítica de los metadiscursos de emancipación de la modernidad, poniendo al descubierto las limitaciones de la lógica discursiva, en lo epistemológico, y del consenso, en lo político, para luego proponer la exploración de dos vías poco, si algo, cultivadas por la cultura occidental: la paralogía y el disenso. La paralogía se abre al horizonte insospechado de lo innombrable, lo desconocido, lo no decible, lo disarmónico, es decir, aquello de cuya presencia no tenemos más signos que las huellas de su ausencia. No se trata, por cierto, de aprender a descifrar esas huellas para traer lo ausente a la presencia, sino de dejarse convocar por ellas, como hace el arte, para sentir la ausencia sin dejarla atrapada en la presencia. Por su parte, el disenso permite explorar las formas que tendría que adoptar la convivencia humana cuando entiende el consenso como un empobrecimiento de la diversidad de alternativas y lenguajes en juego. Aceptado el disenso, queda sin embargo el reto de gestionarlo, porque de la tradición uniformizadora de la que venimos hemos heredado instrumentos para agenciar los consensos, pero no para tratar acordadamente los disensos.
Finalmente, y con ello acabo, del filósofo turinense Gianni Vattimo subrayo la importancia atribuida a la hermenéutica, la interpretación, a la que considera la coiné o sentido común de nuestro tiempo. Para Vattimo (1990) el conocimiento es siempre interpretativo y, por tanto, abierto al diálogo de interpretaciones, un diálogo en el que los participantes tienen el lenguaje como heredad compartida en la que se ha sedimentado la historia y que les permite entenderse para darle dignidad a ese pasado y densidad histórica a sus proyectos de futuro. Pero Vatttimo (1995) va más allá al considerar no solo que el conocimiento se vuelve débil, en cuanto que se aleja de la contundencia y el fundamento supuestamente sólido de la metafísica, la ciencia o la creencia, sino que la realidad misma es también débil, y que, por tanto, estando como estamos en el reino de lo débil, nadie está autorizado para predicar verdades absolutas ni para imponer formas de vida universalmente válidas. Que prospere la diferencia, esa es la apuesta contemporánea, pero sin endiosar los fragmentos, sin sacralizar la diversidad, entendiendo la verdad como apertura, dejando atrás los fundamentalismos y los relativismos, y sabiendo, diría para recordar a Dostoievski,  que todos estamos igualmente lejos de Dios, que nadie tiene la verdad absoluta en el bolsillo.   
Espero que estas reflexiones, indicativas más que conclusivas, les ayuden a pensar la arquitectura y el urbanismo en una época en la que el habitar se da en medio de signos crepusculares y aurorales al mismo tiempo y en el mismo espacio.

Notas

(1) En vez de “hábitat”, que remite a un espacio permanente y estático, prefiero el término “habitar” que incorpora el dinamismo de la forma verbal e incluye otras variables, además de las espaciales.
(2) Es el propio Foucault (1984) quien deja en claro que su propuesta teórica, después del predominio marxista con Sartre, consiste en una especie de ontología sobre nosotros mismos –la manera actual de constituirnos en sujetos-, los actuales objetos y las relaciones entre ambos. Vuelve sobre el tema en 1985, subrayando, a propósito de la Ilustración, que  “De pronto, la cuestión del «presente» se vuelve una interrogación de la· cual la filosofía no puede separarse.” (Foucault, 2009, p. 44).
(3) La idea de “ontología de la actualidad”, recogida de Foucault, es reiterada por Vattimo en no pocas de sus obras. Ver, por ejemplo, Vattimo (2004, p. 19).  Sobre este tema puede verse Minaya (2010).
(4) Recuérdese que Ricoeur (1965) incluyó en lo que llamó la “escuela de sospecha” a Marx, Nietzsche y Freud. La “sospecha”, basada esencialmente en el enmascaramiento de la verdad debido a los intereses, la voluntad de poder y el deseo, es, a su vez, sometida a crítica por Ferraris (1995).
(5) Recogemos la distinción entre la política y lo político de Schmitt (2014) y especialmente de Lefort (2004).
(6) He desarrollado más ampliamente el tema en López Soria (2001 y 2013).
(7) Una primera crítica del capitalismo financiero y sus efectos especialmente en la ética del hedonismo y la práctica del consumismo fue elaborado por Bell (2004).
(8) Heidegger (2003) quien emprendió la crítica del tecnicismo, considerando a nuestra época como la “era de la técnica”. Del tema se ocupó luego Habermas (1986).
(9) La mencionada obra de Weber comenzó a publicarse en 1901.
(10) El primer volumen de La decadencia de Occidente se publicó por primera vez en 1918.
(11) La idea del “hombre problemático” atraviesa La teoría de la novela, obra publicada en 1916.
(12) El hombre sin atributos de Musil comenzó a publicarse en 1930.
(13) La versión original de The Cultural Contradictions of Capitalism es de 1976. Un ensayo con el mismo título apareció en 1970.
(14) La idea del “panóptico” está tomada por Foucault de los trabajos y el libro Panopticon, de 1791, de J. Bentham.
(15) Estoy aludiendo, como saben, a La ville radieuse de Le Corbusier.
(16) Concepto de “marcadores de certeza” lo recogemos de Lefort (2004, p. 50), pero está en muchos de sus escritos.

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          Redigée avant 1983, par Michel Foucault, cette notice était signée Maurice Florence.
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