José
Ignacio López Soria
Publicado en: Hueso húmero (67), p. 151-157, ju. 2017.
Me
tocó hace unos meses, con Augusto Del Valle y Felipe Aburto, presentar De ultramodernidades y sus contemporáneos
(México/Lima: FCE, 1917), el último libro de Luis Rebaza Soraluz, un
intelectual peruano que recorre frecuentemente los escenarios artísticos
europeos aprovechando su afincamiento académico en el King’s College de la
Universidad de Londres, en donde ejerce la docencia sobre cultura, artes
visuales y literatura latinoamericanas.
No
es, por cierto, esta la primera vez que Rebaza nos enriquece con sus
aproximaciones transdisciplinarias al mundo de las artes y la literatura. Lo
hizo ya en el 2000 con un estudio sobre la poética y la identidad nacional en
Arguedas, Westphalen, Sologuren, Eielson, Salazar Bondy, Szyszlo y Varela; en
2004, con la edición de la antología de Eielson Arte Poética, que trabajó con Ricardo Silva Santisteban; y en 2010,
con una selección de textos de Eielson sobre arte, estética y cultura de 1946-2005,
que fue luego, en 2013, ampliada con nuevos textos, incluyendo en ambos casos
muestras de la recepción crítica de nuestro polifacético autor. Rebaza, además,
interviene como curador de exposiciones artísticas. La que presentó, con
Armando Williams, en la Universidad Católica con motivo del centenario del
nacimiento de Westphalen tuvo por título “En el dominio del arte hay muchas
moradas”, expresión que alude evidentemente al homenajeado, pero que trasluce
también los andares del propio Rebaza, quien frecuenta desde hace lustros varias
de esas moradas, tratando de avanzar en el (re)tejimiento (con disculpas por el
neologismo) de la red que las enlazaba.
El
último libro de Rebaza es un nuevo aporte en esta misma línea. Se trata de un
texto de lectura no fácil porque estudia diversas formas de expresión artística
(poesía, pintura, arquitectura, urbanismo, artes visuales y performances), tiene
una muy abundante información, cubre una época relativamente larga (desde la década
de 1920 hasta la primera década del siglo XXI), se refiere a un elevado número
de autores peruanos y extranjeros, y entrecruza historias culturales diversas
(peruana, europea y norteamericana). A esto hay que añadir que para Rebaza el universo
estudiado no es un objeto concluido y abordable con el andamiaje tradicional de
las disciplinas pertinentes (literatura, pintura, escultura, arquitectura,
etc.), sino una realidad reticular incompleta a la que el autor se acerca no
tanto para “representarla” cuanto para “presentarla” (traerla a la presencia)
-a lo Heidegger- desde una perspectiva transdisciplinaria y performativa, es
decir, partiendo de la cosa misma (si ello es posible) y no de las disciplinas,
con el propósito de seguir hilvanando el tejido de la red del mundo estudiado.
Aludo a Heidegger, aunque el autor no lo haga, porque, como es sabido, fue este
filósofo alemán quien puso en agenda el tema de la palabra como casa del ser y
morada en la que habita el hombre, casi como cobijo, ante las inclemencias de
una modernidad en la que se adivinaban ya signos crepusculares. Así entendida,
la palabra es presentación y no representación (como en Descartes) de la cosa.
Recuérdese que Nietzsche había sentenciado ya que no existen hechos sino
palabras, que el mundo verdadero se nos había vuelto fábula, y Wittgenstein
había anotado que nuestro mundo no va más allá de nuestra propia lengua. Dada
la importancia atribuida por entonces al lenguaje, ya no solo escrito u oral
sino gestual y hasta como performance e instalación, no es raro que el arte se
interese en “presentar” la realidad misma, sin la mediación de disciplina
alguna y hasta explorando -como anota Rebaza- dimensiones conceptualmente no
decibles.
La
información, las reflexiones y el referido trabajo de (re)tejer la red está
centrado especialmente en Abril, Westphalen, Eielson, Arguedas, Szyszlo,
Varela, Sologuren y Sebastián Salazar Bondy, con un cierto predominio de
Eielson. Pero el autor se ocupa también de los arquitectos Velarde, Harth-Terré,
Miró Quesada y Belaúnde, y se refiere igualmente al papel desempeñado por
Mariátegui, Vallejo, Eguren, Adán, Oquendo de Amat y pocos más en el primer
tejido de la red. Los autores más trabajados tienen en común varios aspectos
significativos: son mayoritariamente sanmarquinos, urbanos y, concretamente, limeños
de nacimiento o de adopción; se adhieren a la democracia representativa; son
viajeros no solo físicamente, que lo son varios, sino culturalmente, es decir, buscadores
de medios expresivos más allá de los espacios tradicionales; son profesionales
del arte y colaboran en El Comercio y
La Prensa y escriben artículos en
revistas como El Arquitecto Peruano, Las Moradas, Espacio y Amaru. Añado
una última característica que me parece de particular importancia: pertenecen,
por lo general, a una clase media urbana y profesionalizada que quiere decir su
propia palabra y ya no, como los intelectuales de la década de 1920,
prestársela a otros sectores sociales para que pongan en la agenda pública sus
demandas. Se trata, entonces, como bien subraya Rebaza, no de autores sueltos
ni de un grupo coadunado, sino de una red, que se va tejiendo, de artistas e
intelectuales empeñados en desprenderse de las durezas de la cultura heredada
para abrirse a mundos nuevos y profundizar en el propio. No es ciertamente
casual, y Rebaza lo reitera en su texto, que, al mismo tiempo que buscan
novedades más allá de nuestras fronteras culturales, los mencionados autores se
acerquen a lo precolombino directamente o a través de los ya entonces serios
estudios sobre el hombre, la historia y la cultura de los Andes. Y hay que
anotar también que esa búsqueda dúplice -como nos enseñaran tempranamente
Vallejo y Mariátegui- obedece realmente a la necesidad de construirse una
identidad hecha de modernidad y de andinidad al mismo tiempo, lo que socava los
cimientos del homogeneizador mestizaje, de la oposición identitaria ad usum (hispánica/indígena) y del
supuesto dilema tradición/modernidad, para embarcarse en una exploración performativa
de las identidades que nos sigue acompañando como tarea.
El
propósito del libro queda explícito en las “Consideraciones preliminares”.
Siguiendo la línea de trabajo iniciada con La
construcción de un artista peruano contemporáneo (2000), Rebaza se propone ahora,
primero, aclarar qué significan las diversas modernidades y “cómo se articulan
entre sí, cuál es su ubicación en la discusión internacional y de qué manera
son vistas por sus contemporáneos…” (p. 24), y, segundo, mostrar que “la
versión del ultramodernismo que elabora un grupo de intelectuales y artistas
peruanos implica tanto una articulación con lo local como la construcción
consciente … de un modelo dinámico de apropiación cultural que es aplicable en
otras zonas del mundo.” (p. 24) Estos dos objetivos no son abordados secuencial
sino simultáneamente a lo largo de los diversos capítulos del libro. Se trata,
por tanto, como de dos miradas desde las que se observan los fenómenos
abordados en cada uno de los cinco capítulos y subcapítulos. Lo que realmente
le interesa al autor está simbolizado en la imagen de la portada y en
consideraciones del propio Rebaza. La portada es un montaje de un tejido
reticular prehispánico y el índice de Front
(un magazine radical en 3 lenguas y 3 secciones editoriales: URSS, Europa y
USA). Los hilos de la red trenzan con naturalidad los nombres de los escritores
de la afamada revista, como queriendo decir en voz alta que modernidad y
andinidad se llevan bien, que nombres como Arguedas, Szyszlo, Salazar y Sologuren
se pueden entremezclar con otros como Le Corbusier, Wright, Pound, Klee, Ford,
Hardy, Mondrian y MacLeod. Y esto que dice la imagen lo manifiesta
explícitamente Rebaza cuando habla, con una expresión recogida de Sologuren, de
“feliz promiscuidad” (p. 15) entre tradiciones culturales y períodos históricos
diversos, o cuando se refiere a la necesidad de los europeos de la postguerra y
de los peruanos de las décadas de 1940 y 1950 de afrontar retos semejantes de
autodefinición y “redención antropológica” (p.339), o, cuando reitera, en una
entrevista para El Comercio
(19.05.2017), que su libro “es una propuesta
para entender el Perú no como una historia lineal sino más bien como una red
tridimensional hecha de hilos y nudos que se cruzan y encuentran.” Para (re)tejer esa red se apoya Rebaza en
sus propios trabajos sobre los autores estudiados y en aportes de M. Canfiel,
A. Castrillón, A. Flores Galindo, M. Lauer, W. Ludeña, M. Martos, E. Núñez, J.
I. Padilla, R. M. Pereira, G. Rochabrún, M. Senaldi, R. Silva-Santisteban y otros
muchos estudiosos. En la larga lista de la bibliografía trabajada llama la
atención la ausencia de figuras como A. Cornejo Polar, J. Cotler, G. Gutiérrez,
J. Matos Mar, F. Miró Quesada C., A. Quijano, R. Porras y A. Salazar Bondy. Es
como si estos y su trabajo intelectual no tuvieran nada que ver con esa
“redención antropológica” que, según Rebaza, tuvo que afrontar el Perú a
mediados del siglo XX. Hay que añadir, en beneficio del autor, que es el propio
Rebaza quien asevera que su trabajo no tiene la pretensión de haber terminado
el tejido de la red ni de que su libro sea leído como una historia del arte y
la literatura en el Perú de la época estudiada. Lo que sí pretende el libro es
replantear el tema de la construcción de lo nacional. A partir de la
consideración de que el Perú de las primeras décadas del siglo XX centró la
mirada en la construcción del estado-nación desde una perspectiva que acentuaba
la difícil articulación dentro/fuera, propio/extraño o tradición/modernidad, la
idea de los “ultramodernos” de Rebaza es superar este dilema haciendo
prevalecer, a lo Eielson, el principio “multiculturalidad” (que no debería
confundirse con el de “interculturalidad”) que acerca y hasta fusiona
espacialidades y temporalidades diversas, percibidas antes como incasables.
Tema este, digo yo, para un debate mucho más largo y en el que el recurso a
autores no trabajados por Rebaza me parece imprescindible.
Ateniéndose al Marshall Berman de Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad
y recogiendo expresiones de los autores estudiados, Rebaza, por un lado, elabora
categorías de análisis que traduce a conceptos como modernidad, modernismo,
ultramodernidad y contemporaneidad, y, por otro, ofrece una periodización que
organiza la historia de la modernidad distinguiendo tres fases: siglos
XVI-XVIII, siglos XVIII-XIX y la sociedad de masas del siglo XX. Dentro de esta
última distingue “oleadas” para referirse a la manera de darse de la modernidad
(más preciso sería decir del “modernismo”) de la década de 1920 en delante. De
la mano de Berman, Rebaza entiende por “modernidad” el proceso histórico de la
época mencionada; por “modernización”, las fuerzas que hacen posible esa
experiencia; y por “modernismo”, su expresión cultural. Con “ultramodernidad”,
un término recogido de Eielson, el autor quiere referirse a esa “superaguda
modernidad” (p. 23) de la década de 1940 que trata de diferenciarse de las
oleadas de la modernidad precedentes, dejando abierta -añado yo- la definición
precisa de sí misma. Esta manera imprecisa de autodefinirse hace que la
“ultramodernidad” se entienda a sí misma como apertura, una especie de
“Lichtung”, a lo Heidegger, de claro en el bosque, de campo abierto en el que caben
múltiples moradas para el arte, pudiendo incluso llegarse a la afirmación -en
este caso, recordando a Nietzsche- de que no hay objetos sino figuras
artísticas, y, por tanto, el mundo se vuelve arte, lo que convierte al autor en
prescindible, al menos a la idea romántica de personalidad artista.
A partir de esta aproximación a la estética, Rebaza considera
que en el Perú ha habido tres de esas oleadas de modernización cultural: la
primera es la de los modernistas de los años anteriores a 1930, quienes buscaron
lo atemporal (léase, lo universal) en lo primitivo; la segunda, la de los modernos
de la década de 1930, que exploraron el inconsciente colectivo en busca de lo
atemporal; y la tercera, la de los autollamados contemporáneos o ultramodernos
(Eielson es el paradigma) de después de la guerra mundial, que se alejó de la
realidad física (una realidad enlodada por la barbarie totalitaria y belicista)
para buscar lo atemporal. Esta última oleada retoma el tema de la
nacionalización, pero entendida como componente intrínseco de la dinámica
modernizadora, y cree en la posibilidad de expresarse en lenguajes universales
(europeas) sin dejar de hablar en peruano. No se trata, por tanto, de
modernizar la periferia a la vieja usanza de la ideología del progreso, es
decir, siguiendo, algunos pasos más atrás, la huella dejada en el camino por la
vieja Europa. Lo que se quiere es una modernidad que tolere ser hablada en
muchas lenguas, que, como el arte, habite diversas moradas y ya no solo
formales y lingüísticas sino hasta históricas. Esta apuesta por una modernidad polifónica,
multilingüe y capaz de encontrarse a sí misma tanto en la contemporaneidad como
en etapas históricas dadas por pasadas, sí constituye una ruptura de hondo
calado con respecto al dilema tradicional de la prédica modernizadora: o
tradición o modernidad, o indígena o hispánico, o esa amalgama aforme bautizada
como mestizaje.
Después de esta aproximación a los recursos conceptuales y a
las pincelas históricas del texto que comentamos, queda claro que el autor se
sitúa en un campo relativamente reducido del amplísimo debate histórico-conceptual
que sobre la modernidad desató Nietzsche ya en el siglo XIX, enriquecieron
Weber y Heidegger en las primeras décadas del XX y -saltando referencias- llegó
a las últimas décadas del siglo pasado con resonancias postmodernas y
deconstructivistas, e incluso sigue presente en nuestro siglo con los aportes
de Bauman y su “modernidad líquida”, para referirme solo a una tendencia. Lo
que quiero decir es que un tratamiento de la modernidad cultural en el Perú no
debería dialogar solo con las propuestas al respecto planteadas en Estados
Unidos, Inglaterra y Francia. El universo, a este respecto, es mucho más rico.
Me pregunto, para hacer caer en la cuenta de algunos vacíos, si es posible
hablar de modernismo sin referirse a los debates iniciales centroeuropeos (Bloch,
Lukács, Brecht…), ni a la rica “querella” modernidad / postmodernidad, ni a los
atinados análisis de E. W. Said, ni a las propuestas que nos vienen de los
teóricos de la subalternidad, etc. Llama la atención -y ello muestra que el
tejido de la red tiene demasiados agujeros- que no se dialogue con nuestra
propia producción (por ejemplo, La
polémica del vanguardismo: 1916-1928 de M. Lauer), que el modernismo sea un
asunto casi exclusivamente limeño, que no se discutan las propuestas de los
teóricos de la liberación y, particularmente, de la colonialidad del saber y
del poder de Quijano. Puede argüirse que el libro está centrado en el
modernismo y no en la modernidad ni en la modernización, pero este argumento lo
único que haría sería poner de manifiesto la inconveniencia de partir
fundamentalmente de una sola perspectiva teórica e histórica, la de M. Berman.
Las atingencias mencionadas no le restan méritos al proyecto
de Rebaza ni al último de sus avances, el libro De
ultramodernidades y sus contemporáneos. Rebaza trabaja una época particularmente
rica, que está siendo “narrada” (G. Guzmán, J. C. Agüero, R. Cisneros, J. C. Yrigoyen,
R. Tola…), pero, hasta ahora, insuficientemente estudiada. El texto de Rebaza
es, a mi entender, valioso, al menos, por tres razones: la abundancia y especialmente
la calidad de la información que aporta, la innovadora metodología (reticular) de
aproximación a una realidad compleja sin la pretensión de desmadejarla ni de
entregárnosla en hilachas sueltas, y una perspectiva de análisis que pone
nuevamente en agenda el transitado tema de lo nacional, pero, esta vez, para ser
pensado polifónicamente (reticularmente, diría el autor), casi como un
inacabado (e inacabable) juego de lenguajes, espacios y temporalidades, en el
que lo moderno se tutea con lo antiguo y lo propio no se avergüenza de habitar
moradas de más allá de sus estrechas y ya obsoletas fronteras.