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Lima, Peru
Filósofo e historiador. Nace en España en 1937 y llega al Perú como jesuita en 1957. Formación: humanidades clásicas y literatura, filosofía e historia. Especialización sucesiva: narrativa latinoamericana, filosofía moderna, filosofía de la existencia, historia de la emancipación peruana, pensamiento lukacsiano, historia de la ingeniería peruana y filosofía de la interculturalidad Profesor de la UNI (y rector 1984-89) y otras instituciones académicas en Perú, Budapest, Brasil y Túnez. Autor de 26 libros, 70 colaboraciones en obras colectivas y 150 artículos en revistas. Actualmente dirige el Centro de Historia UNI y es profesor de postgrado en la Universidad Nacional de Ingeniería. Participa activamente en el debate intelectual peruano desde la sociología de la literatura, el marxismo lukacsiano, las perspectivas postmodernas y la filosofía de la interculturalidad. En su libro "Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna" propone, como horizonte utópico de la actualidad, la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades que enriquecen a la sociedad peruana. Contacto: jilopezsoria@gmail.com

30 jun 2012

Habich y el Perú



José Ignacio López Soria

Publicado en: Innovación.uni. Revista de la Universidad Nacional de Ingeniería. Lima: UNI, 1er. semestre 2010, p. 29-30.

Cuando el polaco Eduardo J. de Habich llegó al Perú en 1869 nada hacía sospechar que haría de nuestro país su segunda, si no primera, patria. Venía contratado por dos años por el gobierno de José Balta, en una época en la que la explotación del guano permitió al Perú reincorporarse al mercado mundial y emprender un proceso acelerado de modernización. La modernización se llamaba entonces construcción de ferrocarriles y caminos,  exploración y explotación de yacimientos mineros y recursos energéticos, canalizaciones e irrigaciones para incrementar la producción agrícola y facilitar la constitución de grandes haciendas en la costa, gestión racional del territorio, habilitación de servicios urbanos, etc. Dinero para este proyecto “civilizador” no faltaba, lo que faltaba eran directrices y liderazgos políticos claros, hegemonías construidas acordadamente, competencias técnicas para diseñarlo y operarlo, y una fuerza de trabajo suficientemente calificada e incorporada a los beneficios que el proceso modernizador producía.

No es éste el lugar para abundar en detalles sobre este proceso. Quiero sólo señalar que gobernantes como Echenique, Balta y Manuel Pardo supieron caer en la cuenta de que no era posible afrontar todas las tareas técnicas del proyecto modernizador con los pocos ingenieros peruanos formados en el exterior. Además de ocupar racionalmente a éstos,  había que traer ingenieros y arquitectos del exterior y pensar en la creación de centros de formación de ingeniería y arquitectura. Se pensaba entonces que correspondía al Estado, como  portador  por excelencia  de la racionalidad moderna, organizar el desarrollo y gestionarlo.  Por eso se crea el Cuerpo de Ingenieros y Arquitectos del Estado, que reunía a los profesionales técnicos peruanos y extranjeros que se encargaban  del diseño,  preparación de las licitaciones y supervisión de las grandes obras públicas.

Entre los primeros ingenieros contratados en el exterior estuvieron el polaco  Malinowski y los franceses Chevalier y Farragut, quienes llegaron al Perú en 1852. El intento de crear con ellos una primera escuela para la formación de ingenieros no tuvo éxito y el Perú siguió convocando a profesionales extranjeros para enriquecer el cuerpo técnico al servicio del Estado.  Fueron llegando, así, Walkulski, Folkierski, Babinski, Chatenet, Delsol y Kruger, entre otros. En 1869 llega Habich, con 34 años,  después de haber pasado por la Escuela Militar de San Petersburgo y,  principalmente,  por  la Escuela de Puentes y Calzadas de París, y luego de haber defendido a su patria contra la invasión zarista, dirigido la Escuela Superior Polaca de París y desempeñado tareas de ingeniería en Francia.  

Las primeras misiones de Habich en el Perú le llevan al sur:  estudia la posibilidad de irrigar las pampas de Tamarugal y aumentar el caudal del río Tarapacá, hace estudios sobre el río Laoca y el valle de Azapa, analiza luego el  valle Locumba y se pone a órdenes del prefecto de Moquegua para encargarse de las obras públicas de ese departamento. Se le pide luego el proyecto para la construcción de un hospital en Arica. Y pasa finalmente a Lima en donde la Junta Central de Ingenieros –órgano directivo del
mencionado  Cuerpo de Ingenieros- le destina, ya en 1972, a reparar el ferrocarril Callao/La Oroya y le encarga otros trabajos relacionados con la red ferrocarrilera.

En 1872, el gobierno le incluye en una comisión encargada de reformar el reglamento del Cuerpo de Ingenieros para mejorar el desempeño de los profesionales técnicos que estaban al servicio del Estado. Pero la reforma tenía también como objetivo asegurar la debida formación a los jóvenes que,  con  una preparación técnica o científica previa (adquirida, por lo general, en la Escuela de Artes y Oficios o en la Facultad de Ciencias de San Marcos), pretendían trabajar en el mencionado Cuerpo y escalar por los diversos niveles hasta ser reconocidos como ingenieros o arquitectos. Esta vía –experiencia de trabajo más estudio de temas teóricos- duró poco tiempo, pero fue un paso importante hacia la creación de la Escuela de Ingenieros.

La obra principal Habich es, sin duda,  la fundación  y conducción (1876-1909)  de la Escuela de Construcciones Civiles y de Minas del Perú (la UNI de hoy). La creación misma es fruto, principalmente, del espíritu emprendedor del presidente Manuel Pardo y de Habich,  un hombre  convencido de que el desarrollo material y humano y la gobernabilidad de un país pasaban por la construcción de vías de comunicación, la explotación racional (técnica y científica) de los recursos naturales y la inserción en el mercado mundial.

Para materializar la idea, el presidente Pardo incorpora a Habich y Folkierski en 1875 a la comisión que preparaba un proyecto de Reglamento General de Instrucción Pública. El proyecto salió como ley en 1876 y en él se creaba la Escuela de Construcciones Civiles y de Minas, que fue inaugurada el 23 de julio del mismo año para impartir dos carreras: ingeniería civil e ingeniería de minas.

El funcionamiento de la Escuela se vio seriamente dificultado por la ocupación chilena de Lima: dedicación del local a cuartel, saqueo de enseres, biblioteca y laboratorios, despojo del fondo financiero (proveniente del impuesto a las minas), etc.  Pero Habich no cejó en el empeño de continuar su obra. Convocó a los alumnos, los hizo transitar por locales temporalmente prestados, graduó a los primeros egresados y sacó los primeros números de la Anales de Construcciones Civiles y de Minas del Perú.

Al proceso de restauración que siguió a la guerra, Habich aportó lo mejor de sus capacidades. Consiguió reequipar a la Escuela, trasladarla a un nuevo local, aumentar las especialidades (agrimensores de minas, agrimensores de predios rústicos y urbanos, ingenieros industriales e ingenieros electricistas, dejando en preparación las carreras de ingeniería mecánica y arquitectura), incrementar el número de alumnos y graduados, y poner en marcha la publicación mensual del  Boletín de Minas, Industrias y Construcciones.

Pero, además de la Escuela y sus 276 ingenieros egresados y 37 peritos agrimensores, Habich le dejó la Perú Escuelas de Capataces en varios asientos mineros, y contribuyó como pocos al empadronamiento de las minas y la recaudación del impuesto minero, la introducción del Sistema Métrico Decimal, el desarrollo de la Sociedad Geográfica, la implantación del Observatorio Astronómico, y la preparación y aprobación del nuevo Código de Minería.   Por otra parte, los numerosos artículos  escritos  por Habich promovieron  la  explotación racional  y la transformación  de los recursos naturales, además de dar a conocer posibilidades de inversión  al capitalismo nacional e internacional.

Recordar hoy a Habich, 100 años después de su desaparición, es traer a la presencia a alguien que puso todas sus competencias, y no eran pocas, al servicio de la modernización del Perú.

29 jun 2012

Para una filosofía de la plenitud (versión preliminar)




José Ignacio López Soria

Intervención en “II Jornada Internacional de Filosofía Latinoamericana”. Universidad Nacional Mayor de San Marcos / Instituto de Investigación del Pensamiento Peruano y Latinoamericano. Lima, Perú, 27-28 de junio de 2012. Inst. Porras Barrenechea, 27/06, 11:35-12:35.

Anotación preliminar

Generalmente en los congresos, jornadas y simposios académicos presentamos ponencias que dan cuenta de indagaciones ya concluidas para someterlas al debate y a la crítica de nuestros colegas. Me voy a permitir, en este caso, salirme del libreto para ex-poner, en el sentido de poner ante otros, preocupaciones sueltas que habitan mis interioridades y me convocan al pensamiento.

Parto de la consideración de la filosofía como ejercicio de pensamiento, un ejercicio al que nos sentimos convocados por aquello que, en terminología de Heidegger[1], más merece que pensemos y que se traduce en una acción comunicativa, a lo Habermas[2], mediada por el lenguaje. Pero la pretensión de esa comunicación no es tanto convencer y persuadir argumentativamente de la validez de nuestras proposiciones, cuanto invitar a pensar lo que merece que pensemos. Porque, sin desestimar la importancia para la convivencia de construir racionalmente consensos, considero que no es dable el despliegue pleno de la posibilidad humana sin mantenerse en estado de abierto al diálogo, de escucha atenta del otro e incluso de lo inesperado.

Le he puesto como título a mi intervención “Para una filosofía de la plenitud”. Con el “para” quiero dejar constancia del carácter preliminar e indicativo de mi propia reflexión. Como pre-liminar, ella se sitúa antes del umbral de la casa en la que habita la plenitud, y como indicativo el “para” señala esa casa como el hogar por excelencia del habitar.

Después de revisar someramente algunos conceptos que pueblan el imaginario moderno, haré algunas anotaciones sobre la actualidad y terminaré proponiendo categorías conceptuales para pensar la existencia humana y la convivencia en perspectiva de plenitud.          

Sobre la modernidad

Comienzo con una anécdota. En mi colegio en Madrid aprendí que la edad “moderna” comenzó con la caída de Constantinopla a manos de los turcos en 1453 y acabó con la revolución francesa (1789). En mis estudios de historia en la universidad, ya en Lima, me enseñaron que la edad moderna comenzó con los llamados “descubrimientos” y las conquistas y acabó igualmente con las revoluciones burguesas y criollas y la constitución de estados independientes en las antiguas colonias. A lo que vino después se le llamaba edad “contemporánea” en la narrativa historiográfica occidental y, en nuestro caso, “época republicana”.

Esta división historiográfica no carece de importancia histórico-filosófica. Constituye, más bien, un corte epistemológico que, por un lado, está en la base de la constitución de la “occidentalidad” de signo cristiano, por oposición al “oriente” islámico[3] y por extensión “civilizatoria” y “salvífica” al “primitivo” e “infiel” mundo americano, y, por otro, trata de borrar de la contemporaneidad la presencia y las huellas de la colonialidad.             

La filosofía de historia de corte ilustrado, por su parte, identifica el proyecto moderno con el proceso que nos viene de la Ilustración europea. En esta narrativa, la contemporaneidad se presenta como una modernidad que, por un lado, pone en la secularización y la racionalización los ejes fundamentales de  su despliegue, y, por otro, no salda cuentas con las mencionadas tendencias del discurso historiográfico occidental, aunque interpreta su misión ahora ya en clave civilizatoria y no salvífica y tiende a calificar los tiempos modernos como “postcoloniales”. Es decir, nos sitúa en un presente que desconoce su propio pasado, y naturalmente ese desconocimiento no es ajeno a las dinámicas del poder tanto en su dimensión política y económica como en su dimensión epistémica, axiológica y simbólica.    

Del encuentro de estas dos narrativas surge un horizonte de sentido que habita nuestro imaginario y que está constituido por categorías básicas como individuo, conciencia, racionalidad, autonomía, secularidad, progreso, unilinealidad histórica, etc. Estas y otras categorías y sus conexiones, convertidas en ideas regulativas y articuladas en el lenguaje hegemónico de la modernidad occidental, tienen dimensiones no solo epistémicas, sino axiológicas, representativas, prácticas y propias del mundo de la vida o vida cotidiana. Si atribuimos validez a los apotegmas de Nietzsche “El mundo verdadero se nos ha vuelto fábula”, de Heidegger “La palabra –el habla- es la casa de ser.”[4], de Wittgenstein “Los límites de mi lengua significan los límites de mi mundo.”[5] y de Gadamer “El ser, que puede ser comprendido, es lenguaje.[6], desde el lenguaje de la modernidad que llega hasta nosotros, convertido en discurso hegemónico, hacemos la experiencia del ser, de nosotros mismos, de la historia humana y del mundo.   

Con respecto a nuestra experiencia del ser, señalo tres aspectos que me parecen de especial importancia histórico-filosófica: en primer lugar, la reducción de los modos de darse del ser a dos, lo natural y lo humano, anulando lo sagrado o dejándolo en el rincón de lo prescindible; en segundo lugar, la atribución de primacía a la manera humana de darse del ser, con la consiguiente subalternización  de la naturaleza; y, finalmente, la reafirmación de la metafísica de la presencia, reformulada ahora en clave preferentemente científico-técnica.

Pensadas desde una aproximación a la filosofía de la plenitud,  lo más significativo de estas características es el estrechamiento del horizonte de la apertura a la alteridad para la experiencia humana. La creencia en “lo absolutamente otro” (Lévinas) había mantenido a la experiencia humana en estado de abierta a lo que se sustrae, a lo inesperado, a aquello de cuya presencia no se tienen más signos que las huellas de su ausencia. Eliminadas esas huellas del horizonte perceptivo, la experiencia humana queda ligada a la presencia y, por tanto, con dificultades, en el trato con lo otro o con el otro, para leer aquello de ellos que remite a lo ausente.    

Sobre la experiencia de nosotros mismos cabe señalar que el ser humano es entendido desde regularidades estructurales (Lévinas) y, por tanto, desprovisto de su condición de sujeto con experiencia histórica y pertenencias culturales propias, para atribuírsele la condición homogénea de individuo objetivable y universalizable[7], e incluso clasificable según un código racial jerarquizado. Por otra parte, el principio de la inmanencia y la autorreferencialidad,  formulado tempranamente por Duns Scoto (1266-1308) y recogido, a su manera, por  Guillermo de Occam, Dante Alighieri, Nicolás de Cusa, Pico della Mirandola, Marsilio de Padua, Charles de Bovelles (Bovillus), Francis Bacon, Galileo Galilei y tantos más, subvierte la concepción medieval del ser según la cual el ente tenía un pie en este mundo y otro en el reino de lo trascendente[8]. Para Duns Scoto “Omne ens habet aliquod esse proprium” (todo ente tiene una esencia singular) y, por tanto, el ente no remite a nada más allá de sí mismo. El individualismo que se construye discursivamente a partir de esta concepción del ente lleva al desconocimiento de la alteridad como constitutiva de la mismidad y, consiguientemente, a entender como objeto, como algo que se le presenta, todo lo exterior a esa mismidad, incluidas las personas. Incluso cuando, en el mejor de los casos,  uno define a otra persona como un “alter ego”, la está definiendo desde sí mismo, sin esperar a que ella se presente. Lo que interesa subrayar es que el individualismo moderno estrecha, si no elimina, la apertura hacia la alteridad y, por tanto, deja planteado el reconocimiento del otro como un problema no resuelto. Recuérdese, sin embargo, que, como lo anotan Charles Taylor[9] y tantos más, el reconocimiento es fundamental en la constitución de la identidad.  

De nuestro hacer la experiencia de la historia humana en clave moderna quiero subrayar solo dos aspectos: la articulación de temporalidades y espacialidades en la narrativa de la historia universal y la transformación del estar en devenir al amparo de la idea de progreso. Heredando el discurso de la “historia de la salvación” de la tradición judeo-cristiana, la narrativa de la historia universal seculariza ese discurso y piensa la historia como un proceso unilineal, progresivo, periodizado y universalmente válido que va de un supuesto “estado de naturaleza” (propio de los pueblos no europeos) a un “estado de civilización” (propio de Europa). En esa narrativa quedan articuladas, en la condición de subalternas, las historias “particulares” de los pueblos no europeos, no sin haber sido previamente desconocidas sus propias temporalidades e incorporados sus territorios en el sistema-mundo que comienza a construirse con los llamados “descubrimientos”, las conquistas y las colonizaciones y llega hasta la globalización de nuestra actualidad[10].

Desde la perspectiva de una filosofía de la plenitud, lo más significativo de la narrativa moderna de la historia universal es que desconoce las especificidades de las consideradas “historias particulares”, empobreciendo, así, el horizonte de la experiencia humana, invalidando los ámbitos proveedores de sentido de los pueblos subalternizados, y obligando a estos a despojarse de su propia identidad para hacerse de identidades no enraizadas en su propia experiencia histórica. El resultado, para ellos, como sabidamente anota Huamán Poma, es “un mundo al revés”, sin agarraderos para saber a qué atenerse y, en el caso de los colonizados, hasta sin lengua propia para hacer la experiencia de ellos mismos, del mundo y de lo sagrado.

De no menor importancia histórico-filosófica es la primacía atribuida por el discurso de la historia universal al “devenir” en detrimento del “estar”, una primacía que recoge, en clave ya secularizada, la matriz del discurso de la “historia de la salvación”. La remisión del devenir al “allí” y al “después” atribuye densidad óntica y ontológica al futuro, debilitando la potencialidad del presente, el “aquí” y el “ahora”, en cuanto ámbito de provisión de sentido y de realización plena de la posibilidad humana. La aceptación de la postergación de la satisfacción de las necesidades manifiesta de suyo que la primacía del devenir se ha incorporado como idea regulativa[11] en el mundo de la vida. Al vector que organiza ese devenir le llamados progreso.

No corresponde explorar aquí la historia de la idea de progreso, aunque sí hay que señalar que su significación se ha ido estrechando hasta quedar reducida en la actualidad a la idea de crecimiento económico, pasando antes por la de desarrollo. Originalmente, el concepto de progreso remitía, como anotan Weber[12], Hazard[13] y Habermas[14], a la realización postergada pero plena de la posibilidad humana porque tenía que ver con las esferas de la cultura, los subsistemas sociales y el mundo de la vida, y se había originado en un contexto marcado por el espíritu de revolución, cuando todavía el concepto de revolución, al decir de Arendt[15], remitía al despliegue de la libertad y, por tanto, se atrevía a vérselas con un proyecto sembrado de esperanzas pero también de responsabilidades e inseguridades.

El concepto de desarrollo[16], por el contrario, reduce la multidimensionalidad del concepto de progreso, enfatizando  el crecimiento económico, pero relacionado este crecimiento con otros aspectos como la racionalización de la gestión pública, la extensión de los servicios sociales, el fortalecimiento industrial, la constitución de mercados nacionales, la extensión de los derechos civiles y políticos, etc., y luego ampliado a ámbitos como la distribución equitativa de los ingresos, la independencia económico-política de los Estados-nación emergentes, la satisfacción de necesidades básicas, la atención a la necesaria regeneración de la naturaleza, la diminución del riesgo del deterioro, el aprovechamiento de los residuos, la explotación sostenible de los recursos naturales, etc. y, en el mejor de los casos, la eliminación de la pobreza y la distribución equitativa de los bienes. Pero lo predominante hoy no es ya ni siquiera el discurso del desarrollo sino el del crecimiento.     

El ámbito en el que se inscribe la idea de desarrollo es ya, en terminología de Heidegger en Filosofía, ciencia y técnica[17], la “era de la técnica” o de la organización total y la reemplazabilidad. En este ámbito, que es el nuestro, por más dimensiones que se añadan al desarrollo, el concepto mismo y sus prácticas apuntan al diseño de estrategias de “liberalización” para hacer viable la “modernización”. Explico los dos términos utilizados: liberalización y modernización. El concepto de “liberalización” no está ya referido propiamente a la libertad, que yo entiendo como el despliegue pleno de la posibilidad humana y la apertura a la alteridad, sino que remite al debilitamiento y deshacimiento de las ataduras que impiden que se apliquen cabalmente los modelos “previstos” de modernización. Por su parte, el concepto “modernización” reduce la significación del de “modernidad” que, como sabemos, remitía a procesos que concernían a las esferas de la cultura, los subsistemas sociales y el mundo de la vida, mientras que la “modernización” tiene normalmente que ver con la lógica de la racionalidad instrumental aplicada a algunos subsistemas sociales (el de la producción, el del mercado y el de la gestión pública, principalmente), a través de planes, programas y hasta recetas que poderosas instancias transnacionales se encargan de diseñar cuidadosamente y luego de controlar su ejecución según indicadores preestablecidos que miden principalmente el crecimiento económico.  

El encuentro de estos dos conceptos, liberalización y modernización, y su elevación a la categoría de norma dejan al descubierto que el desarrollo obedece no a la lógica emancipadora de la modernidad sino a la lógica instrumental de la modernización para restaurar o instaurar un orden preestablecido y minuciosamente diseñado. No deja de ser significativo, además, que el proceso de instauración o restauración de ese orden se haga con estrategias más cercanas al vigilar y castigar de Foucault[18] que al ejercicio de la libertad.  No hay que perder de vista que el concepto de desarrollo y sus prácticas y modificaciones son propios de la modernidad tardía, cuando esta ha dejado en gran medida de lado la lógica emancipadora, presente originariamente en la idea de progreso, y predomina ya la lógica instrumental, que, como sabemos, se orienta desembozadamente en nuestros días hacia a la homogenización del consumo a escala planetaria y a la articulación jerarquizada de las economías particulares en función de intereses transnacionales.

Como hijo legítimo pero disminuido del progreso, el concepto de desarrollo es nieto del patrón del poder y del saber que, recogiendo tendencias anteriores, se puso en marcha material y simbólicamente, como hemos dicho, con los llamados descubrimientos, las conquistas y las colonizaciones, y que, en general, conocemos como proyecto de la modernidad. Con esta ascendencia, no es raro que el desarrollo lleve en la sangre las características básicas de ese patrón “civilizacional” que, como han señalado Aníbal Quijano[19] y otros, se concretan en racionalismo, individualismo, consideración de Occidente como el centro del planeta, racialización de las identidades y de las relaciones sociales, articulación controlada de las diversas formas de trabajo y apropiación de sus productos, etc. A estas características pueden añadirse otras que simplemente dejo anotadas: la sustitución paulatina del habitar por el construir en nuestra relación con el territorio, lo que lleva al abandono del cultivar  para preferir el producir; el debilitamiento de la alteridad como dimensión constitutiva de la mismidad; el mencionado arrinconamiento de lo sagrado;  la consideración de la naturaleza ya no como lugar del habitar sino como objeto de deseo y apropiación, etc. Ubicado en este ámbito histórico-filosófico, el concepto de desarrollo arrastra una herencia de que la no puede desprenderse. 
          
Después de estas anotaciones no es difícil colegir que el problema del desarrollo no está en los calificativos (“sustentable”, “inclusivo” etc.), sino en el sustantivo mismo, en el concepto de desarrollo, que lo entiendo como una especie de camisa de fuerza, como una matriz cognoscitiva, valorativa, normativa, expresiva y práctica que no da para pensar el despliegue pleno de la posibilidad humana haciéndonos cargo de nuestra condición de “seres con el mundo abiertos a la alteridad”. 

En los últimos lustros, del concepto de desarrollo se está privilegiando una de sus dimensiones, la del crecimiento económico y, consiguientemente, se puede decir que el desarrollismo está mutando en “crecimientismo”. La vara mágica que mide todo es la del crecimiento, convertido este en “condición de posibilidad”, metafísico modo, para la satisfacción de todas las necesidades. Lo cierto es que la prédica del crecimiento, que opera través de estrategias más coercitivas que argumentativas, está siendo lo suficientemente eficaz como para convertir el crecimiento en una idea regulativa que se cuela en la subjetividad, el imaginario colectivo y las políticas públicas, desprendiéndose  de su historicidad para revestirse de universalidad e imperecibilidad, olvidando su carácter contingente para presentarse como necesaria, pretendiendo llenar el horizonte de las expectativas y pasando del ámbito de lo electivo al de lo normativo.

Con respecto a la experiencia de la naturaleza que hacemos desde el discurso moderno diré solamente que la naturaleza es para el hombre moderno objeto de deseo y de dominio y ya no lugar de habitación y pertenencia. Por eso, el habitar, relacionado originalmente con el cultivo y cuidado de aquello a lo que se pertenece, mutó en poseer  y luego en construir, al compás de un saber informado ya por el poder. La consecuencia es que la naturaleza no es más para el hombre moderno una compañera de viaje en la aventura de la existencia sino un objeto de explotación. Y esta condición disminuida y subalterna que se atribuye a la naturaleza no cambia con el discurso del desarrollo sostenible porque también este considera a la naturaleza objeto de explotación, aunque calcula que la explotación se atenga al principio de la durabilidad, pensando en el derecho de la especie humana a la sobrevivencia y no ciertamente en los “derechos” de la naturaleza, la cual, para el discurso moderno en cualquier de sus formas, no es nunca sujeto de derechos. Puede ser la naturaleza “objeto” de respeto, pero aquí el respeto no se basa ya en el temor frente a su imprevisible comportamiento, como ocurría en la antigüedad,  ni se funda en la valía de lo natural por sí mismo sino nuevamente en el cálculo responsable de su utilización para la sobrevivencia humana. Ya la sola mención de “derechos” de la naturaleza es una especie de herejía para la dogmática moderna.

Otro aspecto no menos importante de la experiencia que hacemos de la naturaleza es que nos definimos a nosotros mismos, en terminología heideggeriana, como seres-en-el-mundo y no como seres-con-el-mundo.    

Después de este breve recorrido por nuestras maneras de hacer, desde el discurso moderno, la experiencia del ser, de nosotros mismos, de la historia humana y del mundo, podemos decir que llegamos a una actualidad conformada por un horizonte de sentido que habita las epistemes, las valoraciones, las normas y los sistemas simbólicos, organiza los subsistemas sociales y construye las expectativas, los imaginarios y las subjetividades. A grandes rasgos, ese horizonte proveedor de sentido tiene las siguientes características básicas: 1) la consideración de que el ser se da sólo de dos maneras, la natural y la humana; 2) el establecimiento de una jerarquía entre ellas, con el predominio absoluto de lo humano; 3) la interpretación de nuestro ser-en-el-mundo no como un “estar” sino como un “devenir” informado originalmente por la idea regulativa de progreso y luego por las de desarrollo y crecimiento; 4) la reducción del ser humano a una mismidad autorreferrencial que, en el mejor de los casos,  entiende la alteridad como límite y no como constitutiva de la propia mismidad; y 5) la ampliación del ámbito de la percepción al sistema-mundo ahora ya no como una aspiración sino como una realidad presente en nuestra vida cotidiana. Ocurre, además, que desde el horizonte perceptivo de la modernidad se nos vuelven invisibles, si no descartables, tanto los discursos contra-hegemónicos como los sujetos colectivos y los movimientos sociales que los portan.

Apuntamientos sobre la plenitud[20]

Frente a esta textura de la actualidad son posibles cuatro actitudes: apologética, vigilante, crítica y propositiva. La apologética se define por la consideración del orden existente como orden de existencia o deber ser. La vigilancia no suele ir más allá del control de los procesos para mejorar la performance del sistema y mitigar sus efectos nocivos. La crítica apunta con demasiada frecuencia a la cura de las patologías que produce el sistema, aunque a veces va más allá y se atreve a de-construir los fundamentos de esa textura, relacionándola con el patrón civilizacional de la modernidad y poniendo al descubierto los componentes de violencia material y simbólica que esta matriz civilizatoria conlleva. La actitud propositiva se alimenta no solo de una lectura crítica de los rasgos crepusculares del proyecto moderno y sus actuales manifestaciones, sino de la exploración de nacientes signos aurorales que despiertan esperanzas y convocan compromisos.  Pero, en cualquier caso, la mirada propositiva no debe quedar anclada en un “anti-modernismo romántico” que apunte a restaurar el mundo “pre-moderno” por considerarlo una especie de “paraíso perdido”. Somos hechura de la modernidad y nos toca realizar una operación de autocercioramiento de nuestra actualidad desenmadejando los hilos de los que está tejida, prestando atención a los cabos que quedaron sueltos por su potencialidad contra-hegemónica y, muy especialmente, asomándonos a otros horizontes de significación y de vida buena para potenciar la capacidad propositiva.  

Informada por la filosofía de la plenitud, la proposición comienza advirtiendo que el mundo del que venimos y que constituye nuestra actualidad consiste esencialmente, como hemos mostrado en el apartado anterior, en un proceso de vaciamiento (kenosis) o reducción de la experiencia humana con respecto al ser, a nosotros mismos, a la historia y al mundo. El camino hacia la plenitud (plerosis) no puede ser tributario de la manera de darse esa experiencia antes de la irrupción de la modernidad. Estamos ya en los tiempos del “pensamiento débil” y hasta de la “ontología débil”, como anuncia reiteradamente Vattimo[21], y el horizonte de sentido que inaugura ese pensamiento, recogiendo la herencia de la hermenéutica gadameriana, no da para pensar la actualidad con categorías conceptuales portadoras de violencia.

Finalmente, presento algunas proposiciones de índole dialógica y no apodíctica y de cuyo carácter preliminar soy plenamente consciente. Se trata de proposiciones sobre asuntos que a mí me convocan a pensar y que creo que merecen ser pensados como prolegómenos de una filosofía de la plenitud[22]

1ª. El ser se da de tres maneras, como lo natural, lo humano y lo sagrado, y entre esas maneras de darse del ser hay una relación de co-pertenencia horizontal. El concepto de “co-pertenencia” remite al carácter constitutivo de cada componente por los otros, sin desconocer las especificidades de cada uno. El adjetivo “horizontal” atribuye valía semejante a cada componente y, por tanto, desconoce jerarquías entre ellos y convoca a eliminar la violencia en su relación mutua. Esta esencial co-pertenencia es procesada de diversas maneras por los diferentes pueblos. En la manera particular de procesar la co-pertenencia consiste fundamentalmente la cultura de cada pueblo, y en el carácter mutable de ese procesamiento consiste su historia.  

2ª. La naturaleza es para el hombre compañera de viaje y no su sierva ni instrumento de dominación de unos hombres por otros. Como compañera de viaje asiste al hombre en sus necesidades, pero requiere también de él atención y cuidado. El fundamento de la atención y cuidado que el hombre presta a la naturaleza no remite solo a las necesidades humanas presentes o futuras sino a lo que podríamos llamar el “derecho”  de la naturaleza a su propia sobrevivencia. Entiéndase, sin embargo, que este “derecho” no es atribuible a cada elemento de la naturaleza sino al conjunto de ella y, tal vez, a sus especies según los requerimientos del equilibrio ecológico y de la regeneración, que conjugan descomposición con recomposición.  

3ª. El hombre no es un ser-en-el-mundo sino un ser-con-el-mundo. Esta autopercepción, que los occidentales recogemos de algunas de nuestras tradiciones y principalmente de los mensajes que nos vienen de otras culturas, supone que la naturaleza es constitutiva de nuestra condición humana y, consiguientemente, fuente de dinamismo y de gozo de la posibilidad humana. Esta misma consideración nos obliga a reconocer que el hábitat para la vida humana no es escenario sino albergue que nos pertenece y por el que, además, somos pertenecidos. Por eso nos definimos como habitantes, definición que remite a nuestra condición de seres-con-el-mundo. Hay que decir, en consecuencia, que cuando nos definimos como seres-en-el-mundo estamos reduciendo nuestra propia condición humana.

4ª. En la relación hombre/naturaleza la idea regulativa de progreso y, a fortiori, las de desarrollo y crecimiento, tendrían que ser sustituidas por la de convivencia dinámica. Nuestra condición de seres-con-el-mundo no es, por cierto, estática sino dinámica, pero el dinamismo no necesariamente consiste en progresar o desarrollarse según un modelo de supuesta validez  universal y que apunta esencialmente al incremento del tener, el disponer y el poder, derivaciones todas ellas del carácter teleológico del proyecto moderno, que, por lo general, se ejecuta a costa de la naturaleza y de otros colectivos humanos. Dinamismo es también, y de manera más esencial, la recomposición constante, aunque a diversos ritmos, de la co-pertenencia hombre/naturaleza, una recomposición que no necesariamente tiene el camino trazado y que resulta del encuentro entre pueblos diversos, de la dinámica de la propia naturaleza y de la interacción hombre/naturaleza. La mencionada sustitución nos libra del ejercicio de la violencia contra la naturaleza, al que nos inducen el concepto de progreso y sus actuales derivados. 

5ª. Vivir plenamente para el hombre consiste en convivir con otros, entendida esta convivencia también en perspectiva dinámica, pero con un dinamismo que no viene de la competitividad con los otros ni menos aún de su subalternización, conceptos ambos cargados de violencia, sino del reconocimiento de la alteridad como constitutiva de la mismidad y que, por tanto, se traduce en interacciones dignas, mutuamente enriquecedoras y hasta gozosas, asumidas, además, como el ámbito por excelencia de realización de la posibilidad humana en lo que consiste la libertad. Distingo, a este respecto, liberación de libertad. El primer concepto remite al deshacimiento de las ataduras que impiden el despliegue pleno de la posibilidad humana, mientras que el segundo remite a este despliegue.    

6ª. Asumir la multidimensionalidad espacial de la interacción hombre/naturaleza y de la convivencia humana, entre lo local y lo global, asumiendo lo local como ya siempre abierto a lo otro, y lo global no como una articulación jerarquizada de diversidades al servicio de poderes centrales ni como una homogeneización según un modelo de pretendida validez universal, características ambas de la actual globalización. Lo global tendría que ser un encuentro enriquecedor de diversidades.  Esta perspectiva amplía, sin des-localizarlo, el horizonte de la ética, la responsabilidad, la justicia, la equidad, las alianzas, la solidaridad, la gobernanza, etc., y deja planteado el problema no resuelto de una gestión acordada y vinculante de la globalidad. Digo “globalidad” y no “globalización”, porque el segundo concepto remite al proceso tangible de mundialización que nos viene del proyecto moderno, mientras que el  primer concepto, “globalidad”, quiere sugerir que la apertura a la alteridad es constitutiva de toda particularidad.

7ª. Finalmente, pensar la vida humana en términos de plenitud y no de “devenir” o “llegar a ser” y menos aún de esa recortada visión del devenir que conocemos como desarrollo y que está ya bajo el signo del “crecimientismo”. Sé que me meto en honduras histórico-filosóficas en las que no puedo aquí detenerme, pero dejo apuntado que cuando pensamos la vida individual y colectiva como “llegar a ser” supeditamos el presente al futuro haciendo del aquí y el ahora una mera dimensión del allí y el mañana, es decir debilitamos el presente como ámbito de significación para atribuir al futuro la condición de provisor de sentido en el presente. Esta invasión del futuro en el presente dificulta, si no impide definitivamente, la realización plena de la posibilidad humana en el aquí y el ahora. Del poeta latino Horacio hemos heredado la expresión “carpe diem” que admite, por cierto, múltiples lecturas. Yo la entiendo como “realiza a plenitud la posibilidad humana en el aquí y el ahora”. Pero este afincamiento en el presente no debe entenderse  como una reconciliación con lo dado ni como un desconocimiento del pasado y del futuro. Se trata más bien de una convocación a hacer del presente el ámbito por excelencia de realización plena de la vida humana, un ámbito que dialoga con su propio pasado para proveer de densidad histórica al presente y cuyas potencialidades apuntan al futuro.

No puedo terminar estos prolegómenos a una filosofía de la plenitud sin dejar anotado que la convocación a pensar la plenitud me viene, por un lado, del convencimiento del carácter esencialmente violento y reduccionista del discurso que he heredado de la modernidad occidental, y, por otro, de la puesta en agenda, por nuestros pueblos originarios, de la idea del  “sumak kawsay”[23] (buen vivir), idea desde que la que, intuyo, es dable hacer de una manera diferente la experiencia del ser, de nosotros mismos, de la historia y la convivencia humana y del mundo.


[1] Heidegger, Martín. ¿Qué significa pensar?. Madrid: Trotta, 2005.
[2] Habermas,  Jürgen. Teoría de la acción comunicativa. Madrid: Taurus, 1987.  Y: Teoría de la acción comunicativa: complementos y estudios previos. Madrid: Cátedra, 1997.
[3] Said, Edward W. Orientalismo. Barcelona: Debolsillo, 2003. Y: Culture and Imperialism. New York: Vintage, 1993.
[4] Heidegger, Martin. “Carta sobre el humanismo”. En: Sartre, Jean-Paul y Martin Heidegger. Existencialismo y humanismo. Buenos Aires : Sur, 1963, p. 65.
[5] Wittgenstein, Ludwig. Tractatus Logico-Philosophicus( # 5.6.  1922).
[6] Gadamer, Hans Georg. Verdad y método. Salamanca: Sígueme, 1999. T. I, p. 567.
[7] Un resumen de las propuestas de Emmanuel Lévinas a este respecto puede encontrarse en: Aguirre García, Juan Carlos y Luis Guillermo Jaramillo Echeverri. El otro en Lévinas: una salida a la encrucijada sujeto-objeto y su pertinencia en las ciencias sociales. Revista latinoamericana de ciencias sociales, niñez y juventud. Manizales (Universidad de Manizales, vol. 4, núm. 202, jul-dic. 2006, 17 páginas. Ver en: http://www.umanizales.edu.co/revistacinde/vol4/Juan%20Carlos.pdf
[8] Hardt, Michael and Antonio Negri. Empire. Boston: Havard U.P., 2001, p.71. Para una explicación más amplia de la “haecceitas” (este ente), ver: Lamanna, E. Paolo.Historia de la filosofía. T. II. El pensamiento de la Edad Media y el Renacimiento. Buenos Aires: Hachette, 1960, p. 187-190.
[9] Taylor, Charles. Les sources du moi. Paris:Boreal, 1998, passim. 
[10] En lo temporal, ese sistema se constituyó como χρόνος o tiempo secuencial y cuantitativo, homogenizador de toda historia, más que como καιρός o tiempo existencial y cualitativo de convivencia de temporalidades. En lo espacial, se constituyó como κόσμος u orden (bélico,  en Homero; constitucional , en Esparta; y metahistórico, en Heráclito), para desde la armonía del centro proceder a ordenar el χάος o materia sin forma de la periferia.
[11] Saco del concepto de idea regulativa de Heller,Ágnes. Teoría de la historia. Barcelona: Fontamara, 1982.
[12] Weber, Max. La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Barcelona: Editions 62, 5ª. ed. 1979.
[13] Hazard, Paul. El pensamiento europeo en el siglo XVIII. Madrid: Ed. Guadarrama, 1958.
[14] Habermas, Jürgen. El discurso filosófico de la modernidad. Madrid: Taurus, 1989.
[15] Arendt, Hannah. On Revolution. USA: Penguin Books, 2006.
[16] Para una revisión del discurso del desarrollo pueden consultarse: Marcel Valcárcel, “Génesis y evolución del concepto y enfoques sobre el desarrollo” y la abundante bibliografía que cita. .
o el texto de Antonio Elizalde Hevia, “¿Qué desarrollo puede llamarse sostenible en el siglo XXI?. La cuestión de los límites y las necesidades humanas.”, publicado en Revista de Educación. Número extraordinario. 2009, p´. 53-75.
[17] Heidegger, Martin. Filosofía, ciencia y técnica. Santiago de Chile: Universitaria, 1997.
[18] Foucault, Michel. Vigilar y castigar: nacimiento de una prisión. México: Siglo XXI, 1998.
[19] Ver el texto de Aníbal Quijano, además de otros, en: Pajuelo, Ramón y Pablo Sandoval (comp.). Globalización y diversidad cultural. Una mirada desde América Latina. Lima: IEP, 2004.
[20] Como se sabe, el término “plenitud” procede de término griego πλήρωσις, a través de latín (plenitudo). En la teología cristiana, especialmente en la cristología, la plerosis está en relación con la kenosis (κένωσις) o vaciamiento, concepto este último que se refiere al acto voluntario de Cristo de vaciarse de su divinidad para para adquirir forma humana (“exinanivit semetipsum formam servi accipiens”, se anonadó a sí mismo para adquirir la forma de siervo), escribe Pablo en Filipenses 2:7. Para una primera aproximación a la filosofía de la plenitud puede verse: Engel, Pascal. “Plenitude and contingency: modal concepts in ninetheenth century French philosophy”. En: Knuuttila, Simo. Modern modalities: studies of the history of modal theories from medieval nominalism to logical positivism. Dordrech: Kluwer, 1988, p. 179-239. Disponible en: http://archive-ouverte.unige.ch/unige.5018.
[21] Vattimo, G. y P. A. Rovatti  (ed). El pensamiento débil. Madrid: Cátedra, 1995,  passim.
[22] En 1995, en la conmemoración del centenario del nacimiento del filósofo Joaquín Xirau (1895-1946), Gabriela Hernández García presentó una interesante ponencia sobre la filosofía de la plenitud en este autor. El texto se publicó en Estudios: filosofía-historia-letras  del Instituto Tecnológico Autónomo de México, en otoño de 1955,y puede consultarse en: http://biblioteca.itam.mx/estudios/estudio/letras42/notas3/sec_1.html 
[23] La profundización en el tema de la plenitud nos llevará posteriormente al estudio de la idea de “buen vivir” según nuestros pueblos originarios, que viene siendo últimamente objeto de múltiples análisis. Ver, por ejemplo: Cortez, David. La construcción social del “Buen Vivir” (Sumak Kawsay) en Ecuador. Genealogía del diseño y gestión política de la vida. En:

Homenaje a David Sobrevilla



José Ignacio López Soria

Presentación del libro: Rodríguez Rea, Miguel Ángel y Nelson Osorio Tejada (ed.). La filosofía como repensar y replantear la tradición. Libro de homenaje a David Sobrevilla. Lima: URP/Editorial Universitaria, 2011. 28 junio 2012.

Introducción

No deja de ser significativo que un libro de homenaje a un filósofo se abra con poesías. En el breve poema “Synopsis” -un título que remite a una disposición tal de elementos diversos que al mirarlos se puedan descubrir sus relaciones mutuas-, Javier Sologuren, probablemente sin pretenderlo conscientemente, nos pone ante los ojos las tres maneras de darse del ser, lo sagrado, lo natural y lo humano, es decir el tema por excelencia de la filosofía. El poeta se atreve incluso a mostrar los signos de lo sagrado (el cielo y los dioses) y de lo natural (la tierra y sus productos), pero para lo humano no tiene sino la pregunta: “dónde / dónde / los hombres”. El hombre habita junto a esos signos, pero él mismo no es signo sino pregunta, lugar de iluminación de sí mismo, de lo natural y de lo sagrado.

Por su parte,  Carlos Germán Belli, en “La edad gastada”, poema igualmente incluido en este homenaje, se ocupa de recordarnos  que ese ser, que es pregunta e iluminación, sabe que tiene historia; se lo dicen sus arrugas y sus canas  “al mirarse él en el fiel espejo”. Pero “… el mundo tiene la fortuna / de nunca poder ver / en el espejear de los quietos lagos/ cada mañana al empezar el día / ni un signo de su edad inescrutable.”/. Como lo sagrado, lo mundano es ciego para sí mismo. Tiene historia como suceder, dado que cada mañana empieza el día, pero no lo sabe. Solo la mirada del hombre puede convertir ese suceder en historicidad.

En apenas unas líneas, la poesía ha conseguido llevarnos al centro mismo del filosofar, convocándonos a pensar lo que más merece que pensemos, que somos iluminación e historia. Considero un acierto haber comenzado esta serie de textos en homenaje a David Sobrevilla con poemas –dedicados a él y China- que recuerdan la relación que hay entre creación artística, especialmente poesía,  y filosofía, una relación que David ha trabajado con especial esmero. Hasta me atrevería a decir que el encuentro fecundo de eso que apunta en los poemas mencionados, historicidad e iluminación, constituye el vector principal del trabajo filosófico de Sobrevilla.

Descripción del libro

Después de los poemas mencionados, los editores –el peruano Miguel Ángel Rodríguez Rea y el chileno Nelson Osorio, cuya labor es preciso resaltar- agrupan las contribuciones por temas genéricos: 13 artículos de filosofía, ética, y estética, crítica cultural y crítica de arte, en primer lugar; vienen después 4 trabajos de derecho, filosofía del derecho y política; siguen luego 5 textos de historia e historia de las ideas en América Latina; para terminar con 3 estudios sobre la obra de David Sobrevilla, una exhaustiva reseña bibliográfica de la producción de nuestro autor y dos presentaciones en homenajes anteriores de estudiantes de filosofía y de la Escuela de Filosofía de San Marcos.

Ya la participación de un total de 29 autores  habla por sí misma tanto de la amplitud de las relaciones profesionales y amicales de David Sobrevilla cuanto del reconocimiento y el afecto de quienes tenemos la suerte de tenerle como colega y amigo. Hay que ponderar, además, que entre los participantes en este homenaje hay, por cierto, peruanos, pero abundan también los extranjeros, procedentes de países como Argentina, Colombia, Chile, México, Venezuela, Canadá, Alemania, España, Inglaterra e Italia. El grueso de los colaboradores está compuesto por filósofos, pero no faltan historiadores, juristas, lingüistas y críticos de literatura.

De entre los establecimientos académicos que participan en este reconocimiento a Sobrevilla destaca, en primer lugar, la Universidad Ricardo Palma, institución que Iván Rodríguez Chávez y el equipo que la conduce han conseguido posicionar protagónicamente en el quehacer intelectual peruano al acoger a eminentes intelectuales como Francisco Miró-Quesada, Estuardo Núñez, José Matos Mar, Aníbal Quijano y el propio Sobrevilla, y al dar a luz textos como el que hoy presentamos, sin olvidar, por cierto, la reciente publicación de Perú: Estado desbordado y sociedad nacional emergente de Matos y la colección en 10 volúmenes de escritos de Francisco Miró-Quesada Cantuarias. Los colaboradores en el homenaje proceden, en primer lugar de la Universidad de San Marcos, como no podía ser de otra manera, pero proceden también de otras universidades peruanas, como la Pontificia Universidad Católica del Perú, la Universidad de San Agustín de Arequipa, la Universidad San Antonio Abad del Cusco, la Universidad Nacional de Ingeniería, la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y la Universidad Científica del Sur, y de universidades extranjeras emplazadas en Montreal, Barcelona, Berlín, Liverpool, Siena, Carabobo, Bogotá, México, Buenos Aires y Santiago de Chile, y de otras instituciones académicas como el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España y del Instituto de Estudios Budistas de Buenos Aires.  

De los asuntos tratados en el libro no es posible ocuparse, por su gran variedad. Baste decir que algunos colaboradores se comentan a autores como Mill, Wittgenstein, Gadamer, Kant, Bergman, Tomás de San Martín, Jorge Millas, Mariátegui, Giuseppe Rensi y el propio Sobrevilla, mientras que otros abordan más bien temas o aspectos de de temas históricos, filosóficos,  jurídicos, literarios, etc. como –y doy solo ejemplos-  empirismo, existencialismo, budismo, interculturalidad, contractualismo, dignidad humana, identidad, arte pictórico, presidencialismo, democracia, insurrecciones indígenas del XVIII, etc.


Algunos comentarios

Mi primer comentario es sobre el título del libro, “La filosofía como repensar y replantear la tradición”. Este título sugiere que el pensar y replantar la tradición filosófica es una manera de hacer filosofía, que se distingue, por cierto, de la mera “historia de la filosofía” o reconstrucción de lo que otros pensaron, actividad esta última necesaria y hasta imprescindible, pero que es más historiográfica que filosófica porque se limita, cuando es solo crónica, a registrar ordenadamente lo pensado dejándolo en la definitividad de su haber sido.  Sin embargo, el repensar y replantear lo ya pensado nos sitúa en el ámbito del diálogo que el quehacer filosófico establece con el pasado de nuestro propio presente, trayendo ese pasado a la presencia, con lo cual, en primero lugar, se provee de dignidad a nuestros antepasados al considerarlos portadores de mensajes que nos convocan aún al pensamiento y, en segundo lugar, se da densidad histórica a nuestro pensar el presente. Y, así, esta manera de hacer filosofía nos lleva a asumirnos como miembros de una determinada comunidad de pensamiento que se nutre  de su propia experiencia histórica y, concretamente, del modo como ha procesado filosóficamente esa experiencia. Importante a este respecto es que ese repensar lo ya pensado, por un lado, acierte a dar con las preguntas de las que lo ya pensado es la respuesta y, por otro, explore los ámbitos de lo todavía no pensado. Hasta me atrevería a decir, al hilo de las reflexiones del propio Sobrevilla, que la filosofía “anatópica” es, en el fondo,  respuesta sin pregunta propia, mientras que la filosofía “situada”, la que Sobrevilla practica, es la búsqueda afanosa de respuestas a preguntas que nos vienen del horizonte que nos provee de sentido.  

Curiosamente, y es mi segundo comentario, quienes se ocupan directamente de la obra de David Sobrevilla, los últimos seis textos del libro, subrayan que lo más relevante del trabajo intelectual de David es precisamente haber contribuido como pocos a repensar y replantear nuestra tradición filosófica.

Horacio Cerutti Guldberg, recogiendo afirmaciones anteriores de María Luisa Rivara de Tuesta y ateniéndose a los escritos del propio Sobrevilla, dice de este que “ha mantenido su esfuerzo incansable hacia la consolidación de un filosofar peruano profesional, disciplinado, pertinente, académico, bien fundado, responsable.” (p. 408). Con estas valoraciones sobre el trabajo de Sobrevilla, Cerutti está sugiriendo que la actividad estrictamente académica del maestro sanmarquino se da en coherencia con un compromiso moral que tiene que ver, primero y principalmente, con la devoción por la verdad y la búsqueda de ella procesando teóricamente, con rigurosidad metódica y en perspectiva universalizable, nuestras propias condiciones de existencia y nuestra experiencia histórica.

Octavio Obando, por su parte, considera que la tarea que Sobrevilla se propuso, siguiendo la impronta de Augusto Salazar Bondy pero reformulándola, consistió en apropiarse del pensamiento filosófico occidental, someterlo a crítico y reconstruir y replantear los problemas filosóficos “considerando los más altos estándares del saber y, al mismo tiempo, la peculiaridad de la realidad peruana y latinoamericana y a partir de sus necesidades concretas.” (p. 423)

Rubén Quiroz –quien, en algún aspecto, el de promotor incansable de actividades filosóficas, me hace recordar al Sobrevilla de los años mozos- confiesa que aprendió de su profesor el cultivo de “la virtud de la reflexión” (p. 437) y pondera su coraje civil y su compromiso con la verdad y la ética, manifiestos en la renuncia a la docencia en San Marcos con motivo de la intervención de la universidad por “la nefasta dictadura de Alberto Fujimori.” (p. 437). Quiroz señala, además, como aporte fundamental de Sobrevilla el haber contribuido, con sus trabajos sobre la historia de la filosofía en el Perú, a reposicionar la filosofía peruana en el circuito académico latinoamericano, fortaleciendo una tradición que Francisco Miró-Quesada, Augusto Salazar Bondy y María Rivara de Tuesta habían también cultivado con esmero.

Finalmente, Zenón Depaz subraya del trabajo de David Sobrevilla el énfasis puesto “en el valor de la tradición como constituyente decisivo de las comunidades de vida, de sus posibilidades de renovación y su continuidad histórica.” (p. 469). Se trata, por cierto, de una tradición viviente, cultural e intelectualmente múltiple, que Sobrevilla se encarga de “repensar” en varias de sus dimensiones: filosófica, en primer lugar, pero también estética, artística, literaria y jurídica. Como los anteriores comentaristas sanmarquinos, Depaz pone de relieve la condición de maestro de Sobrevilla, dando cuenta de su trabajo de acompañamiento y guía a los alumnos, y añade su apertura a la interculturalidad y a la heterogeneidad.  Y, coincidiendo con Cerutti y con todos los que conocemos la obra de David, Zenón Depaz reafirma el carácter rigurosamente académico del trabajo de Sobrevilla.

Amigo David, como puedes ver, el libro que hoy presentamos es un testimonio claro de que tus alumnos te siguen, te estiman, te quieren, y de que tus colegas gozamos de tu amistad y nos enriquecemos con tu sabiduría.