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Lima, Peru
Filósofo e historiador. Nace en España en 1937 y llega al Perú como jesuita en 1957. Formación: humanidades clásicas y literatura, filosofía e historia. Especialización sucesiva: narrativa latinoamericana, filosofía moderna, filosofía de la existencia, historia de la emancipación peruana, pensamiento lukacsiano, historia de la ingeniería peruana y filosofía de la interculturalidad Profesor de la UNI (y rector 1984-89) y otras instituciones académicas en Perú, Budapest, Brasil y Túnez. Autor de 26 libros, 70 colaboraciones en obras colectivas y 150 artículos en revistas. Actualmente dirige el Centro de Historia UNI y es profesor de postgrado en la Universidad Nacional de Ingeniería. Participa activamente en el debate intelectual peruano desde la sociología de la literatura, el marxismo lukacsiano, las perspectivas postmodernas y la filosofía de la interculturalidad. En su libro "Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna" propone, como horizonte utópico de la actualidad, la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades que enriquecen a la sociedad peruana. Contacto: jilopezsoria@gmail.com

7 ago 2017

Para pensar los retos de la universidad

José Ignacio López Soria
            Publicado en: Reflexión. Ciencias, humanidades, artes. Lima, 5(2), p. 48-51, jun. 2017.
En un escrito reciente (López Soria 2016) he sostenido que los estudios de diagnóstico y propuesta sobre la educación superior y, especialmente, sobre las universidades de las últimas décadas en Latinoamérica –y el Perú no es la excepción- se han hecho, por lo general, desde una perspectiva preferentemente funcionalista. Lo que interesa es conocer con la mayor precisión posible si la educación superior es o no funcional al sistema imperante y, así, poder determinar en qué debe cambiar para que lo sea de manera eficiente y eficaz. Sabemos que el sistema dominante es aquel cuya racionalidad depende en lo esencial del mercado ya globalizado o en proceso de globalización, una racionalidad que asigna al Estado las funciones de facilitar las inversiones, cuidar la seguridad y curar las patologías (sociales, ecológicas …) que generan esas inversiones. Se trata, como ha señalado Zygmunt Bauman (2008) en más de un escrito, de un sistema de poderes globales y de gestiones políticas locales. Para que hagamos bien la tarea, se nos ofrecen como modelos a seguir aquellos países que, por su funcionalidad con respecto al sistema, han conseguido progresar dentro de él según mediciones acordes con las variables del patrón vigente del poder. Como sabemos, la educación superior y, particularmente, las universidades no escapan a esta dinámica. También ellas son medidas con la vara de la funcionalidad en rankings internacionales en los que las instituciones se esfuerzan por mejorar su performance.

Ante este panorama general, que nos ha puesto a todos en el camino de la competencia, de la lucha con el otro para escalar antes que él, conviene tener muy presente que la universidad tiene dos dimensiones con respecto a la vida social: la dimensión instituida y la dimensión instituyente de lo social.

Por su dimensión instituida, a la universidad se le atribuyen funciones –formar profesionales con competencias específicas, desarrollar investigaciones, transferir conocimientos, etc.- que responden a las necesidades y expectativas de los individuos y de la sociedad en el marco de lo establecido. Si cumple adecuadamente estas funciones, la universidad contribuye al mejoramiento del sistema, lo cual no es poco ni fácil y, además, es deseable. Para que ello ocurra se crean órganos de vigilancia y control de carácter estatal o paraestatal que se encargan de que las instituciones universitarias desempeñen sus funciones con la calidad y pertinencia que les corresponden y no se conviertan en fábricas de producción de profesionales sin calidad ni en empresas orientadas principalmente a la producción de beneficios económicos a sus promotores. En nuestro caso, de todo esto debe encargarse la Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria (Sunedu), cuya composición y cuyas funciones son objeto de una controversia promovida principalmente por los promotores de universidades y agrupaciones políticas que se resisten al control de la calidad y que no toleran que sus beneficios económicos sean transparentes. El recurso a la “autonomía universitaria”, por parte de estos sectores, no es sino una argucia para que prosperen sus intereses. Sea pública o privada, por su dimensión instituida la universidad es un servicio público y, por tanto, la sociedad y los usuarios tienen el derecho de asegurarse de la calidad y pertinencia de los servicios que ofrece.

Por su dimensión instituyente, la universidad, como en general la educación superior, puede contribuir a la transformación de la sociedad, es decir, a la gestación de la sociedad en una dirección que no necesariamente coincide con la estructura vigente. Se acentúa esta dimensión en momentos de reformas profundas, cuando, por ejemplo, la universidad contribuye a debilitar los antiguos “marcadores de certezas” e “imaginarios sociales” y los sustituye por otros, cuando aporta –con las herramientas propias de la educación superior- a la transformación de las relaciones de producción, cuando empeña sus capacidades en que en una sociedad de exportación primaria se vaya generando un sector industrial interno, etc. En nuestro caso, por ejemplo, es indudable que el movimiento de reforma universitaria de 1918 en adelante, que abrió las aulas a las nuevas capas medias urbanas e hizo que la universidad se ocupase de problemas nacionales antes ausentes de ella, contribuyó muy significativamente al desmoronamiento de la República Aristocrática y del modelo de sociedad que ella mantenía. En la actualidad, por su dimensión instituyente de sociedad, la universidad debería tomarse en serio el principio diversidad para reconciliarse con la riqueza cultural, étnica, lingüística, biológica, territorial, etc. que nos caracteriza, sin descuidar, por cierto, los retos que nos vienen del pasado (equidad, justicia, redistribución, etc.) y los que nos plantea la condición contemporánea (sociedad del conocimiento, educación a lo largo de la vida, generalización de la educación superior, sostenibilidad planetaria, etc.).

Es importante considerar que estas dos dimensiones no tienen por qué ser contradictorias. Deberían ser complementarias, pero con una complementariedad agónica, lo que quiere decir que deben mirarse la una a la otra como adversaria con la que hay que convivir peleando y no como enemiga a la que hay que eliminar. Cuando se consigue que estas dos dimensiones convivan conflictivamente (con una conflictividad agónica y no antagónica), la dimensión instituida no lleva a una funcionalismo servil, ni la dimensión instituyente termina en un utopismo inmovilizador. La universidad como creadora y transmisora de conocimientos y como formadora de profesionales con las competencias necesarias para que funcione y mejore el sistema sigue siendo una necesidad ineludible, pero sigue también siendo un clamor igualmente ineludible que la universidad contribuya, con los medios que le son propios, a la construcción de una sociedad justa, equitativa y reconocedora de la diversidad poblacional, biológica y territorial que la constituye.

Termino con un par de anotaciones que, por cierto, exigirían un mayor desarrollo: el primero, sobre la educación a lo largo de la vida, y el segundo, sobre la modernidad líquida.

Los organismos internacionales vienen insistiendo, desde hace varios lustros, en lo que llaman la educación a lo largo de la vida. Convertida ya en un derecho, la educación debe entenderse como un proceso articulado que, en realidad, nunca termina. No se trata, por tanto, de compartimentos estancos que no se hablan entre sí, sino de etapas de cuya articulación depende en gran medida el fruto individual y social que se obtiene. De nuestra educación universitaria podemos decir que ha vivido de espaldas no solo a la educación básica sino a los otros niveles y modalidades de la educación superior, y, además, solo en los últimos años se viene ocupando del perfeccionamiento de los ya licenciados y graduados. La articulación con la educación en general y, particularmente, con las demás modalidades de educación superior y la atención a los ya egresados –vía postgrados, cursos de perfeccionamiento, formación de reconversión de competencias, etc.- son tareas que la universidad de hoy no debería descuidar.

Finalmente, si la universidad, al transformarse de medieval en moderna, desempeñó un papel fundamental en el diseño y construcción del proyecto de la modernidad, no es menor la responsabilidad que hoy le incumbe. En la actualidad, los “marcadores de certeza” de que nos proveyó la modernidad se nos están debilitando, los discursos metanarrativos legitimadores del proyecto moderno pierden su contundencia, los poderes fácticos se globalizan mientras la gestión política sigue estando territorializada, la normatividad supuestamente racional que caracterizó a la modernidad se está perdiendo en un mundo desregulado y con la menor presencia posible del Estado como ente regulador, la sociedad “panóptico” que pretendió construir la modernidad,haciendo que todos fuésemos visibles para el poder, se está convirtiendo en la actual sociedad “sinóptico” –en la que todos  vemos las mismas marionetas que el poder nos pone ante los ojos-, es decir, en palabras del recientemente fallecido antropólogo y filósofo Zygmunt Bauman (2003), estamos pasando de una modernidad sólida a una “modernidad líquida”, fluida, sin formas estables y sin entidades legitimadas para emitir normas. Cabe, por tanto, preguntarse si cuando pensamos la universidad y le atribuimos dimensiones lo hacemos desde la perspectiva de la modernidad sólida o de la modernidad líquida. Yo diría que esta problemática o está ausente o solo débilmente presente en el mundo universitario, a pesar de las enormes consecuencias que el fortalecimiento –si ocurre- de la tendencia hacia la “modernidad líquida” traerá para las universidades en términos de competencias para el empleo, disminución inconmensurable de puestos de trabajo, movilidad territorial, transdisciplinariedad (y no solo multidisciplinariedad), globalización de los procesos formativos y de investigación, virtualización de la enseñanza, etc.  Bien harían las universidades en pensar este proceso y en identificar los retos que él plantea al quehacer universitario.

Bibliografía
Bauman, Zygmunt (2003). Modernidad líquida. México: FCE.
Bauman, Zygmunt (2008). Globalización, consecuencias humanas. Buenos Aires: FCE.

López Soria, José Ignacio (2016). En: Martín Bris, Mario (coord.). Internacionalización de la educación superior en Iberoamérica: miradas y perspectivas (p. 19-20). Alcalá de Henares: Universidad de Alcalá.

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