José Ignacio López Soria
Introducción
En el mundo occidental, las actuales reflexiones sobre diálogo e interculturalidad se nutren, por cierto, del pensamiento que nos viene de nuestra propia tradición filosófica, especialmente de la hermenéutica. Pero no es la filosofía la que ha puesto en agenda hoy la necesidad de pensar en perspectiva intercultural y dialógica, sino la realidad misma. Es, pues, la actualidad, como veremos enseguida, la que nos convoca a pensar la diferencia y a explorar las potencialidades del diálogo para una convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades. Al prestar oído atento a esa convocatoria, la filosofía piensa lo que más merece que pensemos, porque lo que más merece que pensemos es aquello que nos constituye en lo que somos y nos permite asomarnos a lo que podríamos y deberíamos ser.
Quienes somos hechura de la tradición occidental nos sabemos herederos de formas de convivencia atravesadas y generadoras de conflictos y acostumbradas a gestionar la conflictividad echando mano, como herramienta privilegiada, de diversos tipos de violencia: desde la violencia epistémica, axiológica, religiosa y simbólica, hasta la violencia lingüística, psíquica, territorial y física.
Pero ya el mero hecho de que nos propongamos, como ocurre en este coloquio, generar colectivamente una reflexión sobre la convivencia en perspectiva intercultural y dialógica, además de procesar buenas prácticas e imaginar estrategias para llevarla a cabo, es de suyo una muestra de que no nos reconciliamos con esa tradición y de que nos ponemos en el camino del pensamiento dejándonos convocar por el llamado a una convivencia digna entre diversidades.
Para alimentar el debate que vamos a sostener aquí, trataré, en primer lugar, de situarme en la actualidad para reflexionar luego sobre el diálogo intercultural y proponer, finalmente, algunas ideas para pensar la convivencia enriquecedora y gozosa de diversidades.
Situarse en la actualidad
Al hablar de la actualidad no podemos soslayar que ella es fruto de un patrón civilizacional que nos viene de antiguo y cuyas características más significativas nos son de sobra conocidas. Me referiré aquí a ellas concisamente, sin la pretensión de agotarlas ni de ordenarlas jerárquicamente, y a sabiendas de que entre esas características hay una relación de copertenencia.
Comenzaré por las más visibles: la construcción y el sostenimiento de la centralidad de la Europa occidental y su actual expresión americana; el control y articulación de las diversas formas del trabajo y la apropiación y distribución de sus productos; la invención y aplicación de códigos raciales y étnicos como instrumentos para atribuir identidad y clasificar a individuos y pueblos; y la sobreexplotación de la naturaleza y sus recursos.
Para nuestro propósito, pensar la interculturalidad en perspectiva dialógica, interesa especialmente caer en la cuenta de que ese mismo patrón civilizacional se caracteriza, además, por: un logocentrismo que cosifica toda otra realidad convirtiéndola en objeto de conocimiento o de deseo; un monologismo que resulta de la importancia excesiva prestada al sujeto individual; una atribución de validez universal a sus propios y particulares valores, nociones de verdad, bien y belleza, epistemes, mundos simbólicos, creencias, formas de legitimación del saber y del poder, subsistemas sociales y hasta sus peculiares maneras de construir sujetos e identidades.
Para articular coherente y consistentemente estos y otros elementos y hacerlos convergentes, el mundo occidental elabora discursos metanarrativos o englobantes: míticos inicialmente, metafísico-teológicos después, científico-técnicos en la era de la modernidad, y de desembozada racionalidad instrumental en la actualidad globalizada. Esos discursos entienden la historia como un proceso unilineal, periodizado, eurocentrado, omnicomprensivo y teleológico. En el camino se fue quedando debilitada, si no inoperante, la propuesta ilustrada y potencialmente emancipatoria de construir un mundo en el que la razón, la justicia, la libertad, la equidad y la fraternidad fuesen los medios privilegiados para gestionar acordadamente la convivencia humana y la relación con la naturaleza. El telos o fin que el mencionado patrón civilizacional termina proponiendo e imponiendo es eso a lo que hoy llamamos globalización: un conjunto de procesos –productivos y comerciales, pero también políticos y normativos, además de epistémicos, axiológicos y simbólicos- que nos llevan a todos, primero, a tener el globo como geografía obligada de referencia para ubicar toda acción humana; segundo, a asumir de la cosmovisión occidental el lugar y el papel que ella nos ha asignado e incluso la subjetividad y la identidad que nos ha atribuido; y, finalmente pero no en último lugar, a aceptar como guía del pensamiento y de la acción la racionalidad instrumental de la que la globalización es hechura y portadora. Ya el mero asomo de esta posibilidad llevó, hace años, a los profetas del sistema a anunciar con bombos y platillos el fin de la historia y la aparición definitiva de la última manera de ser hombre.
Lo que de este patrón civilizacional se deriva lo conocemos y padecemos a diario: la creación de periferias, primero a través de la colonización desembozada y luego a través de maneras más sofisticadas de subordinación; el desinterés por procesar la experiencia acumulada de trabajo de los diversos pueblos; la desigual apropiación de los frutos del trabajo y sus secuelas de explotación y pobreza; la racialización de las identidades y relaciones sociales; la puesta en riesgo de la habitabilidad del planeta; la subestimación de las dimensiones no raciones de la posibilidad humana; la reducción del diálogo a la condición de monólogos compartidos para imponer consensos; la desvaloración de la potencialidad del reconocimiento en la construcción de la subjetividad; la particularización de todo valor, pensamiento, expresión simbólica, creencia, forma de vida y atribución de identidad de personas y pueblos no occidentales; la colocación de las historias de los otros pueblos en el marco de la llamada historia universal, la historia de Occidente, y, consiguientemente, la consideración de los momentos de las primeras como etapas previas de la segunda; la subestima de saberes, racionalidades y discursos alternativos y de formas diversas de pensar y construir la convivencia y la relación con la naturaleza y lo sagrado; la deslegitimación de procedimientos diferentes para construir la subjetividad y la identidad; etc.
Pero la actualidad no se agota en los aspectos crepusculares de los que acabamos de dar cuenta. Asoman también en esta compleja realidad otros signos portadores de esperanza y anunciadores de nuevas primaveras.
En la propia geografía occidental, poblada hoy por múltiples y heterogéneas voces, no son pocos los que exigen un trato responsable con la naturaleza ni los que invitan a una escucha atenta del otro como condición necesaria para gestionar cuerdamente la convivencia. La equidad de género, por otra parte, está en la agenda social, cultural y política desde hace ya varias décadas. No faltan, por otra parte, quienes incluso invitan a saber ver la presencia de lo sagrado en las huellas de su ausencia. Y lo que es para el propósito de este coloquio mucho más importante: buena parte de la filosofía occidental de la actualidad pone sus miras en el vaciamiento de la autoatribuida universalidad para asumirse como un pensar particular que ve en el diálogo con otras cosmovisiones particulares una fuente de enriquecimiento. Nada de esto puede hacer el pensamiento occidental sin practicar una operación de búsqueda y deshacimiento de la violencia implícita en sus objetivaciones filosóficas, teológicas y científicas. El resultado de ese deshacimiento, que a la filosofía le viene desde Nietzsche y de la tradición hermenéutica, es el debilitamiento de las categorías básicas de la metafísica, la teología y la ciencia, y, consiguientemente, una desconfianza generalizada con respecto a los grandes relatos de la salvación, del humanismo y de la historia universal. Me he atrevido a resumir este talante del actual pensamiento occidental en una idea: “todos los hombres estamos igualmente lejos de Dios”, es decir, ningún hombre ni ninguna cultura están autorizados a hablar en nombre de una humanidad.
Final y principalmente, situarse en la actualidad es tomar conciencia de la presencia de otras voces, las voces de aquellos espacios, personas y colectivos sociales y culturales que fueron violentamente subalternizados, pero no silenciados, por los afanes colonizadores de ayer, que desembocan en la globalización coercitiva de hoy. Empoderados con el procesamiento de su ya larga historia de resistencia práctica, discursiva y simbólica a la subalternización, esos colectivos socio-culturales han tomado la palabra en sus propias lenguas para, por un lado, poner en la agenda pública local y global sus legítimas demandas de respeto a sus pertenencias territoriales, lingüísticas, axiológicas, normativas, organizativas y simbólicas. Por otro lado, esas mismas voces son portadoras de discursos contrahegemónicos, pero también de epistemes, ideas regulativas, mundos simbólicos, formas de vida y de construcción de subjetividad, experiencia acumulada de trabajo, relación con la naturaleza y con lo sagrado, etc., todo lo cual enriquece la heredad humana y, tomado en serio, nos convoca a nosotros, los occidentales, a curarnos de la enfermedad de universalismo que nos aqueja desde antiguo.
Como consecuencia del conjunto de elementos a los que acabo de referirme, la actualidad está hecha -a pesar del control ejercido por el patrón predominante del poder- de una complejidad en la que se entrecruzan signos crepusculares y aurorales en ámbitos cada vez más multiculturales, interculturales y poliaxiológicos, poblados de temporalidades, espacialidades y lenguajes heterogéneos. Tengo para mí que no es ya políticamente posible ni admisible éticamente gestionar esa complejidad con las herramientas teóricas y prácticas, portadoras de violencia, heredadas de la tradición de la modernidad occidental. En la búsqueda de otros horizontes, el principio interculturalidad, que no puede ser sino dialógico, se nos presenta como una posibilidad para explorar e imaginar formas de gestión de la convivencia que no sólo toleren la diversidad sino que hagan de ella una fuente de enriquecimiento y de gozo.
El diálogo intercultural
Reflexionando sobre hermenéutica, diálogo e interculturalidad, he sostenido en un escrito anterior que estos conceptos y prácticas discursivas tuvieron, desde antiguo, un aire de familia, y están hoy convocados a mantener entre sí una relación de co-pertenencia que haga posible que cada uno de ellos despliegue su significación plena y apunte a un horizonte abierto a la utopía.
Refiriéndome ahora solo a la relación entre diálogo e interculturalidad, añadiré que el hecho de que haya entre estos conceptos y entre sus respectivos horizontes de significación una relación de copertenencia no significa, sin embargo, que la escucha atenta del otro, en lo que consiste el diálogo, y la convivencia digna de lo diverso, a lo que llamamos interculturalidad, se confundan entre sí. Cada uno de ellos tiene su propia historia, y es justamente la diversidad de historias y procedencias lo que enriquece el encuentro, ensanchando y profundizando el horizonte de significación y haciendo de ese encuentro, creo yo, uno de los eventos de mayor significación histórico-filosófica de nuestro tiempo.
El diálogo, desde el socrático-platónico hasta el que se practica en la sociedad moderna, se inscribe en una tradición retórica que busca convencer racionalmente al otro de la validez de los propios argumentos, para llegar a acuerdos y construir consensos en contextos libres de violencia. La interculturalidad, por su parte, está ligada a una historia de búsqueda empeñosa de mediaciones para gestionar acordadamente la convivencia en ámbitos multiculturales y poliaxiológicos, especialmente en aquellos poblados por demandas diferenciadas educativas, lingüísticas, jurídicas, políticas y territoriales por parte de los grupos sociales y culturales tradicionalmente racializados y subalternizados.
Cabe preguntarse ¿de qué manera el aire de familia entre diálogo e interculturalidad, está mutando hoy en co-pertenencia?; y, ¿en qué medida esa co-pertenencia es constitutiva de nuestra realidad, pero remite ya a un horizonte utópico?
Originados en entornos atravesados todavía por la violencia filosófica, teológica y científica, el diálogo y la interculturalidad se piensan inicialmente dentro del ámbito de la consideración del ser como estructura estable, del pensamiento como fundamentación, de la verdad como representación de validez universal, y del hombre como subjetividad individual. Por eso, inicialmente el diálogo consiste en atenerse a la argumentación racional en la comunicación entre sujetos, y la interculturalidad es entendida, en el ámbito de la tolerancia, como un expediente para gestionar conflictos entre diversidades.
Estas maneras de hacer la experiencia del diálogo y la interculturalidad se corresponden con los horizontes de significación propios de la mencionada violencia de la tradición occidental. Pero el diálogo y la interculturalidad, para convertirse en instrumentos relevantes para los racializados y subalternizados, necesitan rebasar esa tradición. En la atribución de primacía al lenguaje, tanto por parte de diálogo como de la interculturalidad, veo yo el anuncio del rebasamiento de la mencionada tradición y de la construcción de la copertenencia entre diálogo e interculturalidad.
El rebasamiento y la copertenencia se van haciendo posibles en la medida en que se va tomando conciencia del carácter histórico, y por tanto particular, de todo horizonte de enunciación de verdades y valores, de provisión de sentido y de construcción de identidad, disolviéndose así las rigideces del ser en la flexibilidad de los lenguajes. A ello se añade que el diálogo fue enriqueciendo su primigenia condición de medio discursivo para la persuasión racional y el establecimiento de consensos, al convertirse en habla que los participantes hablamos y por la que somos hablados y constituidos, es decir provistos de identidad a la través de la práctica del reconocimiento. La interculturalidad, por su parte, deja de ser vista como la versión actual de la moderna tolerancia para la solución de conflictos interculturales y comienza a entenderse como lenguaje de una convivencia ya no solo digna sino enriquecedora y gozosa de las diversidades.
El encuentro en el lenguaje es, pues, lo que hace que el diálogo y la interculturalidad se co-pertenezcan, es decir que no pueda ya definirse ninguno de estos conceptos y prácticas discursivas sino por referencia al otro. Esta mutua referencia los resignifica, enriqueciendo sus significaciones primigenias. Hoy el diálogo se realiza en plenitud, es decir lleva al límite sus propias potencialidades, ya no en espacios intraculturales sino interculturales, porque es en este último espacio en donde el diálogo se abre al reconocimiento del otro no como imagen proyectada de lo que uno mismo no es sino como un alter ego por el que uno mismo se siente hablado. Y la interculturalidad no puede llevar a cabo la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de lo diverso sino haciendo del diálogo, en el sentido que acabamos de entenderlo, la mediación por excelencia entre diversidades.
Para llegar a esa plenitud, tanto el diálogo como la interculturalidad tienen que autosometerse a una operación de vaciamiento o debilitamiento de los caracteres duros de que eran portadores por haber nacido en el ámbito de la violencia, propio de la tradición occidental. Y en la medida en la que pierden esos caracteres, sin olvidar la historia de esa pérdida, la co-pertenencia es ya de suyo, especialmente para el mundo occidental, el anuncio de una liberación.
Establecida la copertenencia entre diálogo e interculturalidad, detengámonos unos instantes para pensar el diálogo intercultural o la interculturalidad dialógica.
Comienzo recordando que el leguaje –y me refiero aquí exclusivamente al lenguaje en cuanto habla- es un conjunto de símbolos que no sólo nos permiten transmitir a otro o recibir de otro información, expresiones, órdenes o interrogaciones, sino una heredad cargada de historia, un legado que recibimos de nuestros antepasados a través del cual hacemos la experiencia del mundo y de lo sagrado, nos autopercibimos como pertenecientes a un comunidad histórico-lingüística, construimos nuestra subjetividad y atribuimos identidad a aquellos con quienes o de quienes hablamos. El lenguajes es, pues, algo que hablamos y por lo que somos hablados. Probablemente lo más importante del lenguaje es que en su ámbito construimos nuestra propia identidad escuchando atentamente los mensajes que nos vienen de nuestros antepasados y desarrollando acciones comunicativas con nuestros coetáneos. Con unos y otros formamos una comunidad que nos es esencial para constituirnos en persona. De ahí, la enorme importancia del reconocimiento de los otros significativos, inicialmente de los padres y luego de otras personas, para el despliegue pleno de la posibilidad humana.
Cuando salimos a la relación con el otro con una perspectiva monológica despojamos a ese otro, especialmente si pertenece a una comunidad histórica diversa a la nuestra, de sus propias pertenencias para atribuirle una identidad por negación de lo que nosotros somos. Si somos cristianos le llamamos gentil, si nos consideramos “civilizados” le llamamos bárbaro, si nos creemos ubicados en el peldaño más alto de una historia que nosotros mismos hemos construido le llamamos primitivo, si somos invasores y colonizadores le llamamos indígena y no invadido ni colonizado porque estos términos nos ponen ante los ojos nuestra condición de agresores. No tuvimos, sin embargo, dificultad en llamar a otros esclavos, aunque sí nos cuidamos de ser reconocidos como amos pero no como esclavistas. Si, por otra parte, despojamos al otro de su lengua y sus creencias y le obligamos a apropiarse de las nuestras, terminará él o ella asumiendo como su propia manera de ser persona la subalternidad que le hemos atribuido a través del habla y de las prácticas sociales.
Muy otra es la situación cuando es el diálogo el que media la relación entre las personas, sean éstas de la misma cultura o de culturas diferentes. Sabemos que el diálogo intracultural es más fácil, especialmente cuando se reduce, en la vieja línea de la tolerancia, a una retórica para el convencimiento y la construcción de consensos imprescindibles para la convivencia. La facilidad viene por el hecho de compartir horizontes de sentido y códigos lingüísticos, axiológicos, simbólicos, etc. La dificultad comienza cuando no se trata ya sólo de tolerar la diferencia, especialmente de opiniones, sino de valorar otras formas y nociones de vida buena y de convivir gozosamente con ellas.
Esta dificultad se acentúa cuando el diálogo es intercultural, cuando los hablantes no comparten horizontes de sentido y se saben expuestos a ser hablados por el otro. Se necesita en este caso, por un lado, reconocer y valorar la diversidad del otro y de sus pertenencias culturales, lo cual ciertamente no es poco; pero se necesita, además, estar dispuesto a ser hablado por el otro prestando oído atento a la imagen que de mí mismo y de la relación entre ambos el otro se ha formado. Creo que solamente entonces, cuando se juntan reconocimiento y valoración mutuas y disposición (apertura) de los hablantes a ser hablados por el otro, el diálogo es de veras intercultural, y entonces es renuncia a toda forma de violencia, posibilidad de apropiación de la riqueza humana portada por el otro y fuente insospechada de gozo. En el ámbito de ese diálogo intercultural lo que interesa es más que la tolerancia, más que la construcción de consensos, más que el arribo a verdades o a nociones de vida buena compartidas, porque la tolerancia muta en reconocimiento y valoración del otro, la convivencia se lleva bien con el disenso, la verdad no se restringe a la adecuación a lo que es sino que se abre al ser, las diversas nociones de vida buena se enriquecen en cuanto que se vuelven relevantes para otros, y la subjetividad y la identidad se construye intersubjetivamente en juegos de lenguaje libres de violencia que dialogan electivamente con sus propias tradiciones pero están siempre abiertos a la riqueza humana.
Convivencia de diversidades
Para quienes no están, como diría el escritor peruano José María Arguedas, engrilletados por el egoísmo, la convivencia de diversidades se manifiesta como el horizonte utópico del diálogo intercultural. Pero por horizonte utópico entiendo aquí no un estado final imaginado al que el presente quede sometido, sino una manera de caminar y de hacer la experiencia de la convivencia. Por eso he utilizado frecuentemente el término “ya”, referido al “ahora”, como una invitación a ver en la actualidad signos aurorales que nos convocan a todos a pensar la convivencia en perspectiva intercultural, escapando de la “jaula de hierro” en la que los discursos y prácticas hegemónicas tratan de mantenernos encerrados.
Esto es particularmente importante en el caso de nuestra América Latina, una geografía habitada por diversidades que no solo han sabido desarrollar estrategias de sobrevivencia y de resistencia a la subalternización sino que, además, están empeñadas en procesar su propia experiencia histórica y tomar desde ella la palabra para dar forma discursiva y práctica a sus demandas ancestrales y para poner su riqueza cultural acumulada en el ámbito del diálogo intercultural.
Para que la convivencia intercultural sea posible entre nosotros es preciso, en primer lugar, explorar y desmontar los rasgos de violencia incluidos en nuestras propias tradiciones y pertenencias culturales; necesitamos, en segundo lugar, un ejercicio responsable de la ciudadanía llevando al extremo las potencialidades de la democracia para el despliegue pleno de la posibilidad humana; y se requiere, finalmente, que nos tomemos en serio la diversidad étnica, lingüística, territorial y cultural que nos caracteriza, asumiéndola como fuente de enriquecimiento y de gozo.
Las formas más crudas de violencia –colonización, extirpación de idolatrías, explotación, periferización, racialización y pauperización de los subalternizados- son tan evidentes que no es necesario explorarlas. Pero, además de estas formas, hay otras más sutiles como la violencia epistémica, religiosa, lingüística, axiológica, normativa, simbólica y aquellas otras relacionadas con la construcción de la subjetividad y la atribución de identidades. Llamo más sutiles a estas últimas porque, a diferencia de las primeras, que se atienen desembozadamente a la racionalidad instrumental, las segundas se presentan frecuentemente como expresiones de creencias portadoras de salvación y de racionalidades promotoras de progreso y emancipación. En el proceso de desmontaje de todas estas formas de violencia desempeñan, sin duda, un papel fundamental los movimientos contrahegemónicos de los colectivos sociales subalternizados, que se alimentan de una variada historia de resistencia a la subalternización. Pero no menos importante para ello es la construcción de espacios de diálogo intercultural porque es en esos espacios en donde, por una parte, nos sentimos convocados a desocultar nuestras formas más sutiles de violencia por la interpelación que supone el ser hablado por el otro, y, por otra parte, en el diálogo intercultural se manifiestan más claramente la voluntad de entendimiento entre diversos y el conjunto de valores que cada colectivo puedo aportar a la heredad humana.
El ejercicio responsable de la ciudadanía en contextos multi e interculturales consigue explotar todas las potencialidades de la democracia cuando hace que ésta se atenga a una política de reconocimiento de los derechos colectivos, además de los individuales. Fundada en principios como el carácter intersubjetivo de la subjetividad, la importancia del reconocimiento para la construcción de la identidad, la necesidad de entornos culturales para el despliegue pleno de la posibilidad humana, la imprescindibilidad de la propia habla para hacer cabalmente la experiencia del mundo y de la verdad, la valoridad para uno mismo y la capacidad de relevancia para otros de las expresiones culturales de los diversos pueblos, la importancia del propio territorio para “encasar” el espacio y hacerlo un mundo habitable y no un “mundo al revés”, como dijera el cronista Huamán Poma, o un “mundo ancho y ajeno”, como anota el novelista Ciro Alegría, etc., fundada, reitero, en estos y semejantes principios, la política del reconocimiento tendría que garantizar los derechos primordiales a la propia lengua y al territorio, además del derecho a la propia cultura en el sentido amplio, a las creencias y formas de relación con lo inesperado, a la sabiduría acumulada y a las racionalidades alternativas, para llegar incluso a reconocer como valiosas diversas formas de gestión de la convivencia. Todo ello, lo sabemos de sobra, plantea retos de no fácil abordaje a la forma tradicional de organizar y gestionar la convivencia a través de los estados-nación.
Finalmente, tomarse en serio la diversidad que nos define como colectividades es incluso más que respetar e institucionalizar derechos étnicos, lingüísticos, territoriales y culturales, aunque esto ciertamente no es poco. Se trata, además, de cuidar y cultivar con esmero la diferencia porque se la asume como posibilidad de enriquecimiento mutuo y de dinamización individual y social, como tierra fértil para la diversificación de la heredad humana, en fin, como fuente de gozo. Pero esta ponderación de la diferencia no debe llevar a desconocer que la convivencia de diversidades está siempre expuesta al conflicto; por tanto, función fundamental del diálogo intercultural es pensar estrategias para gestionar acordadamente la conflictividad. Por otra parte, no se piense que cuidar y cultivar la diferencia equivalga a sacralizarla. Lo entienden así quienes, por razones mil, se encierran en la diferencia y la convierten en justificación de totalitarismos, relativismos y fundamentalismos que atentan contra la convivencia. La diferencia se realiza en plenitud cuando se abre a la convivencia, así como la convivencia se reduce a la pobre condición de univivencia cuando prescinde de la diferencia.
En cultivar diferencias abiertas a la convivencia y construir convivencias cuidadoras de diferencias está, pienso yo, la utopía de nuestro tiempo.
Este texto, con algunas modificaciones, fue
presentado como ponencia en: Jornada de reflexión generativa “La
interculturalidad en un enfoque dialógico”. Antigua Guatemala, 19-21 mayo 2010.
Publicado en: Revista paraguaya de educación. Asunción: MEC/OEI/Santillana, n° 1,
setiembre 2010, p. 77-88. Y en: Rodríguez Rea, Miguel Angel y Nelson Osorio
Tejada. La filosofía como repensar y
replantear la tradición. (Libro de homenaje a David Sobrevilla). Lima:
URP/Editorial Universitaria, 2012, p. 115-126.
A David Sobrevilla,
con
afecto y admiración por su obra.
Introducción
En el mundo occidental, las actuales reflexiones sobre diálogo e interculturalidad se nutren, por cierto, del pensamiento que nos viene de nuestra propia tradición filosófica, especialmente de la hermenéutica. Pero no es la filosofía la que ha puesto en agenda hoy la necesidad de pensar en perspectiva intercultural y dialógica, sino la realidad misma. Es, pues, la actualidad, como veremos enseguida, la que nos convoca a pensar la diferencia y a explorar las potencialidades del diálogo para una convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades. Al prestar oído atento a esa convocatoria, la filosofía piensa lo que más merece que pensemos, porque lo que más merece que pensemos es aquello que nos constituye en lo que somos y nos permite asomarnos a lo que podríamos y deberíamos ser.
Quienes somos hechura de la tradición occidental nos sabemos herederos de formas de convivencia atravesadas y generadoras de conflictos y acostumbradas a gestionar la conflictividad echando mano, como herramienta privilegiada, de diversos tipos de violencia: desde la violencia epistémica, axiológica, religiosa y simbólica, hasta la violencia lingüística, psíquica, territorial y física.
Pero ya el mero hecho de que nos propongamos, como ocurre en este coloquio, generar colectivamente una reflexión sobre la convivencia en perspectiva intercultural y dialógica, además de procesar buenas prácticas e imaginar estrategias para llevarla a cabo, es de suyo una muestra de que no nos reconciliamos con esa tradición y de que nos ponemos en el camino del pensamiento dejándonos convocar por el llamado a una convivencia digna entre diversidades.
Para alimentar el debate que vamos a sostener aquí, trataré, en primer lugar, de situarme en la actualidad para reflexionar luego sobre el diálogo intercultural y proponer, finalmente, algunas ideas para pensar la convivencia enriquecedora y gozosa de diversidades.
Situarse en la actualidad
Al hablar de la actualidad no podemos soslayar que ella es fruto de un patrón civilizacional que nos viene de antiguo y cuyas características más significativas nos son de sobra conocidas. Me referiré aquí a ellas concisamente, sin la pretensión de agotarlas ni de ordenarlas jerárquicamente, y a sabiendas de que entre esas características hay una relación de copertenencia.
Comenzaré por las más visibles: la construcción y el sostenimiento de la centralidad de la Europa occidental y su actual expresión americana; el control y articulación de las diversas formas del trabajo y la apropiación y distribución de sus productos; la invención y aplicación de códigos raciales y étnicos como instrumentos para atribuir identidad y clasificar a individuos y pueblos; y la sobreexplotación de la naturaleza y sus recursos.
Para nuestro propósito, pensar la interculturalidad en perspectiva dialógica, interesa especialmente caer en la cuenta de que ese mismo patrón civilizacional se caracteriza, además, por: un logocentrismo que cosifica toda otra realidad convirtiéndola en objeto de conocimiento o de deseo; un monologismo que resulta de la importancia excesiva prestada al sujeto individual; una atribución de validez universal a sus propios y particulares valores, nociones de verdad, bien y belleza, epistemes, mundos simbólicos, creencias, formas de legitimación del saber y del poder, subsistemas sociales y hasta sus peculiares maneras de construir sujetos e identidades.
Para articular coherente y consistentemente estos y otros elementos y hacerlos convergentes, el mundo occidental elabora discursos metanarrativos o englobantes: míticos inicialmente, metafísico-teológicos después, científico-técnicos en la era de la modernidad, y de desembozada racionalidad instrumental en la actualidad globalizada. Esos discursos entienden la historia como un proceso unilineal, periodizado, eurocentrado, omnicomprensivo y teleológico. En el camino se fue quedando debilitada, si no inoperante, la propuesta ilustrada y potencialmente emancipatoria de construir un mundo en el que la razón, la justicia, la libertad, la equidad y la fraternidad fuesen los medios privilegiados para gestionar acordadamente la convivencia humana y la relación con la naturaleza. El telos o fin que el mencionado patrón civilizacional termina proponiendo e imponiendo es eso a lo que hoy llamamos globalización: un conjunto de procesos –productivos y comerciales, pero también políticos y normativos, además de epistémicos, axiológicos y simbólicos- que nos llevan a todos, primero, a tener el globo como geografía obligada de referencia para ubicar toda acción humana; segundo, a asumir de la cosmovisión occidental el lugar y el papel que ella nos ha asignado e incluso la subjetividad y la identidad que nos ha atribuido; y, finalmente pero no en último lugar, a aceptar como guía del pensamiento y de la acción la racionalidad instrumental de la que la globalización es hechura y portadora. Ya el mero asomo de esta posibilidad llevó, hace años, a los profetas del sistema a anunciar con bombos y platillos el fin de la historia y la aparición definitiva de la última manera de ser hombre.
Lo que de este patrón civilizacional se deriva lo conocemos y padecemos a diario: la creación de periferias, primero a través de la colonización desembozada y luego a través de maneras más sofisticadas de subordinación; el desinterés por procesar la experiencia acumulada de trabajo de los diversos pueblos; la desigual apropiación de los frutos del trabajo y sus secuelas de explotación y pobreza; la racialización de las identidades y relaciones sociales; la puesta en riesgo de la habitabilidad del planeta; la subestimación de las dimensiones no raciones de la posibilidad humana; la reducción del diálogo a la condición de monólogos compartidos para imponer consensos; la desvaloración de la potencialidad del reconocimiento en la construcción de la subjetividad; la particularización de todo valor, pensamiento, expresión simbólica, creencia, forma de vida y atribución de identidad de personas y pueblos no occidentales; la colocación de las historias de los otros pueblos en el marco de la llamada historia universal, la historia de Occidente, y, consiguientemente, la consideración de los momentos de las primeras como etapas previas de la segunda; la subestima de saberes, racionalidades y discursos alternativos y de formas diversas de pensar y construir la convivencia y la relación con la naturaleza y lo sagrado; la deslegitimación de procedimientos diferentes para construir la subjetividad y la identidad; etc.
Pero la actualidad no se agota en los aspectos crepusculares de los que acabamos de dar cuenta. Asoman también en esta compleja realidad otros signos portadores de esperanza y anunciadores de nuevas primaveras.
En la propia geografía occidental, poblada hoy por múltiples y heterogéneas voces, no son pocos los que exigen un trato responsable con la naturaleza ni los que invitan a una escucha atenta del otro como condición necesaria para gestionar cuerdamente la convivencia. La equidad de género, por otra parte, está en la agenda social, cultural y política desde hace ya varias décadas. No faltan, por otra parte, quienes incluso invitan a saber ver la presencia de lo sagrado en las huellas de su ausencia. Y lo que es para el propósito de este coloquio mucho más importante: buena parte de la filosofía occidental de la actualidad pone sus miras en el vaciamiento de la autoatribuida universalidad para asumirse como un pensar particular que ve en el diálogo con otras cosmovisiones particulares una fuente de enriquecimiento. Nada de esto puede hacer el pensamiento occidental sin practicar una operación de búsqueda y deshacimiento de la violencia implícita en sus objetivaciones filosóficas, teológicas y científicas. El resultado de ese deshacimiento, que a la filosofía le viene desde Nietzsche y de la tradición hermenéutica, es el debilitamiento de las categorías básicas de la metafísica, la teología y la ciencia, y, consiguientemente, una desconfianza generalizada con respecto a los grandes relatos de la salvación, del humanismo y de la historia universal. Me he atrevido a resumir este talante del actual pensamiento occidental en una idea: “todos los hombres estamos igualmente lejos de Dios”, es decir, ningún hombre ni ninguna cultura están autorizados a hablar en nombre de una humanidad.
Final y principalmente, situarse en la actualidad es tomar conciencia de la presencia de otras voces, las voces de aquellos espacios, personas y colectivos sociales y culturales que fueron violentamente subalternizados, pero no silenciados, por los afanes colonizadores de ayer, que desembocan en la globalización coercitiva de hoy. Empoderados con el procesamiento de su ya larga historia de resistencia práctica, discursiva y simbólica a la subalternización, esos colectivos socio-culturales han tomado la palabra en sus propias lenguas para, por un lado, poner en la agenda pública local y global sus legítimas demandas de respeto a sus pertenencias territoriales, lingüísticas, axiológicas, normativas, organizativas y simbólicas. Por otro lado, esas mismas voces son portadoras de discursos contrahegemónicos, pero también de epistemes, ideas regulativas, mundos simbólicos, formas de vida y de construcción de subjetividad, experiencia acumulada de trabajo, relación con la naturaleza y con lo sagrado, etc., todo lo cual enriquece la heredad humana y, tomado en serio, nos convoca a nosotros, los occidentales, a curarnos de la enfermedad de universalismo que nos aqueja desde antiguo.
Como consecuencia del conjunto de elementos a los que acabo de referirme, la actualidad está hecha -a pesar del control ejercido por el patrón predominante del poder- de una complejidad en la que se entrecruzan signos crepusculares y aurorales en ámbitos cada vez más multiculturales, interculturales y poliaxiológicos, poblados de temporalidades, espacialidades y lenguajes heterogéneos. Tengo para mí que no es ya políticamente posible ni admisible éticamente gestionar esa complejidad con las herramientas teóricas y prácticas, portadoras de violencia, heredadas de la tradición de la modernidad occidental. En la búsqueda de otros horizontes, el principio interculturalidad, que no puede ser sino dialógico, se nos presenta como una posibilidad para explorar e imaginar formas de gestión de la convivencia que no sólo toleren la diversidad sino que hagan de ella una fuente de enriquecimiento y de gozo.
El diálogo intercultural
Reflexionando sobre hermenéutica, diálogo e interculturalidad, he sostenido en un escrito anterior que estos conceptos y prácticas discursivas tuvieron, desde antiguo, un aire de familia, y están hoy convocados a mantener entre sí una relación de co-pertenencia que haga posible que cada uno de ellos despliegue su significación plena y apunte a un horizonte abierto a la utopía.
Refiriéndome ahora solo a la relación entre diálogo e interculturalidad, añadiré que el hecho de que haya entre estos conceptos y entre sus respectivos horizontes de significación una relación de copertenencia no significa, sin embargo, que la escucha atenta del otro, en lo que consiste el diálogo, y la convivencia digna de lo diverso, a lo que llamamos interculturalidad, se confundan entre sí. Cada uno de ellos tiene su propia historia, y es justamente la diversidad de historias y procedencias lo que enriquece el encuentro, ensanchando y profundizando el horizonte de significación y haciendo de ese encuentro, creo yo, uno de los eventos de mayor significación histórico-filosófica de nuestro tiempo.
El diálogo, desde el socrático-platónico hasta el que se practica en la sociedad moderna, se inscribe en una tradición retórica que busca convencer racionalmente al otro de la validez de los propios argumentos, para llegar a acuerdos y construir consensos en contextos libres de violencia. La interculturalidad, por su parte, está ligada a una historia de búsqueda empeñosa de mediaciones para gestionar acordadamente la convivencia en ámbitos multiculturales y poliaxiológicos, especialmente en aquellos poblados por demandas diferenciadas educativas, lingüísticas, jurídicas, políticas y territoriales por parte de los grupos sociales y culturales tradicionalmente racializados y subalternizados.
Cabe preguntarse ¿de qué manera el aire de familia entre diálogo e interculturalidad, está mutando hoy en co-pertenencia?; y, ¿en qué medida esa co-pertenencia es constitutiva de nuestra realidad, pero remite ya a un horizonte utópico?
Originados en entornos atravesados todavía por la violencia filosófica, teológica y científica, el diálogo y la interculturalidad se piensan inicialmente dentro del ámbito de la consideración del ser como estructura estable, del pensamiento como fundamentación, de la verdad como representación de validez universal, y del hombre como subjetividad individual. Por eso, inicialmente el diálogo consiste en atenerse a la argumentación racional en la comunicación entre sujetos, y la interculturalidad es entendida, en el ámbito de la tolerancia, como un expediente para gestionar conflictos entre diversidades.
Estas maneras de hacer la experiencia del diálogo y la interculturalidad se corresponden con los horizontes de significación propios de la mencionada violencia de la tradición occidental. Pero el diálogo y la interculturalidad, para convertirse en instrumentos relevantes para los racializados y subalternizados, necesitan rebasar esa tradición. En la atribución de primacía al lenguaje, tanto por parte de diálogo como de la interculturalidad, veo yo el anuncio del rebasamiento de la mencionada tradición y de la construcción de la copertenencia entre diálogo e interculturalidad.
El rebasamiento y la copertenencia se van haciendo posibles en la medida en que se va tomando conciencia del carácter histórico, y por tanto particular, de todo horizonte de enunciación de verdades y valores, de provisión de sentido y de construcción de identidad, disolviéndose así las rigideces del ser en la flexibilidad de los lenguajes. A ello se añade que el diálogo fue enriqueciendo su primigenia condición de medio discursivo para la persuasión racional y el establecimiento de consensos, al convertirse en habla que los participantes hablamos y por la que somos hablados y constituidos, es decir provistos de identidad a la través de la práctica del reconocimiento. La interculturalidad, por su parte, deja de ser vista como la versión actual de la moderna tolerancia para la solución de conflictos interculturales y comienza a entenderse como lenguaje de una convivencia ya no solo digna sino enriquecedora y gozosa de las diversidades.
El encuentro en el lenguaje es, pues, lo que hace que el diálogo y la interculturalidad se co-pertenezcan, es decir que no pueda ya definirse ninguno de estos conceptos y prácticas discursivas sino por referencia al otro. Esta mutua referencia los resignifica, enriqueciendo sus significaciones primigenias. Hoy el diálogo se realiza en plenitud, es decir lleva al límite sus propias potencialidades, ya no en espacios intraculturales sino interculturales, porque es en este último espacio en donde el diálogo se abre al reconocimiento del otro no como imagen proyectada de lo que uno mismo no es sino como un alter ego por el que uno mismo se siente hablado. Y la interculturalidad no puede llevar a cabo la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de lo diverso sino haciendo del diálogo, en el sentido que acabamos de entenderlo, la mediación por excelencia entre diversidades.
Para llegar a esa plenitud, tanto el diálogo como la interculturalidad tienen que autosometerse a una operación de vaciamiento o debilitamiento de los caracteres duros de que eran portadores por haber nacido en el ámbito de la violencia, propio de la tradición occidental. Y en la medida en la que pierden esos caracteres, sin olvidar la historia de esa pérdida, la co-pertenencia es ya de suyo, especialmente para el mundo occidental, el anuncio de una liberación.
Establecida la copertenencia entre diálogo e interculturalidad, detengámonos unos instantes para pensar el diálogo intercultural o la interculturalidad dialógica.
Comienzo recordando que el leguaje –y me refiero aquí exclusivamente al lenguaje en cuanto habla- es un conjunto de símbolos que no sólo nos permiten transmitir a otro o recibir de otro información, expresiones, órdenes o interrogaciones, sino una heredad cargada de historia, un legado que recibimos de nuestros antepasados a través del cual hacemos la experiencia del mundo y de lo sagrado, nos autopercibimos como pertenecientes a un comunidad histórico-lingüística, construimos nuestra subjetividad y atribuimos identidad a aquellos con quienes o de quienes hablamos. El lenguajes es, pues, algo que hablamos y por lo que somos hablados. Probablemente lo más importante del lenguaje es que en su ámbito construimos nuestra propia identidad escuchando atentamente los mensajes que nos vienen de nuestros antepasados y desarrollando acciones comunicativas con nuestros coetáneos. Con unos y otros formamos una comunidad que nos es esencial para constituirnos en persona. De ahí, la enorme importancia del reconocimiento de los otros significativos, inicialmente de los padres y luego de otras personas, para el despliegue pleno de la posibilidad humana.
Cuando salimos a la relación con el otro con una perspectiva monológica despojamos a ese otro, especialmente si pertenece a una comunidad histórica diversa a la nuestra, de sus propias pertenencias para atribuirle una identidad por negación de lo que nosotros somos. Si somos cristianos le llamamos gentil, si nos consideramos “civilizados” le llamamos bárbaro, si nos creemos ubicados en el peldaño más alto de una historia que nosotros mismos hemos construido le llamamos primitivo, si somos invasores y colonizadores le llamamos indígena y no invadido ni colonizado porque estos términos nos ponen ante los ojos nuestra condición de agresores. No tuvimos, sin embargo, dificultad en llamar a otros esclavos, aunque sí nos cuidamos de ser reconocidos como amos pero no como esclavistas. Si, por otra parte, despojamos al otro de su lengua y sus creencias y le obligamos a apropiarse de las nuestras, terminará él o ella asumiendo como su propia manera de ser persona la subalternidad que le hemos atribuido a través del habla y de las prácticas sociales.
Muy otra es la situación cuando es el diálogo el que media la relación entre las personas, sean éstas de la misma cultura o de culturas diferentes. Sabemos que el diálogo intracultural es más fácil, especialmente cuando se reduce, en la vieja línea de la tolerancia, a una retórica para el convencimiento y la construcción de consensos imprescindibles para la convivencia. La facilidad viene por el hecho de compartir horizontes de sentido y códigos lingüísticos, axiológicos, simbólicos, etc. La dificultad comienza cuando no se trata ya sólo de tolerar la diferencia, especialmente de opiniones, sino de valorar otras formas y nociones de vida buena y de convivir gozosamente con ellas.
Esta dificultad se acentúa cuando el diálogo es intercultural, cuando los hablantes no comparten horizontes de sentido y se saben expuestos a ser hablados por el otro. Se necesita en este caso, por un lado, reconocer y valorar la diversidad del otro y de sus pertenencias culturales, lo cual ciertamente no es poco; pero se necesita, además, estar dispuesto a ser hablado por el otro prestando oído atento a la imagen que de mí mismo y de la relación entre ambos el otro se ha formado. Creo que solamente entonces, cuando se juntan reconocimiento y valoración mutuas y disposición (apertura) de los hablantes a ser hablados por el otro, el diálogo es de veras intercultural, y entonces es renuncia a toda forma de violencia, posibilidad de apropiación de la riqueza humana portada por el otro y fuente insospechada de gozo. En el ámbito de ese diálogo intercultural lo que interesa es más que la tolerancia, más que la construcción de consensos, más que el arribo a verdades o a nociones de vida buena compartidas, porque la tolerancia muta en reconocimiento y valoración del otro, la convivencia se lleva bien con el disenso, la verdad no se restringe a la adecuación a lo que es sino que se abre al ser, las diversas nociones de vida buena se enriquecen en cuanto que se vuelven relevantes para otros, y la subjetividad y la identidad se construye intersubjetivamente en juegos de lenguaje libres de violencia que dialogan electivamente con sus propias tradiciones pero están siempre abiertos a la riqueza humana.
Convivencia de diversidades
Para quienes no están, como diría el escritor peruano José María Arguedas, engrilletados por el egoísmo, la convivencia de diversidades se manifiesta como el horizonte utópico del diálogo intercultural. Pero por horizonte utópico entiendo aquí no un estado final imaginado al que el presente quede sometido, sino una manera de caminar y de hacer la experiencia de la convivencia. Por eso he utilizado frecuentemente el término “ya”, referido al “ahora”, como una invitación a ver en la actualidad signos aurorales que nos convocan a todos a pensar la convivencia en perspectiva intercultural, escapando de la “jaula de hierro” en la que los discursos y prácticas hegemónicas tratan de mantenernos encerrados.
Esto es particularmente importante en el caso de nuestra América Latina, una geografía habitada por diversidades que no solo han sabido desarrollar estrategias de sobrevivencia y de resistencia a la subalternización sino que, además, están empeñadas en procesar su propia experiencia histórica y tomar desde ella la palabra para dar forma discursiva y práctica a sus demandas ancestrales y para poner su riqueza cultural acumulada en el ámbito del diálogo intercultural.
Para que la convivencia intercultural sea posible entre nosotros es preciso, en primer lugar, explorar y desmontar los rasgos de violencia incluidos en nuestras propias tradiciones y pertenencias culturales; necesitamos, en segundo lugar, un ejercicio responsable de la ciudadanía llevando al extremo las potencialidades de la democracia para el despliegue pleno de la posibilidad humana; y se requiere, finalmente, que nos tomemos en serio la diversidad étnica, lingüística, territorial y cultural que nos caracteriza, asumiéndola como fuente de enriquecimiento y de gozo.
Las formas más crudas de violencia –colonización, extirpación de idolatrías, explotación, periferización, racialización y pauperización de los subalternizados- son tan evidentes que no es necesario explorarlas. Pero, además de estas formas, hay otras más sutiles como la violencia epistémica, religiosa, lingüística, axiológica, normativa, simbólica y aquellas otras relacionadas con la construcción de la subjetividad y la atribución de identidades. Llamo más sutiles a estas últimas porque, a diferencia de las primeras, que se atienen desembozadamente a la racionalidad instrumental, las segundas se presentan frecuentemente como expresiones de creencias portadoras de salvación y de racionalidades promotoras de progreso y emancipación. En el proceso de desmontaje de todas estas formas de violencia desempeñan, sin duda, un papel fundamental los movimientos contrahegemónicos de los colectivos sociales subalternizados, que se alimentan de una variada historia de resistencia a la subalternización. Pero no menos importante para ello es la construcción de espacios de diálogo intercultural porque es en esos espacios en donde, por una parte, nos sentimos convocados a desocultar nuestras formas más sutiles de violencia por la interpelación que supone el ser hablado por el otro, y, por otra parte, en el diálogo intercultural se manifiestan más claramente la voluntad de entendimiento entre diversos y el conjunto de valores que cada colectivo puedo aportar a la heredad humana.
El ejercicio responsable de la ciudadanía en contextos multi e interculturales consigue explotar todas las potencialidades de la democracia cuando hace que ésta se atenga a una política de reconocimiento de los derechos colectivos, además de los individuales. Fundada en principios como el carácter intersubjetivo de la subjetividad, la importancia del reconocimiento para la construcción de la identidad, la necesidad de entornos culturales para el despliegue pleno de la posibilidad humana, la imprescindibilidad de la propia habla para hacer cabalmente la experiencia del mundo y de la verdad, la valoridad para uno mismo y la capacidad de relevancia para otros de las expresiones culturales de los diversos pueblos, la importancia del propio territorio para “encasar” el espacio y hacerlo un mundo habitable y no un “mundo al revés”, como dijera el cronista Huamán Poma, o un “mundo ancho y ajeno”, como anota el novelista Ciro Alegría, etc., fundada, reitero, en estos y semejantes principios, la política del reconocimiento tendría que garantizar los derechos primordiales a la propia lengua y al territorio, además del derecho a la propia cultura en el sentido amplio, a las creencias y formas de relación con lo inesperado, a la sabiduría acumulada y a las racionalidades alternativas, para llegar incluso a reconocer como valiosas diversas formas de gestión de la convivencia. Todo ello, lo sabemos de sobra, plantea retos de no fácil abordaje a la forma tradicional de organizar y gestionar la convivencia a través de los estados-nación.
Finalmente, tomarse en serio la diversidad que nos define como colectividades es incluso más que respetar e institucionalizar derechos étnicos, lingüísticos, territoriales y culturales, aunque esto ciertamente no es poco. Se trata, además, de cuidar y cultivar con esmero la diferencia porque se la asume como posibilidad de enriquecimiento mutuo y de dinamización individual y social, como tierra fértil para la diversificación de la heredad humana, en fin, como fuente de gozo. Pero esta ponderación de la diferencia no debe llevar a desconocer que la convivencia de diversidades está siempre expuesta al conflicto; por tanto, función fundamental del diálogo intercultural es pensar estrategias para gestionar acordadamente la conflictividad. Por otra parte, no se piense que cuidar y cultivar la diferencia equivalga a sacralizarla. Lo entienden así quienes, por razones mil, se encierran en la diferencia y la convierten en justificación de totalitarismos, relativismos y fundamentalismos que atentan contra la convivencia. La diferencia se realiza en plenitud cuando se abre a la convivencia, así como la convivencia se reduce a la pobre condición de univivencia cuando prescinde de la diferencia.
En cultivar diferencias abiertas a la convivencia y construir convivencias cuidadoras de diferencias está, pienso yo, la utopía de nuestro tiempo.
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