José Ignacio
López Soria
Publicado
en: Nos+otros. Ñuqanchik. Lima, n°
17, nov. 2012.
Voy a intentar
en esta aproximación a Vallejo desentrañar la relación entre estética y
política en la obra de nuestro poeta. Advierto, por tanto, que no me referiré a
los escritos ni a las actuaciones que tienen que ver directamente con lo que
conocemos como mundo de la política, sino a lo que, en terminología de
Foucault, se entiende como micropolítica o microfísica del poder, es decir a la
manera como el poder configura nuestra subjetividad y nuestra vida cotidiana y,
en el caso concreto de Vallejo, a la manifestación de ese poder en su poética.
Aunque se trate
de algo que nos es familiar, conviene recordar que el mundo que le tocó vivir a
Vallejo fue extraordinariamente en rico en apertura de caminos nuevos y en
definición de posiciones. Se trata de una época trágica y épica al mismo tiempo
porque se acentúa en ella el debilitamiento del orden burgués de signo todavía liberal
y comienza la construcción del orden socialista. La cultura de la época
participa de la actitud del héroe trágico que lucha con la muerte y realiza en
la caída una forma de vida subjetivamente pletórica de sentido, pero participa
también de la actitud del héroe épico que pretende ensanchar las dimensiones de
la existencia y construir un hogar más digno para el hombre.
En Europa, los
ideales de 1789 han perdido ya vigencia. La inteligencia se lanza a la búsqueda
de alternativas por los caminos de las profundidades del yo, de la absurdidad
de la existencia, de la alucinación y del sueño, del psicologismo intimista o
de un cientifismo que se pretende axiológicamente desvinculado. El arte, fruto de este despedazamiento que se advierte
ya desde el expresionismo y que se vuelve apocalíptico en el dadaísmo, renuncia
a fortiori a la unidad, pierde la
perspectiva de la totalidad y se aferra, terco, a los fragmentos como tabla de
náufrago. No quedan para el arte sino
dos caminos: o reconciliación con la racionalidad imperialista que está
naciendo de las cenizas de la racionalidad liberal para devenir simple
apologética, o afincar en la posición de no reconciliación para recusar desde
ella la realidad y no contaminarse con su pecaminosidad. Dos caminos, dos
alternativas: o reconciliación apologética con la realidad o anticapitalismo
romántico.
El primer camino
condujo a un prosaísmo frío y calculado que desembocaría pronto en el más cruel
“asalto a la razón”. El segundo camino, sembrado de angustias y de oscuridades,
es una búsqueda de un hogar para el hombre a través de una ampliación de la
existencia humana por las vías del inconsciente y del sueño, de la alucinación
y del trato con el absurdo, del grito iconoclasta y de recusación de la
racionalidad establecida. El primer camino comienza con la cordura y sensatez
del acomodo al nuevo orden y termina con la locura irracional de las furias desatadas
contra el hombre. El segundo comienza con la locura de pretender desafiar al
monstruo con las solas fuerzas de una subjetividad desconforme, y termina, en
su expresión más acabada, con la única cordura posible: la adhesión a lo que
está brotando como nuevo y cuenta con la posibilidad objetiva de hacer que “el
individuo sea un hombre”, “que todo el mundo sea un hombre”.
Y mientras
Europa se desgarra en una lucha sin cuartel y sin fronteras entre lo viejo y lo
nuevo, mientras cunden la desesperación y el reacomodo, el Perú asiste a la
caída estrepitosa de la “república aristocrática” y al alborear pomposo del
“siglo de Leguía”.
El siglo XX
comienza en el Perú en 1919, cuando la unidad impuesta desde arriba por la
oligarquía civilista se desmorona y los sectores medios y las masas populares
comienzan a ser gestores de su propia historia. El pueblo mismo se hace
presente como portador de lo nuevo, aunque frecuentemente los intermediarios
atemperen su voz y limen las aristas de su palabra. Lo nuevo de los años 20 en
la historia del Perú es que el pueblo no es ya multitud. Desde los años 20, el
pueblo comienza a perderse como multitud
para ganarse como clase que va conociendo sus intereses reales y organizándose
para luchar por ellos. El Estado comienza anunciando un proyecto burgués
nacional envuelto en el ropaje de la “patria nueva”, pero deviene pronto en
pieza de engarce de la economía peruana en el mercado mundial, pretendiendo,
con un bien montado aparato ideológico, convencer
al pueblo de que siga siendo multitud, que no se organice como clase porque está
ya representado en el poder por Leguía, el “nuevo Viracocha”, “protector de la
raza indígena” y “maestro de la juventud”. Leguía inaugura en el Perú un
paradigma de gobierno que llega casi intacto hasta hoy: el sector de la clase
dominante que logra el poder del Estado suele llevar bajo el brazo un proyecto
político de signo burgués nacionalista, pero su umbilical dependencia con
respecto al capitalismo transnacionalizado le obligan pronto a desconocer su
propuesta originaria y a recurrir a la violencia para imponer su dominación. Y en medio, entre una clase
dominante portadora de lo viejo y los sectores populares portadores de lo
nuevo, una pequeña burguesía rural en proceso de descomposición y unas capas
medias urbanas en gestación que recusan lo viejo pero no se adhieren a lo
nuevo. La recusación de lo viejo y la búsqueda de lo nuevo se expresan en
indigenismo utópico, en frentismo pretendidamente conciliatorio de intereses
contrapuestos, en vanguardismo literario y artístico entendido como alquimia de
las formas. La posición de no reconciliación con la realidad, que las capas
medidas radicalizadas incuban en su seno y constituye desde entonces la
principal vivencia creadora de arte en el Perú, da vida a todos los
anticapitalismos románticos, sean estos políticos, éticos, religiosos o
estéticos. La no reconciliación con la realidad significa, por un lado,
recusación del orden imperante, lo que permite a las capas medias,
especialmente a los intelectuales, tomar distancia con respecto a la clase
dominante para no contaminarse con su pecaminosidad consumada, pero significa
también distanciamiento con respecto a las clases explotadas y a su proyecto
político. En esta posición, el polo de la negatividad –aquello que se rechaza-
está lleno de contenido, pero el polo de la positividad –aquello que se busca-
es solo forma. Instaladas en esta contradicción esencial, las capas medias
radicalizadas oscilan entre la claridad en el rechazo y la oscuridad en la
búsqueda. No es raro, por tanto, que la recusación apunte certeramente al
contenido pero que la búsqueda se quede solo en la forma, en una forma llena de
subjetividad, en una forma carente de contenido objetivo aunque inflada hasta
convertirse subjetivamente en la única realidad. Y esta toma de lo subjetivo
por lo objetivo, de la forma por el contenido, de la obra por la vida, explica
ella misma las características esenciales de la producción intelectual,
artística y política de la inteligencia radicalizada porque es la expresión en
la conciencia de la imposibilidad de que
la objetividad alienada se vuelva subjetividad. La posición de ya no
reconciliación con lo viejo y de todavía no identificación con lo nuevo hace
que las capas medias radicalizadas, y especialmente los intelectuales, floten
en un mundo de idealidad formal hecho a la medida de la grandeza de su protesta
y de la pequeñez de su propuesta.
Estas condiciones
histórico-sociales y político-culturales son no solo el trasfondo en el que se
produce la obra de Vallejo sino aquello de lo que la obra vallejiana es la expresión
más acabada. Porque si algo caracteriza a la poesía de Vallejo es precisamente
la relación, no por estrecha menos conflictiva, entre vida y obra, entre
contenido y forma.
Veamos ahora,
aunque sea solo en sus rasgos fundamentales, el proceso de la dialéctica
vida/obra y forma/contenido. En Vallejo
la relación vida/obra se resuelve, primero, a favor de la obra para volver
luego a la vida; se trata del proceso dialéctico que va, por
negación-superación, de lo concreto indeterminado a lo concreto determinado a
través de la abstracción. Y con respecto a la relación forma/contenido la
dialéctica vallejiana supone, como primer paso, una superación-negación del
contenido en la forma y, como segundo paso, una vuelta de la forma al contenido.
Este planteamiento es en la realidad un único proceso que podría formularse
prietamente de la siguiente manera: mutación del contenido (la vida) en la forma
(la obra) y paso desde aquí a un contenido pleno de determinaciones que muta
nuevamente en obra como vida concreta conformada, lo que a su vez completa a la
vida ensanchándola y profundizándola hasta límites antes insospechados.
Cabe preguntarse
cómo vivencia y comprende Vallejo la realidad y cómo expresa lo vivenciado y
comprendido en forma artística. Para responder a esta pregunta dúplice parto de
la consideración de la particularidad como la categoría central de la estética,
lo que significa que el mundo de lo particular es, en el arte, el campo de
mediación entre la universalidad y la singularidad. La particularidad, como
concreción de la universalidad abstracta y como universalización de la
singularidad concreta, es ella misma materia y forma de la obra artística. Si
el arte quedase preso de la singularidad concreta –si se redujese a un mero dar
cuenta de las características solo individuales y únicas de su materia
artística- no trascendería las formas de apropiación de la realidad propias de
la vida cotidiana; si el arte se quedase en la enunciación de leyes generales y
universalmente válidas no se distinguiría del conocimiento científico. Lo
propio del arte, como forma de apropiación y de refiguración de la realidad,
está precisamente en la negación-superación de la universalidad abstracta y de
la singularidad concreta en la particularidad, en aquello que objetivamente me
une y me identifica a otros hombres. Y es aquí en donde reside el fundamento
del arte realmente grande para impulsar la solidaridad entre los hombres.
El artista
vivencia y comprende la realidad y expresa lo vivenciado y comprendido en forma
artística. Pero entre vivencia, comprensión y expresión hay una relación de
copertenencia. Cada una de ellas potencia a las otras. Veamos cómo opera esta
relación en Vallejo.
Dijimos que la
dialéctica vida/obra se resuelve, primero, a favor de la obra: de lo concreto
sin determinaciones esenciales salta Vallejo a la abstracción en la forma. La
vida se ha vuelto definitivamente hostil para el poeta. En la sociedad peruana
de la que surgen Los heraldos negros
y Trilce no hay solución para el
hombre que ha vivenciado en cercanía el dolor. La unidad oligárquica se está
descomponiendo, lo viejo no tiene ya la posibilidad objetiva de ganar la
adhesión de la intelectualidad, y lo que se presenta como nuevo, la “patria
nueva” de Leguía, no convence a los mejores espíritus porque saben que es solo
el nuevo rostro de lo viejo. La vida es entonces “charco de culpa”, “derrotada
y dolorida popa”, “hastío de café”, “entierro de ilusiones”, “desierto en donde
se cae mucho”, “hogar sin estilo fabricado”, “cruel limitación”, “pasos
enfermos”, “idilios muertos”. Ubicado en la superficie doliente de esa la
realidad, Vallejo se afinca en el sufrimiento y desde él la vida se vuelve
oquedad, vacío absoluto, absurdo, sin sentido. No hay en la vida solución para
el hombre, no hay camino hacia la realización de la posibilidad humana, no
queda sino aferrarse vivencialmente a un amor hecho de instantes fugaces y
sueltos, o conceptualmente al saber del no-saber.
Y en base a
estas tres vivencias básicas, que son también tres formas de comprensión de la
realidad (la absurdidad de la existencia, la fugacidad del amor y el saber del
no-saber), se va tejiendo la obra como lo opuesto a la vida, como lo que niega
la vida al conformarla, como asilo del poeta acosado por la hostilidad de la
vida. El artista no se identifica ya con lo viejo pero no se identifica todavía
con lo nuevo, por eso, y para no perderse en la multiplicidad absurda y sin
sentido de la cotidianidad, se abren a sus pies solo dos caminos: o el suicidio
o la negación-superación de la multiplicidad caótica de la vida en la unidad de
la obra.
La vida toda del
primer Vallejo está orientada hacia la obra, así como después la obra toda del
postrer Vallejo está orientada hacia la vida. El primer momento, el del
predominio de la obra sobre la vida, está signado por la búsqueda agónica de la
forma porque la forma es en ese momento la tabla de salvación que permite al
poeta recompensar subjetivamente la descompensación objetiva de la realidad.
Desde el primer poema de Los heraldos
negros hasta el último de Trilce
hay un largo recorrido, atravesado todo él por una lucha permanente con la
forma. Esa lucha, aunque victoriosa al fin, es siempre agónica porque lo que
está en juego en ella no es solo el cincelamiento de la forma de la obra sino
el descubrimiento y modelación del sentido de la vida. La vida se va
adelgazando poema a poema para devenir solo obra; el contenido se va
estrechando hasta que la forma lo llena todo. La obra, en cuanto conformación
del sin-sentido de la vida, en cuanto refiguración artística de la absurdidad
de la existencia, es ella misma proveedora de unidad, recompensadora de la
descompensación de la realidad, constructora de una totalidad intensiva en la
subjetividad que el poeta opone al ocultamiento de la totalidad extensiva en la
objetividad.
Pero el sentido
que nace de la obra y la unidad que aporta la forma son todavía abstractos. Son
un sentido y una unidad suficientes para que el poeta siga viviendo, para que
sepa a qué atenerse y no se pierda en la multiplicidad ni se abandone a la
absurdidad de la vida. El poeta se salva así individualmente, porque consigue
tomar distancia con respecto a la pecaminosidad que le rodea, logra ex-sistir,
levantarse del mero estar-ahí para no sumergirse en el caos; consigue
arrancarse con dolor de lo viejo y dar forma a su rebeldía. Pero si se queda en
ese sentido y en esa unidad, su rebeldía es solo forma sin contenido, sus
distanciamiento de lo viejo no es todavía identificación con lo nuevo. En el
primer Vallejo, el sentido que nace de
la obra y la unidad que aporta la forma son abstractos porque el poeta ha
partido hacia la obra desde la superficie inmediata y desgarrada de la vida, y
hacia la forma desde la apariencia caótica y múltiple de lo real. Es cierto que
como artista no puede refigurar sino la inmediatez, pero es muy diverso el
resultado, la obra, cuando el artista vivencia y comprende la inmediatez, la
superficie de la realidad, como exteriorización u objetivación de la esencia de
esa realidad. Y en el primer Vallejo, lo concreto, la superficie y el caos,
carece de determinaciones esenciales por más que el poeta lo sienta como
absolutamente determinado. Hay aquí una dialéctica entre lo abstracto y lo
concreto que el primer Vallejo no resuelve y por eso, como en los mejores
existencialistas y en no pocos surrealistas, la superficie es solo
desgarramiento y la realidad toda solo caos. Su posición de no reconciliación
con esa realidad caótica y desgarrada se expresa vivencialmente en la angustia
de ser y conceptualmente en el saber del no-saber. Pero angustia de ser y saber
de no-saber son formas de apropiación de la realidad que no consiguen
trascender la inmediatez de la superficie para llegar a la esencia, ni permiten
dar con lo uno que se oculta dentro de lo múltiple. Y cuando la inmediatez no
se entiende como exteriorización de la esencia y lo múltiple no se ve como
objetivación de lo uno, entonces la multiplicidad de la superficie y el
desgarramiento caótico de la inmediatez carecen de determinaciones esenciales aunque,
a menudo, esa carencia se presenta revestida de una apariencia cuajada de
determinaciones. En este caso, las determinaciones proceden o de la
universalidad o de la singularidad, es decir de la genericidad humana o de las
condiciones de existencia meramente individuales. No ha mediado la
particularidad , y la ausencia de esta categoría central de todo proceso de
dación de forma hace que la unidad que aporta la forma y el sentido que viene de
la obra sean abstractos, una especie de artefacto.
Hasta aquí el
primer Vallejo, el poeta que por un camino sembrado de renunciaciones
materiales y formales asciende hasta la obra desde la superficie desgarrada de
la vida y busca la forma desde la multiplicidad caótica de la apariencia de la
realidad. En encuentro, el sentido de la vida en la obra y la unidad de lo
múltiple en la forma, no es, sin embargo, definitivo; es nuevamente un punto de
partida del que arrancan caminos hacia nuevos horizontes. Y es punto de partida
y no meta ese encuentro porque en el recorrido la vida se ha ido desvistiendo
de sus determinaciones aparenciales para quedar solo en vida, y la obra se ha ido
despojando de todo contenido de apariencia para volverse solo forma. Este
proceso de purificación, de ascética vital y artística, es, por una parte,
consumación de la abstracción y desprendimiento definitivo de lo viejo, y, por otra y simultáneamente, condición de
posibilidad de vuelta a una inmediatez cuajada de determinaciones esenciales y
de identificación mística con lo nuevo. El primer Vallejo es un asceta que va
perdiendo en la subida todas las determinaciones aparenciales, y el segundo un
místico que va ganando en la bajada una vida plena de sentido y cuajada de
determinaciones esenciales. Y también en este sentido es Vallejo un paradigma
que anticipa y refigura en su obra el necesario desprendimiento que han
comenzado a practicar los sectores populares para perderse como multitud, heredera
de lo viejo, y ganarse como clase, portadora de lo nuevo.
La mediación de
la experiencia europea y de la ideología socialista no queda sin consecuencias
en este proceso vallejiano. Como hemos apuntado antes, Europa pasa por una fase
de experimentación y de tanteo. Pero más allá de los experimentos y ensayos de
la inteligencia europea e, incluso, de la rigidez organizativa de los aparatos
comunistas, el proletariado se ha puesto en marcha. Y es esa marcha, que
comienza triunfante en Petrogrado y termina a desgarrones en el frente de
Madrid, lo que lleva a Vallejo, que había sido hasta entonces un experimentador
impenitente, a considerar que lo nuevo no podía estar ya en la experimentación
formal ni podía reducirse al contenido de un decreto de la jerarquía de la
organización en el que el contenido no vale por sí mismo sino por tener la
forma de orden de una autoridad indiscutible. Lo nuevo para nuestro poeta está
en ese pueblo que, harto ya de tascar el freno, se ha echado a pelear por todos
para que el individuo sea un hombre, para que los señores sean hombres, para
que todo el mundo sea un hombre. El proceso de identificación con ese pueblo,
que va tomando conciencia de sus determinaciones esenciales y actuando en
consecuencia, ha pasado, en el caso de Vallejo, por un marxismo entendido como
expresión teórica de las condiciones de
existencia del proletariado en marcha. No es propiamente el marxismo como
sistema o estructura conceptual, lo que atrae a Vallejo, sino el marxismo como
expresión de la vida del proletariado. Y desde un marxismo así entendido, el
regreso a la realidad consiste fundamentalmente en el descubrimiento de las
determinaciones esenciales de la vida y en su recubrimiento artístico desde la
categoría de particularidad. El pueblo al que Vallejo regresa y con el que se
identifica en adelante no es ya ese objeto de dolor que sufre sin saber de
dónde le vienen los golpes o que por muertos dominios va llorando, sino un
sujeto portador de la esperanza, redentor nuestro, que engendra a la vida con
su muerte, que, aunque aparentemente muerto, se levanta, besa su catafalco
ensangrentado y escribe con el dedo grande en el aire ¡Viban los compañeros!
Esta
transformación intelectual e ideológica, que recorre Poemas humanos y culmina en España,
aparte de mí este cáliz no queda sin consecuencias en la dación de forma.
Las vivencias básicas, motivadoras antes de la búsqueda angustiada de la forma,
han cambiado sustancialmente: la absurdidad de la existencia muta en sentido
pleno de la vida, la fugacidad del amor en solidaridad universal, y el saber
del no-saber es ya comprensión amplia y profunda de la totalidad concreta y
aceptación consciente de lo realmente nuevo. La forma, que antes se infló hasta
desnudarse de todo contenido y convertirse en artefacto unificador ante la
multiplicidad caótica de lo real, se va ahora escondiendo verso a verso hasta
volverse casi imperceptible detrás del contenido. La obra, entendida antes como
ascensión hacia la forma, como engendradora de sentido, como una especie de
ascética que se va arrancado de la vida, es ahora la vida misma, vida
configurada, vida conformada. La abstracción no es más una elevación por sobre
las determinaciones sino un adentramiento en ellas hasta dar con su fundamento
objetivo. Pero Vallejo sigue siendo un artista y su obra está tan distante del
montaje solo formal como del montaje de contenido sin forma. Como artista no se
aparta de la inmediatez, pero la refiguración de esa inmediatez se hace de tal
manera que deja al descubierto la esencia.
Y no es ciertamente
casual –digo para terminar- que Los
heraldos negros sea un canto al dolor que brota de la vida, y España, aparta de mí este cáliz un canto
a la vida que brota del dolor. En el primer caso, la vida sin determinaciones
se concreta en dolor; en el segundo, el dolor determinado se universaliza en la
vida. Este juego entre dolor y vida resume, de la mejor manera, la dialéctica
vida/obra y forma/contenido de ese largo y sufriente peregrinaje de Vallejo que
culmina en una comunión plena con la vida nueva que nace del dolor viejo y que
no es sino expresión de la apuesta del poeta por la vida, por la invencibilidad
de la sustancia humana.
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