Publicado en: Libros & Artes. Revista de cultura de la Biblioteca
Nacional del Perú. Lima, año XI, n° 62-63, set. 2013, p. 2-3.
José Ignacio
López Soria
Sería demasiado
atrevido de mi parte pretender resumir en unas líneas la riqueza de la
personalidad, la vida y la producción de Gustavo Gutiérrez. Me limitaré, sin
competir con la maestría de Polanco, a trazar en grueso algunos rasgos de la
biografía de nuestro teólogo, convencido como estoy de que si existiese el
premio nobel de teología, Gustavo lo habría recibido hace décadas.
De la vida de
Gustavo Gutiérrez no me admiran sus largos y variados estudios, sus títulos
académicos, sus decenas de doctorados “honoris causa”, sus muchas
condecoraciones, sus conferencias por doquier, sus incontables escritos … También otros peruanos, pocos, han acumulado
tantas o más preseas que Gustavo. Lo que
admiro de él es que se haya dejado convocar al pensamiento –en su caso, teológico-
por las concretas condiciones de existencia de nuestros “condenados de la
tierra”. No dudo de que su espíritu estuviese habitado por la riqueza teórica acumulada
durante sus estudios y su reposada meditación del texto sagrado, pero lo que le
llevó a teorizar con singular originalidad en clave teológica fue beber del
propio pozo, participar de la “aventura comunitaria” de “caminar según el
Espíritu” con nuestros pobres y los de nuestra América. Ese caminar, lo sabemos
bien, estuvo sembrado de cardos y abrojos
y fue abundoso en “soledades y amenazas”, pero estuvo también
acompañado, desde fuera, por el beneplácito y la aprobación de los atenidos a
principios éticos, y, lo que es mucho más importante, fue vivido desde dentro por
amplios sectores sociales que emprendieron ese caminar como un proceso, por un
lado, de emancipación de la condición de subalternidad y, por otro, de
construcción esperanzada de un mundo nuevo.
Porque la
teología de la liberación, en cuya “creación heroica” Gustavo desempeñó un
papel protagónico, no se queda en la condena ni en la denuncia, aunque tampoco
se arredra ante ellas, ni reduce la explicación de los males e injusticias al
egoísmo del sujeto individual. La teología de la liberación se atreve a
explorar en la historia y en las estructuras sociales el origen de la
dominación que se ejerce contra el hombre. Pero, además y principalmente, ve a
los dominados y explotados no solo como víctimas de esa situación sino como
portadores de esperanza. Es decir, se atreve a levantar la palabra, que no el
puño, contra el poder material y principalmente simbólico para ver ese caminar
colectivo en términos no solo de emancipación sino de liberación. El concepto
de emancipación remite, en este caso, al rompimiento de los lazos de la
dominación, a una especie de deshacimiento de la condición de sometimiento que
afecta a las mayorías latinoamericanas. El concepto de liberación va más allá, se
asoma a un mundo otro y convoca a construirlo en el aquí y el ahora casi como
antesala del reino que anuncian los textos sagrados.
Como tantos
otros curas con sensibilidad social, Gustavo podría haberse quedado en la
denuncia de los hechos de injusticia sin indagar en sus causas estructurales,
podría haberse dedicado a curar las patologías del sistema sin preocuparse por identificar
las raíces de los males sociales, podría haber fustigado el egoísmo subjetivo
sin explorar el tejido histórico desde el que se construye esa forma de
subjetividad. Es decir, podría haber entendido el “caminar según el Espíritu” como
una aventura individual de relación con la trascendencia, como una especie de
monaquismo a la moderna, viviendo en el mundo sin vivir con el mundo. Pero
Gustavo se arriesgó a contaminarse, a vivir con el mundo, a dejarse convocar al
pensamiento por las condiciones concretas de existencia de los “condenados de
la tierra”. Y lo hizo, digo yo, no
látigo en mano, cual sermonero dominical que no sabe sino de condenas. Gustavo
se atrevió a dar la lucha por la palabra, a beber del propio pozo para hacer la
experiencia de la verdad, la virtud y la belleza en clave sagrada desde la condición
doliente pero esperanzada de quienes sufren la explotación, la injusticia, el
abuso y la soledad.
Para todo ello,
fue necesario proveerse de una sólida y variada formación. Primero fue
medicina, en San Marcos, durante cuatro años. Al mismo tiempo, hizo letras –lo
que hoy llamamos “estudios generales”- en la Pontificia Universidad Católica
del Perú. Seguirían luego los estudios de filosofía y psicología en la
Universidad de Lovaina, Bélgica, de 1951 a 1955. De Bélgica pasó a Francia,
Lyon, para estudiar teología en la Universidad Católica de esta ciudad entre
1956 y 1959. Siguen luego cursos de teología en la Universidad Gregoriana de
Roma (1959-1960). Para esa época era ya
sacerdote. Había sido ordenado en Lima, en enero de 1959, por el cardenal Juan
Landázuri Ricketts. Sigue haciendo estudios en el Instituto Católico de París
en 1962-63, y en 1985 se doctora en teología en la Universidad Católica de
Lyon.
Ese joven que
andaba por Europa persiguiendo a algunos de los mejores teólogos del momento (Ives
Congar, Marie-Dominique Chenu, entre otros), había nacido en la Lima vieja en
1928 y vivido luego en Barranco, en cuyo colegio de San Luis hiciera sus
primeros estudios. Siendo aún un niño, 12 años apenas, se vio afectado por una
seria osteomielitis que le obligó a guardar cama y usar silla de ruedas durante
6 años. Pero esto, como acabamos de recordar, no le impidió continuar sus estudios
escolares ni embarcarse en prolongados estudios universitarios que comenzaron
en 1947 y se extendieron hasta 1963.
La etapa de
estudios teológicos, especialmente, al final coincidió con un fuerte movimiento
de renovación teológica y pastoral que tuvo su expresión más emblemática es el Concilio
Vaticano II que convocara Juan XXIII. Desde años antes, ya en el pontificado de
Pío XII, los mejores exponentes de la teología –Schillebeeckx, Congar, Chenu,
Theilard de Chardin, de Lubac, Daniélou, Rahner, Urs von Balthasar, Küng …-
habían emprendido una renovación teológica y pastoral de gran envergadura con
algunas características centrales como el diálogo fecundo con la ciencia
natural y social y con la filosofía contemporánea, la historización o
interpretación del mensaje cristiano desde la experiencia histórica, el
acercamiento al mundo del trabajo obrero, etc. Durante su larga estancia en
Europa, Gustavo tuvo la oportunidad de estudiar con algunos de los teólogos
mencionados y ciertamente de participar de ese ambiente de renovación que las
sospechas y condenas de la curia romana no consiguieron silenciar. Los
sospechosos y condenables de ayer se convirtieron en constructores de la
teología oficial con la llegada de Juan XXIII al pontificado. El Concilio
Vaticano II, que convocara e inaugura el papa Roncalli, se alimentó
principalmente de las propuestas teológicas de los teólogos mencionados y de
las nuevas prácticas pastorales que clérigos y laicos andaban desarrollando por
doquier. El propio Gustavo participó en el Concilio como asesor teológico del
obispo chileno Manuel
Larraín. Allí se encontró con sus maestros, aportando del mismo lado a la
renovación del mensaje cristiano y enriqueciendo las perspectivas europeas con
las experiencias y reflexiones desarrolladas en América Latina.
Digo y subrayo
que Gustavo aporta sabiduría y experiencia ganadas en nuestra América. Porque
no vaya a pensarse que los estudios consumían todas las energías de Gustavo
Gutiérrez. Siendo aún estudiante universitario en Lima, Gustavo se había
adherido a la Acción Católica, un movimiento social del que no queda ya sino el
recuerdo pero que, en la primera mitad del siglo XX, se distinguía por reunir a
los laicos dispuestos a trabajar en la recristianización del mundo moderno. Por
parte, alterna sus estudios con el trabajo pastoral. En 1960, por ejemplo,
asume la asesoría de la Unión Nacional de Estudiantes Católicos (UNEC), de
donde nace el Movimiento de Profesionales Católicos, relacionados ambos con el
movimiento internacional católico de estudiantes e intelectuales llamado “Pax
Romana”, de cuya asesoría latinoamericana forma parte Gustavo entre 1962 y
1966. Tal vez lo más enriquecer para Gustavo de este acompañamiento a
instituciones de jóvenes y profesionales sea la estrecha relación que establece
con las comunidades cristianas de laicos que comienzan a formarse entonces y
que siguen hasta hoy. Con ellas aprendió nuestro teólogo a cristianizar la
laicicidad y a recuperar para el laicado una función protagónica en la
cristianización de nuevo tipo de que es portadora la teología de la
liberación.
Este caminar con
las comunidades cristianas se da en Gustavo paralelamente a su tarea académica
universitaria y a su trabajo pastoral en el Rímac. En la Pontificia Universidad
Católica del Perú –ahora hay que poner militantemente el nombre completo-, el
maestro Gustavo Gutiérrez se desempeña como profesor de teología y ciencias
sociales, y sus clases son un intento de diálogo fecundo entre cristianidad y
pensamiento contemporáneo. En ese
entorno se desarrollan en la misma institución las Jornadas de Reflexión
Teológica, que Gustavo anima desde 1971 al año 2000. En cuanto al trabajo pastoral en el Rímac, lo
más relevante probablemente sea la interpelación que la pobreza le plantea a
diario tanto con respecto a su propia manera de vivir la fe como a su modo de
pensar la creencia y hacer teología. Diríase que la pobreza se convierte, así,
en fuente inagotable de riqueza, pero no a través de la vieja e inmovilizadora
resignación sino de la interpretación del mensaje cristiano como una
preferencia ética (y hasta política) por los portadores de la liberación. Que
en 1998 Gustavo decidiera hacerse dominico no es raro si tenemos en cuenta que
practica un profundo respeto por la osadía de Bartolomé de Las Casas de
atreverse a defender a los indios en plena colonización.
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