José Ignacio López Soria
III Seminario de Historia Militar “Entre las armas y la ciencia:
contribución del Ejército al desarrollo de la ciencia y tecnología en el Perú”
Organiza: Comisión
Permanente de Historia del Ejército del Perú.
31 enero 2013
Antecedentes hispánicos
La ingeniería militar de corte moderno
remonta sus orígenes en España a la época del paso de las políticas y
estrategias de “descubrimiento” y conquista a las de poblamiento y
colonización, y, por tanto, nace relacionada tanto con la defensa de los
territorios de ultramar frente a los intentos de ingleses, franceses y
holandeses de apoderarse de las tierras conquistadas y de los caudales
extraídos de ellas, cuanto con el ordenamiento territorial y el asentamiento de
estructuras para la gobernanza. Felipe II, el gobernante de la segunda mitad
del siglo XVI, es pieza clave en este proceso. Su política general de
aseguramiento de lo conquistado a través de la colonización le llevó en 1586 a
elaborar y poner en práctica una amplia estrategia con tres componentes
básicos: la defensa marítima,
mediante la creación de una flota; la
defensa territorial, con un plan de construcción de fortificaciones; y
el establecimiento de guarniciones permanentes (Carrillo de Albornoz: 2012, p.
45-46). Se crea así el “Plan general de fortificación del Caribe”, que el rey
encomienda al ingeniero Bautista Antonelli (1547-1616). Si bien este plan estaba centrado en el Caribe y orientado, en lo
fundamental, a la defensa de los puertos y las ciudades de la costa atlántica,
la presencia en América de los primeros ingenieros militares dejó también su
huella en la arquitectura civil y religiosa, en las obras públicas y en la
cartografía.
Pero
fue en el siglo XVIII, con el establecimiento en el trono español de la
dinastía francesa de los Borbones, cuando la ingeniería militar se despliega de
tal manera que los historiadores llaman a esta época el “siglo de oro de la
ingeniería militar” (Cantera: 2012, p. 13). El fortalecimiento de la ingeniería
militar y, en general, de la ingeniería, en el siglo XVIII está estrechamente
relacionado con la matriz de desarrollo de la época. Siguiendo en lo
fundamental el modelo francés, los Borbones en España entienden el progreso
como una racionalización e instrumentación del mundo de la producción,
principalmente del sector agrícola, para incrementar la productividad y
promover la complementariedad y, así, generar un bienestar compartido por la
población a través de la mediación del comercio. Para lograr ese objetivo era
necesario realizar emprendimientos de gran envergadura como roturación de
terrenos, composición de tierras, irrigaciones, represas, diques,
canalizaciones y encauzamiento de ríos, además de vías y medios de comunicación
terrestre, fluvial y marítima para promover la movilización de las personas y
el transporte de mercancías, armas y herramientas de trabajo.
Esta
tendencia del mundo de la producción y del comercio será luego, ya a mediados del siglo, sistematizada
discursivamente por François Quesnay en su célebre doctrina, la
fisiocracia, que sostiene que la agricultura es la única actividad económica
que genera producto neto porque añade valor a las producciones. Esta doctrina
económica es compatible con el régimen absolutista de los Borbones, tocado ya
en el siglo XVIII por la inicial filosofía de las luces. El maridaje entre
fisiocratismo económico, ilustración cultural y absolutismo político es
conocido como “despotismo ilustrado”, la filosofía política que orienta la
práctica gubernamental de los Borbones tanto en España y Francia como en sus
respectivas colonias. Se trataba, en el fondo, de promover el progreso
material, articular el territorio y fortalecer la gobernabilidad ampliando las
libertades de producción y de comercio más que las libertades políticas y
contribuyendo, así, al proceso de transferencia del poder de la aristocracia y
el clero a las nacientes burguesías. Se contaba para ello con los ingenieros
militares, quienes entonces poseían amplios y profundos
conocimientos de todo tipo de ingeniería y se ocupaban tanto de obras de
defensa como de construcciones propiamente civiles. En cuanto a la defensa, “Todo
el plan estratégico defensivo de las Indias fue ampliado con los Borbones, y
fundamentalmente con posterioridad a la Guerra de Sucesión, lo que se refleja
en la aceleración en el ritmo de construcción de fortificaciones.” (Carrillo de
Albornoz: 2012, p. 47).
No es este el momento
de entrar en detalles, pero algunos apuntes pueden sernos útiles para entender la
relación entre ingeniería militar e ingeniería civil. Con un reglamento preparado por el Marqués de
Verboom (el flamenco Jorge Próspero de Verboom, 1665-1744)[1],
Felipe V crea en 1711 del Cuerpo de Ingenieros Militares (Ferradis: 2012, p.
101). Poco después, en 1720, también sobre unas bases preparadas por Verboom,
quien había estudiado ingeniería militar, matemáticas y fortificaciones en Bruselas,
se crea en Barcelona la Real y Militar Academia de Matemáticas (Carrillo de
Albornoz: 2012, p.62-72). En ella, la formación dura cuatro años. En el primer
año, se imparten cursos de ciencias: aritmética, geometría práctica,
trigonometría y topografía, completándose la formación con lecciones
extraordinarias sobre la esfera terrestre. En el segundo año, se pone el acento
en la enseñanza de artillería, fortificaciones, ataque y defensa de plazas,
táctica movimiento de los ejércitos, con lecciones extraordinarias de
geografía. En el tercer año se entra en la mecánica, la hidráulica, la
construcción y la arquitectura civil, completándose la formación con lecciones
de perspectiva, gnomónica, cartas geográficas e hidráulicas y resolución de
problemas naúticos. Y el último año, el cuarto, se seguían cursos de dibujo,
proyectos de edificios civiles y militares y cartografía, enriquecidos con
lecciones de reglamentación de los trabajos reales, confección de
proyectos y presupuesto (Galland: 2005,
p. 216).
Lo
que me interesa subrayar es que, desde el reformismo borbónico, la institucionalización
de la ingeniería como cuerpo militar va acompañada de la constitución de un
espacio académico para la formación de los ingenieros militares. Esa formación
no habría sido posible sin una elaboración sistémica y disciplinarizada de los
saberes, conocimientos y experiencias de ingeniería militar. Es importante
anotar, además, que a este nuevo componente del Ejército se le llame “cuerpo” y
no “arma”, porque él estaba constituido por profesionales técnicos y, a
diferencia de las ramas de artillería y caballería, no dispuso de tropa durante
los primeros casi 100 años de su existencia. Sin embargo, el hecho de que
inicialmente el Cuerpo de Ingenieros no dispusiese de tropa propia no quiere
decir que sus miembros no interviniesen en las guerras. Ya en el reglamento que
preparara en 1710 el Marqués de Verboom para la creación del Cuerpo se decía
que “los oficiales de Yngenieros… están más expuestos á los peligros de la
guerra que cualesquiera otros…”. (Citado en: Ferradis: 2012, p. 104). Y, más adelante, haciéndose eco de esta
primera advertencia de Verboom, el Reglamento de 1802 afirmaba que los
zapadores y minadores “contribuirán en gran manera a la pronta execución y
feliz éxito de las más arduas e importantes operaciones de la guerra... “
(Citado en: Ferradis: 2012, p. 104).
Nos
encontramos, pues, con un nuevo sector militar, el de los ingenieros, que para
llevar a cabo sus funciones de defensa y ataque, de aseguramiento del orden interno
y de contribución a la gobernabilidad tiene que proveerse de una fuerte dosis
de conocimientos científicos y de competencias técnicas, en áreas muy cercanas
a las de la naciente ingeniería civil de corte moderno. No es raro, por tanto,
que la frontera entre la ingeniería militar y la ingeniería civil sea borrosa hasta
comienzos del siglo XIX.
En la
institucionalización de la ingeniería militar y en el fortalecimiento de su
relación con las obras públicas, fue particularmente significativo el reinado de
Carlos III (1759-1788), representante por antonomasia del “despotismo
ilustrado”. En su época -segunda mitad del siglo XVIII-, la ingeniería militar
amplía significativamente su mundo de conocimientos y sus campos de
intervención. Además de las dirigir la construcción de fortificaciones, los
ingenieros militares intervienen en otros terrenos como el urbanismo, la
cartografía, la arquitectura civil, los levantamientos geodésicos, la construcción
de ciudades, las obras públicas (caminos, canales de riego y de navegación, y
puertos), los edificios notables (como aduanas, casas de contratación, casas de
la moneda, palacios de gobernantes, cárceles reales, hospitales, catedrales,
iglesias, etc.). Y acompañan la obra física con la elaboración de textos
científicos y técnicos (sobre
matemáticas, fortificaciones, etc.), de trabajos cartográficos y de memorias,
muchas de las cuales contienen importante información sobre agricultura, clima,
fauna, flora, minería e incluso sobre la historia y la composición social de
las poblaciones (Carrillo de Albornoz: 2012, p. 91).
Ya
antes de Carlos III, el Cuerpo de Ingeniería Militar se componía de una plana
directiva –el ingeniero general y los ingenieros directores-, a la que se
sumaban los ingenieros en jefe, en segundo, ordinarios, extraordinario y
delineadores, con los grados de generales, los primeros, y coroneles, tenientes
coroneles, capitanes, tenientes y subtenientes, sucesivamente. La cadena
jerárquica terminaba en los ayudantes, que eran generalmente cadetes y jóvenes
oficiales de diversas Armas que no pertenecían todavía al Cuerpo, pero se
ponían a su servicio para ir capacitándose hasta conseguir ingresar al Cuerpo
(Carrillo de Albornoz: 2012, p. 79). El ingeniero general, máxima autoridad del
Cuerpo de Ingenieros Militares, aconseja a Carlos III en 1767 reordenar este
proceso e incluso ampliar el Cuerpo con una sección especializada en la
construcción de puentes, caminos y puertos (Carrillo Albornoz: 2012, p. 83). El
rey piensa la propuesta y la ejecuta en 1774, cuando reorganiza el Real Cuerpo
de Ingenieros estableciendo tres ramos: 1) Plazas y fortificaciones del reino,
2) Academias militares (Barcelona, Orán y Ceuta), y 3) Caminos, puentes,
edificios de arquitectura civil, y canales de riego y navegación Carrillo de
Albornoz: 2012, p. 92). Este último y amplio ramo se constituye en semillero de
la ingeniería civil.
No
vamos a entrar en la descripción de las obras realizadas por la ingeniería
militar durante el reinado de Carlos III, pero no podemos dejar de recordar dos
informaciones para nosotros importantes. La primera es que el rey confió parte
importante de sus planes de reforma en España, incluyendo edificaciones,
trazado urbano, ordenamiento territorial y colonizaciones al inescrupuloso,
erudito e ilustrado criollo peruano Pablo de Olavide, quien había nacido en
Lima y había estudiado aquí en el Real Colegio de San Martín y en la
Universidad de San Marcos. Y la segunda, que para el análisis de la obra de
ingeniería militar de Carlos III en
América debe tenerse en cuenta que el surgimiento de Río de la Plata como nuevo
centro geoestratégico llevó la corona a formular en 1765 el “II Plan de Defensa
del Caribe”, completado en 1779 con el “Plan Continental de Defensa” (Carrillo
de Albornoz: 2012, p. 48), lo que se tradujo en la construcción por doquier
de castillos, fuertes y ciudades
amuralladas.
En 1801, influido por el favorito Godoy, Carlos IV
aprueba la “Constitución para el Real Cuerpo de Ingenieros de España e Indias”,
que es la base para la creación en 1802 del Cuerpo de Zapadores y Minadores,
origen de la tropa de ingenieros. Y, así, se organiza en 1803 en Alcalá de
Henares el Regimiento Real de Zapadores-Minadores, que constará de 2
batallones, cada uno con cinco compañías: una de minadores y cuatro de
zapadores (Ferradis:2012, p. 99-100). El mismo rey, Carlos IV, aprueba la “Ordenanza
de 11 de julio de 1803”, con prescripciones para todas las ramas del
servicio del Arma. A partir de esta ordenanza, el 2 de mayo de 1805, apenas
tres años antes del inicio de la Guerra de la Independencia de España contra la
invasión napoleónica, el Cuerpo de Ingenieros, ahora ya con tropa a su
servicio, es reorganizado para convertirse en parte constitutiva del Ejército,
quedando igualados sus individuos en derechos y recompensas con los miembros de
las otras Armas del Ejército (Ferradis: 2012, p. 104).
Terminada
la Guerra de Independencia en España e instalado en el trono Fernando VII, el
Cuerpo de Ingenieros Militares y el Regimiento de Zapadores-Minadores quedan
sujetos a los vaivenes de la política española. Así, una orden de 1814 dispuso
la reorganización del Regimiento Real de Zapadores-Minadores, según lo
establecido en la Ordenanza de 1803. Como consecuencia de esta reorganización, este
sector del Ejército comienza a llamarse, a partir de 1815, Regimiento Real de
Zapadores-Minadores-Pontoneros y, en 1821 pasará a llamarse Regimiento Nacional
de Zapadores-Minadores-Pontoneros. Pero en 1823 Fernando VII desconoce la
constitución liberal por segunda vez, restaura el absolutismo y disuelve las
Armas que habían sido fieles a la Constitución, entre las cuales estaba el
mencionado Regimiento, el cual, en 1824, recupera el nombre de Regimiento de
Zapadores-Minadores-Pontoneros y en 1828 el de Regimiento Real de
Ingenieros.
Paralelamente
a este proceso de constitución del Cuerpo de Ingenieros y de su posterior
integración plena al Ejército, se creó, el
1° de septiembre de 1803, también en Alcalá de Henares, la Academia de Ingenieros, una institución
académica cuya dirección central es confiada a la Junta Superior Facultativa y
que cuenta, como apoyo pedagógico, con el Museo de Ingenieros y el Deposito
General Topográfico de Ingenieros (Ferradis: 2012, p. 101). En 1815, después de
las guerras napoleónicas, la Academia fue restablecida en Alcalá y traslada
luego, ya en 1833, a Guadalajara.
La
Academia de Ingenieros hacía gala de ser muy selectiva en el ingreso y de
contar con un riguroso plan de estudios que duraba 5 años y que abarcaba temas
técnicos y culturales (Ferradis: 2012, p. 134). A medida que avanza el siglo
XIX, el programa de formación de ingenieros militares se va enriqueciendo con
los conocimientos y tecnologías de la época, especialmente en los campos de
topografía, telegrafía, ferrocarriles y aerostática (Ferradis: 2012, p. 135).
Los inicios de la
ingeniería militar-civil en el Perú
Antes
de que se pensase en la necesidad de formar ingenieros militares, en el Perú de
fines del coloniaje hubo varios intentos de crear un colegio de minería o de
metalurgia. José Eusebio de Llano Zapata, José de Lagos, Pedro Subieta y,
finalmente, el Barón de Nordenflicht hicieron propuestas en este sentido (López
Soria: 2007, p. 29). La única que avanzó un poco, a partir de 1791, fue la de
Nordenflicht, quien creó un laboratorio químico mineralógico y trabajó
arduamente, pero sin éxito, para convertirlo en Academia o Colegio de
Minería. En el proyecto de Nordenflicht,
los estudios se organizan, siguiendo el modelo de las escuelas europeas de
minería, en 4 clases (López Soria: 2007, p. 37) y consisten en una formación
básica (química general y mineralógica, física, mecánica, hidráulica,
hidrostática, aerometría, geometría, arquitectura subterránea y diseño de
planos), enriquecida con ciencias y técnicas específicas de la exploración y
explotación minera como metalurgia, docimasia, orictognosia (ciencia de los
fósiles), geognosia (estudios de los depósitos minerales), geografía
mineralógica y ciencia de la exploración). Esta formación se completa con
estudios de economía y legislación minera.
A
diferencia de lo que ocurriera en México, en donde sí se fundó el Real
Seminario de Minería en 1792, en el Perú colonial la enseñanza de la ingeniería
estuvo ausente. Es curioso, sin embargo, anotar que entre los ingenieros
militares de la época de Carlos III en España, uno de ellos era peruano (buscar
referencia).
Cuando
comienza la época república, la visión que se tiene en el Perú sobre la
ingeniería está más ligada a la ingeniería militar que a la civil (López Soria:
2012, p. XVI). Debe tenerse en cuenta que la minería estaba en decadencia y que
la necesidad de completar el proceso de independencia acentuaba la importancia
de las ciencias y artes marciales. A pesar de esta circunstancia, la mirada del
general San Martín, fiel a la tradición de la ingeniería militar, presta
también atención a las obras civiles. En su condición de “Protector del Perú”, San
Martín emite en 1822 un decreto para normar el ejercicio de la ingeniería
militar, que por entonces se ocupa de “todas las obras de cualquier género de
arquitectura militar, civil o hidráulica que hayan de emprenderse en el
territorio del estado.” (Oviedo: 1862, T. XIV, n° 805, p. 232). El decreto
adapta a la nueva realidad la ordenanza real de 1803, que definía las
atribuciones del “cuerpo de ingenieros” Definidas las funciones de esta
institución en relación con los asuntos militares, el decreto sanmartiniano
establece que “También serán del cargo e inspector del ramo de ingenieros todas
las obras civiles y edificios públicos, cuyos costos se hagan de los fondos
municipales o del estado, como son la dirección de los caminos, zanjas, cercas,
vallados, terraplenes y explanadas, la construcción o reparo de los puentes
públicos, las cañerías, fuentes, etc.”. El
comandante general de ingenieros debe, por tanto, informar al gobierno no solo
sobre lo relativo obras de fortificación y defensa sino, además, proponer
“cuanto conduzca a hermosear los pueblos, consultando su utilidad y
conveniencia”. Corresponde, finalmente, al Cuerpo de Ingenieros Militares
levantar planos de todas las obras y edificios públicos, y conservando dichos
planos en el depósito general del ramo. El reglamento aprobado por San Martín
siguió vigente hasta, al menos, 1834 (Oviedo: 1862, T. XIV, n° 807, 234).
Pero
la amplitud de la función de la ingeniería militar se fue reduciendo durante
las primeras décadas del régimen republicano en el Perú. Mientras, por un lado,
el científico y tecnólogo Mariano Rivero y Ustáriz insistía en la necesidad de
crear una escuela de ingeniería de minas –de hecho, consiguió crear un Colegio
de Minería en Huánuco-, por otro lado, el desarrollo de las obras civiles –y,
poco después, de los ferrocarriles- fue haciendo imprescindible la
participación de técnicos y profesionales expertos en las diversas ramas de la
ingeniería. A estos expertos se les llama, en la literatura de la época,
“artistas” o profesionales de “artes liberales” y, en algunos casos,
“ingenieros civiles”, para distinguirlos de los “ingenieros militares”. Pero se
presentaban dos problemas: en el Perú de inicios de la etapa republicana había
muy pocos de estos profesionales y a los que había o pretendían tener las
competencias para este ejercicio profesional había que acreditarlos. Lo primero
se solucionó convocando a ingenieros extranjeros, principalmente franceses,
ingleses y polacos, y para resolver el asunto de la acreditación se recurrió a
una institución de venía de la época colonial, el Cosmografiato. El cosmógrafo
mayor y, por comisión de este, sus tenientes en los departamentos se
encargarían de revalidar los títulos de los arquitectos y alarifes, y de
examinar a quienes tenían las competencias pero no el título, según un decreto
ministerial de 1840 (Oviedo: 1862, T. IX, n° 416, p. 68), que es corroborado
por otros decretos hasta 1853.
En 1852,
cuando estábamos ya en la época de la “prosperidad falaz” (Basadre) y de inicio
de las obras públicas de envergadura gracias a los recursos reportados por la
negociación del guano, el gobierno de José Rufino Echenique contrató en París a
los ingenieros franceses Carlos Faraguet y Emilio Chevalier y al ingeniero
polaco Ernesto Malinowski para diseñar y dirigir los trabajos públicos de
ingeniería (Basadre: 1969, p. 322). Incorporados los ingenieros mencionados al
servicio del Estado peruano, se creó en enero de 1853 la “Comisión Central e
Instituto de Ingenieros Civiles” (López Soria: 2012, p. XVII) con el encargo de
dirigir y ejecutar los trabajos y elaborar los informes de las obras públicas
que se realicen en el país, además de trazar los planos y hacer el
reconocimiento geográfico del territorio. Esta Comisión sustituye al
Cosmografiato en la función de acreditación de ingenieros y arquitectos y, por
otra parte, a ella se le encarga formar a los futuros profesionales de estas
áreas. A fin de facilitar el reclutamiento de alumnos para esos estudios, una
disposición del 29 de abril de 1853 del Ministerio de Gobierno y Relaciones
Exteriores manda que los directores de los colegios nacionales inviten a sus
alumnos a seguir los cursos para la profesión de ingeniero civil, debiendo el
Ministerio de Educación encargarse de hacer cumplir esta orden.
El
ingeniero Faraguet, nombrado director de la nueva institución de enseñanza,
prepara el reglamento de la Escuela Central de Ingenieros Civiles, que es
aprobado por ley del 28 de junio de 1853 (Oviedo: 1862, T. VI, n° 2488, p. 284-288).
La Escuela queda bajo la dependencia del Ministerio de Gobierno y se propone
formar ingenieros para la ejecución de los trabajos públicos que realice el
Estado y los que se refieran a la explotación de minas. Los estudios en este
nuevo centro de enseñanza se organizarían en cuatro áreas: vías de
comunicación, irrigaciones y obras hidráulicas, fortificaciones permanentes y
explotación de minas. Como vemos, nuevamente la ingeniería de fortificaciones,
de diseño y construcción de obras civiles y de explotación de minas siguen
caminando de la mano a mediados del siglo XIX.
A
pesar de las buenas intenciones, la Escuela no llegó a funcionar realmente,
pero quedó sembrada la semilla de la Escuela de Ingenieros que se fundaría en
1876. Lo que sí se puso en marcha fue la acreditación de profesionales para el
ejercicio de la ingeniería. Constituido el Cuerpo de Ingenieros y Arquitectos
del Estado, el reglamento de esta institución, aprobado en marzo de 1860,
establece que ella tiene por objeto proyectar, ejecutar y vigilar las obras
públicas, examinar el territorio nacional, reconocer sus riquezas minerales y
acreditar las competencias de los profesionales para ejercer la ingeniería. El
Cuerpo sigue dependiendo del Ministerio de Gobierno, Policía y Obras Públicas,
y sus profesionales se agrupan en tres ramos: vías de comunicación e
irrigaciones, geografía y minas. Como puede advertirse, desaparece la función
relacionada con las fortificaciones, pero la nueva institución hereda de la
historia de la ingeniería militar, al menos, dos aspectos: primero, el nombre
mismo de “Cuerpo”, y, segundo, la organización de sus miembros en categorías
jerarquizadas (ingenieros de los niveles primero, segundo y tercero; y
ayudantes también de tres niveles escalonados) (El Peruano: 1860, año 19, n°
38, p. 71). Por otra parte, algunas de las funciones atribuidas a los nuevos ingenieros
con las que tuvieran antes los ingenieros militares. A los ingenieros de vías
de comunicación e irrigaciones se les encargan obras de construcción de
puentes, canales, faros, muelles y canalización de ríos para volverlos
navegables, y a los ingenieros geógrafos les tocar observar y hacer mediciones
astronómicas, barométricas, geodésicas y topográficas para hacer planos y
elaborar el mapa general del Perú. Finalmente, no deja de ser significativo que
a la profesión se le llame, en general, ingeniería civil” para distinguirla de
la ingeniería “militar”. Hasta podría decirse que la ingeniería militar siguió
existiendo, pero resignificada y ampliada como ingeniería civil.
Años
más tarde, en 1872, cuando ya Pardo y el civilismo están en el poder, es
reorganizado el Cuerpo de Ingenieros y Arquitectos del Estado. Entre
las atribuciones asignadas a sus secciones sigue habiendo algunas que recuerdan
las que antes tuviera la ingeniería militar, como el trazo y construcción de
canalizaciones, muelles, faros y edificios públicos (aduanas, almacenes
fiscales, cárceles centrales, etc.), además de observaciones meteorológicas,
geodésicas y astronómicas.
En
general, lo que se advierte claramente es que, frente al predominio de la
ingeniería militar en el siglo XVIII, un predominio funcional al absolutismo
practicado por los monarcas del “despotismo ilustrado”, en el siglo XIX, a
medida que la sociedad civil se va fortaleciendo y desplazando de los ámbitos
del poder a la realeza, la nobleza y el alto clero, la ingeniería se va
desmilitarizando, ampliando su campo de intervención, para atender las
necesidades del proceso de industrialización, y convirtiéndose en una profesión
de civiles. Paralelamente, el ejercicio de la ingeniería se va también
desestatizando, a tono con el liberalismo ambiental que tiende a disminuir las
competencias del Estado para fortalecer las de la sociedad civil y privatizar
el ejercicio profesional. Estos procesos son convergentes con los de democratización
de poder y laicización de la sociedad.
Los primeros años de la Escuela de
Ingenieros y la enseñanza militar
Cuando
en 1876 se crea la Escuela de Ingenieros, el presidente civilista Manuel Pardo
confía, sin embargo, esta nueva institución a un ingeniero, el polaco Eduardo
de Habich, que no solo se había formado inicialmente en la Academia de
Ingeniería Militar de San Petersburgo (López Soria: 1998, p. 1-5), había sido
miembro del Ejército de los zares de Rusia y, luego, uno de los conductores de
revolución polaca contra el poder ruso, sino que, además, se había formado como
ingeniero civil en la Escuela de Puentes y Calzadas de París y allí había
aprendido que la ingeniería era una profesión que estaba esencialmente al
servicio del Estado y que no era ajena a las necesidades de defensa del país.
La
prueba de fuego para dar muestras concretas de esta manera de entender la
ingeniería llegó, para Habich y para la Escuela, muy pronto, con ocasión de la
guerra con Chile. Iniciado el conflicto bélico en abril de 1879, en junio el
profesor de tecnología, Mariano Echegaray, es convocado para reforzar las
baterías del Callao y en agosto el profesor de arquitectura, Teodoro Elmore, se
encuentra en Arica realizando trabajos de fortalecimiento de la defensa de la
ciudad. Aunque los alumnos cuentan con instrucción militar, se les exime al
comienzo de la guerra de participar en ella, como a todos los alumnos de los
establecimientos de instrucción. Pero poco después, cuando Piérola se convierte
en jefe supremo de la República, el nuevo gobernante decreta la movilización de
la ciudadanía (López Soria: 2012, p. 84). Los profesores y alumnos de la
Escuela quedaron enrolados en la sección de ingenieros del Estado Mayor, que
dirigía Francisco Paz Soldán, profesor de topografía en la Escuela. Todos ellos
se incorporaron, a partir del 31 de agosto de 1880, a la Compañía de Zapadores en
calidad de oficiales para participar y dirigir los trabajos de defensa de Lima.
Uno de los primeros en caer fue Bartolomé Trujillo, profesor de minas, quien
murió en la batalla de Miraflores el 15 de enero de 1881.
El
edificio mismo de la Escuela, situado en lo es hoy la Casona de San Marcos del
Parque Universitario, fue ocupado por las tropas chilenas y todas sus
pertenencias (laboratorios, gabinetes, colecciones mineralógicas y biblioteca)
trasladadas a Santiago. En condiciones precarias y de penuria económica, la
Escuela continuó su trabajo, centrado en las ingenierías de minas y de
construcciones civiles. Terminadas la guerra y la ocupación, la Escuela se
dedicó a reponer los materiales de enseñanza de los que había sido despojada y,
al mismo, a pensar en nuevas profesiones. Entre ellas, en 1894, se propone la
creación de la sección de ingenieros
militares como una prolongación de la formación en “arte militar” que los
alumnos ya recibían (López Soria: 2012 p. 195).. Piensa el Consejo Directivo de
la Escuela que con un curso sobre fortificaciones podrían tenerse oficiales de
armas especiales o de Estado Mayor. Se decide, por eso, solicitar al gobierno
autorización para introducir en la Escuela un curso de arte militar y
fortificaciones. El ex alumno y ya profesor Federico Villarreal, ingeniero de
minas, ingeniero civil y matemático, se encarga de presentar en el Senado el
proyecto de creación de la Sección de Ingenieros Militares. A la propuesta se
suma pronto el parlamentario Ricardo Flores.
A
pesar de los esfuerzos de la Escuela, la especialidad de ingeniería militar no
llegó a crearse, pero sí aparecieron cursos y prácticas de formación militar y,
lo que es igualmente importante, comenzaron a matricularse como alumnos,
especialmente para ingeniería de construcciones civiles, guardias marina,
tenientes de la Armada Peruana y
oficiales de Artillería, Estado Mayor
y Marina de Guerra. El interés de los oficiales por estudiar en la
Escuela de Ingenieros es tan grande que el ministro de Guerra y Marina, en
1904, publica un oficio prohibiendo a los oficiales en servicio del Ejército y
de la Armada matricularse en los cursos de la Escuela.
En
1907, la dirección de la Escuela vuelve a insistir, sin éxito, en la
conveniencia de establecer una cátedra de arte militar, y en 1909 el profesor
Teodoro Elmore propone nuevamente que se solicite al gobierno autorización para
impartir formación en arte militar. Las gestiones para crear una sección
especial de ingeniería militar fueron infructuosas, pero sí se consiguió que
los profesores incluyesen en sus cursos de ingeniería algunos conocimientos de
arte militar, como puentes militares, reconocimientos rápidos, explosivos,
electricidad aplicada a la guerra, fortificaciones y geografía militar de las
poblaciones limítrofes (López Soria: 2012, p. 197).
Por
razones que tienen que ver con las condiciones geoestratégicas y
político-sociales de esos años (tensiones con nuestros países vecinos,
surgimiento de organizaciones antihegemónicas, clima prebélico en Europa, etc.),
el gobierno comenzó a ser más permeable a las iniciativas civiles de formación
en ingeniería militar durante la segunda década del siglo XX. Si bien la Misión
Militar Francesa había comenzado ya, desde fines del siglo anterior (1896), a
crear las condiciones para la profesionalización del trabajo militar,
especialmente con la creación de la Escuela que hoy nos alberga entre cuyas
divisiones estaba precisamente la de
artillería e ingenieros, comenzó a parecer conveniente que también los
civiles profesionales de la ingeniería contasen con la formación militar
suficiente para constituir una reserva técnica, especialmente en los campos de
comunicaciones y recursos de defensa. Y así, a iniciativa de la Escuela de
Ingenieros, con el informe favorable del
Estado Mayor General del Ejército, se aprueba en 1911 la introducción de cursos
y prácticas de artes militares para formar oficiales de reserva de artillería e
ingeniería militar (Cazorla: 1999, p. 77).
La
presencia de esta formación en la Escuela de Ingenieros ha sido ampliamente
descrita por mi colega Isaac Cazorla (Cazorla: 1999, p. 75-94). De la abundante
información que él aporta, resalto aquí algunos aspectos. El primero y más
importante es que el país cayó en la cuenta de la conveniencia de tener
oficiales de reserva con una sólida formación en las diversas ramas de las
ingenierías, completada con conocimiento y prácticas de la ingeniería militar. Los
alumnos accedían a la condición de suboficiales de reserva (cabos, sargentos y
jefes de sección), según iban avanzando en los estudios, hasta ascender a
alféreces de artillería o de subteniente de ingeniería, en ambos casdo de
reserva, al concluir los estudios, si efectuaban un período de dos meses de
práctica en un cuerpo de las Fuerzas Armadas. Los cursos estaban centrados en artillería,
para los alumnos de ingeniería de minas, y en ingeniería militar, para los
estudiantes del resto de las especialidades de ingeniería. Esta formación
complementaria, con una duración semanal de hora y media de teoría y otro tanto
de práctica, se impartió inicialmente en los tres últimos años de la carrera,
pero luego se extendió a todos los años. La Escuela siguió estando adscrita al
Ministerio de Fomento y, por tanto, la decisión sobre estos programas
complementarios de estudio y sobre los profesores que los impartían estaba en
manos de este Ministerio, previa consulta con el Despacho de Guerra y de
Marina. Siguiendo el modelo implantando en la Escuela de Ingenieros, la
formación militar se extendió luego a otros centros de enseñanza, como la
Escuela de Agricultura, la Escuela Normal de Varones y la Escuela de Artes y
Oficios. Finalmente, esta formación fue no solo aceptada sino recibida con
alborozo por el alumnado. En la Escuela de Ingenieros, tanto los profesores
como los alumnos estaban convencidos de que, por un lado, los conocimientos de
ingeniería eran fundamentales para la tecnificación de las acciones militares,
y, por otro, de que la disciplina militar era igualmente importante para el ejercicio
de la ingeniería.
Conclusión preliminar
Del
esbozo que acabo de presentar sobre la relación entre ingeniería militar e
ingeniería civil es fácil deducir que esta relación es bidireccional. Según los
momentos históricos, la mayor presencia de una de ellas puede difuminar los
perfiles de la otra, pero no borrarla por completo. Así, la preeminencia de la
ingeniería de corte militar en el imperio hispánico del siglo XVI al XVIII deja
un tanto en penumbra el desarrollo de la ingeniería civil, pero esta, al
fortalecerse en el siglo XIX, recoge los conocimientos y experiencias
acumulados por aquella.
Bibliografía
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del Perú 1822-1933. T. III. Segundo
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Ver en: books.google.com.pe/books?isbn=8493464317.
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Reino del Perú para su prosperidad, conforme
al sistema y práctica de las naciones de Europa más versadas en este ramo,
presentado de oficio al Superior Gobierno de estos Reinos por el Barón de
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el 31 de diciembre de 1859. Lima: Felipe Bailly.
Reglamento para el servicio de ingenieros y arquitectos del
Estado. El Peruano (1860). Lima, año
19, t. 38, 7 mar. 1860, p. 71-71.
[1]
Jorge Próspero de Verboom (1665-1744), de origen flamenco,
estudió ingeniería militar, matemáticas y fortificaciones en Bruselas, y,
estando al servicio del rey de España, además de proponer la creación del
Cuerpo de Ingenieros Militares, contribuyó a la creación en Barcelona de la “Real
Academia Militar de Matemáticas y Fortificaciones” en 1720 (Carrillo de
Albornoz: 2012, p. 62-72).
Muy interesante descripción de la historia de la Ingeniería Civil y Militar en nuestro Perú.
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