José Ignacio López Soria
Lo peor que le puede
ocurrir a la alicaída y vapuleada Iglesia Católica es, como ha sostenido Juan Arias (La República, 24/02, p. 22), elegir al
nuevo papa mirando hacia atrás, es decir, escogiendo a un cardenal que se
encargue de acabar con pedófilos y traficantes. Estas especies y otras de la misma ralea
abundan, por desgracia, en la “Santa Madre Iglesia”, y, al parecer, no faltan
en el seno mismo del privilegiado cuerpo de electores, los cardenales.
Nadie de sano
juicio duda de que esa operación de “limpieza moral” sea absolutamente
necesaria, pero ¿es, acaso, suficiente? Como cualquier institución con vocación
no solo de permanencia sino de presencia significativa en el aquí y el ahora, lo
que la Iglesia necesita con urgencia es aggiornamento,
ponerse al día, atreviéndose, como lo hicieran Juan XXIII, el Concilio Vaticano
II y la Teología de la Liberación, a asumir los retos que plantea la compleja
actualidad a la creencia. Si el diálogo fecundo con esta problemática, en
perspectiva portadora de valores, se convirtiese en ideal de la comunidad
cristiana, lo otro, la curación de los males que afectan a la Iglesia, sería visto
como un expediente necesario pero no suficiente para que la lucha por ese ideal
tenga credibilidad y eficacia.
Si este giro de
la perspectiva -de la curación al aggiornamento-
predominase en la elección del nuevo pontífice, la comunidad cristiana, desde
fuera de la capilla Sixtina, y los cardenales electores, desde dentro, deberían
pensar en un papa capaz de dialogar fructíferamente con el mundo. No se trata, sin embargo, de “ponerse al día”
para reconciliarse con la actualidad y “sacralizar” la violencia de que ella es
portadora en demasía. Lo que está en juego en el aggiornamento es recuperar para la creencia la potencialidad
crítica y propositiva que le viene a la comunidad cristiana de un mensaje
poblado de valores y heredado de la tradición pero, también, dispuesto a
enriquecerse y abierto a nuevos horizontes de sentido. Explorar qué tendencias,
en estos nuevos horizontes, apuntan a una convivencia justa, digna y solidaria
entre los hombres y de ellos con la naturaleza es algo que la teología, la
pedagogía y la práctica del aggiornamento tendrían que cultivar con esmero.
Yo no sé si hay,
acaso, entre los cardenales alguno que tenga la legitimidad, la disposición y
la capacidad necesarias para embarcarse en este difícil emprendimiento. Lo que
sí sé a ciencia cierta es que para ser elegido papa no es necesario ser
cardenal ni obispo. Y lo que también sé, como sabemos todos, es que entre
nosotros tenemos a un teólogo, el padre Gustavo Gutiérrez, de tamaño universal,
que reúne la virtud, en primerísimo lugar, la sabiduría meditada sobre el
mensaje cristiano, el conocimiento y la experiencia del mundo en el que
vivimos, el compromiso indesmayable con las causas justas, la disposición a
escuchar siempre al otro y aprender de él, la lucidez para descubrir la verdad,
la bondad y la belleza en donde ellas se encuentren, y, finalmente, la valentía
necesaria para un emprendimiento del tamaño del que estamos tratando.
Que un papa
renuncie es inusual en la historia de la Iglesia, como es inusual que un
sacerdote de a pie sea elegido sumo pontífice. Pero la renuncia de Benedicto
XVI, más allá de la lluvia de informaciones y especulaciones, se produce en
tiempos en que la Iglesia ha perdido el paso. Y, cuando una institución pierde
el paso, lo que se necesita como conductor es una persona que, con una
legitimidad ganada a pulso, se atreva a pensar el mensaje y la vida cristiana
en perspectiva innovadora y no solo sanadora. ¿Y por qué ese conductor no
podría ser Gustavo?
Debo dejar,
finalmente, constancia explícita de que no he cruzado sobre el tema una palabra
ni con el propio Gustavo ni con su círculo de amigos y seguidores. Es más,
hasta me atrevo a pensar que mi ocurrencia no será del gusto de Gustavo. Pero a
lo que voy, más allá de la locura de proponer a nuestro teólogo como candidato
al papado, es a la cordura que la Iglesia necesita para elegir a un papa que
tienda puentes entre la actualidad y el mensaje cristiano.
Creo que la institucionalización de las doctrinas terminan traicionándolas y Jesús ha sido sistemáticamente traicionado por su Iglesia Pero creo que hoy hay dos Iglesias la de Vida verdadera en Cristo y la del poder que ha claudicado ante las tentaciones que acosaron a Jesús en el monte. Quizás el P. Gustavo ó un Padre Gustavo, con su fuerza y su irreductible pureza y entrega podría marcar un cambio como lo hizo Juan XXIII, en medio del marasmo del poder que día a día traiciona el mensaje de Jesús, sería lo que millones desearíamos en hermosos sueños de una auténtica, profunda, comprometida vida cristiana.
ResponderEliminarNo recuerdo si te contesté, pero coincido contigo y te cuento una anécdota, ahora que ya Gustavo no será papa. Envié, antes de la elección, mi artículo a La República, pero no lo publicó. Cuando G. celebró no recuerdo si sus 50 años de sacerdote y vino al Perú, siendo ya dominico, se le hizo un homenaje en la iglesia Santo Domingo, con una misa celebrada por él. En el templo no cabía un alfiler. A la salida, estábamos conversando Mirko Lauer, Joselo García Belaúnde, Toño Cisneros y yo. Se los acercó Luis Peirano, el hoy ministro de cultura, y nos comentó: "nunca he visto tanto ateo en una iglesia".
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