José Ignacio López Soria
Publicado en: Giusti, M; G. Gutiérrez y E. Salmón (eds.). La verdad nos hace libres. Sobre las relaciones entre filosofía, derechos humanos, religión y universidad. Lima: Fondo Ed. PUCP, 2015, p. 475-500.
Introducción
Tengo que aclarar, desde el inicio, que lo que pretendo aquí es avanzar en la formulación precisa de una hipótesis y juntar materiales para probarla o, si fuera el caso, descartarla. Con carácter absolutamente preliminar, la hipótesis podría formularse así: lo que hicimos en las dos primeras décadas del siglo XIX fue la “(des)fundación de la república”. Daré cuenta de “hechos” históricos, es cierto, pero lo que me interesa es “pensarlos” e “interpretarlos” desde las perspectivas que abren algunas corrientes de la actual filosofía política. La proximidad del bicentenario de la independencia es una invitación a pensar tratando de encontrar algunas claves de lo que hoy nos constituye como comunidad histórica
A excepción de la primera, (desfundación), no me extenderé en la presentación de las categorías que voy a utilizar. Tengo, al menos, que dejarlas indicadas y añadir que me vienen de las corrientes de pensamiento que, partiendo de la “filosofía de la sospecha” (Marx, Nietzsche y Freud), recogen algunas categorías de Heidegger, Schmitt, Gramsci y Arendt, y las recrean desde un perspectiva a la que se llama la “izquierda heideggeriana” y no porque se venere a Heidegger, sino porque se aprovechan, principalmente, dos categorías clave del filósofo alemán: la diferencia ontológica y el fundamento como abismo. Me refiero a autores como C. Lefort, J.-L. Nancy, E. Laclau, Ch. Mouffe, A. Badiou, O. Marchart, D. E. Klocker, A. Honneth y N. Fraser. Pero tengo que añadir que, citándolos o sin citarlos, la lectura de autores como H.-G. Gadamer, G. Vattimo, S. Žižek, J. Habermas, Ch. Taylor, J. Rawls, A. MacIntyre y algunos de la llamada Escuela de Birmingham, además de E. W. Said, G. Ch. Spivak, D. Chakrabarty, P. Chaterjee, H. Bhabha, E. Dussell, A. Quijano y R. Fornet-Betancourt ha enriquecido significativamente mi perspectiva.
Usaré “des)fundación” para referirme a que la fundación de la república se hizo sobre bases tan débiles que el “acontecimiento” mismo de fundar fue ya un asomarse al abismo. En realidad, toda república moderna carece de un fundamento estable (lo que no significa que carezca de fondo en absoluto). En nuestro caso, esta situación se agrava por varias razones: a) falta de un discurso capaz de proveer de sentido a lo que se estaba haciendo y, así, quedaron desconectados el hacer gobierno y el hacer sociedad; b) maridaje en vez de divorcio entre ejercicio del poder político e intereses privados; c) sobreconcentración en el diseño y puesta en escena de la forma de gobierno (“la política”), con desatención a la conformación de una sociedad nueva (“lo político; d) queda fuera del ejercicio de la ciudadanía la inmensa mayoría de la población adulta y sus diversas agendas.
Otras categorías e ideas recurrentes en el texto son: “marcadores de certeza” (Lefort); “ontología débil” (Vattimo); los tres momentos del proceso de la “modernidad” (el inicial y su relación con la colonización -Quijano-, el de maduración y su relación con el liberalismo y la ilustración, y el de cuestionamiento actual del proyecto moderno); el “acontecimiento” (Badiou, Lefort) ; la distinción entre “independización” (proceso político) y “liberación” (proceso social); la diferenciación entre “lo político” o puesta en forma de lo social (mise en forme), “la política” como puesta en escena del gobierno (mise en scène) y la provisión de sentido al conjunto a través del discurso (mise en sens) (Lefort); la matriz teológico-política de las monarquías modernas (Lefort); la democracia como ingreso al mundo de la indeterminación y la contingencia; hegemonía, diferencialidad y equivalencialidad, democracia antagónica y democracia agónica (Gramsci, Laclau, Mouffe y otros).
Lo que presentamos a continuación forma parte de un trabajo mayor de carácter histórico-filosófico. Aquí nos fijaremos en el aspecto discursivo, es decir en la dimensión de provisión sentido al proceso de la independización. Lo avanzado en el estudio de esta variable y otras de este proceso me permite suponer –recuérdese que estamos en el momento de la formulación de la hipótesis-, primero, que los afanes de los independizadores se concentraron en la puesta en escena de un gobierno republicano (“la política”) más que en la puesta en forma de una sociedad democrática (“lo político”), y, segundo, que el discurso fue tan pobre que no logró dar sentido al todo social (proveerle de marcadores temporales y contingentes de certeza) y, por tanto, no consiguió la articulación transitoria entre el gobierno y la sociedad. Quedó, así, instalada en el Perú una contradicción –más aguda de lo que ocurre en otras sociedades- entre “la política” (puesta en escena de un gobierno republicano independiente) y “lo político” (puesta en forma de una sociedad democrática), lo que de alguna manera explica la dificultad para elaborar un discurso provisor de sentido a esa supuesta totalidad.
Dadas las condiciones de publicación del trabajo, me fijaré aquí solo en dos testimonios discursivos, la Sociedad Patriótica y el Solitario de Sayán.
Sociedad patriótica
Por decreto del 10 de enero de 1822 (De la Puente, 1974, XIII, 1, 406-408) se crea la “Sociedad Patriótica de Lima”, cuyos 40 miembros, escogidos de entre los más ilustrados (nobles, presbíteros, doctores en derecho y otras disciplinas, militares de alta graduación y ministros de Estado), deben “discutir todas las cuestiones que tengan un influjo directo ó indirecto sobre el bien público …”. A pesar de que los temas de trabajo originalmente propuestos eran de índole preferentemente académica y social (agricultura, arte y comercio; ciencias físicas y matemáticas; filosofía especulativa; y bellas artes), el presidente de la nueva institución, Bernardo Monteagudo, propuso desde el comienzo los siguientes temas: “1. ¿Cuál es la forma de gobierno mas adaptable al estado peruano, según su extensión, población, costumbres y grado que ocupa en la escala de la civilización? 2. Ensayo sobre las causas que ha retardado en Lima la revolución, comprobadas por los sucesos posteriores. 3. Ensayo sobre la necesidad de mantener el orden público para terminar la guerra, y perpetuar la paz.” (413). La Gaceta del Gobierno dio cuenta de este asunto el 23 de febrero de 1822. En la sesión del 1º de marzo se abrió el debate sobre el primer punto, la forma de gobierno más adaptable al Perú, siendo el principal orador el presbítero José Ignacio Moreno.
Antes de entrar en el análisis del tema es preciso tener en cuenta, en primer lugar, el carácter elitista de la composición de los miembros de la Sociedad. Evidentemente estaba ausente el “pueblo”: la plebe y los sectores medios urbanos, los gremios de artesanos, los pobladores andinos y amazónicos y los esclavos. En segundo lugar, si la preocupación hubiese estado centrada en una transformación social, los académicos podrían haber comenzado reflexionando sobre el primer tema (agricultura, arte y comercio) que, según el reglamento de la Sociedad, comprendía asuntos como “las Culturas y Manufacturas explicadas en su teoría y práctica, y sus objetos usuales, tanto en las artes agrícolas, cuanto en las fábricas que pueden establecerse en el Perú. Las experiencias en economía rural, y los descubrimientos en las artes matemáticas que pueden adoptarse en el país. Todo lo concerniente á promover y fomentar el comercio en todos sus ramos.” (409). Pero, como hemos anotado en la introducción, el vector principal de los afanes independentistas fue la mise en scène (la puesta en escena) de la nueva estructura política más que la mise en forme (la conformación o puesta en forma) de una nueva sociedad en lo que consiste lo político. Cuando se necesita la mise en sens, es decir la dación o provisión de sentido, a través del discurso, de aquello que se estaba haciendo, no es raro que el interés de los independentistas se concentre en el debate sobre la forma de gobierno (puesta en escena) o institucionalidad política.
En la apertura de la Sociedad, su presidente, Bernardo Monteagudo (446-449), pronunció un breve discurso enfatizando que, gracias a las victorias de San Martín, era posible dar rienda suelta a “la libertad de pensamiento” y la difusión de las luces para que el despotismo no se aproveche de la ignorancia y los peruanos, a partir de este “primer momento racional” vuelvan a ser hombres. “La ilustración es el gran pacificador del universo, y todos los que se interesan por el órden deben propender á ella, como único arbitrio para poner término á la revolucion …”. Frente a la ignorancia, que es la madre de todos los males, “las luces dan al hombre el poder de dominarse á sí mismo, y de dominar en cierto modo á la naturaleza”. Instituciones como la Sociedad hacen que se extiendan “los principios de una sana filosofía” y que “el amor al órden, á la libertad y á las leyes” se fortifique, de tal manera que cuando terminen los combates por la independencia acabe la revolución y comiencen los tiempos de una paz inalterable. Porque no hay relación más íntima que la que existe entre la ilustración y el orden público. En un ambiente así prosperan las ciencias y las artes, cuyo progreso transforma a los pueblos, y estos se alejan de la ignorancia que equivale a esclavitud y anarquía. En la Sociedad se junta la sabiduría de todos aquellos que “estamos unidos por el sagrado lazo de un mismo juramento.”
Luego del acto inaugural y del cumplimiento de los protocolos del caso, el primero en entrar en escena fue el teólogo guayaquileño José Ignacio Moreno, quien se sentía próximo a Montesquieu y especialmente a De Maistre, como han mostrado Altuve-Febres (2008), Paredes (2013) y Rivera (2013). La pregunta propuesta parece recoger, en más de un aspecto, las ideas tanto de El espíritu de las leyes de Montesquieu, de 1748, cuanto de Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano de Condorcet, de 1793-1794. Desde el inicio de su célebre tratado, Montesquieu deja establecido que “Las leyes, en su significación más amplia, son las relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas …”(1922, 1, traducción mía) . Después de considerar que los seres son de diverso tipo y que cada tipo debe atenerse a la ley natural que le es propia, se refiere a las leyes positivas (derecho de gentes, derecho político y derecho civil), y particularmente al derecho civil y político de una determinada sociedad, dejando sentado como principio general que “el gobierno más conforme a la naturaleza es aquel cuya disposición particular se adapta mejor a la disposición del pueblo para el cual está establecido.” (1922, 6). Por su parte, Condorcet, en el libro mencionado, divide el progreso humano en diez etapas que resume, sin embargo, en tres efectivas y una posible (2005, 43-44). La primera de estas tres se refiere al hombre “menos civilizado” que, pese a sus limitaciones, consigue elaborar un lenguaje articulado y basándose en él y en ciertos principios morales logra construir un cierto orden social. La etapa intermedia cuaja plenamente en Grecia gracias al dominio de ciertas artes, el comienzo del conocimiento científico, la expansión del comercio y el perfeccionamiento y difusión de la escritura alfabética. La tercera etapa, la del Siglo de las Luces, se caracteriza principalmente por poner el énfasis en la observación y ordenamiento de los hechos reales y en las verdades útiles, pero, además y principalmente, porque, siendo ilimitada la posibilidad de progreso humano, la época que le tocó vivir a Condorcet estaba poniendo las bases de una cuarta etapa, aquella en la que reinarían las luces, la libertad, la virtud y el respeto por los derechos del hombre. En defensa de las ideas e instituciones tradicionales (la monarquía y el papado) saldría pronto Joseph de Maistre, principalmente con sus escritos Consideraciones sobre Francia, de 1797, y Del Papa, de 1819, el primero de los cuales, como nos recuerda Cattoggio (2005), es una respuesta al escrito de Benjamin Constant de 1796 titulado De la force du gouvernement actuel et de la neccesité de s’y rallier.
Con esta breve alusión a los antecedentes, veamos ahora la posición de Moreno. Después de exponer los abusos e inconvenientes de las diversas formas de gobierno, Moreno observó que “el mayor de los males era la oclocracia y tras ella la anarquía, en que suele degenerar la democracia". Hecha esta advertencia inicial, que marca ya un derrotero, Moreno, fiel al espíritu de pregunta -que supone la existencia de una “escala de civilización” y de las tres formas clásicas de gobierno (monarquía, aristocracia y democracia), establece como primera proposición que “la difusión del poder político está en razón directa de la ilustración y civilización del pueblo, y en razón inversa de la grandeza del territorio.” (De la Puente, 1, 420) Para que haya democracia es preciso que “el pueblo adquiera luces para conocer sus verdaderos intereses, y deliberar de común acuerdo sobre ellos…” (421). Mientras esto no ocurra
“le es mas útil y conveniente, antes que quedar expuesto á las divisiones intestinas que son siempre el fruto de la ignorancia y de la desigualdad de la fuerza física entre los ciudadanos, concentrar la fuerza moral, y obedecer á uno solo. Este sistema de gobierno … es el más conforme a la naturaleza y no exige grandes esfuerzos de la razón para establecerse …; mientras que la Democracia es un refinamiento de la política, supone luces avanzadas sobre la naturaleza de la sociedad civil …” (421)
Dado el grado de civilización y de ilustración, Moreno sostuvo que, por ahora, al Perú no le convenía otra forma de gobierno que la de la monarquía. La etapa colonial de dominación española ha sido como la infancia política para el Perú. Solo ahora, con la liberación, comienza a hacerse la luz, pero esta no llega por igual a todas las clases de ciudadanos, sino que, más bien, está en el corto número de hombres ilustrados que habitan la capital y algunas ciudades, pero los que pueblan tanto las partes altas como las bajas del Perú yacen aún en “las tinieblas de la ignorancia”.
El gobierno debe ser solo de uno, pero el monarca debe auxiliarse de las luces de los sabios y atenerse a las leyes fundamentales que establezca el Congreso Nacional para la grandeza, prosperidad y gloria del país. Por otra parte, pese al carácter suave de los peruanos debido al benigno clima del que gozan, existe una gran heterogeneidad en la población por estar “compuesta de tantas y tan diversas castas, cuyas inclinaciones y miras han sido hasta ahora opuestas, con los diversos matices de color que las señala, para deducir de este principio el inminente riesgo de la concordia, si se establecía un Gobierno puramente popular.” (422) Este riesgo es en el Perú más alto que en el resto de América. Tradicionalmente, además, no se ha cultivado el amor a la patria y, por tanto, el pueblo no puede elevarse al grado de virtud que se necesita para el gobierno republicano.
Moreno alude también a que en el Perú no se conoce otro gobierno que el monárquico y, consiguientemente, la gente está habituada a obedecer a reyes y a aceptar que es normal que haya distinciones, honores y desigualdad, todo lo cual es incompatible con la democracia. El pueblo, especialmente el indígena, quiere a sus monarcas porque estos, en el caso de los incas, los sacaban de la condición de “bestias” para elevarlos a la dignidad de hombres. “Pretender, pues, planificar entre ellos la forma democrática, sería sacar las cosas de sus quicios y exponer el Estado á un trastorno …” (422).
La historia –sigue argumentando Moreno- muestra que la democracia se da solo en pequeños territorios, mientras que en los Estados con territorios amplios hubo siempre monarquías. Porque en política la ley de que a mayor extensión territorial y poblacional mayor necesidad de concentrar el poder es tan válida e indubitable como la ley de la gravitación en física. En Estados con territorio extenso y población dispersa no es posible la participación de los ciudadanos en la elaboración de las leyes, ni siquiera a través de representantes. En las verdaderas democracias el sufragio es siempre personal. Tampoco el gobierno federal es una buena solución. Moreno, valiéndose de un verso de la Ilíada, termina sosteniendo que no es bueno que muchos manden, debe mandar solo uno.
Como puede advertirse, el presbítero Moreno no hace sino responder a la pregunta ateniéndose al espíritu en el que ella había sido formulada por Bernardo Monteagudo, con la anuencia de San Martín. Si la introducción de la magnitud y las costumbres hacía que la pregunta llevase ya implícita la idea de que la democracia remitía a las ciudades griegas, el añadido del “grado de civilización”, recogido de la tradición iluminista, invitaba a pensar una forma de gobierno que permitiese a la élite ilustrada gobernar al pueblo sin las angustias y sobresaltos que habían ocurrido en Francia y estaban ocurriendo en los países liberados del dominio español. La intervención de Moreno dio lugar a un debate que se prolongó por varias semanas.
En la sesión del 8 de marzo de la Sociedad Patriótica, le tocó al Dr. Manuel Pérez de Tudela presentar su propia intervención (De la Puente, 1974, XIII, 1, 425-428 y 455-460). Pérez de Tudela comienza repasando ideas que muchos de sus oyentes, si no todos, conocían bien. El hombre se reúne en sociedad para socorrerse mutuamente organizando un Estado que responde a las circunstancias concretas en las que ello ocurre y, naturalmente, a la capacidad o luces de los asociados para conocer y responder a esas condiciones. Hasta aquí no se pasa de Montesquieu y de Hobbes. En la segunda parte de Leviatán, de 1651, Hobbes (1984, 180) deja establecido que “los hombres se ponen de acuerdo entre sí, para someterse a algún hombre o asamblea de hombres voluntariamente, en la confianza de ser protegidos por ellos contra todos los demás.” A esto le llama “Estado por institución”, diferente del “Estado por adquisición” que es producto de la guerra y el dominio de un pueblo sobre otro.
Pero nuestro expositor no se queda en Hobbes. Siguiendo el liberalismo inglés, considera, como Locke, que la sociedad civil se va formando lentamente y consiste “en la libertad de los societarios, en la seguridad de su fortuna, en su igualdad ante la ley, en su reunión contra el enemigo común, en la fidelidad de los pactos, y en la oposición á todo aquel que intente perturbar el orden.” (De la Puente, 1: 455). Citando el voluminoso Cours d’étude pour l’instruction du prince de Parme, que Condillac escribirá en la segunda mitad del siglo XVIII, Pérez de Tudela se pregunta cómo conformar una sociedad en la que todo eso sea posible. Las respuestas han sido diferentes, según los diversos pueblos. En algunos casos, “se ha dividido la soberanía entre diferentes cuerpos y magistrados, anhelando por un equilibrio que evite la preponderancia, la reunión de los tres poderes, y la autoridad absoluta y arbitraria.” (456) Dada la inevitable existencia de tensiones entre los diversos poderes, lo importante es contar con leyes fundamentales para evitar la ruina del Estado. En cualquier caso, es conveniente tener presente que en política el “equilibrio es un fantasma”, cuando se cree que se ha llegado a él, comienza nuevamente el desequilibrio de los poderes. Lo importante, en definitiva, es “reglar el uso del poder soberano, de modo que los ciudadanos sean sustrahídos [sic] de toda autoridad arbitraria, y que la fuerza sea empleada únicamente en reprimir la licencia.” (456)
El Perú es “un pueblo libre, soberano é independiente” y, por tanto, debe elegir el gobierno “que exijan sus necesidades y facultadas combinadas con las circunstancias” que le son propias. Se necesita para ello información de la que no disponemos, pero en el Perú se ha dado un progreso de los conocimientos que hace temblar a la tiranía española y hay las luces suficientes para el autogobierno. “Guardémonos de decir que no hay luces en el Perú. El que al acento sagrado de la libertad permanece aun en su antigua apatía y conserva esas ideas góticas es indigno del nombre Peruano. El perjudica al sistema infundiendo el desaliento en los pueblos aun esclavos. El prepara la división de la capital con las provincias y sostiene el yugo de nuestros antiguos opresores.” (458)
Pérez de Tudela asevera, además, que “jamás el indígena será un obstáculo para la eleccion de un gobierno sabio y paternal.” (458) Siendo como es “patriota por naturaleza”, el indígena “ha procurado siempre, aunque con mal suceso, recobrar la antigua independencia del Perú” (458) y, con su continua agitación, ha probado que “el pueblo conquistado permanece siempre en revolucion”. Ha sido también capaz de conservar su idioma y sus costumbres y no ha dejado nunca de odiar a lo español. Por su parte, otro colectivo de la sociedad peruana, el de ascendencia africana, ama también la libertad “por carácter” y, finalmente, el descendiente de los conquistadores “sabe que el hombre debe liberar, no conducirse por imitación” y, olvidado de sus títulos, honores y rango, todos cooperan a la independencia. Es decir, “Todos, todos están en la firme conviccion de que su interés está firmemente unido con la conservacion y prosperidad del Estado, en que consiste el verdadero patriotismo.” No se puede negar que en el Perú hay heterogeneidad, pero está “en los colores, no en el espíritu, no en el carácter, no en el deseo de la felicidad común.”, porque “el alma es igual en todos los ángulos del planeta que habitamos.” (458) El Perú es libre porque cuenta con todos los elementos y condiciones para serlo, incluso con líderes para llevar al pueblo a la libertad, aunque sea a pesar suyo, como ocurrió en Norteamérica, en donde la independencia no fue fruto de la voluntad del pueblo sino de sus líderes. Lo que sí se requiere es que todos los pueblos americanos se unan para fortalecer su libertad: “el gobierno que elijamos no debe causar celos á los demas estados independientes, ni sembrar la menor división. Todos aspiramos a la libertad, y no podemos conseguirla, sino reuniéndonos contra el déspota común y sus satélites.” Por tanto, el gobierno del Perú debe ser el que “exijan sus necesidades y ventajas combinadas con las circunstancias”. Pérez de Tudela concluye con una reflexión de filosofía política:
“Estamos en el principio de los tiempos: nuestra sociedad se va a formar, como si el mundo hubiese acabado de salir de las manos de su creador; y teniendo en nuestra ventaja la esperiencia [sic] y las luces de tantos siglos, y sus trastornos y revoluciones, seríamos responsables á nuestra numerosa posteridad, eligiendo un gobierno contrario á los augustos é inmudables fundamentos que dan para una feliz constitución, la localidad, la opinión, las luces, el espíritu público, y últimamente la imperante marcha de los sucesos, y la tendencia general de los hombres y los pueblos.” (460)
Termina recordando, con Virgilio, que la discordia de los ciudadanos conduce a la miseria.
A continuación el Dr. José Cavero y Salazar argumentó que era preciso distinguir entre la monarquía misma y el ejercicio abusivo que de ella habían hechos los reyes españoles. Si se consigue moderar el poder de los reyes, en un régimen monárquico se puede ser libre y feliz, porque gracias a la representación nacional “queda intacta la libertad de los pueblo”, ya que “un monarca constitucional, no es mas que un delegado perpetuo, sugeto á precisas restricciones.” (De la Puente, 1, 460)
El también presbítero Mariano Arce, al hacer uso de la palabra, le recuerda a su colega Moreno que la época de los grandes y bellos discursos providencialistas, a lo Bossuet, ya había pasado. Un discurso como el de Moreno era “mas á propósito para afianzar el Trono y el Altar” (428) que para debilitarlos. Además, aduce Arce, Moreno ha leído selectivamente a Montesquieu, olvidando la división de poderes y la necesidad de los gobiernos de fundarse en los derechos generales y no en los particulares. La forma de gobierno más conveniente es aquella que establece la división de poderes y, para ello, había que formar un congreso constituyente y legislativo. Arce considera que, a pesar de lo sostenido por Montesquieu, el sistema representativo permitía que se estableciese el gobierno republicano tanto en los Estados con territorios pequeños como en aquellos con grandes territorios.
Se produce luego un debate sobre la procedencia del posible monarca (del mundo incaico, de una casa real europea, o tal vez un líder de la independencia como San Martín), pero pronto se corta la discusión y se recuerda a los “académicos” que el debate es solo teórico. El ministro de hacienda y vicepresidente de la Sociedad, Hipólito Unanue –quien en la Sociedad Patriótica contemporizó con las ideas de Monteagudo-, insistió en que el debate se centrase en el tema expresado en la pregunta, para “aplicar luego estos principios al Perú, refiriéndose siempre a las circunstancias expuestas: que el señor Moreno había desenvuelto magistralmente estos principios respecto al Gobierno Monárquico.” (429 El presidente de la Sociedad, Monteagudo, le dice a Tudela que debería tener en cuenta no lo que el Perú es hoy, sino cómo será en breve, cuando los enemigos hayan sido vencidos.
En la sesión siguiente, del 15 de marzo, el Dr. José Cavero y Salazar (De la Puente, 1, 430-432) defendió que antes de fijar la forma de gobierno había que examinar por cuál de ellas se inclinaba el “espíritu público”. Ese espíritu no quería monarquía, pero no por ella misma sino porque los monarcas se habían dedicado a oprimir al pueblo. Se pregunta, entonces, si bajo la monarquía podía el pueblo ser libre. Y cree que sí, porque los hombres, por ser individualmente libres, son los que voluntariamente deciden reunirse en sociedad y formar un Estado con leyes racionales que dan los propios ciudadanos, los cuales conservan, por tanto, la libertad civil. De esta reflexión de corte lockeano, Cavero deduce que “1º Para que un Gobierno sea libre debe ser hechura del pueblo; por que [sic] los gobiernos son otros tantos contratos celebrados por los pueblos con el preciso objeto de proteger la existencia del cuerpo político y asegurar el goce de sus derechos y felicidad.” Además, los individuos son sus propios legisladores y en los Estados extensos los legisladores son los representantes del pueblo. Consiguientemente, el pueblo puede ser libre y feliz en un gobierno monárquico constitucional en el que el poder ejecutivo ha sido depositado por el pueblo en el monarca y el poder legislativo reside en la nación a través de sus representantes. De esta manera se evitaba el peligro de la anarquía que amenaza siempre a las democracias.
En la siguiente intervención, de Devoti, se siguió tratando el tema. El Dr. Felis [sic] Devoti (De la Puente, 1, 432-433) expuso que “el Poder Legislativo es inherente á los representantes del pueblo: que la potestad judicial reside en los magistrados: que todos los poderes deben estar divididos”. Criticó luego a los gobiernos monárquicos despóticos y a la aristocracia y elogió la democracia aun sabiendo que estaba siempre expuesta “a un enemigo doméstico que sepa alucinar al pueblo.” En cualquier caso, hay que preferir una forma de gobierno que ejecute prontamente las deliberaciones, que concilie mejor las divergencias y que sea más capaz de sostener el amor a la patria y a la independencia sin caer en excesos ni degeneraciones.
El presidente Monteagudo pidió que no incluyeran en las propuestas y reflexiones a los gobiernos absolutos porque estos estaban totalmente descartados. Había que examinar solo las formas viables: la democracia y la monarquía constitucional. “El sistema representativo es la perfección de los gobiernos y la manía del siglo. El pueblo soberano se constituye y se dá sus leyes, por medio de sus representantes.” (433).
Después de que, el 22 de marzo, se iniciase el debate sobre la segunda cuestión, la relativa a las causas del retraso de la revolución en el Perú, en el que se dijo “que el pueblo había estado dispuesto, que solo las clases privilegiadas habían sido apáticas.” (434), continuó el 29 de marzo el debate sobre la forma de gobierno. El Dr. Mariano Aguirre defendió la monarquía porque la historia (Grecia y Roma) demostraba que las repúblicas consisten en la degeneración de las monarquías y porque en el Perú las costumbres eran proporcionadas a la monarquía y “los hábitos de trescientos años no se desarraigan en un día.” (436-438) Si se instituye la república, el Perú seguirá la misma suerte que Francia, será pasto de la anarquía. El caso de Norteamérica es diverso porque sus pobladores, herederos de tradiciones liberales, formaron en las colonias municipios gobernados por ellos mismos y con determinados privilegios frente a la corona inglesa. Al separarse de Inglaterra se ha federado solo en lo relativo a la defensa común y a la distribución de impuestos. El Perú está, sin embargo, en la infancia del proceso de civilización y, por tanto, “debe constituirse bajo una monarquía”, pero moderando el poder de los reyes. Para ello, es el pueblo el que debe asignar las cargas, elaborar nuevos códigos, reformar los antiguos y ejercer la judicatura. Conviene, además, dividir a la nación en dos partes: el clero y la nobleza, de un lado, y el Estado llano, de otro. Estas dos corporaciones elaboran las leyes, pero es el rey el que las aprueba o rechaza. Quedan, así, tres poderes: el monarca, el clero y la nobleza, y el pueblo llano. Los tres constituyen un cuerpo del que el príncipe es la cabeza y, como tal, además de aprobar o rechazar las leyes, le toca declarar la guerra, establecer la paz, ocuparse de las relaciones diplomáticas y formar alianzas y entablar negociaciones con otros Estados.
El tercer tema sobre el que debía debatir la Sociedad, la necesidad de mantener el orden público para terminar la guerra, y perpetuar la paz, no mereció mucha atención durante los debates, pero hay un aporte, el de Juan Berindoaga, conde de San Donás, de particular enjundia política. En la sesión del 10 de mayo de 1822 , Berindoaga hizo una larga intervención que fue luego resumida en las actas de la Sociedad (De la Puente, 1974, XIII, 1, 443) y transcrita in extenso (471-480). Las ideas que de esa intervención recogemos aquí provienen de esta última versión.
El “ardor patriótico”, sostiene Berindoaga, debe centrarse, en esos momentos, en respetar el orden público para terminar la guerra y, así, asegurar el destino libre del Perú y mantener el territorio. El límite entre el orden y la libertad, entre el acierto y el error, es difícil de establecer en una sociedad que tiene que autogobernarse. El “cuerpo político” se mantiene con energía y con cordura. “El orden público en los estados libres, no consiste en una obediencia puramente pasiva y humillada” (472), porque los verdaderos patriotas tienen que cuidar tanto de sus intereses como del interés general, articulándolos ambos y haciendo que unos y otros “se procuren recíprocamente sus utilidades y ventajas.” (472). Se produce así la armonía que debe haber dentro del cuerpo político entre las diversas partes que lo componen, a semejanza de lo que ocurre en la naturaleza en la que la disconformidad de las partes produce la disolución del todo. Esta misma política hay que aplicarla no solo dentro del país sino en toda América para poder mantener la independencia. Para lograr esa unión será preciso ceder algo de los derechos propios, como ha ocurrido en América del Norte en donde sus treces Estados “combinaron la libertad parcial con su dependencia general entre ellos mismos.” (473). Lo importante es tener claro que el enemigo de todos son los españoles, los cuales todavía no deponen su “bárbara arrogancia” (475), pero El “Dios de las batallas” ya ha echado sobre ellos una mirada vengadora. “La América será siempre libre, porque la providencia así lo ha decretado, y porque sus hijos concurrirán unánimes á pelear regidos por la razón …” (475) Pero, para ello, se requiere acabar en los países con las disensiones internas y el dominio de los intereses privados. Hay que huir de la guerra civil y asegurar la tranquilidad manteniendo el orden y estableciendo “una sábia y enérgica legislacion” (477).
Berindoaga, a partir de las convulsiones que estaban ocurriendo en otras zonas de la América ya libre, advierte que es preciso insistir en la necesidad del orden porque de lo que se trataba no era solo de proclamar las independencias sino de conformar sociedades nuevas. Por eso recomienda a los legisladores
“Estableced un código que, acomodado á las aptitudes y necesidades del país, sea tan adecuado para regir á los peruanos, como las leyes de Solón á los Atenienses: código dictado por la filosofía y la religión., en que las leyes, según la sentencia de Cicerón, sean superiores á los funcionarios públicos … en obsequio del bien general, y de la misma libertad que no puede subsistir sin la obediencia á las autoridades. Que las costumbres públicas emanen de la fuente de la moral …” (477).
Todos deben elevarse a la condición de libres, pero sin apetecer
“una quimérica igualdad en las diversas condiciones del hombre, igualdad que jamás ha existido ni podido existir en la naturaleza ni en la política, sino aquella igualdad ante la ley que abre la puerta á los honores y premios de la PATRIA á todo ciudadano benemérito. Que el gobierno, en fin, respete inviolablemente la propiedad, seguridad y libertad de todos los individuos que le obedecen.” (478)
Solo así prosperan la ilustración, las ciencias y las artes, como ha ocurrido en la “culta Europa”, a diferencia de lo que pasa en las provincias orientales de la propia Europa y en las naciones asiáticas y en Egipto. En el Perú tenemos todas las ventajas por nuestras riquezas naturales y la voluntad de la gente industriosa, pero nos enfrentamos a la deficiente educación, la distinción de castas, el lujo, la corrupción y una enorme masa de propietarios que impiden que crezca la población. Estos males se atacan con la unión de los ciudadanos, los desvelos del gobierno, el crecimiento de la población y, sobre todo, con el orden: “¡Orden admirable! ¡Ministro del poder y de la magnificencia del ser que habita la inmensidad! tú que presides y embelleces los grandes sistemas de la naturaleza y de la sociedad …” (479). Berindoaga termina invocando a los manes de Atahuallpa y “á los de tantos ilustres defensores de la América, sacrificados por el bárbaro furor de sus asesinos.” (479)
Aportes del “Solitario de Sayán”
Formalmente, el 18 de noviembre de 1822 comenzó en el Congreso el debate sobre las bases de la Constitución Política del Perú, pero antes, el 2 de octubre, Sánchez Carrión había presentado un proyecto con el siguiente texto: “Uno de los principales fines de la reunión del Congreso es establecer la forma de gobierno: la opinión general parece estar decida por la republicana; así, pido se declare: que la forma de gobierno del Perú es popular representativa, y bajo la base federal que entre sus provincias detallare la Constitución.” (Tamayo, 1974, I, 9, 109) . El 26 de noviembre esta propuesta fue desestimada “casi por unanimidad”. Y el 19 de diciembre quedaron aprobadas las “Bases de la Constitución”, cuyo análisis haremos enseguida.
Pero antes, no se puede olvidar que la Sociedad Patriótica, independientemente de que se crease con la finalidad de fundamentar y difundir la alterativa monarquista, provocó, también fuera de su seno, el debate sobre la forma de gobierno más conveniente para el Perú. Ya hemos apuntado que la mera formulación de la pregunta inicial, “¿Cuál es la forma de gobierno mas adaptable al estado peruano, según su extensión, población, costumbres y grado que ocupa en la escala de la civilización?”, supone que la forma “república” no era la deseable para un sector que no se limitaba a San Martín y Monteagudo, sino que se extendía a una parte del clero y de la élite criolla.
En el mencionado debate con la Sociedad, pero desde fuera de ella, sobresale muy especialmente José Faustino Sánchez Carrión, algunas de cuyas proposiciones vamos a analizar brevemente. Hay que comenzar, sin embargo, dando cuenta de que Sánchez Carrión, al amparo del espíritu y la normativa de las Cortes de Cádiz, había dado muestras de su espíritu libertario, por ejemplo, al referirse al coloniaje como la época en la que “Atado estaba el Conteniente nuevo / Trescientos años son servil cadena” (Oda a Baquíjano con motivo de la elevación de este a la condición de miembro del Supremo Consejo de Estado en 1812) (Tamayo, 346). En el primer aniversario de la promulgación de la Constitución de Cádiz -19 de marzo de 1812- y en nombre del Convictorio de San Carlos, Sánchez Carrión dirigió en el auditorio de dicha institución una arenga al virrey Abascal en la que le recuerda que de las reuniones de etiqueta que se solían tener antes en ese mismo local ninguna de ellas estaba consagrada “a la interesante y dulce memoria de los imprescriptibles derechos de la patria.” Los mismos que se reunían antes, “Revestidos ahora del sagrado e inviolable carácter del ciudadano se reúnen, se presentan a congratularse mutuamente”, porque cada uno siente tener la dignidad de ser hombre y “ser parte esencial de la soberanía.” (347). Pero pasan los años, no muchos, el monarca español, Fernando VII, desconoce la Constitución de 1812 y restaura el absolutismo. En el Perú, Joaquín de la Pezuela sustituye al virrey José de Abascal, y Sánchez Carrión, en el discurso del besamanos del 4 de noviembre de 1817, habla ahora de la grandeza del monarca, el imperio renacido, la beneficencia y esclarecimiento del jefe, la renovación de la fidelidad y el vasallaje, el avivamiento de la lealtad y la dependencia de la juventud hacia el ínclito Fernando (348-349). Poco después, sin embargo, por orden del virrey Pezuela, Sánchez Carrión es separado de sus cátedras porque “hasta los ladrillos en San Carlos eran insurgentes” por la acción de Sánchez Carrión (p. XIV).
No deja de ser significativo que la reflexión de Sánchez Carrión sobre “la inadaptabilidad del gobierno monárquico al Estado libre del Perú” (1822a, 349-359), primero, se atenga a la forma discursiva generalizada por la prédica religiosa y la filosofía escolástica de iniciar la disertación citando una “autoridad”, y, segundo, que esa “autoridad” no sea un pensador liberal o ilustrado sino un “clásico” como Tito Livio, en este caso, el libro 2º, cap. 1º de Ab urbe condita [La historia de Roma desde su fundación]. La frase misma, en la traducción libre que hace el propio Sánchez Carrión (1822a, 358), alude a que Bruto, defensor de la libertad, cuidó también de que el pueblo no se dejase convencer por posibles concesiones y sobornos para permitir que volviese a haber un rey en Roma . Es decir, ya desde el encabezamiento, aunque en un idioma, el latín, que el pueblo ciertamente no entendía, recurre Sánchez Carrión a ese pueblo para oponerse a la (re)instalación de la monarquía. Lo primero que advierte, como dirá después, es que su posición de que, dadas las circunstancias, lo que convenía era la monarquía es una “inducción que nace de los mismos términos que se ha fijado, y de las explicaciones de la sociedad patriótica.” (Sánchez Carrión: 1822a, 356). La argumentación de Sánchez Carrión, siguiendo la tradición de la filosofía política que venía de Locke y Hobbes, comienza considerando que el país es una familia en la que todos tienen derecho a opinar, especialmente cuando se ventila “una cuestión práctica, trascendental a generaciones enteras, y que si se resuelve con otros datos, que no sean tomados de las mismas cosas, según naturalmente vengan, somos perdidos” (350). No es esta -sigue sosteniendo- una negociación de gente privada y, por tanto, se trata de defender la libertad y de conseguir, bajo el influjo del gobierno, que la industria, el comercio y la agricultura produzcan sus frutos y “se afianze el procomunal perennemente” (350) a la sombra del árbol de la independencia.
Frente a los innumerables volúmenes en favor de la monarquía se alza un pequeño folleto, el pacto social de Rousseau. El gobierno monárquico es más sencillo e incluso algunos lo defienden procurando mantener las libertades civiles (ejercicio de las leyes que los mismos pueblos se dictan para su felicidad), pero la experiencia –la historia antigua y la reciente- enseña que incluso las monarquías sometidas a una constitución liberal terminan en despotismo de los soberanos y servidumbre del pueblo. La monarquía puede ser el mal que gangrene todo el cuerpo social. Es cierto que hay que tener en cuenta lo que menciona la pregunta, pero todo ello son las circunstancias. Lo sustancial es la libertad “ese coelemento de nuestra existencia racional, sin la cual, los pueblos son rebaños, y toda institución inútil.” (352) La profesión de fe liberal lleva, pues, a Sánchez Carrión a considerar la libertad y la racionalidad como las propiedades más características del hombre y, por tanto, constituyen ambas la piedra angular de la sociedad y de la organización política.
Si un autor, al que no cita ,
“quiere que el gobierno se aproxime, cuanto sea posible, a la sociedad. Quiere poco: yo quisiera, que el gobierno del Perú fuese una misma cosa que la sociedad peruana … distinguir el gobierno de la sociedad es distinguir una cosa de ella misma; porque la exigencia social no tiende sino al orden, y este orden a la consolidación o guarda de los derechos recíprocos; lo cual no puede conseguirse sin algunas reglas fundamentales; y estas son las que forman el gobierno. Luego establecer el régimen del Perú, es fijar la salvaguarda de nuestros derechos, es constituir la sociedad peruana.” (353)
Porque los hombres –sigue argumentando Sánchez Carrión-, por haber sido creados por Dios como seres racionales, se reunieron bajo un pacto y se organizaron civilmente para conservar algunos derechos a expensa de otros.
En el párrafo citado, Sánchez Carrión -independientemente de que recurra al orden sobrenatural para dar a la propuesta un fundamento supuestamente inexpugnable- pone el énfasis en el debate sobre la forma de gobierno, en la relación sociedad/gobierno y, por eso, dice que establecer gobierno es constituir la sociedad, es decir, considera la instauración de la república como el “acontecimiento fundacional” de una forma nueva de sociedad (la mise en forme de la que hemos hablado) y no solo como la inauguración de una forma nueva de gobierno (la mise en scène). El mérito fundamental de los escritos de Sánchez Carrión es precisamente el de dar sentido (mise en sense), través del discurso, a estos dos momentos del proceso histórico: el “acontecimiento fundacional” de la nueva sociedad y la puesta en escena del gobierno republicano. Evidentemente este discurso tiene que pelearle la hegemonía al discurso monarquista de algunos miembros de la Sociedad Patriótica, y muy especialmente a la posición de quienes –y no eran pocos- apuntan a que el proceso termine en el cambio de la forma de gobierno, dejando intactas las relaciones sociales.
Las características de la sociedad a la que el escritor se refiere están recogidas del credo liberal (libertad, seguridad, propiedad), especialmente de la obra de John Locke Two Treatises of Government y, más concretamente, de los capítulos 7 a 9 del segundo tratado (Locke, 2003, 96-138). Para Sánchez Carrión la sociedad que había que constituir tenía que basarse en el respeto irrestricto a la libertad, la seguridad y la propiedad. Por razones relacionadas con nuestra propia historia, ese respeto no quedaba asegurado con la monarquía como forma de gobierno, es decir, la monarquía no contribuiría a la creación y asentamiento de una sociedad con esas características. ¿Por qué no mirar al Norte en vez de seguir pensando en monarquías aunque sean constitucionales? Allí, en Estado Unidos, se ha fundado una sociedad basada en la libertad, la igualdad, la seguridad y la propiedad. Aquí, por contrario, si reintroducimos la monarquía es porque estamos más atentos al “interés particular” que a “la salud de la comunidad; las relaciones sociales, que vinculan la unión y la fuerza, se relajarían, así como desaparecerían todas las virtudes cívicas …” (Sánchez Carrión, 1822a, 356) Porque el Perú, al declararse independiente, “no se propuso solo el acto material de no pertenecer ya a la que fué su metrópoli, ni decir alta voce: ya soy independiente; sería pueril tal contentamiento. Lo que quiso y lo que quiere es: que esa pequeña población se centuplique: que esas costumbres se descolonicen; que esa ilustración toque máximun [sic] …” (356) Para decidir qué forma de gobierno nos conviene no hay que hacerlo mirando el presente, para decir que estamos en la primera grada de la civilización, sino el futuro previsible y, además, la situación ya republicana que se ha implantado de los demás países americanos. El ideal podría ser, como en Estados Unidos, “un gobierno central, sostenido por la concurrencia de gobiernos locales, y sabiamente combinado con ellos…”(358). En cualquier caso, no es la Sociedad Patriótica a la que le corresponde resolver esta cuestión práctica.
En los artículos sobre la inquisición política, publicados en agosto del 1822, Sánchez Carrión sigue arremetiendo contra la injusticia de seguir recurriendo al secretismo y el capricho irracional propios de la Inquisición y la tiranía. Es importan que que la institucionalidad republicana y las conductas personales se alejen de esas metodologías (Sánchez Carrión, 1822b, 360-366).
La segunda carta del Solitario de Sayán (Sánchez Carrión, 1822c, 366-378) apareció en el Correo Mercantil Político-Literario, de Lima, el 6 de septiembre de 1822, pocos días antes de instalarse el Congreso Constituyente. Ahora lo que sirve de encabezamiento no es un párrafo de Tito Livio sino de The American Universal Geography, que los norteamericanos Jedidiah Morse y Samuel Webber publicaron, en tercera edición, en 1796. El párrafo escogido por Sánchez Carrión está sacado de la parte en la que el libro se refiere a la declaración de la independencia de los Estados Unidos de América y a la aprobación de las normas correspondientes, como preludio a la copia del texto de la Constitución de 1787.
“At the same time they published articles of Confederation and Perpetual Union between the states, in which they took the style of / [213] ‘The United States of America’ and agreed, that each state should retain its sovereignty, freedom, and Independence, and every power, jurisdiction and right not expressly delegated to Congress by the confederation. By these articles, the thirteen United States severally entered into a firm leage [league en el original] of friendship which each other for their common defence, the security of their liberties, and their mutual and general Welfare, and bound themselves to assist each other, against all force offered to, or attacks that might be made upon all, or any of them, on account of religion, sovereignty, commerce or any other pretence whatever.” (Morse, 1796, 212-213).
Viene enseguida la copia de la Constitution de 1787 que comienza con la conocida frase: “We, the People of the United States in order to form more perfect union, establish justice, insure domestic tranquillity, provide for the common defence, promote the general welfare, and secure the blessings of liberty to ourselves and our posterity, do order and establish this Constitution for the United States of America.” (213)
Bajo la autoridad ya no del “discurso” de los clásicos sino de las “prácticas” de los modernos, Sánchez Carrión sigue sosteniendo la “inadaptabilidad de la monarquía al Perú” (1822c, 366). Con respecto a la forma republicana advierte que para formarla no hay que pasar por dejar yerma a la sociedad –como lo hicieron Marat y Robespierre-, ni precipitarse en la elaboración de las leyes fundamentales. De lo que sí hay que ser consciente es de que las institucionales civiles –y entre ellas están las repúblicas- adolecen de defectos porque no tienen otra fundación que la voluntad de los ciudadanos, y los representantes de ella pueden prostituirse y sacrificar la “causa pública” al engrandecimiento personal. Es cierto, “república queremos, que solo esta forma nos conviene” (367), pero no basta quererla para ser individualmente libres y socialmente grandes, prósperos y felices. Lo importante es que la constitución conserve ilesas la libertad, la seguridad y la propiedad, y que multiplique la población, mejore las costumbres y regenere la civilización. Es decir, lo que se requiere es una constitución que, por un lado, asegure los derechos individuales y, por otro, refunde la sociedad. Es indudable que, en la vida política, la división de poderes es tan necesaria como las leyes naturales en el mundo físico. Pero, en el caso de la política, esa necesidad está atravesada por la contingencia de su ejercicio (contiendas, celos recíprocos, delimitaciones imprecisas, etc.). Es preciso, por eso, delimitar con rigurosa precisión los “tres resortes” (poderes ejecutivo, legislativo y judiciario), pero, además, hay que articular y combinar debidamente su ejercicio, “resultando, por consiguiente, una especie de trinidad política, compuestas de tres representaciones totalmente distintas, y emanadas de la soberanía nacional, que es una, e indivisible.” (368). Pero esa articulación no es fácil porque “tocamos siempre con hombres” (369) y estos se abandonan fácilmente a sus pasiones. “En las repúblicas, no hay ápice indiferente, con consideración a esta materia [el ejercicio de la ciudadanía para influir en los destinos de la patria], basta el más ligero descuido, para que con el transcurso de los años llegue a minarse el edificio y destruirse, con sorpresa de sus mismos dueños.” (370) Por eso habría que distinguir claramente entre los derechos del hombre y los del ciudadano: “aquellos son ingénitos por la naturaleza: estos dependen de la utilidad social, sin que por tanto dexen de ser naturales.” (370)
Consecuente con estas ideas, Sánchez Carrión hace veladamente sugerencias, sin salirse del liberalismo clásico, para regular la democracia. Propone, en primer lugar, que para la “preeminente investidura de ciudadano” se pongan limitaciones relacionadas con la virtud, la propiedad y el honor . Porque, si bien “La igualdad, es ciertamente un dogma de la razón” (370), hay que dejar bien claro que se trata únicamente de igualdad respecto de la ley, algo que, siguiendo a los padres del liberalismo, Sánchez Carrión piensa que no había existido en el estado natural. También con respecto a las formas de las elecciones populares y a la administración municipal hay que proceder con cautela, porque las primeras son el vehículo de la representación popular y las segundas suelen tener límites imprecisos y atribuciones que originan perplejidad.
Las sugerencias se concretan en cinco puntos: 1) división rigurosa y articulación de los tres poderes; 2) derecho de ciudadanía al servicio de la utilidad común y de la libertad personal; 3) explicitación clara del sentido de los derechos y su orientación “al bien del común”; 4) elecciones populares supeditadas siempre al bien público y reguladoras de la base representativa; 5) las municipalidades son las cabezas de su comunidad y órgano del pueblo. Siguiendo el ejemplo de los Estados Unidos de América, se trata de organizar “un gobierno central, sostenido por la concurrencia de gobiernos locales, y sabiamente combinado con ellos” (372). Ese gobierno federal no consiste en que las provincias tengan absoluta independencia ni en que cada provincia se constituya en una república, “Todo lo contrario: una sola república peruana pretendemos pero de manera que subsista siempre; y que, con ella, se consulten los derechos del pacto social, y las grandes ventajas de la independencia de España. La sabiduría está en determinar ese gobierno central sostenido por los locales, y en combinarlo con ellos.” (373) La fuerza deriva precisamente de la combinación de capacidades e intereses, haciendo que cada individuo entienda como suyo propio el interés común. Y, siguiendo con la vieja idea de la sociedad como un cuerpo y de la familia como la célula inicial del cuerpo social, Sánchez Carrión subraya que “Una nación no es más, que una gran familia, dividida, y subdividida en muchas …”(373). En ella hay que cuidar, para preservar las libertades y librarse de la anarquía y el despotismo, que “Tenga cada provincia la soberanía correspondiente; y fíjense las racionales dependencias, que deben unirlas con su capital; no sea esta la única que le dé la ley; ni se erija en árbitra exclusiva de sus destinos, y se conservarán unidos y concordes los departamentos.” (374) Así ocurre en Estados Unidos, gracias a una constitución de apenas 7 artículos. Y es que en el reino de lo moral y lo político, lo más sabio es seguir la leyes naturales. Alrededor del Sol, por ejemplo, giran los planetas y cada uno gira, además, sobre sí mismo, sostenido por dos fuerzas opuestas. Si la sociedad es el estado o manera de existir y nos conviene existir de manera articulada, lo único que se necesita es eliminar lo que es incompatible con la vida en común, debiendo, por tanto, el Congreso Constituyente declarar la soberanía central y combinarla con los poderes locales. Se consigue, así, crear “una república sin dispendio de la integridad territorial …” (375) ni recorte de soberanía en las provincias, lo cual será la base de la prosperidad en el Perú, como lo ha sido en los Estados Unidos. Convencido de que esta es la mejor solución, Sánchez Carrión propone incluso “Plantifíquese la constitución americana, con las pequeñas modificaciones que corresponde a nuestras circunstancias, y veranse sus efectos.” (376-77)
Termina esta segunda carta del Solitario de Sayán con frases que remitan a la condición de la sociedad peruana en los días del “coloniaje” (377) y la existencia de “castas”. Sánchez Carrión sabe que el Perú no es homogéneo, que hay diferencias territoriales, que la selva está habitada por gente diversa y que evidentemente existen castas, pero el país –como quería Washington para USA- puede ser el centro de las afecciones ya que “las Américas han dejado para siempre jamás el humillante traje colonial.” Están, pues, dadas las condiciones para que el Perú, por voluntad del “Árbitro de las naciones”, sea próspero, feliz y grande, al abrigo de la libertad y la justicia, “cuyas luces brillan siempre como las del padre de los Incas …” (378). En este breve final, nuestro autor invoca como manes protectores tanto al dios de los conquistadores como al de los conquistados, pero afirma, sobre todo, que el respeto de los derechos “civiles” (libertad y justicia) permitirá a los peruanos “hacerse” ellos mismos una sociedad próspera, feliz y grande (derechos “sociales”).
Acabamos de ver que, para tener la investidura de ciudadano, Sánchez Carrión proponía que se tuvieran en cuenta la virtud, la propiedad y el honor. Pero estas propiedades del individuo hay que entenderlas en el marco de la reflexión que hace en La Abeja Republicana (n. 25, del 27 de octubre de 1822) sobre “nobleza”, cuando el Congreso Constituyente discute sobre si conviene o no confirmar la continuidad de la Orden del Sol. Como señala Taylor en el capítulo The Politics of Recognition (1997, 225-256), el concepto moderno de “dignidad” –ligado al de igualdad- sustituye al de “honor” –ligado al privilegio-. No sabemos si Sánchez Carrión siguió el debate entre antiguos y modernos, pero evidentemente la posición que adopta en el artículo “Nobleza” le pone del lado de los modernos. La nobleza, otorgada originalmente como reconocimiento por actos heroicos y méritos socialmente significativos, degeneró cuando se convirtió en hereditaria y ello llevó a que se estableciese una injusta división entre nobles y plebeyos. “Donde hay nobleza el Estado está dividido en dos porciones, hecha la una para mandar y la otra para ser esclava.” (1822d, 379). Además de establecer diferencias sin fundamento alguno, “La nobleza ataca … desde sus cimientos la base del contrato social. Es una institución muy contraria a la igualdad …” (379). Ella lleva, además, a los hombres a que cada uno de se ocupe de su interés particular y desaparezca el amor a la patria que es fuente de las virtudes cívicas. En vez de honores lo que hay que ofrecer es educación.
De una breve carta, enviada desde Miraflores a “un sugeto residente en esta capital” y publicada igualmente en La Abeja Republica (n. 26, 31 de octubre de 1822), me interesa recoger un par de frases: “Nada hay estable en la naturaleza humana: todo se muda con la inconstancia de los hombres” (1822e, 380) y “la debilidad de la opinión, base que debe estribar los más sólidos progresos” (1822e, 381). Ambas expresiones, motivadas por el maltrato que se está dando a quien él considera que es un héroe de la república, ponen de manifiesto el convencimiento de Sánchez Carrión del carácter ya solo contingente y no necesario del orden político y social. Este convencimiento aleja a nuestro autor de quienes habían puesto –o seguían poniendo- el fundamento de lo social y lo político en el mundo de la necesidad basada en leyes divinas. Con respecto a la fundación de la forma de sociedad y el escenario político republicanos, sostiene nuestro autor que tiene siempre la debilidad de estar basada en decisiones, voluntades y opiniones mudables, y, por otro, reitera igualmente que la mejor manera de curarse de esa debilidad es aplicar a la sociedad las leyes de la naturaleza. En su texto sobre los conceptos de independencia y libertad (1822f, 383-387) establece una sugerente diferencia entre independencia, que “consiste en no pertenecer a nadie” (383), y libertad, que “nace desde el momento en que uno pertenece a sí mismo” (383, es decir, respeta sus propias leyes. Las leyes no son un freno sino la condición de posibilidad para ser realmente libre. “Porque, la misma ley natural, de donde deben emanar todas las demás para ser justas, solo reprime lo que es opuesto a la verdadera libertad … Hablemos más claro, la felicidad del hombre es el resultado práctico de la ley; y todos quieren ser libres para ser felices.” (384) Siendo la razón, la verdad y la justicia los fundamentos de la libertad, es fundamental, para no derivar en confusiones y anarquías, que los ciudadanos respeten las normas y que los representantes tengan muy en cuenta las necesidades de los pueblos.
En la nota “Congreso” de El Tribuno de la República Peruana (Sánchez Carrión, 1822g, 409-412), el editor considera que, habiéndose reunido el Congreso Constituyente, aceptado la dimisión de San Martín y formado el primer gobierno legítimo que tiene el Perú (incluida la época de los incas), bien puede decirse que el 20 de septiembre de 1822, al constituirse ese gobierno, tuvo lugar “el primer acto ó transaccion del pacto social en el Perú.” (11 de la versión facsimilar). Con ese acto “hemos visto constituirse un pais, conviene á saber, elegir por libre y espontanea voluntad del gefe [sic] de la República, celebrar una convencion, y ceder cada uno su Soberania natural en utilidad reciproca, que es lo que en nueva política se llama bien público.” (12 de la versión facsimilar). Se ha producido, así, “el primer momento de su convencion social” (12 de la versión facsimilar), el primer ejercicio de soberanía, del cual, además y a diferencia de otras naciones, tenemos un registro preciso: ocurrió exactamente el 20 de septiembre de 1822. Esta breve nota muestra que, para Sánchez Carrión, el “momento constituyente” o “puesta en forma de la sociedad” y la “puesta en escena” del gobierno republicano se funden en el “acontecimiento” creador de la república y de la sociedad al mismo tiempo. Pero, para que esa fusión realmente opere, es preciso, como exige nuestro autor en más de una oportunidad, que todos antepongan el “bien del común” al bien privado, que los ciudadanos ejerzan la libertad obedeciendo a las leyes, y los gobiernos elaboren esas leyes y las hagan cumplir pensando siempre en el bien público.
Del artículo “Reflexiones acerca de la defensa de la patria” (1822h) interesa, para nuestro propósito, recoger solo algunas ideas. Sánchez Carrión reitera aquí su creencia de que “Si el hombre hubiese perseverado en el estado natural: su libertad y sus bienes mas preciosos habrían estado seguramente expuestos al arbitrio de los vecinos que le aventajasen en fuerza, y por tanto capaces de obligarle a sufrir la más dura opresión. Pero, reunido en sociedad, y armado de tantos brazos … se hizo invencible …” (388). El hombre se ha retirado del “estado silvestre” y se ha sometido “al suave yugo de las leyes”. Y lo ha hecho, sacrificando parte de la libertad para unirse al establecimiento social “a que pertenece, formando una sola y propia familia.” (388) Abandona, pues, el hombre el “estado natural y entra en el “social” para defender su libertad; el que deja de hacerlo, el que no pelea cuando es preciso no es digno de llamarse ciudadano. Dado que la patria no está aún totalmente liberada, tiene que seguir corriendo la sangre porque “sobre esta sangre de los martires de la Patria, se levantará el glorioso y magnífico edificio de la felicidad de nuestros nietos …” (390).
Poco antes de que se aprueben las bases de la nueva constitución, Sánchez Carrión sigue defendiendo, en las primeras semanas de diciembre de 1822, sus posiciones republicanas. “Las leyes son el resultado de la aplicacion de los derechos sociales á la conveniencia pública, debiendo conceptuarse injusta, perjudicial, é inútil toda disposición que salga de esta esfera.” (1822i, 27 de la versión facsimilar). Le toca a la prensa reclamar que los representantes acierten en sus deliberaciones, y apoyarlos cuando lo hacen bien, de tal manera que, así, se vaya consolidando “la opinión, único agente y eficaz amigo de los Congresos, cuando les es favorable, única palanca que los transforma cuando les es adversa.” (28 de la versión facsimilar). Los diputados merecerán todo el respeto si la verdad, la justicia y el “procomunal” triunfan sobre las pasiones.
En “Consideraciones sobre la dignidad republicana” (1822j), Sánchez Carrión considera que ningún gobierno es más congruente con los intereses públicos que el republicano. Este es “el único capaz de reducir a la práctica las sacrosantas cláusulas, con que los hombres estipularon sugetarse a la voluntad general, y el único que frustra los ardides del despotismo …” (391). El procedimiento es conocido: se eligen representantes, estos aprueban las leyes fundamentales, luego se elige a los gobernantes y se controlan sus acciones. Lo único que falta es que tanto los gobernantes y los ciudadanos actúen conforme a las leyes y no se dejen ganar por bajezas y adulaciones. Pero para prosperar, se necesita, por un lado, que se estime y estimule el trabajo de comerciantes, agricultores y trabajadores manuales porque son ellos, y no los adornados con togas, hábitos talares y galones, los que producen la riqueza; y, por otro, que aprendamos todos a concentrar los intereses individuales en los de la familia entera que es nuestra sociedad. Un gobierno será sabio cuando “bajo la conveniencia personal envuelva la pública; de suerte que empeñándose un ciudadano en su mismo negocio, trabaje por todos.” (395).
El Perú, como todos los pueblos, ha pasado por cuatro etapas, piensa Sánchez Carrión siguiendo la práctica teórica tan característicamente décimonónica de dividir la historia de los pueblos en períodos sucesivos y progresivos. En nuestro caso, la primera etapa es la de la barbarie, hasta que en el siglo 12 Manco Cápac organiza “civilmente a los indígenas” (segunda etapa), pero comienza la tercera para el Perú cuando “Invaden sus costas los aventureros españoles, y a impulso de la fuerza ganan el continente” (1822k, 397) e imponen nuevos usos, diversas instituciones, un idioma distinto y otras razas. Con el siglo 19, al entrar en la plenitud el reconocimiento y ejercicio de los derechos, comienza la cuarta etapa. Los indios pasaron de la barbarie a la civilización en solo un siglo y los “americanos” (criollos) han adelantado mucho, a pesar de los impedimentos puestos por los españoles, y, además, los peruanos han conseguido hacerse independientes en mucho menos tiempo que los propios españoles (alusión a los ocho siglos de la dominación árabe en España). Lo que ahora se necesita, para completar la independencia y realizar la libertad, es “sabiduría en las leyes, energía en su egecucion, y docilidad en el cumplimiento de ellas.” (398) De esta manera, haciendo cada uno lo que le corresponde construimos la república, pero sería
“una necedad intentar republicanizar un país ó lo que es lo mismo, restituirle al pueblo la administracion de los negocios, dictando leyes que no mantengan un justo equilibrio, y que no produzcan respecto de cada individuo de la sociedad el bien que pueda y deba desfrutar en todos sus respectos. Y menos se conseguirá este fin, si sancionadas leyes sabias, no se executasen estrictamente y con la mayor actividad.” (398)
Es cierto, reconoce nuestro tribuno, que “a pesar de haber sido los últimos en el progreso de la independencia, hayamos entrado los primeros en el completo goce de nuestras Libertades.” (398) Nuevamente, encontramos la importante distinción entre independencia y libertad.
En una nueva nota sobre el Congreso, Sánchez Carrión aprovecha para subrayar que “Solo la Representacion nacional es capaz de salvar el país, y de ponerlo en posesion de todos sus derechos…” (1822, 91-92 de la versión facsimilar), porque sin los Congresos no puede haber felicidad ya que “solo ellos respecto de la nación no son extraños … Semejante institucion es la única que combina el bien público con el del gobierno.” (93), obligando a este a cumplir sus deberes sin necesidad de recurrir a revoluciones.
La aprobación de la Bases de la Constitución Política de la República por el Congreso Constituyente es vista por Sánchez Carrión más como un “acontecimiento” fundacional, propio del tiempo en cuanto kairós, que como un hecho para la narrativa histórica de índole cronológica. Y ello porque con la Bases se han puesto “los cimientos de un edificio político” (1822m, 125 de la versión facsimilar) que consiste en el ejercicio del “poder nacional”, atendiendo a las necesidades de los “miembros de la comunidad”. Y, así, si amamos a la patria y si “olvidados extaticamente de nuestros parciales intereses, nos engolfamos en los de la nacion: la Felicidad bajó del cielo, y establecida está en las regiones del Sol.” (126 de la versión facsimilar) Pero si nos dividimos entre nosotros, considerándonos de diversos países y de idiomas diversos, la solemnidad desplegada en la proclamación de las Bases habría sido una “farsa” y no “un día de gozo á la filosofía”. No será, así, sin embargo, porque después de muchos siglos se ha descubierto, por fin, el principio de la soberanía, el ansia de libertad se ha extendido por doquier y, finalmente, “llegó el día de la resurreccion política.” (127 de la versión facsimilar). “Y a influjo de tanta actividad, la tierra de los Incas rolará entre las naciones mas célebres, y sus actuales Representantes habran colmado los votos de la razon y la justicia …” (127 de la versión facsimilar).
Anotación final, pero no definitiva
Al dar cuenta aquí solo de parte del debate en la Sociedad Patriótica y de aportes importantes de Sánchez Carrión somos conscientes de que presentamos solo dos muestras del juego de discursos que tuvo lugar en los años fundacionales de la república, cuando nuestra gente, desprovista de modelos, porque aún no existían (la democracia moderna se estaba inaugurando), se vio ante el reto no solo de “independizarse” políticamente, sino de “liberarse” en lo cultural, lo social y en la vida cotidiana. La independización fue la dimensión más visible y más sangrienta, pero menos traumática de este dúplice proceso. A la liberación no se le prestó la debida atención y hasta se trabajó en invisibilizarla.
Si a los textos presentados añadiésemos no solo otros discursos, como los de los subalternizados, sino los reglamentos, leyes y constituciones y sus maneras de entender la ciudadanía, sería más fácil ver que los “independizadores”, además de comprometerse con la independización, concentraron sus afanes en el diseño y “puesta en escena” de un gobierno republicano, sin prestar atención al proceso de “liberación” social o puesta en forma de una sociedad realmente democrática y descolonizada. Esta situación nos dejó instalados, al menos, tres problemas con particular agudeza: el desencuentro entre sociedad política y sociedad civil, las dificultades para construir hegemonías que se hagan cargo de la diferencialidad que nos caracteriza y enriquece, y la debilidad extrema del fundamento del gobierno republicano. Ninguno de estos tres asuntos es privativo del Perú. Todos ellos son propios de las sociedades modernas o tocadas de modernidad. Lo propio nuestro es que no los abordamos teóricamente, no los incorporamos en nuestra manera de pensar y hacer política, y no nos comprometemos éticamente con un agenciamiento acordado de ellos.
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