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Lima, Peru
Filósofo e historiador. Nace en España en 1937 y llega al Perú como jesuita en 1957. Formación: humanidades clásicas y literatura, filosofía e historia. Especialización sucesiva: narrativa latinoamericana, filosofía moderna, filosofía de la existencia, historia de la emancipación peruana, pensamiento lukacsiano, historia de la ingeniería peruana y filosofía de la interculturalidad Profesor de la UNI (y rector 1984-89) y otras instituciones académicas en Perú, Budapest, Brasil y Túnez. Autor de 26 libros, 70 colaboraciones en obras colectivas y 150 artículos en revistas. Actualmente dirige el Centro de Historia UNI y es profesor de postgrado en la Universidad Nacional de Ingeniería. Participa activamente en el debate intelectual peruano desde la sociología de la literatura, el marxismo lukacsiano, las perspectivas postmodernas y la filosofía de la interculturalidad. En su libro "Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna" propone, como horizonte utópico de la actualidad, la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades que enriquecen a la sociedad peruana. Contacto: jilopezsoria@gmail.com

20 nov 2015

Los populismos de mediados del siglo XX en el Perú



José Ignacio López Soria

Contribución a un libro sobre pensamiento y movimientos políticos del Perú del siglo XX que ha dirigido Sinesio López y está en prensa en la PUCP.

1.Introducción

Cuando, en las primeras décadas de las segunda mitad del siglo XIX, el campesinado ruso y los intelectuales que se pusieron de su lado (naródniki) se echaron a andar y se atrevieron a levantar el puño contra sus amos y contra los zares, exigiendo un trato digno y hasta la propiedad de la tierra, no imaginaban que estaban iniciando un tipo de movimiento social que brotaría en muchos otros países y que pronto sería bautizado como “populismo”. Ya el primer populismo, aunque centrado en la justicia agraria, era portador de demandas que tenían que ver con la organización social y política, la vigencia de valores éticos, la valoración de las expresiones culturales del pueblo, la importancia del reconocimiento en la construcción de la identidad, etc. No es raro, por tanto, que además de sus rostros políticos (aquí el plural no es fortuito), el populismo se haya manifestado también en el mundo de los valores y del arte.

Como es sabido, del populismo hay una gran variedad de definiciones. Para un notable intelectual y político como Fernando Enrique Cardozo, “el populismo es una forma insidiosa del ejercicio del poder que se define por prescindir de la mediación de las instituciones, del Congreso y de los partidos, y por basarse en la relación directa del gobernante con las masas, cimentada en el intercambio de dádivas.” (Cardozo, 2006). Esta primera definición, que evidentemente se inscribe en el ámbito de las visiones despectivas del populismo, pone el acento en el ejercicio del poder, desconociendo las otras variables que intervienen en ese fenómeno social que conocemos como populismo.

Más ricas que esta fácil descalificación del populismo, tan frecuente en la historiografía política y en la política misma, me parecen las reflexiones de quienes lo consideran un fenómeno social multidimensional que hunde sus raíces en el proceso histórico y es portador de una propuesta de refundación de la política. El situarse en esta perspectiva no significa desconocer que ha habido populismos de todo tipo, incluidos aquellos que consisten en manosear las esperanzas del pueblo para legitimar procedimientos irregulares y hasta dictatoriales de acceso, mantenimiento o ejercicio del poder.

Para aproximarse al populismo con otra mirada, me parece importante proponer algunas consideraciones. Todo orden social necesita una fundamentación, pero ese fundamento no es ya –como se creía y se quería- permanente y necesario sino efímero y contingente [1] . Esta consideración con respecto al fundamento lleva a la necesidad de distinguir entre lo político como el momento instituyente (fundacional) de la sociedad o principio de autonomía política, y la política como discurso y forma de acción particulares. Lo político funda, pero ese fundamento se retira en el momento mismo de instituir lo social y aparecer la política. Queda, así, la política desprendida de un fundamento al que siempre remite sin lograr nunca atraparlo por el carácter abismal de la diferencia entre lo político (momento de la fundación) y la política (momento de la actuación). No es raro, por tanto, que lo político (el fundamento) quede invisibilizado porque no es fácil tematizarlo discursivamente , y lo que no es lenguaje es difícilmente aprehensible. Y no es extraño tampoco que la política, siempre concreta, no cumpla a plenitud lo prometido, porque, independientemente de las promesas de cumplimiento verificable, la política remite a un fundamento que no se manifiesta sino como ausencia.
Hay que añadir, además, que lo político, por ser el momento instituyente de lo social, remite a la red institucional, las relaciones sociales y la construcción de la subjetividad y, por tanto, no deben limitarse sus efectos (en realidad, los efectos de su ausencia) a lo que tradicionalmente se entiende como política. Lo político deja su huella en las esferas de la cultura, los subsistemas sociales y la vida cotidiana, mientras que la política, en la perspectiva moderna, queda reducida a la condición de subsistema social encargado de gestionar racional y formalmente la convivencia. No es infrecuente, por eso, que el estudio de la política quede reducido al análisis de la racionalidad y la formalidad de esa gestión de la convivencia, sin atreverse a explorar las huellas de lo político.

Situados en esta perspectiva es, sin duda, enriquecedor entender el populismo en la línea de la propuesta epistemológica de Ernesto Laclau, especialmente, en La razón populista (Laclau: 2006). Laclau liga el populismo, sin desconocer “la vacuidad del concepto” ni “la imprecisión de sus límites”, a la lógica de formación de identidades colectivas. “El populismo –dice resumiendo su posición- es, simplemente, un modo de construir lo político.” (2006: 11), a partir de demandas colectivas. Se trata, por tanto, de un fenómeno multiforme y multifuncional que aparece como “una posibilidad distintiva y siempre presente de estructuración de la vida política.” (2006: 27-28) y que, por tanto, no debe ser entendido, como suele hacer la historiografía política, en términos de anormalidad, desviación o manipulación. Más que los contenidos y las formas discursivas de las demandas, o la estructura de la organización y las relaciones entre líderes y pueblo, lo que interesa, en el caso de los populismos es la racionalidad social que expresan, es decir las diversas formas de participación popular (momento performativo de lo social y constituyente de lo político) tanto en los dominios de las políticas mismas cuanto en los demás campos de la vida social, las relaciones sociales y la construcción de la subjetividad y la identidad. Porque, si bien es cierto que los populismos suelen caracterizarse por la vaguedad, imprecisión, ambigüedad, simplificación dicotómica, etc. , también es cierto que ellos suelen ser portadores de demandas y propuestas que remiten a más allá de las políticas para adentrarse en el huidizo mundo de lo político, lo socialmente constitutivo.

Un reconocido politólogo peruano, Osmar Gonzales, después de estudiar los populismos en América Latina, especialmente en “Los orígenes del populismo latinoamericano: una mirada diferente” (2007), propone también algunos “apuntes teóricos” para entender los populismos. En primer lugar, distingue dos tipos de populismo: el “temprano” (de las tres primeras décadas del siglo XX) y el “clásico” (de las décadas siguientes). Considera, en general, que los populismos surgen relacionalmente, es decir en el marco de procesos de transición (crisis de los regímenes oligárquicos, principalmente) que llevan a la necesidad de reestructurar las relaciones entre los diversos grupos sociales (ya existentes o emergentes) y de ellos con el poder. Dada la diversidad de espacios que habitan los populismos, no es posible encasillarlos en el exclusivo ámbito de lo económico (como decir, por ejemplo, que los populismos son consecuencia de la industrialización). De hecho, tanto sus orígenes como sus demandas y expectativas están referidos a procesos que se desarrollan en el mundo de la sociedad, la cultura, los sistemas simbólicos, las tradiciones organizativas, la política, la economía y la vida cotidiana. Cuando son promovidos por los sectores medios y populares, los populismos buscan ampliar y fortalecer la presencia de estos sectores en las diversas esferas de la vida pública, especialmente en la política a través de la ampliación de los derechos ciudadanos y el fortalecimiento del Estado nacional. Si son promovidos por el poder establecido (y ello no es infrecuente), los populismos apuntan a incorporar a más beneficiarios de los servicios públicos para contentar a las masas y crear lazos de clientelaje. No deben confundirse los conceptos de izquierdismo y populismo porque, como bien se sabe, hay populismo de muy diversos tipos: de izquierda y de derecha, liberal y autoritario, democrático y dictatorial, oligárquico y antioligárquico, etc. Los populismos son, tanto para las élites como para los sectores subalternizados, procesos de aprendizaje y procesamiento de experiencias políticas, culturales, etc., en los que se reorganizan las formas de gestionar la convivencia social.

Basten estas breves referencias para aclarar que nos aproximaremos aquí al populismo principalmente en su manifestación en el terreno de la política, pero sin dejar de considerar el ámbito de lo político y de la lógica de formación de identidades colectivas [2].

2.Populismos latinoamericanos

Desde la aparición en 1973 de Populismo y contradicciones de clase en Latinoamérica (Germani, Di Tella & Ianni, 1977) se han escrito cientos de libros y artículos sobre nuestros populismos. Germani (1977: 12-37) [3] aborda el estudio desde la vieja dicotomía sociedad tradicional / sociedad moderna, entendiendo el populismo como expresión política de la participación de los sectores populares, herederos de la sociedad tradicional, en la sociedad moderna, especialmente en el ámbito de la política, a través de una estrategia de movilización, seguida de otra de integración. Se logra, así, pasar de “democracias representativas de participación limitada” a democracias de representación extensa y, finalmente, de participación total. Las categorías conceptuales (sociedad tradicional, sociedad moderna) o procedimentales (movilización, integración) son válidas, según Germani, para analizar la ampliación de la participación democrática tanto en Europa occidental como en América Latina. En Europa el proceso de movilización e integración de los sectores populares se efectuó tanto en el terreno político como en el económico-social, concretándose en el “estado de bienestar” y el consumo masivo. En los países “de desarrollo tardío”, como los nuestros, la implantación del patrón europeo encontró serias dificultades por el carácter incipiente del desarrollo industrial, la asincronía de los procesos de transformación y las diferencias en el contexto global y el ambiente histórico De este último aspecto, por ejemplo, conviene subrayar que, en el caso de Latinoamérica, la “integración” de los sectores populares ocurre en una época en la que el ethos de la producción está siendo sustituido por el del consumo (Bell, 2004), el “bienestar” está comenzando a ser considerado no solo como una situación deseable sino como un derecho exigible, existe una cierta y contrapuesta variedad de modelos de desarrollo (liberal, socialista, fascista, antiimperialistas, diversos tipos de modelos autoritarios, etc.) y, frecuentemente, la lógica del nacionalismo se cuela en la mayor parte de las propuestas políticas, incluidas las de los sectores populares. Las élites revolucionarias de la época, termina afirmando Germani, aprovechan el nacionalismo imperante para interpretar las demandas populares en clave nacionalista.

La perspectiva de Torcuato S. di Tella es un tanto diversa. En “Populismo y reformismo”, di Tella (1977) [4] sostiene que el populismo es un fenómeno que se presenta en las “zonas subdesarrolladas del mundo” como consecuencia de la falta de perfiles claros en el liberalismo y en el obrerismo. Se trata, por tanto, de un concepto que traslude improvisación, irresponsabilidad y corta duración, y que se aplica a realidades políticas muy diferentes. Los populismos recogen las aspiraciones incentivadas y no satisfechas de pueblos que quieren tener participación en las decisiones sin estar dispuestos a tributar. Esas aspiraciones son fácilmente manipuladas por resentidos sociales que no lograron el reconocimiento esperado. El populismo termina siendo la expresión política del encuentro entre resentidos sociales (los líderes) y masas insatisfechas (el pueblo), en países en los que son débiles las alternativas liberales y socialistas y se pueden izar fácilmente banderas nacionalistas frente al imperialismo. En estos países -los subdesarrollados- la falta de sectores medios y la concentración del poder en una reducida clase alta abonan el terreno para el surgimiento de populismos. Según el origen social y el tipo de aspiraciones que encaucen, los populismos pueden desembocar en propuestas políticas muy diversas, desde tradicionalistas y conservadoras hasta reformistas y revolucionarias.

Di Tella establece cuatro tipos de partidos populistas. El integrativo policlasista -cuyo ejemplo paradigmático es el PRI de México y que se advierte también en el gobierno de Getulio Vargas en Brasil- se centra más en el desarrollo económico que en la reforma social y atribuye especial importancia a la intervención del Estado en la economía. El tipo “aprista” se basa en el apoyo de la clase obrera sindicalizada y la clase media. Además del APRA de Haya de la Torre, di Tella considera como partidos del tipo “aprista” a Acción Democrática (Venezuela), Partido Revolucionario Democrático (República Dominicana), Partido de Liberación Nacional (Costa Rica), Partido Revolucionario (Guatemala), el Movimiento Nacionalista Revolucionario (Bolivia). El tercer modelo de populismo es el de los partidos reformistas militaristas o nasseristas, que expresan la rebelión de las fuerzas armadas contra el orden imperante. En América Latina se advierten rasgos de este modelo en el peronismo argentino, el gobierno de Rojas Pinilla (Colombia), el partido de Odría (Perú). Finalmente, los partidos social-revolucionarios, cuyo ejemplo por antonomasia en Latinoamérica es el castrismo, y que se construye a base del apoyo de obreros, campesinos e intelectuales de izquierda. En los países más desarrollados de América Latina (Argentina, Uruguay y Chile) no surge el populismo clásico porque tienen índices más elevados de alfabetismo, urbanización, industrialización y organización social. El peronismo, sin embargo es populista y es argentino, pero se trata de un populismo sui generis porque, a diferencia de los otros populismos, consiste esencialmente en un movimiento de la clase trabajadora rural y urbana conducido por una pequeña élite militar e intelectual.

Para Octavio Ianni (1977) [5] el populismo hay que entenderlo en el contexto de las relaciones de clase y del surgimiento los movimientos de masas en América Latina como consecuencia de los procesos de industrialización, urbanización, transformaciones tecnológicas y sociales en el mundo agrario, explosión demográfica y revolución de expectativas. El populismo, asevera Ianni , “ … es un movimiento de masas que aparece en el centro de las rupturas estructurales que acompañan a las crisis del sistema capitalista mundial y las correspondientes crisis de las oligarquías latinoamericanas.” (1977: 85) Como consecuencia de las crisis internas y externas, se debilita sustantivamente el poder de las oligarquías domésticas y sus gobiernos liberal-autoritarios, se reformulan las atribuciones del Estado, se reestructuran las relaciones con el capital extranjero y hasta se secularizan la cultura y el comportamiento en la medida en que las masas populares se van desprendiendo de las tradiciones comunitarias y apropiándose de usos y valores urbanos. Ahí, en el medio urbano, es en donde se desarrollan los dos tipos de populismo: el de la burguesía y las clases medias, que manipula las conciencias y demandas de las masas trabajadoras y de los sectores de la clase media baja para favorecer intereses burgueses; y el de las propias masas (trabajadores, migrantes, universitarios radicalizados, clase media baja, etc.). Entre ambos suele darse, inicialmente, una cierta convergencia, pero ella llega a su fin cuando las contradicciones se agudizan y las masas comienzan a asumir posiciones revolucionarias. “En estas situaciones ocurre la metamorfosis de los movimientos de masas en lucha de clases.” (Ianni, 1977: 88). Se consuma, así, la ruptura entre los dos tipos de populismo y ello lleva, como lo muestra la historia latinoamericana, a dictaduras civiles o militares de signo burgués o a dictaduras de la clase obrera. No debe perderse de vista, sin embargo, que lo más notable de los populismos es haber contribuido a la liquidación de los Estados oligárquicos y a recrear la estructura de clases de nuestras sociedades.

Como dije al inicio, después de estas primeras aproximaciones al populismo en América Latina, son muchos los estudios que este fenómeno ha merecido. Entre los relativamente recientes figura el artículo “Los orígenes del populismo latinoamericano: una mirada diferente” de Osmar Gonzales (2007), en el que este estudioso peruano revisa la amplia literatura sobre el tema. Como conclusión de la revisión, Gonzales considera que algunas de las características del populismo latinoamericano son las siguientes: la relación entre la emergencia de nuevos sectores sociales y la crisis de los sistemas oligárquicos; la ausencia de representación política propia de esos sectores emergentes; las relaciones clientelares y la manipulación de las expectativas de las masas por parte de los líderes; el carácter frecuentemente policlasista de la ideología populista; la atribución de centralidad al Estado; la posibilidad de unidad simbólica entre los miembros de la sociedad y el Estado; y la relación con los procesos de democratización, industrialización y construcción de Estados nacionales autonómos.

En el artículo mencionado, Gonzales sostiene que se dio en América Latina una especie de “populismo temprano” con los gobiernos de José Batlle y Ordóñez (Uruguay, 1903-1907), Guillermo Billinghurst (Perú, 1912-1914), Hipólito Yrigoyen (Argentina, 1916-1922) y Arturo Alessandri (Chile, 1920-1925). En esta primera aparición, los populismos están más asociados al crecimiento económico del sector agroexportador, en el marco de la matriz liberal, que a la industrialización; surgen en momentos de transición y socavan la legitimidad de los regímenes oligárquicos sin lograr derrumbarlos; se proponen reconstruir el Estado sobre bases más amplias, incorporando la participación de los sectores sociales tradicionalmente subalternizados e impulsando la industrialización; dejan una huella más profunda y duradera en los países (Uruguay y Argentina) en los que se consigue aprobar reglas de juego y se institucionalizan los partidos políticos; y ponen de manifiesto el carácter ahora ya no prescindible de nuevos sujetos colectivos que acceden a la arena política con requerimientos de nuevas formas de representación y de ejercicio cabal de la ciudadanía. Pero esta primera presencia de los sectores populares en el ámbito político –que recoge experiencias anteriores de organización de estos sectores sociales- es tolerada mientras no ponga en riesgo el orden oligárquico todavía imperante. Cuando este riesgo se agudiza, el recurso es la represión en la forma de dictadura regresiva o modernizante.

El “populismo prematuro” fue seguido, años después, por el “populismo clásico”, que comienza a desarrollarse desde los años treinta del siglo pasado, a raíz de la crisis de 1929, y apunta a la industrialización a través del conocido modelo de sustitución de importaciones. México, Brasil y Argentina son los países que se adelantan en este proceso, haciendo que la industrialización y la agroexportación se complementen y que las burguesías nacionales reformulen sus alianzas con las multinacionales y los centros externos de poder. En México, este segundo populismo se hizo presente con el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940), un típico líder carismático que impulsa la industrialización, el nacionalismo (económico, político y cultural), la organización de los obreros y campesinos, la atribución al Estado del carácter de árbitro para facilitar la conciliación entre las clases sociales, etc. En Brasil, Getulio Vargas (1930-1945 y 1950-1954) cultiva con esmero la relación directa con las masas y hace que el Estado asuma la conducción del desarrollo industrial poniendo en marcha un agresivo proceso de modernización que tiene como pilares fundamentales la surgente burguesía industrial urbana y la antigua oligarquía agrícola, sin que ello signifique que se desconozca la incorporación de importantes sectores de las capas medias y populares al proyecto populista. En Argentina, ya en la etapa del “populismo prematuro”, durante el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen (1916-1922), de la Unión Cívica Radical, las capas medias y los sectores populares habían logrado incorporarse al sistema político. Esta tendencia se acentúa en el segundo gobierno (1928-1930) y se consolida con Juan Domingo Perú (1946-1955), especialmente en el primer gobierno (1946-1952). El gobierno peronista, bajo el liderazgo indiscutido de Perón, hizo que el Estado desempeñase la función de árbitro y conciliador en los conflictos de intereses entre los sectores sociales, amplió y fortaleció la clase media, mejoró la calidad de vida de los trabajadores asalariados e incorporó a la legislación importantes derechos laborales y sociales, facilitó la presencia de las organizaciones sindicales en el espacio público y promovió un nacionalismo de índole antiimperialista.

Más tarde, a partir de la década 1950, la Comisión Económica para América Latina (y el Caribe) (CEPAL) y la pléyade de intelectuales que reunió a su alrededor promovieron el populismo al conseguir que la idea del desarrollo hacia dentro, por la vía de una industrialización sustitutiva de las importaciones, alimentase el imaginario político de signo nacionalista tanto en las élites “desarrollistas” como en parte significativa de los sectores populares. Al conmemorarse en 1998 el quincuagésimo aniversario de la creación de la CEPAL, José Antonio Ocampo (1998), su secretario ejecutivo de entonces, señaló con toda claridad que “En los primeros años, la obsesión central de la CEPAL en materia de política económica fue cómo dar mayor racionalidad a un proceso de industrialización por sustitución de importaciones que se había generado en forma empírica en las décadas anteriores, respondiendo más bien a los sucesivos y severos choques externos que experimentaron las economías latinoamericanas que a una concepción del papel del Estado o del proceso de desarrollo.” Esta orientación produjo beneficios significativos en los países latinoamericanos, pero provocó también que se montaran “ … aparatos intervencionistas bajo cuyo amparo sobrevivieron múltiples ineficiencias, públicas y privadas; y las desigualdades distributivas heredadas de etapas anteriores del desarrollo se reprodujeron y en no pocos casos se agudizaron.” Hay que añadir, sin embargo, según Ocampo, que pronto la misma CEPAL criticó los abusos de la industrialización por sustitución de importaciones y promovió las políticas de exportación e integración regional y global. Es decir, también la CEPAL tomó parte en el proceso de desmontaje de los llamados populismos para –se dice- enrumbar a América Latina hacia una “transformación productiva con equidad” que supuso, entre otros aspectos, la valoración de las oportunidades que ofrece la globalización, el establecimiento de objetivos de desarrollo múltiples y simultáneamente alcanzables, el empeño en ligar crecimiento y equidad, la necesidad de gestionar con cordura las vulnerabilidades externas y los marcos regulatorios e incentivos internos, el cultivo del capital social, físico y cultural, y la aprobación de políticas públicas para fomentar la complementariedad entre Estado, mercado y otros agentes comunitarios.

Pese a este sembrío de buenas intenciones, lo cierto es que, avanzando el tiempo, por diversos caminos –sin excluir las dictaduras- y con el apoyo de los centros de poder del sistema mundo en recomposición, se hizo presente en América Latina un agresivo “neoliberalismo”. Los grupos internos y externos empeñados en afincar esta orientación tanto en la realidad como en nuestra episteme se propusieron acabar con los populismos en América Latina y atribuirles todos los males sociales. Para ello fue necesario ligar el populismo, simultánea o sucesivamente, al izquierdismo, el autoritarismo, las dictaduras, la irresponsabilidad política, el chauvinismo, la ineficiencia empresarial, el atraso técnico, la corrupción, la inequidad social y a todo lo que debía ser evitado para allanar el camino no propiamente al progreso de signo ilustrado sino al crecimiento que resulta de abrir de par en par las puertas al mercado transnacional de capitales y productos. Y, así, el catecismo neoliberal, para fortalecer la fe en el paraíso del mercado, creó un infierno, el populismo, reunión de todos los males sin mezcla de bien alguno.

3.Problema de diseño

Desde el diseño, el Perú republicano arrastra un problema que no ha resuelto y que los sucesivos tenedores del poder no han enfrentado en serio: la construcción de una república que comprenda como ciudadanos enteramente a todos los pobladores. Eso a lo que llamamos Estado-nación, que supone que el pueblo se siente hablante y no sólo hablado en el Estado, o se sabe representado y reconocido por el Estado, no se ha realizado nunca en el Perú. La élite criolla apostó por un orden republicano que no tocara el patrón de poder interno. A ello se añade que el Perú, en la primera mitad del siglo XIX, no fue funcional al industrialismo inglés (Cotler, 1970: 442).

Estos y otros componentes de los primeros tiempos de la etapa republicana impidieron que se constituyese una clase dirigente con el poder suficiente y la necesaria legitimidad como para construir un proyecto mayoritariamente aceptable de país. Esta ausencia allanó el camino a las aventuras militares de asalto al poder, hizo imposible que se consolidase una centralización política, dejó a la sociedad un tanto a la deriva y facilitó el sembrío de una cultura autoritaria.

Por otra parte, el hecho de que no se diseñase ni se realizase adecuadamente el Estado-nación –ni en clave homogeneizadora ni, menos aún, como convivencia intercultural [6]- ha traído como consecuencia que partes significativas (y hasta mayoritarias) de la población hayan quedado física y simbólicamente excluidas o, mejor, incluidas en la condición de “subalternas” en el mundo de “lo oficial”. No es casual, por cierto, que todavía hoy la inclusión, como discurso o como práctica, siga siendo un recurso al que recurren los políticos (y, actualmente, los inversionistas) necesitados de legitimidad social.

Andando el tiempo, sin embargo, avanzado ya el siglo XIX, con la explotación del guano y el salitre se fortaleció el Estado y se comenzó un proceso de centralización y articulación territorial, pero la guerra de 1879 impidió que madurara este proyecto, que había sido diseñado en el ámbito del primer civilismo, el de Manuel Pardo. Años más tarde, a fines del siglo XIX, un civilismo reconstruido, que miraba del Perú hacia fuera más que hacia dentro, puso en la “modernización” de los subsistemas de producción y del mercado las bases de un capitalismo económico que fuera compatible con un Estado oligárquico[7]. Para ello fue necesario atenerse a la idea de modernización, dejando de lado la de “progreso” que había orientado las miras del primer civilismo y alimentado la práctica teórica de la “ciudad letrada” del último tercio del siglo XIX.

Pero esa rearticulación del patrón oligárquico de poder no pudo tampoco construir su hegemonía ni ocupar enteramente el espacio político porque ese espacio, desde fines del siglo XIX e inicios del XX, comenzaba a estar habitado también, física y simbólicamente, por organizaciones (comunitarias, asociativas y gremiales primero y, luego, sindicales y partidarias) de campesinos, artesanos, asalariados del campo, mineros, obreros y grupos medios urbanos. Si el mundo de la vida, especialmente en el caso urbano, era ya testigo de la presencia de estos diversos actores sociales, el horizonte de sentido comenzaba también a estar poblado de mensajes que eran portadores de sus demandas y agendas y estaban organizados a base de códigos lingüísticos ajenos a la racionalidad oligárquica. Ello hizo que, por primera vez en el Perú, se produjese, en las primeras décadas del siglo XX, un juego de lenguajes (idealistas, positivistas, vitalistas, tecnicistas, anarquistas, anarcosindicalistas, socialistas, policlasistas, indianistas, americanistas, etc.) que apuntaba a la necesidad de rediseñar los términos de la convivencia. Ese juego de lenguajes es el ámbito en el que los nuevos agentes sociales comienzan a constituirse en sujetos colectivos que emprenden la tarea, no fácil, de dar con (o inventarse) lo que los articula sin desconocer lo que los diferencia. No es difícil imaginar que, inicialmente, lo articulador sea más aquello a lo que se oponen, el Estado oligárquico, que el sentido de la pertenencia a una comunidad histórica. Se va, así, formando “el pueblo” en la medida en la que esos sectores sociales se van convirtiendo en actores políticos.

Mientras estas organizaciones van constituyéndose y apareciendo en el espacio público, el Estado se moderniza “a lo Leguía”, el capital extranjero sigue ganando terreno (en el comercio, las finanzas, las explotaciones mineras y agrícolas y hasta la naciente industria manufacturera), la burguesía nacional, sin renunciar a su condición primigenia de intermediaria del capitalismo transnacional, apuesta por una tímida industrialización, y la élite intelectual de la “ciudad letrada” (J. Basadre, V. A. Belaúnde, V. R. Haya de la Torre, J. C. Mariátegui, J. de la Riva-Agüero, L. Castillo, L. E. Valcárcel y U. García, por recordar sólo a los referentes más visibles) procesa políticamente, en diversas claves, lo que está aconteciendo y desde este diverso procesamiento reformula la historia del Perú y la “promesa de la vida peruana”.

Con estas anotaciones lo que queremos enfatizar es que la aparición y el cruce de diversas agendas políticas en las primeras décadas del siglo XX son manifestaciones, en el ámbito de la política, de la constitución en lo social de nuevos sujetos colectivos portadores no solo de demandas sino de propuestas tanto en lo económico-social como en lo simbólico, lingüístico, axiológico, epistémico, etc. Puede, por tanto, afirmarse que las primeras décadas del siglo XX son el “momento constituyente” en lo social de lo que más tarde, ya a mediados de siglo, se llamarán políticas populistas. Que haya un momento constituyente de lo nuevo implica que la tradición que servía para legitimar el viejo orden entre en crisis, una crisis multidimensional (socio-económica, epistémica, axiológica, etc. ) que hace aparecer el carácter solo contingente del fundamento de lo social y permite que se revele la colonialidad del poder y del saber que subyace como lo político o fundamento de las políticas existentes. La “crisis epistemológica”[8] se manifiesta claramente en que la élite letrada piensa la política y construye la historia del Perú desde perspectivas muy diversas a las del siglo XIX. Puede decirse que la política y la historiografía del XIX son fruto de una investigación constituida por la tradición (una tradición atravesada de colonialidad), mientras que la política y la narrativa histórica del XX comienzan a dar muestras de una indagación constitutiva de una nueva tradición, un esfuerzo que se traduce en formular problemas no resueltos, descubrir en el espacio público nuevos sujetos colectivos y nuevas agendas y explorar otros territorios físicos, sociales y simbólicos para pensar lo político. Diríase que la “racionalidad” colonial, asumida como sólido fundamento de la política, comienza a debilitarse y perder legitimidad, lo que exige la búsqueda e invención de nuevos discursos para legitimar las prácticas políticas.

La no presencia de los sectores medios y populares en el diseño de república de las primeras décadas del siglo XIX ha llevado a dar el nombre de “populismo” al fenómeno de incorporación de estos sectores y sus variadas demandas al ámbito político [9]. Hablando en términos ilustrados, el “pueblo” no estuvo presente en el primer diseño de la república porque simplemente no existía todavía; lo que sí existía era la “plebe” y ella participó activamente en la creación de las condiciones necesarias –las guerras de independencia- para la construcción de la república, pero esa plebe –no constituida todavía en pueblo- no fue invitada a participar ni en el diseño ni en la construcción de la república. No podía tampoco la plebe forzar su participación porque como tal, como plebe, era portadora de demandas e intereses colectivos pero particulares. Recuérdese que el intento de Túpac Amaru por universalizar esas demandas e intereses para transformar a la plebe andina en pueblo, había sido literalmente descuartizado en la plaza mayor del Cusco. Ese recuerdo era más que suficiente para que los criollos impidieran por todos los medios la organización y participación política de los sectores populares. Cuando estos, ya en el siglo XX, comienzan a descubrir lo que había de equivalente entre ellos y a asomarse a la política, va quedando en claro, aunque lentamente, que su demanda esencial era nada menos que rediseñar el modelo de convivencia social. A la presencia en el ámbito de “la política” de aquello que en el ámbito de “lo político” se va constituyendo azarosa y huidizamente es a lo que se nos ha enseñado a llamar populismo.

4.El primer asomo populista

En la segunda década del siglo XX, la plebe estaba comenzando a organizarse ella misma en clave moderna. Los nuevos sujetos colectivos (mineros andinos, trabajadores agrícolas, obreros textiles, artesanos urbanos …), más allá de sus diferencias, estaban encontrando lo que tenían en común y, por tanto, universalizando, a su manera, sus propias particularidades para convertirse en pueblo. Esta historia ha sido narrada en detalle por Denis Sulmont (1977 y 1979). Por ella sabemos que a inicios del siglo XX los artesanos estaban convirtiéndose en trabajadores (proletarios) de la naciente industria y haciendo que sus organizaciones fueran pasando de mutuales a sindicatos.

Estos cambios son particularmente importantes para el proceso de conversión de los sectores populares en pueblo. El mutualismo, como bien anota Sulmont (1977: 22), es una organización de cooperación y auxilio entre los participantes, es decir los artesanos se piensan a sí mismos como miembros de un cuerpo social, el artesanado, sin ventanas al exterior. Diríase que están todavía encerrados en una particularidad que es todavía heredera de tradiciones corporativas y, consiguientemente, piensan la sociedad como un conjunto de corporaciones con escasos canales de intermediación. A diferencia de ellos, los proletarios (tipógrafos, panaderos, textiles y portuarios, entre otros) se organizan en sindicatos no para auxiliarse mutuamente sino para defender sus intereses frente a un enemigo externo. La conciencia cada vez más clara de sus intereses y la identificación del enemigo (la modernizada oligarquía gobernante) hacen que los trabajadores fabriles, en el proceso de creación de sindicatos, se vayan pensando a sí mismos como componente no sustituible del orden social capitalista. Es decir, comienzan a mirar el mundo desde una particularidad abierta a la totalidad y, por tanto, empiezan a sentar las bases, organizativas y de conciencia, para transformarse en pueblo.

Cuando estaban todavía en ese proceso, los sectores populares, unidos a universitarios y capas medias urbanas, se vieron entre obligados e invitados a irrumpir en el escenario político, todavía casi como hueste, a favor de aquella facción de la oligarquía que coqueteaba con el lenguaje populista y le discutía el poder precisamente a aquella otra facción a la que los sectores populares estaban comenzando a identificar como su enemigo común. Nos referimos en el primer caso a Billinghurst, cuyo gobierno (1912-1914) ha sido considerado por Osmar Gonzales (2007) como el primer asomo de populismo en el Perú, y por Contreras y Cueto (2004: 202) como un “breve y accidentado experimento populista”. Antes que estos autores, Basadre (1968: XII, 214), refiriéndose a la frustración de las elecciones presidenciales de mayo de 1912, había señalado que “Por primera vez en el siglo XX el pueblo apareció como actor decisivo en la escena política.” Es más, esa presencia popular en el espacio público fue considerada por no pocos como una “prueba abrumadora” de un apoyo mayoritario a Billinghurst, lo que debía obligar al Congreso a decidir el asunto de la presidencia a favor del ex alcalde de Lima. Y, así, “ … el candidato auspiciado por la simpatía popular fue ungido, al margen de la Constitución, por un Parlamento de origen discutible …” (Basadre, 1968: XII, 218). El nuevo presidente había dado ya muestras, siendo alcalde de Lima, de su preocupación por los sectores más pobres de la ciudad. La simpatía que suscita entre los sectores populares permite a Billinghurst encabezar un vasto movimiento que, al decir de Basadre, implicaba la franca revuelta del “país popular” contra el “país legal”. Es decir, la legitimidad para gobernar le llega a Billinghurst no de la legalidad establecida sino del movimiento popular. No era esta, por cierto, la primera vez que en el Perú el gobernante encontraba la legitimidad en el plebiscito, pero sí era la primera vez que los sujetos colectivos de esa abigarrada “plebe” estaban ya en un proceso de organización y transformación en “pueblo” o agente político institucionalizado. Fiel a este proceso de legitimación, Billinghurts no solo proclama que el suyo será un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, sino que lleva adelante acciones y consigue la aprobación de normas que benefician a los sectores populares, como la ampliación de la ley de accidentes de trabajo, el desarrollo de la instrucción, la construcción de casas para obreros, la lucha contra la desocupación, la implantación de la jornada de trabajo de 8 horas, la reglamentación de las huelgas, etc.

El “populismo temprano” de Billinghurst, con sus nuevas formas de coalición y nuevos formatos de lucha, contiene ya algunos rasgos del populismo que se hará presente en el Perú y otros países latinoamericanos varias décadas más tarde (Gonzales, 2007). En la llamada “República Aristocrática”, gracias principalmente al crecimiento del comercio internacional, se estaba consiguiendo el asentamiento de una cierta institucionalidad estatal que favorecía el fortalecimiento de un poder central frente a los disgregantes poderes locales y que, por otra parte, no hacía concesiones a los sectores sociales considerados como “subalternos”. Para estos sectores se reservaba la violencia, cada vez más profesionalizada, como instrumento para mantenerlos a raya. Pero, apoyado principalmente por las masas y los sectores medios urbanos, llega Billinghurst aireando ofrecimientos que respondían a demandas populares, como el abaratamiento de las subsistencias, la reducción de los alquileres, la construcción de viviendas populares, el ordenamiento de la normativa laboral y hasta el reconocimiento de derechos ciudadanos a los sectores subalternizados. No es difícil imaginar que estas “concesiones” populares, especialmente las dos últimas, por un lado, atentaban contra la matriz oligárquica del poder debilitando sus instituciones tutelares (ejército, parlamento e iglesia) y, por otro lado, iniciaban el largo recorrido hacia un Estado de más ancha base.

Este primer asomo de populismo no pudo sostenerse. Como tantas otras veces antes y después, no faltó un militar aventurero, Oscar R. Benavides (1914-1916), dispuesto a restablecer el orden oligárquico aprovechando el debilitamiento de las relaciones entre Billinghurst y las masas populares. Benavides puso en “orden” la casa, pero lo que no pudo hacer fue interrumpir la acumulación de experiencia por los sectores populares y medios en cuanto a organización y elaboración ideológica y cultural (la prensa de corte anarquista, anarcosindicalista y hasta socialista fue particularmente rica en las dos primeras décadas del siglo XX, como lo fue también la constitución de federaciones artesanales y obreras). Menciono la prensa y las federaciones para hacer caer en la cuenta de que el partido se juega en dos canchas, la de la realidad y la del mundo simbólico.

El gobierno “semipopulista” de Billinghurst fue interrumpido violentamente, pero los sectores populares siguieron construyendo organización, trabajando equivalencias entre ellos e identificando al adversario, en consonancia con el crecimiento de las exportaciones, el incipiente desarrollo fabril y el arranque del proceso de constitución de una burguesía industrial urbana.

Lo que ocurre luego, ya en las décadas 1920 y 1930, es difícilmente entendible sin tener en cuenta este proceso tríplice de organización, exploración de equivalencias e identificación de un adversario común por parte de los sectores sociales que encontrarán en las propuestas apristas y socialistas el camino para su incorporación al ámbito de la política. No corresponde a este capítulo desarrollar esta etapa de nuestra historia política, pero no puedo dejar de decir que los años veinte y treinta del pasado siglo son aquellos en los que, cumplida la fase formativa, los sectores populares y urbanos medios dan pasos decisivos para su transformación de plebe en pueblo. Es decir, este grupo social se va constituyendo enteramente en actor político aunque su presencia no sea reconocida legalmente o aceptada solo como “huésped tolerado” y transitorio en el ámbito político. Un intento grosero de manipulación de esa presencia es el ensayo fascista de los años treinta, especialmente de lo que he llamado (López Soria, 1981) el fascismo popular y el fascismo aristocrático, porque el otro fascismo, el mesocrático, hasta puede entenderse como un paso en el acceso de los sectores medios profesionalizados al ámbito de la política.

5.El segundo populismo

El Perú, con Billinghurst, llegó temprano a los primeros asomos del populismo en América Latina, un populismo que estaba más relacionado con la bonanza comercial del modelo exportador que con el desarrollo industrial. Sin embargo, llegó tarde al llamado “populismo clásico”, ese populismo que tuvo lugar en América Latina después de la crisis de 1929 e incluso durante y después de la 2ª Guerra Mundial en el marco del proceso de articulación y complementación de la agroexportación y la industrialización. Pero el hecho de que en el Perú no se constituyera un populismo del tipo de Cárdenas en México (1934-1940), Vargas en Brasil (1930-1940 y 1950-1954) y Perón en Argentina (1946-1955), no quiere decir que las masas estuviesen ausentes de la escena política. Es más, ya en la segunda mitad de la década de 1920 el movimiento social peruano, bajo el liderazgo de políticos de tamaño continental como Haya de la Torre y Mariátegui, había conseguido posicionarse claramente en la escena pública. Este posicionamiento llevó a los sostenedores del patrón oligárquico a recurrir a dictaduras, hasta 1939, para evitar su desmoronamiento e impedir el avance de los sectores medios y populares, aunque para ello tuviesen que recurrir a medios tan poco sutiles como el artículo 53 de la Constitución Política de 1933: “El Estado no reconoce la existencia legal de los partidos políticos de organización internacional. Los que pertenecen a ellos no pueden desempeñar ninguna función política.”

Si por populismo entendemos no solo una manera de llegar al poder político y ejercerlo, sino también la construcción que hacen las masas populares de su propia identidad como “pueblo” fortaleciendo lo que hay de equivalente en sus múltiples y heterogéneas demandas y poniendo esa equivalencia en la agenda política (Laclau, 2006), es evidente que el populismo estuvo presente y activo, aunque fuese veladamente, en el escenario político peruano de los años treinta y cuarenta del pasado siglo. De hecho, con el gobierno constitucional de Manuel Prado (1939-1945) aumentaron las organizaciones sindicales. El proceso de organización de los sectores populares se hizo más intenso y visible durante el gobierno de Bustamante y Rivero (1945-1948), quien llegó al poder “respaldado por las fuerzas ‘progresistas’, y básicamente el APRA.” (Cotler, 1985: 249), en un contexto mundial marcado por la victoria de los “aliados” frente a las dictaduras fascistas.

El triunfo del entonces sector progresista fue tan abrumador y la euforia tan grande que la oligarquía temió que hubiese llegado su fin. Desde el comienzo del gobierno de Bustamante, los trabajadores se echaron a crear organizaciones sindicales, los estudiantes universitarios redoblaron su empeño para reimplantar el cogobierno y recuperar la capacidad de tacha de los profesores, nuevos comunicadores y medios de comunicación social se encargaron de dar forma escrita a las reivindicaciones de los sectores medios y populares, etc.

Lo vientos de reforma soplaron con particular intensidad en las universidades y escuelas superiores. Las universidades eran solamente 5 (4 nacionales: Lima, Trujillo, Arequipa y Cusco; y 1 privada: PUCP) y las escuelas superiores 2 (de ingenieros y de agricultura), pero en todas ellas se respiraban aires de renovación. El esfuerzo de estudiantes y profesores reformistas se orientó a la dación de una nueva ley que se enmarcara en el ámbito de la reforma de Córdoba (Argentina) de 1918. Ello se consiguió en abril de 1946 con la ley 10555 que establece un nuevo Estatuto Universitario. En adelante, la universidad será una asociación de maestros, alumnos y graduados, todos los cuales participarán en los órganos de gobierno (los estudiantes con un tercio de los miembros). En el establecimiento de los principios que rigen a la universidad se advierten nuevas orientaciones: las universidades y escuelas superiores deben estudiar los asuntos que beneficien al país; las enseñanzas que impartan deben ser apropiadas a los “pueblos de nuestro continente”; tienen, además, que suscitar formas culturales peculiares de los “pueblos indoamericanos”. Para ello gozan de autonomía pedagógica, administrativa y económica. Esa autonomía es aprovechada para fortalecer las organizaciones estudiantiles, pero también, para modernizar la enseñanza y orientarla según las necesidades del país. Por ejemplo, en el caso de la Escuela de Ingenieros (la actual UNI), los vientos de renovación se advirtieron en la apertura al urbanismo y la planificación, la inclinación por las corrientes de la modernidad en arquitectura (Le Corbusier y la Bauhaus, principalmente), la incorporación de la cultura en el quehacer institucional, la orientación de las ingenierías hacia la industrialización y una adhesión casi religiosa a la racionalidad del bienestar (López Soria, 2003; Rodríguez Valencia, 1999).

Es importante aludir, aunque sea prietamente, a las transformaciones ocurridas en la educación superior durante el gobierno de Bustamante porque la reacción frente a la interrupción de esa dinámica de cambios con la dictadura de Odría contribuyó a generar el clima propicio para la gestación de los “populismos civiles” y los socialismos de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. ¿Es acaso fortuito que Acción Popular, el Movimiento Social Progresista y la Democracia Cristiana, primero, y luego las agrupaciones de la nueva izquierda se diseñen, consoliden y abastezcan de líderes y partidarios en los predios universitarios? Siguiendo los postulados de la Reforma de Córdoba, los universitarios de la segunda mitad de la década de 1940 consiguieron convertirse en un actor colectivo más, con demandas diferenciadas pero cuyo trasfondo podría ser equivalente al de las demandas políticas de los sectores populares. En el proceso de descubrimiento/construcción de esa equivalencia se fueron gestando, reitero, los “populismos civiles” y las variadas tendencias del socialismo.

Pero los avances del populismo, especialmente en lo que este tenía de consolidación de los sectores populares como actores políticos, no fueron frenados solamente por el asalto de Odría al poder para restaurar el dominio de la oligarquía. Los dos partidos con predicamento, aunque desigual, en las masas populares y con capacidad para abrirles espacios de organización y acompañarlos en el proceso de construcción de lo “equivalencial”, el APRA y el Partido Comunista, se habían alejado de sus propósitos originales: el segundo -una vez desaparecido el liderazgo carismático de Mariátegui- por atenerse estricta y acríticamente a la cartilla estalinista, y el primero porque, ya desde el inicio de la década de 1940 y urgido por la necesidad de poner la tienda del lado de las democracias para no ser tildado de fascista, comenzó a abandonar su primigenio programa antiimperialista y antioligárquico. Esta ausencia de liderazgo en el ámbito popular se tradujo en la búsqueda descontrolada, por parte de estos sectores, de respuesta inmediata a sus contenidas demandas diferenciales. Se agitan las aguas en el mundo universitario, las calles se pueblan de huelguistas y en la clandestinidad se cocinan proyectos de revuelta popular y de insurgencia militar.

A pesar de que por primera vez, con el gobierno de Bustamante, se dieron en el Perú condiciones básicas para un Estado populista, en el sentido “clásico” del término, ello no ocurrió. Por “condiciones básicas” entiendo el encuentro de varios componentes: la existencia de sectores populares con un importante nivel de organización; la posibilidad de las capas medias urbanas profesionalizadas y políticamente motivadas para proveer de líderes al movimiento social; una cierta apuesta por la industrialización, aparejada al surgimiento de una burguesía industrial urbana; la convocación al capital extranjero para trabajar en el Perú aunque en condiciones más beneficiosas para el país; el reconocimiento de derechos laborales tanto en las explotaciones agrarias y mineras como en la industria urbana; la extensión de los servicios públicos de salud y educación; la reformulación de la relación entre la oligarquía, la naciente burguesía y los sectores medios y populares; un ambiente internacional de innovación cultural y de experimentación política alimentado por la euforia posbélica; la existencia simultánea en América Latina de experiencias populistas relativamente exitosas; etc. Sin embargo, lo que de populismo se había comenzado a engendrar era todavía demasiado débil como para contener los afanes de la oligarquía de volver al control total del poder. El populismo “a medio hacer” no pudo contener las aventuras de rebeldía e insurgencia interna ni, mucho menos, resistir el zarpazo del “mandado” del momento, el general Odría, detrás del cual se agazapaban los poderes tradicionales.

No deja de ser significativo que, pocos meses después del golpe de Estado, en abril de 1949, Odría derogase el Estatuto Universitario (ley 10555) con el decreto-ley n° 11003, aduciendo para ello “Que la experiencia ha demostrado que el Estatuto Universitario (…) no se ha inspirado en normas científicas y culturales, sino que había sido un producto de la influencia demagógica predominante en el régimen anterior, …”. La dictadura sabía bien que la comunidad universitaria -especialmente el estudiantado y los profesores jóvenes- constituía un sujeto colectivo que era portador potencial de propuestas populistas y socialistas (“demagógicas” en el lenguaje oficial). Mantener a raya a este actor social era fundamental para la seguridad del renacido régimen oligárquico, especialmente porque las demandas de este sector, con un contenido más político (general) que gremial (específico), eran menos susceptibles de ser manipuladas que las de otros sectores sociales.

6.Populismo de la progresía

En 1958, el ilustre profesor Raúl Ferrero, alejado ya políticamente de su mocedad mussoliniana, afirma que “En nuestra hora, el optimismo es menos difícil, pues el país se halla en trance de transformación. Es ya otro el Perú, aunque ‘el reino muerto vive todavía’. De las viejas páginas surge un exigente mensaje, en tanto las generaciones actuales se empeñan en forjar, por obra de la armonía social, un país con justicia económica y libertad. Tal es nuestro destino fundamental, que hemos de realizar de acuerdo con las esencias nacionales.” (1958: 8) Ese país con justicia y libertad y abierto a la modernización era precisamente el sueño del “populismo mesocrático” que había comenzado a gestarse en la década de 1950 en los ámbitos de los migrantes convertidos en pobladores urbanos, los sectores medios urbanos en proceso de profesionalización y la burguesía nacional industrial urbana. Al encuentro de estos actores sociales salieron las nuevas agrupaciones políticas, Acción Popular, Movimiento Social Progresista y Democracia Cristiana, surgidas todas ellas en el ámbito universitario e intelectual de mediados de la década de 1950 y abiertas tanto a la problemática socio-económica y cultural peruana como a renovadoras corrientes de pensamiento de más allá de nuestras fronteras. El filósofo Augusto Salazar Bondy (1967, II: 438)), del Movimiento Social Progresista, sostiene que “Estos nuevos movimientos políticos obedecen ciertamente a motivaciones de la vida nacional, pues al comenzar la segunda mitad del siglo (XX) se han hecho patentes y se han agudizado los problemas sociales y económicos que fueron la levadura de las primeras manifestaciones de la rebeldía política y social desde fines del siglo pasado. Pero están coordinados además con los más importantes sucesos de la política mundial y con la evolución del pensamiento filosófico y económico-social contemporáneo.” Otro filósofo notable de entonces –y de ahora-, Francisco Miró Quesada Cantuarias, afirma en un escrito de 1955 que “En realidad, nuestra época se distingue porque es una época de búsqueda, de desorientación, pero de aguda conciencia de sus aspectos negativos. El hombre actual es un hombre que experimenta en carne propia el fracaso de una gran teoría sobre sí mismo: el racionalismo europeo con todos sus derivados desde el liberalismo del laisser faire hasta el nazismo y el marxismo.” (1969: 74). No es extraño, por tanto, que en esta situación de debilitamiento de los discursos tradicionales y de profundas transformaciones sociales se abran nuevas perspectivas políticas y surjan nuevas agrupaciones desde diversos sectores de la sociedad. En los medios obrero, campesino y de la juventud e inteligencia radicalizadas se desarrollan procesos de búsqueda y de constitución de agrupaciones políticas en el marco de las transformaciones que estaban ocurriendo en el Perú y de fenómenos globalmente influyentes como las desavenencias entre socialistas soviéticos y chinos, el posicionamiento del maoísmo, la revolución cubana y los vientos de renovación y de compromiso político que comienzan a soplar en el ámbito eclesial. En este contexto surge y se va consolidando lo que llamo “populismo de la progresía”, al compás de la formación de tres nuevas orientaciones y agrupaciones políticas: la democracia cristiana, el social progresismo y el acciopopulismo.

La democracia cristiana se construye una posición centrista colocando en los extremos a liberales y socialistas. De los primeros se distingue porque considera que la conducta humana debe atenerse a principios morales y no solo a intereses individuales, y porque atribuye al Estado la obligación de intervenir para evitar los desequilibrios e inequidades que produce el mercado. Pero, por otro lado, no acepta el materialismo socialista porque este no reconoce la primacía del espíritu y practica un estatismo excesivo que impide el desarrollo de la economía privada y el ejercicio de la libertad de las personas.

En la versión de Bustamante y Rivero (1960: 9) [10], tanto el capitalismo como el comunismo han fracaso en la promesa de “eliminar la angustia de los hombres” y de conseguir el bienestar humano y la justicia social. Frente a ellos ha surgido ya “ … un socialismo demócrata y de raíz cristiana que, aunque vela primordialmente por el bienestar de la comunidad no desconoce ni ahoga los derechos de la persona humana; que ofrece a todos los individuos, sin distingos, igualdad de oportunidades; y que promueve una más equitativa distribución de la riqueza, … [obligando al capitalismo a cooperar] en la proporción que exija la justicia social regulada por el Estado.” (1969: 10). Bustamante piensa que el viejo liberalismo ha sido superado por el progreso técnico y el crecimiento de las masas, y, consiguientemente, es ya incapaz de impedir que esas masas explotadas se entreguen al totalitarismo comunista. Siguiendo el ejemplo de lo que está ya ocurriendo en Europa y Estados Unidos, en el Perú necesitamos una reforma radical que facilite la vivienda y la alimentación básica al pueblo, proceda a la “habilitación del indio”, realice la reforma agraria, lleve adelante la socialización del impuesto, desarrolle la organización cooperativa y ponga en marcha el proceso de descentralización. No es cierto, considera Bustamante, que ese socialismo mesurado ahuyente las inversiones ni es tampoco cierto que el indio en el Perú sea un estorbo para el desarrollo. Este último pensamiento es “…capcioso e injusto.” (Bustamante, 1960: 12), porque el indio, a pesar de ser víctima de una pobreza impuesta, colabora activamente con la producción de riqueza. Cualquier recargo de impuestos para mejorar las condiciones de vida de los indígenas es solo una exigua retribución de lo que estos han aportado al desarrollo nacional y a la prosperidad de los dueños del capital. “Por eso, la instauración de una economía socializada no es un óbolo gracioso a las clases retrasadas o incultas, sino el pago de una deuda contraída con el pasado.” (1960; 13) El Perú tiene que dejar de lado el hábito de derrocar gobiernos reformistas, “… porque el ejército joven está ya harto de que se le haga instrumento de aventuras políticas reaccionarias.” (1960: 14) Además, las masas se están impacientando, como muestran los acontecimientos reformistas que están teniendo lugar en países latinoamericanos (México, Argentina, Bolivia, Guatemala), pero en el Perú se tiene miedo de hablar de temas como la reforma agraria y la nacionalización de ciertas industrias. Tendríamos que curarnos del “colonialismo interno” que practica la clase dominadora, encarar nuestros propios problemas e “ … iniciar el programa de su solución venidera por el camino pacífico, pero radical y firme, de una evolución social que transforme la fisonomía colonial de nuestro país.” (1960: 16) Siguiendo de lejos la impronta de los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana de Mariátegui y poniendo la mira en las elecciones que tendrían lugar en 1955, Bustamante propone un programa cívico en torno a los siguientes siete temas enunciados como problemas: la democracia, el indio, la tierra, la vivienda, la descentralización, la juventud, y el problema económico y hacendario.

Más adelante, en 1959, Bustamante se propone contribuir a que en el país se alcance “ … un estado de común bienestar material y espiritual.” (1960: 83) basándose en la doctrina social católica. Para ello presenta el estudio Perú, estructura social (1960) en el que se pueden encontrar rasgos de lo que era ya el “populista civil” de la Democracia Cristiana y de lo que sería pronto el “populismo militar” de los coroneles y generales del gobierno de Velasco Alvarado. En las sociedades modernas de mediados del siglo XX no hay ya -sostiene Bustamante- ni estamentos ni castas sino clases sociales, pero, a diferencia de lo que ocurriera antes, las clases no eran ya solo dos, como piensan los marxistas, sino muchas, gracias a fenómenos como la elevación de los salarios, la participación de los trabajadores en las utilidades, la diversificación técnica de la fuerza de trabajo, la democratización del capital mediante la sociedad anónima por acciones, etc., a lo que hay que añadir la creación de instituciones de promoción y defensa del trabajador (seguridad y asistencia social, salud pública, contrato colectivo de trabajo, sindicatos, etc.) y, sobre todo, “…la educación pública gratuita que despierta y afirma la conciencia cívica del hombre y lo capacita para aspirar a un mejoramiento de su status de clase.” (1960: 89) Estamos más cerca de la verdad, piensa Bustamante, si, en vez de pensar la sociedad en términos de clases antagónicas, la pensamos “… como un agrupamiento de sectores diversos, como una concurrencia de grupos varios, con características propias, económicas, culturales, raciales o consistentes en modos peculiares de vida y costumbres, y a quienes liga un vínculo complejo de unidad geográfica, de intereses recíprocos y de comunes fines sociales.” (1960: 90). Todavía subsiste el dualismo primigenio, el antagonismo entre clases muy diferenciadas, pero se advierte ya el avance del proceso hacia el encuentro armonioso y solidario de los distintos grupos humanos. Ese encuentro será posible si las clases poderosas se atienen a los consejos de la razón y de la fraternidad cristiana.

En el Perú, sin embargo, prosigue Bustamante, estamos todavía en un estadio retrasado de ese proceso evolutivo, primero, porque el incipiente desarrollo industrial no ha producido aún la subdivisión de las clases ni ha facilitado la movilidad social y, segundo, porque persisten fenómenos que obstaculizan el proceso: el mestizaje racial no ha alcanzado todavía su estado de sedimentación; la población aborigen “no civilizada o en lento curso de civilización” no está suficientemente incorporada a la producción y el mercado; perdura el “espíritu colonial” de seguir siendo productores de materia prima a base de la explotación de la mano de obra indígena; las dificultades que presenta la geografía; y “nuestra recalcitrante inestabilidad política”. (1960: 92-94). Por otra parte, la clase dominante no se ha convertido en dirigente, en el sentido de imprimir al país una orientación acorde con el avance de los tiempos y el sentido cristiano. Dado este retraso, “… el contraste existente entre este estado anacrónico y las impacientes exigencias actuales de la conciencia popular suscita un clima de tensión peligroso y dañino.” (1960: 100-101). La clase media se ha diversificado e incrementado y hoy “ … a través de los partidos jóvenes, intenta reivindicar para sí la conducción del Estado.” (1960: 133). Y la “clase popular” se caracteriza por una gran diversificación real (componente diferencial) y por una cierta coincidencia en las demandas (mejoramiento del régimen laboral, elevación de salarios, vivienda, escuela …) (componente equivalencial). La lucha para conseguir la satisfacción de las demandas no es interpretada por Bustamante como lucha de clase sino como “propósito de ajuste”, entendimiento o comprensión. Para que el ajuste se produzca es preciso que se generalice la solidaridad dentro y entre las clases sociales. La Iglesia Católica debe cumplir, a este respecto, una importante función. Le toca a ella fortalecer la solidaridad social para infundir en las costumbres los sentimientos de justicia y caridad hacia el próximo. Y debe hacerlo induciendo a la clase poderosa a suavizar su dureza frente a las demandas de los trabajadores, acompañando a los obreros del campo y la ciudad y apoyando sus justas reivindicaciones con argumentos que hagan innecesaria la violencia, haciendo ver a los poderosos que la caridad no es limosna sino deber, creando escuelas para las clases populares y haciendo ver a los grupos dominantes que la Iglesia Católica no es su auxiliar para la defensa de su posición de dominio.

Es importante señalar la posición de Bustamante y Rivero porque ella será significativamente influyente no solo en el Partido Demócrata Cristiano sino en el reformismo militar que comenzó en 1968. De hecho, en las propuestas políticas de Bustamante encontramos la conciliación de las clases a través de la solidaridad, el distanciamiento tanto del socialismo como del capitalismo propio de algunos populismos, el énfasis puesto en la intervención del Estado como instancia de compensación de diferencias y de conciliación de intereses, la consideración de las concesiones a los sectores populares como remedio para evitar el avance del socialismo, la aceptación de estos sectores como sujetos colectivos con el derecho de participar en la vida política, la apuesta decidida por la industrialización, etc.

El líder más visible de la Democracia Cristiana fue, sin duda, el abogado arequipeño Héctor Cornejo Chávez. Como Bustamante, los líderes del Partido Demócrata Cristiano consideran también que el eje de su propuesta política es una posición central entre el capitalismo y el socialismo, algo a lo que en los textos de la época se llama “tercera posición”. Aludiendo a la historia de la Democracia Cristiana, Núñez (1993: 101) nos recuerda que “Los demócrata-cristianos se han considerado desde siempre centristas, porque buscan apartarse del extremo liberal y del extremo marxista y constituir por cuenta propia una tercera posición.” De hecho, el partido reunió en el libro Una tercera posición, publicado en 1960, contribuciones de los principales líderes de esta agrupación. Las dos características principales de esa tercera posición son la atribución de primacía a la persona y la búsqueda decidida del bien común. La política democristiana critica algunos de los rasgos fundamentales del liberalismo, como la consideración de que las personas actúan impulsadas únicamente por el interés individual, la definición del bien común como la suma de los intereses individuales, el rechazo a todo intervencionismo del Estado en la economía por considerarlo entorpecedor del proceso económico, y la negación, en la práctica, a las mayorías de las condiciones para el real ejercicio de la libertad material y espiritual (Salazar, 1967:438-443). Igualmente, del socialismo estatista los democristianos rechazan el excesivo intervencionismo porque impide el desarrollo de la libre empresa y la autonomía de la persona, atenta contra la propiedad privada y no permite a las familias elegir libremente la educación que quieren para sus hijos. Por otro lado, como es de suponer, los democristianos rechazan rotundamente el materialismo del pensamiento socialista y acentúan la importancia de la moral en el comportamiento tanto individual como social de las personas.

En cuanto adalides de esa tercera posición “ni capitalista ni comunista”, los democristianos proponen un populismo de conciliación de las clases sociales basándose en criterios liberales como la igualdad y la fraternidad, y recurriendo al mensaje sagrado para fundamentar la dignidad de la persona y su destino trascendente. Desde este sitial, habitado por doctrinas y valores no negociables, los democristianos mantuvieron una actitud crítica no sólo frente a las prácticas injustas y explotadoras sino frente a las estructuras sociales de injusticia y explotación. No es raro, por tanto, que la Democracia Cristiana atrajese a la juventud y se convirtiese en semillero de posiciones y liderazgos de izquierda, ni es tampoco extraño que decidiese después ponerse del lado del reformismo militar. Es más, el populismo militar tomó más de un slogan de la tradición democristiana. Pero antes de que esto ocurriese, el Partido Demócrata Cristiano se presentó a las elecciones en 1962, cogobernó con el Partido Acción Popular a partir de 1963. Y después, pasada la dictadura militar, hizo alianzas con el Partido Aprista y con Izquierda Unida. Es decir, por su reducido alcance en términos de caudal electoral, los democristianos se vieron siempre necesitados de alianzas para tener visibilidad e incidencia política, fortaleciendo al aliado no con votos pero sí con profesionalismo y credibilidad. No se debe olvidar, por otra parte, que por razones de pugna de liderazgos y de diferencias doctrinarias, al Partido Demócrata Cristiano se le separó, por la derecha, el Partido Popular Cristiano de Luis Bedoya Reyes.

El que después sería el líder de Acción Popular, Fernando Belaúnde Terry, era un arquitecto emprendedor que venía impulsando el debate en el país sobre arquitectura y urbanismo desde que en 1937 fundara la revista El Arquitecto Peruano. Su participación política comenzó en 1945, cuando fue elegido diputado por el Frente Democrático Nacional que llevó a la presidencia a Bustamante y Rivero. Se ligó tempranamente a la enseñanza, especialmente en la Escuela de Ingenieros (hoy, UNI) en donde fue jefe del Departamento de Arquitectura y luego decano de la Facultad de Arquitectura. Era, además, un convencido de la necesidad de facilitar el acceso a la vivienda a los sectores populares y medios, y de implantar y desarrollar en el Perú la planificación tanto en el ámbito urbano como en el regional y nacional. Estos convencimientos le llevaron a embarcarse en proyectos de construcción de vivienda popular, como la emblemática Unidad Vecinal N° 3, y tomar parte en la creación o en el impulso a instituciones como el Instituto de Urbanismo, la Oficina Nacional de Planeamiento y Urbanismo, el Instituto de Planeamiento de Lima (Ramos, 2010),etc. El Frente Nacional de Juventudes Democráticas, compuesto fundamentalmente por universitarios y transformado luego en el Partido Acción Popular, llevó a Belaúnde de candidato a la presidencia en1956, luego de aguerridas manifestaciones públicas que obligaron al gobierno a admitir su candidatura. Aunque el voto aprista consiguió para Manuel Prado la presidencia, Belaúnde, con algo más de un tercio de los votos válidos (Pease, 2013: 168), se afianzó como un opositor que bien podría ganar futuras elecciones. De hecho, estuvo a décimas de ganarlas en 1962 y finalmente lo consiguió en 1963.

En un mensaje por radio en junio de 1956, Fernando Belaúnde hizo unas declaraciones que su partido considera “palabras bautismales” porque, efectivamente, darán nombre –Acción Popular- a la nueva agrupación política.

“Mucho de lo grande que tenemos se lo debemos a la acción popular. Por acción popular surgió una ciudad misteriosa y poética en la cumbre de la montaña y se elevaron catedrales sobre los cimientos de los templos paganos.
Por acción popular llegaron a Sacsayhuamán los inmensos monolitos de su triple muralla. Es la acción popular perdida en lo remoto del pasado y en la lejanía del porvenir la que lleva a las comunidades andinas a unirse en el esfuerzo del sembrío y el festejo de la cosecha. Por acción popular ha dado frutos el desierto. Fue la acción popular la que inspiró a Túpac Amaru a su sacrificio, a Castilla sus campañas, a Arequipa sus rebeldías.
La acción popular se expresó en la montonera pierolista cuyas víctimas morían, anónimamente, sin una queja, por un ideal. Por acción popular los pueblos apartados de las serranías suplen con su esfuerzo los olvidos y las postergaciones de los gobiernos centralistas y frívolos.
Por acción popular languidecen las dictaduras y se imponen a los malos magistrados los candidatos auténticos. La nueva fuerza cívica que se ha opuesto gallardamente a la triple alianza de la consigna, del rezago político del pasado y la de un gobierno arbitrario y despótico, tiene también la honrosa característica de su origen netamente democrático. Por eso la llamamos y la llamaremos siempre Acción Popular …” (Belaúnde, 1956)

El nombre no es casual. Revela que lo popular está ya insoslayablemente presente como demanda y como propuesta en el ámbito público, aunque todavía la representación política de lo equivalencial de los sectores populares venía siendo asumida por apristas o socialistas, dos perspectivas políticas que los poderes fácticos de la época (la oligarquía agro-minera exportadora, la jerarquía eclesial y los mandos militares) no podían tolerar. Lo nuevo del populismo de la progresía, y particularmente de Belaúnde, estaba en presentarse como portador de las demandas y propuestas populares -añadidas a las de la burguesía industrial urbana y de las capas medias profesionalizadas- sin atemorizar a los grupos dominantes. Sabido es que este esfuerzo por contentar a todos terminó por no contentar a nadie.

La intuición política de Fernando Belaúnde se fue convirtiendo en propuesta ideológica y programática entre 1955 y 1963. Ya en 1955, Francisco Miró Quesada Cantuarias, quien sería pronto ideólogo de la nueva agrupación política, en El hombre sin teoría (ensayo incluido en Humanismo y revolución, 1969), expresa una profunda desconfianza con respecto tanto al socialismo cuanto a las ideologías tradicionalmente dominantes en el Perú. En vez de recurrir a teorías para orientarse en el mundo, prefiere atenerse a un dato innegable: la división de los hombres en dos grupos, el de los que luchan contra el hombre y el de los que luchan por el hombre. En esta bipolaridad está lo esencial de la condición humana. Optar por uno de los polos es una decisión personal. Para quienes optan por luchar por el hombre, el camino será duro, pero es la única opción digna, la única que hace posible la unión de todos los hombres.

La búsqueda de Miró Quesada en el ensayo mencionado está todavía orientada a encontrar una especie de principio fundacional que permita a la nueva generación política optar racionalmente y dejar en claro que no se alineará ni con la oligarquía tradicional ni con las corrientes socialistas. Para darle operatividad política a ese principio, Belaúnde escribe ensayos como “El Perú como doctrina” y “El mestizaje de la economía” y condensa su pensamiento en La conquista del Perú por los peruanos (1959) y Pueblo por pueblo (1960). A su vez, Miró Quesada contribuye con Las estructuras sociales (1961) y un largo prólogo que añade a la segunda edición (1965).

El momento de afirmación ideológica del acciopopulismo comienza con una profesión de fe peruanista, “el Perú como doctrina”, que alude a la necesidad de recoger la herencia tanto del incario como del coloniaje en un intento de síntesis (mestizaje) cuyos orígenes hay que buscarlos en Bartolomé Herrera, José de la Riva-Agüero y, especialmente, en Víctor Andrés Belaúnde. En el caso del incario, la herencia que hay que recoger se refiere a la tradición planificadora, el equilibrio hombre-tierra, la autosuficiencia alimentaria, la articulación territorial a través de la red vial, la cooperación popular en la ejecución de las obras públicas y el cooperativismo agrario, que no es ni capitalista ni comunista. Paralelamente se considera imprescindible extender y “provincializar” el acceso al crédito, eliminar el centralismo bancario de Lima, ampliar los seguros, propiciar el ahorro, orientar los créditos internacionales hacia la inversión productiva e impulsar una banca estatal ligada al sector industrial y alimentario. Se pretende, además, como parte de un programa de largo alcance, ejecutar obras de irrigación, ampliar las tierras de cultivo, impulsar la ganadería, incorporar la ceja de selva a la economía nacional, alentar la industrialización e impulsar el establecimiento de fundiciones y refinería.

En la puesta en práctica de este programa desempeñan funciones específicas el Estado (planificación, promoción económica, orientación de las inversiones internacionales, descentralización interna de créditos e inversiones, vigilancia y control), los inversionistas extranjeros (inversiones productivas), los capitales nacionales y, en general, la población agrupada en cooperativas y movilizada a través de Cooperación Popular.

Bajo el paraguas del desarrollismo de la época, el acciopopulismo se presenta como una propuesta de renovación frente a los sectores dominantes (oligarquía agro/minero exportadora y burguesía financiera) y sus operadores políticos (Movimiento Democrático Pradista [MDP], Unión Nacional Odriísta [UNO] y APRA), pero también como una alternativa democrática de reformismo gradual que se sitúa lejos de las perspectivas socialistas, aunque se autopercibe como portador de demandas populares. Esta posición centrista y conciliadora de Acción Popular satisface las expectativas de la surgente burguesía industrial urbana, entusiasma a no pocos miembros de las capas medias profesionalizadas y atrae a un importante sector de la “inteligencia” nacional. Por otra parte, dado que la nueva agrupación política despierta esperanzas en sectores populares del campo y la ciudad, es percibida como portadora de la capacidad de atenuar los conflictos sociales. Esto último, la representación/contención del movimiento popular, es particularmente importante porque está en línea con las políticas internacionales de la “guerra fría” (capitalismo/socialismo) y puede debilitar el ambiente revolucionario de la época, potenciado internacionalmente por los movimientos independentistas y, en el caso de América Latina, por la revolución cubana.

El carácter conciliador de la modernización buscada por Acción Popular queda claramente manifiesto en los escritos de Belaúnde. “Hay revoluciones en que la sangre se derrama por el territorio en lucha fratricida … Hay otras, que sin dejar de ser fecundas, no producen víctimas. La que nosotros queremos hacer … ofrece un ancho horizonte de esperanza sin que su victoria pueda significar para nadie el dolor de la injusticia.” Se trata, por tanto, de una reforma gradual que abre el paso al desarrollo industrial sin provocar cambios sustantivos. Y para tranquilizar a quienes controlan el poder les asegura que Acción Popular “… no incuba rencores ni es un partido en busca de venganzas sino en pos de saludables rectificaciones nacionales …”. Es cierto que insurge contra la triple alianza de la consigna (APRA, Partido Comunista Peruano), el rezago político (MDP) y el gobierno arbitrario y despótico (UNO). Pero también es cierto que no intenta desconocer los privilegios de los grupos de poder, sino abrir espacios nuevos para el desarrollo de la burguesía industrial urbana y la realización de las demandas de los sectores medios y populares.

Las “saludables rectificaciones” van quedando precisadas, en cuanto a sus alcances y limitaciones, en las concepciones y programas acciopopulistas. En cuanto a política agraria, la propuesta de Belaúnde se centra en el equilibrio hombre/tierra, que dice heredar del incario y que se logra a través de la incorporación de nuevas tierras al cultivo y la ganadería, la ejecución de irrigaciones y el mejoramiento de los riegos, la integración de la ceja de selva a la economía nacional y la eliminación del minifundio. Los objetivos son claros: ampliar la base productiva agropecuaria, mejorar la productividad y extender las fronteras del mercado sin, finalmente, afectar al latifundio. Para conseguir esos objetivos hay que tener en cuenta –piensa el acciopopulismo- que existen en el Perú tres formas principales de propiedad de la tierra: el latifundio, el minifundio y la propiedad comunitaria. El latifundio parece quedar intacto, pero el hecho de que apoye a los propietarios pequeños, mediados y comunitarios (con créditos, vías de comunicación, ampliación del mercado, etc.) contribuirá, sin duda, a liberar al poblador rural de la dominación que sobre él ejerce el gran terrateniente. Ello repercutirá en menor dependencia de estos pobladores con respecto a los “señores de la tierra” y, consiguientemente, en mayor independencia política. Liberada de los lazos de los caciques locales, la población rural quedará ligada a la economía nacional a través del comercio. Es necesario, igualmente, eliminar el minifundio porque es considerado como una unidad productiva de carácter solo familiar e insuficiente para intervenir en el mercado. Hay que limitar, por cierto, la posibilidad de existencia de la gran propiedad, pero no para formar un archipiélago económico de islotes inconexos sino para crear un universo de unidades productivas en constante interrelación. En cuanto a la forma cooperativa de propiedad y de trabajo agrícola, Belaúnde deja en claro que su fuente de inspiración no es la ideología comunista sino la tradición andina, enriquecida con las experiencias modernas de cooperación. Se trata, en definitiva, de crear un factor de regulación de los abusos de la propiedad privada, facilitando al hombre común la posibilidad de organizarse cooperativamente con la misma o mayor eficiencia que los grandes consorcios económicos. Y, así, haciendo que convivan la propiedad privada y la cooperativa se tiende al “mestizaje de la economía” y se hace posible la puesta en práctica de importantes obras productivas que se basarán más en la acumulación de trabajo que en el crédito externo. Este mestizaje se concreta no solo en las formas de propiedad sino en la producción misma, uniendo la tradición comunitaria con las tecnologías modernas.

Pocos después de enunciadas estas orientaciones de política agraria, cuando Acción Popular llega al poder y se encuentra frente a los latifundistas y a su operador político, el APRA, comienza una historia de propuestas y retrocesos que no contenta ni a tirios ni a troyanos. La posición tibia que Acción Popular termina adoptando con respecto a la reforma agraria debilita la animadversión de la oligarquía terrateniente, pero también frustra las esperanzas de los sectores populares y la progresía de la época y dificulta seriamente el desarrollo de la industrialización y la diversificación de la matriz productiva.

Con respecto a las finanzas, el acciopopulismo propone llevar a cabo una “revolución incruenta” que abra las puertas del crédito a los industriales, quiebre el monopolio financiero de los “latifundistas del dinero”, elimine el centralismo bancario en virtud del cual Lima extrae de las provincias sus ahorros, aproveche los créditos internacionales orientándolos a inversiones productivas e impulse la banca estatal ligada al sector productivo industrial y alimentario. Pero, como en el caso de la tierra, la propuesta no se orienta hacia una reforma del sistema financiero sino hacia una ampliación de la cobertura mediante una diversificación de las instituciones e instrumentos proveedores de créditos y otras facilidades financieras. Lo que se propone es una especie de sistema paralelo que facilite el uso de créditos por parte de los sectores medios y populares (rurales y urbanos), de la naciente burguesía industrial y comercial urbana y de quienes desempeñan actividades artesanales. El fortalecimiento de un sistema paralelo al de la banca tradicional permitiría reducir las posibilidades de acumulación de capital por parte de los antiguos financistas (grupo Prado) cuyos intereses eran defendidos por el Apra. Para hacer efectivo ese nuevo sistema había que dar algunos pasos como orientar hacia las clases medias y populares sus propios ahorros (acumulados a través de la seguridad social, las cajas de ahorro, las cooperativas, etc.), abrir créditos para industriales y artesanos, impulsar la banca estatal de fomento (minero, agropecuario e industrial) y ponerla al servicio de inversiones productivas, orientar los créditos internacionales hacia inversiones productivas (irrigaciones, explotaciones mineras, industrias, refinerías, fundiciones, etc.).

La propuesta de Acción Popular pone un énfasis especial en la articulación del territorio. La política vial parte de la constatación, advertida tempranamente por Manuel Pardo (1872-1876), de la existencia de pocas vías y de su casi exclusiva orientación en función de la necesidad de transportar a la costa materias primas para la exportación. Frente a esta situación, Belaúnde destaca la infraestructura vial del incanato por la contribución que ella supuso a la articulación territorial. Lo que interesa ahora, propone Belaúnde, es hacer caminos longitudinales a la costa por la sierra y por la selva, y caminos perpendiculares a la costa que unan estas vías entre sí y conecten las áreas productivas con las ciudades y puertos del Pacífico. Los beneficios de todo tipo (económicos, comerciales, alimentarios, de movilidad de personas, de gestión pública, etc.) que se seguirían de esta red vial son indudables. Por otro lado, si se lograse unir la ceja de selva entre sí y con la sierra y la costa, se facilitaría el rebose natural de los superpoblados valles andinos hacia la selva, la roturación de nuevas tierras de cultivo, la disminución de la afluencia no planificada de migrantes andinos a la costa, la incorporación de nuevos productos agrícolas al mercado nacional e internacional, etc. Habría, por tanto, más productos, más mano de obra, más industria, más alimentos y menos tensiones sociales.

La acción del Estado en la política vial es de primera importancia. Le corresponde planificar la red vial de tal manera que los caminos unan la mayor cantidad posible de poblaciones y áreas productivas y no se hagan, como antaño, en función de los intereses particulares de los “caciques” locales y regionales. Para ello, el Estado tiene que recurrir a la cooperación popular y, especialmente, a los propietarios que se beneficien con los nuevos caminos. Se conseguirá, así, unir los “caseríos aislados” y los “agónicos villorrios” y, por tanto, sentar las bases de una economía nacional multidimensionalmente relacionada y convenientemente diversificada.

Para llevar a la práctica estas políticas es imprescindible un nuevo tipo de Estado. Belaúnde piensa en un Estado planificador y conductor de la ejecución de un proyecto nacional de desarrollo. Ese proyecto tiene que ser, además de planificado, apoyado con recursos financieros, impulsor de la ejecución de infraestructura vial e hidráulica y orientador de la acción de las Fuerzas Armadas. Para ello, el Estado ofrece incentivos económicos, orienta los créditos hacia actividades productivas de tipo industrial y artesanal, promueve y encauza la cooperación popular, impide la monopolización de las tierras y del dinero, ejecuta grandes obras de infraestructura, crea bancos estatales para promover la industrialización, etc. Como ayuda para la mejor planificación se debe crear un Instituto de Altos Estudios Nacionales que concentre el saber disperso en las universidades, articule los conocimientos de diversas disciplinas y facilite que los alumnos elaboren tesis relacionadas con el planeamiento integral del país. Ese Estado tiene, además, que conseguir recursos financieros externos pero orientándolos a la inversión productiva y evitando los monopolios. Para la ejecución de las obras viales e hidráulicas, el Estado debe hacer uso de los recursos humanos y técnicos de las Fuerzas Armadas. Le toca también a este sector del Estado contribuir a la “conquista de la selva” no solo colaborando en obras de infraestructuras sino alfabetizando a la juventud aborigen, enseñándole disciplina e higiene, instruyéndola en oficios lucrativos y, en general, haciendo del reclutamiento la antesala de la colonización y desarrollo de las regiones “inexploradas”. Para ello, Acción Popular se propone crear el Servicio Cívico Fluvial (una especie de ministerio flotante con oficinas de fomento, agricultura, salud y educación) a cargo de la Marina de Guerra. Así se conseguirá extender la acción del Estado a todos los rincones del país. Implicar en esta tarea a las Fuerzas Armadas no tergiversa el sentido de su misión porque para asegurar los derechos de la República es necesario no solo defender las fronteras, sino evitar que sean defraudadas las esperanzas de un país por la desidia y el abandono en que se encuentran muchas regiones inexplotadas. Y el abandono de una riqueza natural, sentencia Belaúnde, atrae hacia ella la codicia de los inversionistas extranjeros.

Como puede verse, la noción de Estado que tiene Acción Popular y, particularmente, la función atribuida a las Fuerzas Armas son muy parecidas a las sostenidas por los militares de los regímenes dictatoriales de 1962-63 y 1968-75. Es más, el golpe militar de 1968 recurre a esta misma doctrina para deponer a Belaúnde y dar legitimidad al Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas. Para unos y para otros, así como para la progresía de la época y –a su manera- para los socialistas, el Estado es percibido como el gran artífice de la integración nacional. Esta integración, según Acción Popular, se basa en una economía articulada y planificada. La articulación se apoya en las obras de infraestructura vial, y la planificación en los estudios sobre la realidad del país. Todo ello debe contribuir a mermar el “pernicioso influjo” de los caciques locales y regionales y a robustecer los esfuerzos populares de liberación encauzándolos a través de Cooperación Popular. Un paso importante en el mismo sentido es la autonomización de los municipios, que permitirá, además, coordinar sus acciones con las de la planificación central.

En general, las rectificaciones que Acción Popular propone apuntan a: debilitar las bases del dominio que ejercían hasta entonces la oligarquía (minera y agraria) y la burguesía (financiera y comercial); facilitar el desarrollo de la industria nacional, el trabajo artesanal, la propiedad comunitaria y la pequeña y mediana propiedad agrícola; reducir las tensiones sociales, manifiestas en las frecuentes movilizaciones populares y en los avances de sus organizaciones tanto en el campo como en la ciudad; introducir la planificación como estrategia de gestión gubernamental; y articular el territorio a través de una extensa red vial. Cuando al partido le toca dirigir el país, este conjunto de propuestas reformistas choca con dos dificultades que no logra superar: la capacidad de resistencia de los viejos poderes (oligarquía agro-minera de exportación y la burguesía financiera) y la fuerte influencia del operador político (el Apra) de este sector, por un lado, y, por otro, las dubitaciones e indecisiones de Acción Popular y su acompañante, la Democracia Cristiana.

De la existencia de la primera dificultad, Acción Popular era perfectamente consciente ya antes de ser gobierno. Lo afirma rotundamente Miró Quesada en 1961. Refiriéndose a los conceptos de estructura y de reforma estructural, Miró Quesada (1965: 14-15) sostiene que “La tensión entre los elementos conservadores que desean mantener el actual estado de cosas y los elementos de avanzada que anhelan iniciar un proceso de renovación es sumamente definida e intensa. Esta tensión produce una especie de dialéctica agonal en la que los conceptos presentados por uno de los bandos son negados por el otro.” Y, más adelante, subraya que “Muchas personas creen que se trata de conceptos disolventes y peligrosos que pueden llevar al caos o la pugna sangrienta. Pero una vez que se informan comienzan a verlos como lo que realmente son: …la solución teórica y la salida práctica de los problemas y dificultades que caracterizan a los pueblos subdesarrollados.” (18) Algunos años después, en 1965, cuando es ya evidente que los sectores tradicionales y el Apra se oponen rotundamente al proyecto reformista de Acción Popular, Miró Quesada puede decir sin eufemismos que su libro Las estructuras sociales “ … es una de las últimas etapas de una larga polémica sostenida por elementos de diversos grupos contra el pensamiento conservador y reaccionario del Perú.” (1965: 181) Dentro de ese pensamiento conservador y reaccionario, Miró Quesada coloca a los comunistas porque en alianza con la plutocracia quieren a cualquier costo -incluyendo la pérdida de vidas en las guerrillas- impedir que tenga éxito la revolución democrática emprendida por Acción Popular. Como en documentos anteriores, advertimos el esfuerzo del populismo de la progresía por situarse en el centro, colocando en un extremo a la oligarquía agrominera de exportación y a la burguesía financiera, con el Apra como operador político, y en el otro no al pueblo pero sí a sus organizaciones y operadores políticos.

Si, como ha señalado Osmar Gonzales (2007), el populismo de después de los años 30 se caracteriza por el surgimiento de actores sociales de los sectores medios que introducen una manera de hacer política que es distinta y hasta contrapuesta a la de la vieja oligarquía, la extensión del ejercicio real de la ciudadanía, el impulso a la industrialización –aunque esté basada en la sustitución de importaciones-, la apuesta por la modernización tanto del Estado como de otros subsistemas sociales bajo el paraguas general del desarrollismo, la búsqueda de un nuevo pacto social entre la élite dirigente y los sectores populares, la valoración del nacionalismo entendido como articulación territorial e integración poblacional, el papel atribuido al Estado como conductor del proceso de transformación, etc. no hay duda de que la propuesta de Acción Popular se inscribe en el ámbito del populismo.

El Movimiento Social Progresista (MSP), creado como los anteriores a mediados de la década de 1950, estuvo constituido, como lo ha señalado uno de sus integrantes, Augusto Salazar Bondy (1967), por un pequeño grupo de intelectuales, políticos y profesionales de clase media que surgieron a la vida pública, especialmente en el ámbito universitario, al comienzo de los años 50. Lo reducido del grupo y el escaso arraigo popular que consiguieron no se corresponden con la notable influencia que sus fundadores y adherentes ejercieron en la vida pública, cultural y política. Además de agrupación política, el MSP era una “generación intelectual” que para el desarrollo de sus investigaciones y elaboraciones teóricas fundó el Instituto de Estudios Peruanos, institución que desempeñó un papel protagónico en la creación y difusión de la “teoría de la dependencia” y en la “filosofía de la liberación”. Los ejemplares de las colecciones “Perú problema” y “América problema” eran libros de cabecera de jóvenes profesores y alumnos de las universidades latinoamericanas. Entre sus fundadores, dirigentes y miembros notables figuraban Jorge Bravo Bresani, Alberto Ruiz Eldredge, Sebastián y Augusto Salazar Bondy, Santiago Agurto Calvo, Germán Tito Gutiérrez, Adolfo Córdova, Carlos Williams, José Matos Mar, Efraín Ruiz Caro, Virgilio Roel, Francisco Moncloa, Leopoldo Vidal, Jorge Puccinelli, Samuel Pérez Barreto, Luis Alberto Ratto y Abelardo Oquendo.

En la ideología del socialprogresismo “… influyen los aportes doctrinarios del socialismo europeo marxista y no marxista, la reflexión filosófica contemporánea sobre el hombre y su existencia, la nueva teoría económica de los países subdesarrollados y el Tercer Mundo, y los resultados de las más recientes investigaciones socio-culturales sobre el Perú”. (Salazar,1967: II, 447) Una buena parte de los miembros venía de una experiencia cultural anterior, la Agrupación Espacio, que, creada en 1947 bajo la mentoría de Luis Miró Quesada Garland (“Cartucho”), había tratado de pensar y refigurar simbólicamente el Perú e intervenir culturalmente en él desde la perspectiva del modernismo, especialmente en los campos del arte, la literatura, la filosofía, la arquitectura y el urbanismo. Como hipótesis de trabajo sostengo que las limitaciones que los miembros de la Agrupación Espacio encontraron para llevar a cabo la tarea, esencialmente cultural, que se habían propuesto los llevaron, ahora ya sin la tutela de su mentor, a incursionar en política sin abandonar sus propósitos y actividades culturales.

¿Qué es el progresismo?, se pregunta Salazar (1957) en Libertad, el órgano del MSP. El progresismo -se responde- es una toma de posición ante los problemas sociales, un sentimiento y una concepción del hombre, “… una actitud positiva proyectada a la realización de la idea universal de plenitud y bienestar, compartible por todos los pueblos y al alcance de todos los individuos.” Es decir, el progresismo es ante todo una filosofía, pero “… es también una política. Como tal, implica un técnica racional de tratamiento de los asuntos de la comunidad humana, una teoría de los hechos sociales aplicada en una constelación de formas adecuadas de acción transformadora y de respuestas eficaces a las situaciones singulares.” Pero esta praxis progresista “… se anima de un firme respeto a los ideales éticos primarios y constituye así la prolongación, la imperativa culminación en términos reales, de la voluntad transformadora propia del hombre de progreso.” Son, por tanto, progresistas todos los movimientos de rebeldía frente a la opresión, pero el progresismo es también “ …una posición democrática que busca realizar la democracia integral y, consecuentemente, es una posición política de izquierda que asume y defiende en la teoría y en la práctica los postulados morales y comunitarios de la causa socialista.” Se trata, sin embargo, de un socialismo libertario que condena todo atropello contra la libertad nacional y toda agresión contra el pueblo. ¿Quiere esto decir que el progresismo tiene que ponerse del lado del socialismo y estar contra el capitalismo? Salazar considera que esta disyuntiva es una “simplificación falaz”. Evidentemente hay que superar el orden capitalista porque este se desarrolla en detrimento de la libertad de las personas y recurriendo a la explotación de las masas trabajadoras. Pero el camino –el socialismo- para esa superación no está trazado de antemano. Lo decide cada pueblo según sus condiciones históricas concretas. Además de la solución comunista, hay otras fórmulas “ … de acción socialista cuya filiación esencial no es necesariamente marxista.” Cabe por tanto un socialismo éticamente fundado que rechaza la dictadura por considerarla “… un sistema de imposición y de privilegio a favor de unos pocos, contra la voluntad y la acción solidaria de las mayorías.” El progresismo, por un lado, rechaza la injusticia y, por otro, se afirma en la libertad de crítica frente a toda política revolucionaria. Tiene, pues, que luchar en dos frentes: el del sectarismo de la izquierda y el de las fuerzas retrógradas de la burguesía. “Esta lucha doble es, sin embargo, su justificación, porque no es una vía fácil, sino, como la de Odiseo, la peligrosa y estrecha entre Scila y Caribdis [11], la que sigue la nave inestable de la justicia, que es la de la historia.”

En el mismo número de Libertad, otro conspicuo miembro del grupo, Jorge Bravo Bresani (1957), en el artículo “Totem y tabú” sale por los fueros de la democracia y especialmente de la crítica racional para deshacer las fábulas, mitos y prohibiciones irracionales “ … que pretenden encerrar en círculos mágicos el pensamiento de los hombres, ´pues consideramos que la discusión libre es la base de toda democracia efectiva …”. Una democracia organizada racionalmente tenía que tener como insumo básico la planificación. Pero en los años en los que surge el MSP, la planificación era considerada como un instrumento casi subversivo. Germán Tito Gutiérrez, ingeniero socialprogresista comprometido con los esfuerzos planificadores, recuerda bien que “Hace unos 25 años [a fines de la década de 1950], hablar de planificación o, peor aún, proponerla como método de conducción de la economía era algo sospechoso de ideas izquierdistas. Se combatía cualquier planteamiento en este sentido … Lo mismo ocurría con términos tan simples y expresivos como lo ‘socio-económico’ o con planteamientos tan profundos como las reformas estructurales.” (1985: 13) La clase dominante tenía tal temor de la planificación que trató de impedir su desarrollo.

Con el correr de los años y gracias al prestigio personal de sus integrantes, el MSP se fue abriendo un espacio en la política y hasta se animó en 1962 a presentar como candidato a la presidencia de la República a Alberto Ruiz Eldredge. Al decir de Libertad (1962a), la candidatura social progresista fue calificada por La Prensa, el periódico de Pedro Beltrán, como “ … una candidatura lanzada por los comunistas a través de su organización de fachada.” Libertad aprovechó para denunciar el servilismo de La Prensa con respecto a la plutocracia y las empresas extranjeras, especialmente la IPC (International Petroleum Company). “Ni el comunismo es una lepra. Ni la candidatura social progresista es comunista. Ni esas oscuras maniobras van a impedir el triunfo socialista y con él la nacionalización del petróleo, que es lo que más temen ustedes.” Según el propio Ruiz Eldrege (1962), su candidatura es socialista, humanista y con honda raíz peruana; se enfrenta a la derecha reaccionaria y a los políticos que piensan en soluciones amañadas y de pacto con los sectores plutocráticos. El candidato del MSP considera que la reforma agraria es indispensable, como lo es la de la banca, y que hay que enfrentar el problema de la Brea y Pariñas con firmeza.

Estas pequeñas muestras del planteamiento de MSP se pueden enriquecer con los aportes de Salazar Bondy en Historia de las ideas en el Perú contemporáneo. Para Salazar (1967: II, 448) el social-progresismo, como se consigna en el ideario del movimiento, es una doctrina socialista y humanista que opone a la sociedad capitalista –basada en el lucro y el despojo- “ … los valores democráticos de la dignidad y la libertad del hombre, realizables solo en una comunidad fraterna y solidaria de trabajadores que suprima toda explotación del hombre por el hombre.”, para lo cual es imprescindible un cambio profundo de las estructuras sociales y económicas. Los problemas del Perú no pueden resolverse sino encarándolos con decisión y con los instrumentos que las ciencias y las tecnologías modernas ponen al alcance del hombre. Desde esta perspectiva se advierte que son necesarias transformaciones profundas como nacionalizaciones de la banca, la industria pesada, la energía y los transportes y comunicaciones; reformas agraria, de la empresa y del Estado, para que la tierra sea de quien la trabaja y se puedan extender las formas colectivas de explotación agrícola, para que las empresas sean efectivas unidades sociales de producción, para que el Estado represente y defienda a las mayorías nacionales y realice una planificación democrática e integral. Esta organización del Estado debe ser democrática y resultar de la participación de las varias comunidades que componen el país. De las diversas formas posibles de Estado (gendarme, dictatorial y socialista), solo la última consiste en un Estado nacional popular porque surge de las bases de la sociedad y está en constante relación con ellas. El sentido de este Estado “… es el acceso del pueblo al poder, el control y la participación constante de las masas en la tarea de gobernar, es decir, un Estado genuinamente democrático.” (Libertad, 1962b: 12). Se trata, por tanto, de una democracia entendida como “participación popular” porque los primarios y fundamentales centros de gobierno deben estar en las comunidades campesinas, municipios y organizaciones populares. Así, el Estado deja de ser una entidad aparte de la sociedad para adecuarse a la realidad y necesidades nacionales. “La constitución de un Estado de esta naturaleza, en el cual se superan las graves deficiencias de los estados divorciados de la comunidad, es el ideal socialista que persigue el socialprogresismo.” (Libertad, 1962b: 12). Esta idea de Estado, anota Salazar, va de la mano con la idea de planificación en cuanto convergencia libre de voluntades, y se completa con el énfasis puesto en la propiedad comunitaria –una de cuyas formas, pero no la única, es la estatal- y la crítica al sistema capitalista por no haber conseguido, en el caso peruano, potenciar las capacidades internas.

Basten estas pequeñas muestras de la doctrina social-progresista para advertir que la propuesta del MSP, como de buena parte de los populismos de la época, se opone abiertamente al control oligárquico, es decir, identifica con relativa claridad al enemigo e incluso se propone como objetivo central el acceso del pueblo al poder, pero no consigue encontrarse con ese pueblo, aunque, como anotará sabiamente Matos Mar (2012), lo tiene bien cerca, en las barriadas de la ciudad. Un repaso del libro de Matos, comparado con el de Elio Martuccelli (2012), me ha llevado (López Soria, 2012) a identificar dos tipos de proyecto moderno en el Perú, el “profesional”, portado por los miembros de la Agrupación Espacio y luego, principalmente, por el MSP, y el “popular”, que comenzaron a construir, física y culturalmente, los migrantes en la periferia urbana. Entre ellos, sin embargo, no hubo el diálogo necesario como para constituir una alternativa conjunta de poder. El primero, el “profesional”, se disolvió políticamente pronto. Después de un apoyo crítico al primer gobierno de Belaúnde, el MSP desapareció como agrupación del escenario político, pero, poco después, algunos de sus miembros (A. Salazar Bondy, J. Bravo Bresani, A. Ruiz Eldrede, F. Moncloa y otros) ocuparon puestos de responsabilidad en el gobierno de Velasco Alvarado. Es más, puede afirmarse que el pensamiento y las propuestas del MSP se constituyeron en fuente de inspiración del reformismo militar. Un ejemplo paradigmático, de gran envergadura y transcendencia, es la reforma educativa, encomendada a Augusto Salazar Bondy.

7.Populismo militar

No es infrecuente considerar el desborde de la capacidad del Estado para responder al movimiento social como el horizonte histórico-conceptual para entender el populismo. Así lo hacen Contreras y Cueto (2004: 323) cuando, en Historia del Perú contemporáneo, se ocupan de “El Estado corporativo y el populismo, 1968-1990”. Consideran estos historiadores que durante el gobierno de Acción Popular de 1963-1968 “ … la política estatal comenzó a verse desbordada por el movimiento social. La pérdida del control del Estado por la oligarquía, junto con la inexistencia de un liderazgo empresarial coherente y consistente que diera rumbo económico al país y atendiera organizadamente las demandas de los nuevos sectores medios y populares, llevó a un vacío de poder que finalmente fue copado por las Fuerzas Armadas.” Por otro lado, la periferia urbana estaba ocupada por migrantes del campo que no tenían la posibilidad de ser integrados en la economía moderna por su bajo nivel educativo y por la escasa cantidad de puestos de trabajo que ella ofrecía. Esta situación “ … dio amplio espacio a las expectativas más acentuadas del populismo.” Lo que estos autores no dicen, pero sí sostiene documentadamente Matos Mar (2012), es que esos mismos pobladores urbanos nuevos habían comenzado ya, antes de 1968, a dar muestras no solo de su capacidad de adaptación sino de creación económica, cultural y política.

Más que “vacío de poder”, lo que había en 1968 era una presencia abigarrada de actores sociales, ninguno de los cuales tenía la posibilidad real de articular, por la vía del convencimiento, de la negociación o de la violencia, las demandas y expectativas de los demás o de un grupo significativo de ellos. Porque, efectivamente, en la esfera pública, que no es solo la política, estaban la vieja oligarquía, la nueva burguesía financiera e industrial, las capas medias profesionalizadas, los intelectuales modernizadores y generalmente radicalizados, el movimiento universitario, agrupaciones campesinas cada vez más fuertes, el movimiento sindical, las organizaciones de los nuevos pobladores urbanos, etc., y, con algunos de ellos, sus operadores políticos. Se oían todavía los ecos del revolucionarismo romántico de los guerrilleros. El horizonte de sentido estaba poblado de consignas que traducían esperanzas insatisfechas y aludían a la reforma agraria, la nacionalización del petróleo, el desarrollo hacia dentro, la planificación concertada, la participación de los trabajadores en las ganancias de las empresas, la modernización educativa, la habilitación urbana en las barriadas, las demandas campesinas, etc. ¿Cómo gestionar esa diversidad de lenguajes y demandas? ¿Cómo y en dónde encontrar lo equivalencial de esas diferencias? ¿Cómo hacerlo, además, en un contexto geopolítico habitado por la polarización política y económica, la transnacionalización de la insurgencia, la imperialización de las relaciones comerciales, el alineamiento ideológico de los países, el frecuente asalto al poder, los nacionalismos chauvineros, etc.?

Sin hacer ruido y siguiendo la huella de la dictadura de 1962-63, el Centro de Altos Estudios Militares (CAEM) venía reelaborando teórico-políticamente toda esta compleja situación a la luz de una doctrina militar, aprendida en Francia por José del Carmen Marín (fundador del CAEM), que entendía la “seguridad nacional” no solo en términos de defensa y ataque sino de desarrollo, distribución de la riqueza y justicia social. Esta doctrina coincidía, en más de un punto, con las posiciones que la progresía venía sosteniendo desde la década de 1920, y se condecía, además, con el desarrollismo de la época. El otro punto de concentración ideológica y de forjamiento de compromisos políticos fue el Servicio de Inteligencia del Ejército. Según Jorge Fernández Maldonado (1983), uno de los gestores y actores principales del proceso, fue en este segundo espacio en donde se produjo el cambio de mentalidad del Ejército, debido, por un lado, al estudio esmerado de la problemática económica, social y política del país para poder hacer “inteligencia” en serio, y, por otro, al conocimiento, que el servicio en diversas zonas del país les permitía tener, de las condiciones concretas en las que vivían los sectores populares en el mundo rural y particularmente en los “enclaves” empresariales que les tocaba “cuidar”. No debe olvidarse, por otra parte, como señala Leonidas Rodríguez Figueroa (1983), jefe de la movilización social, que los oficiales del Ejército proceden mayoritariamente de los sectores medios y populares; consiguientemente, les suscitaba rebeldía tener que guardarles las espaldas a los “dueños del Perú” y proteger a las empresas extranjeras que se llevan, por ejemplo, “nuestro petróleo casi gratuitamente” y que, además, rodean sus espacios de habitación con alambradas “para impedir que los peruanos entraran a las zonas donde vivían los gringos”. Esa rebeldía podía resolverse en acciones intrascendentes, como interrumpir el funcionamiento de una máquina o desacelerar un proceso productivo, pero podía también procesarse políticamente gracias a las facilidades que se daban en el Ejército para que los cuadros destacados continuaran su formación y especialización.

Al mismo tiempo que se desarrollaba esta toma de conciencia sobre la problemática nacional y que se procesaba políticamente, se fue también modificando, como anota Franco (1979:20), la concepción del rol que a las Fuerzas Armadas les tocaba desempeñar en el país. Si algo podían hacer los militares para enrumbar al Perú por otro camino, tenían que hacerlo institucionalmente y no a lo Benavides u Odría. La empresa, cambiar las estructuras del Perú, era de demasiada envergadura como para ser asumida por individuos aislados. Y, así, después de meses de maduración, en octubre de 1968, algunos generales y un afiatado grupo de coroneles, negociando con los más altos jefes de las Fuerzas Armadas, estimaron que había llegado el momento de interrumpir la legalidad democrática para iniciar el proceso de transformación.

Se trataba al comienzo de un nacionalismo antiimperialista y antioligárquico que, en más de un aspecto, sabía a cosa ya predicada por la izquierda y la progresía. Desde la inicial posición “anti”, se fue llegando, como asegura Franco (1979: 22) –quien desempeñó un rol protagónico en este proceso-, a la afirmación de la “democracia participativa” como signo de identidad de la propuesta de la dictadura militar. En ese modelo societal desempeñarían roles fundamentales la articulación de las empresas estatales, la participación de los trabajadores en la gestión y en los excedentes, las cooperativas industriales y agrarias, las empresas autogestionarias de propiedad social, etc. Va, así, entrando en escena un “populismo militar” que se gana pronto a un sector de la progresía que ve en la “toma de Talara” no solo una bofetada al imperio sino la señal de inicio de una marcha hacia las “esperadas” nacionalizaciones y reformas. No se trataba, como había sido en 1962 o como podría ser en 1969, de entrometerse en un proceso electoral para evitar una candidatura o inclinar la balance a favor de otra. Se trataba más bien de comenzar un proceso de transformaciones para quebrar el espinazo a la oligarquía y enrumbar al Perú por los caminos de una modernidad socialmente compartida. Para definir esa modernidad se optó –una vez más en nuestra historia política de entonces- por la tercera vía, “ni capitalista ni comunista”, que los países “no alineados”, hartos de las polarizaciones imperiales, estaban tratando de diseñar y construir. Para no salirse de esa senda se pergeñó el “Plan Inca”, con las reformas que habría que ir haciendo, y se diseñó una estrategia de cooptación y organización de diversos sectores sociales (Central de Trabajadores de la Revolución Peruana, Confederación Nacional Agraria, Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social –el célebre “Sinamos”-) para debilitar la oposición de las organizaciones ya existentes (Confederación de Trabajadores del Perú, Confederación General de Trabajadores del Perú y Confederación Campesina del Perú, principalmente) y conseguir el compromiso y el apoyo popular a fin de resistir el embate de los sectores afectados por las reformas y asegurar la continuidad de estas.

Las reformas no se hicieron esperar. Comenzaron con la universitaria, pero llegó pronto la más reclamada y emblemática, la reforma agraria, con la participación de las comunidades campesinas organizadas en cooperativas agrarias de producción y en sociedades agrícolas de interés social. Vendrían luego la reforma de la industria con la participación de los trabajadores a través de la “comunidad industrial” y el impulso a la creación de empresas de propiedad social; la reforma educativa y su terca apuesta, a lo Freire, por formar hombres nuevos para una nueva sociedad (Chiappo, 1977), con cierto énfasis en la formación profesional; las leyes generales que transformaron la minería y la pesquería; las nacionalizaciones o estatizaciones de las principales empresas relacionadas con la minería, la pesca, el transporte ferrocarrilero, la refinación petrolera, la telefonía y las comunicaciones; y la nacionalización de la banca extranjera. Paralelamente, se fueron creando enormes empresas estatales –alojadas en edificios emblemáticos- en rubros como petróleo, minería, pesca, siderurgia, comercialización de minerales y alimentos, transporte aéreo, telecomunicaciones, electricidad, etc. El resultado de este último aspecto fue una transformación de la estructura de la propiedad: “A mediados de los años 70, el Estado desempeñó el papel que mantenía anteriormente el capital extranjero en la minería, el petróleo, la electricidad y los ferrocarriles; además tomó a su cargo la mayor parte del sistema bancario, casi toda la comercialización de exportaciones y el sector pesquero en su totalidad y realizó una serie de reformas del sector moderno de la economía.” (Thorp & Bertram 1985: 461). El último remezón llegó con la “socialización” (estatización) de los medios de comunicación. Primero fue Expreso y luego vinieron los demás periódicos, El Comercio, La Prensa, Correo, La Crónica …. Es importante anotar que en las nuevas direcciones de los medios estatizados figuraban social progresistas, democristianos e intelectuales progresistas de nombradía. Es decir, parte importante de la progresía había finalmente decidido poner la cabeza –si no el hombro- para la realización del reformismo autoritario de Velasco.

Toda esta transformación no podía realizarse sin buscar socios tanto en los alrededores, fortaleciendo el grupo andino, como en la lejanía, estableciendo relaciones comerciales y defensivas con los países socialistas, y potenciando la presencia entre los países “no alineados”.

No es posible aquí analizar in extenso los documentos ideológico-programáticos [12] que diseñaron el camino de las transformaciones que pretendió ejecutar la dictadura militar. Nos contentaremos con hacer un escarceo en algunos de ellos para, al menos, mostrar algunas señales.

Ya en el “Manifiesto del gobierno revolucionario de la Fuerza Armada”, que la Junta Revolucionaria tiene listo el 2 de octubre de 1968 para dirigírselo a la nación, se asevera que el propósito de la toma del poder es iniciar “la emancipación definitiva de nuestra patria”, en la que los poderes económicos nacionales y extranjeros impiden que se lleve a cabo el “anhelo de popular” de desarrollar “reformas estructurales” para salir de una situación de injusticia y marginación “lesiva a la dignidad de la persona humana”. La “dependencia de poderes económicos” extraños al país lesiona “nuestra soberanía y dignidad nacionales” y nos impide superar “nuestro actual estado de subdesarrollo”. En vez de responder a la esperanza de transformación que el pueblo y la Fuerza Armada pusieron en él, el gobierno anterior ha claudicado de sus propios principios y ha llevado al país a una crisis económica, política y moral –manifiesta en “la seudo solución, entreguista, dada al problema de La Brea y Pariñas”- de consecuencias imprevisibles. Por eso, la Fuerza Armada, en cumplimiento de su misión constitucional, defiende “una de sus fuentes naturales de riqueza, que al ser peruana debe ser para los peruanos”. Unidos, el pueblo y la Fuerza Armada, conseguirán realizar los “objetivos nacionales”, para lo cual habrá que transformar la estructura del Estado, las estructuras sociales, económicas y culturales y mantener una “actitud nacionalista”. Por su parte, el gobierno declara que se mantendrá fiel a los principios de nuestra “tradición occidental y cristiana”, respetará los tratados internacionales y alentará la inversión extranjera.

Es difícil recoger tantas esperanzas en tan breve espacio. Desde su primer documento público, trabajado, sin duda, con esmero, la dictadura se declara portadora de demandas de transformación que poblaban el ámbito social y político desde, al menos, la década de 1920.

En el “Estatuto del Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada” (GRFA), del 3 de octubre de 1968, después de reiterar la voluntad de encauzar la acción del Estado “hacia el logro de los objetivos nacionales”, se declara que el GRFA se propone: a) reestructurar el Estado; b) transformar las estructuras económico-sociales y culturales; c) defender la soberanía, la dignidad y la independencia nacionales; d) restablecer la moral, el orden y el imperio de la ley la justicia; y e) promover la unión de los peruanos. Se anuncia, por otra parte, un “Plan del Gobierno Revolucionario” a cuyo cumplimiento se obliga el nuevo gobierno.

El “Plan del GRFA” o “Plan Inca”, hecho público solo en 1974 aunque elaborado antes del golpe (Thorp & Bertram, 1985: 462, nota 10; Fernández Maldonado, 1983: 124), fue celosamente mantenido en secreto por sus autores para no ahuyentar a los sectores conservadores de las Fuerzas Armadas ni prevenir a los previsibles opositores. Se establece en él que la revolución emprendida “llevará a cabo un proceso de transformación de las estructuras económicas, sociales, políticas y culturales, con el fin de lograr una nueva sociedad, en la que el hombre y la mujer peruanos vivan con libertad y justicia.” La revolución será nacionalista porque se inspira en valores e intereses nacionales, independiente de toda ideología existente o grupo de poder, y humanista porque busca la realización plena del hombre dentro de una comunidad solidaria con valores esenciales como la justicia y la libertad.

En el Plan Inca se enuncian 28 objetivos específicos, destinados a concretar los 5 objetivos generales del Estatuto. En la formulación de cada uno de estos objetivos específicos se identifican los rasgos fundamentales de la situación, se define el objetivo y se anuncian las acciones que se llevarán a cabo para lograrlo. Al inicio se marca la orientación (nacionalista, independentista y humanista) y a lo largo del texto se repite machaconamente que todo lo que se pretende con las “transformaciones estructurales” (término de nombradía política en la época) era impulsar un desarrollo social y económico compartido por todos, integrar territorial y socio-económicamente el país y fortalecer su capacidad de defensa.

En cuanto al petróleo, el tema más espinoso del momento, después de describir una situación de monopolio extranjero e ineficiencia estatal y de referirse a un historial de presiones, sobornos y claudicaciones, se establece como objetivo específico que “todas las etapas de la actividad petrolera están exclusivamente a cargo del Estado”. Para ello, se anularán el contrato suscrito en agosto con la IPC y el “Acta de Talara”, se expropiarán los bienes de esta empresa y se creará una sólida empresa estatal. El cumplimiento efectivo de este primer objetivo comenzó a aplicarse el 9 de octubre de 1968. La planificación será “integral y permanente, de carácter obligatorio para el sector público y altamente orientadora, en lo prioritario, para el sector privado.” La política internacional, dependiente hasta ahora principalmente de Estado Unidos, encerrada en la relación con los países capitalistas, desatenta del grupo de países del Tercer Mundo y huérfana de iniciativa en cuanto a la defensa de las 200 millas, se distinguirá en adelante por su carácter “nacionalista e independiente, sustentada en la firme y activa defensa de la soberanía y dignidad nacionales.” Será preciso para ello rechazar toda forma de intervención o presión externas, estrechar relaciones con los países del Tercer Mundo y con otros que convengan al interés nacional, demandar un trato justo en el intercambio comercial y comprometerse seriamente con la integración andina y latinoamericana.

La política agraria se propone como objetivo específico transformar “la estructura agraria para alcanzar lo antes posible un régimen justo y eficaz basado en el principio de que ‘la tierra es de quien la trabaja’”. Justifican este objetivo la injusta e ineficiente concentración de la propiedad, la existencia del latifundio y el minifundio, la gran cantidad de tierras en manos extranjeras y la tibia reforma agraria puesta en marcha por el gobierno anterior, que deja intactos los latifundios ganaderos y los agro-industriales. Es necesario, por tanto “Ejecutar una Reforma Agraria que compatibilice el sentido social con los altos niveles de rendimiento”, aplicándola sin excepciones en todo el territorio, adjudicando preferentemente las tierras a sus feudatarios y pequeños arrendatarios, y estimulando la creación de organizaciones de propiedad social para la explotación agrícola. Ello pasa por la inmediata expropiación de los complejos agro-industriales de la Costa y su adjudicación a los trabajadores organizados en cooperativas. Podemos fácilmente imaginar lo que este punto del programa significó en un país todavía mayoritariamente agrícola y latifundista. El discurso de Velasco al decretar la reforma agraria, en junio de 1969, que todos oímos estupefactos, consiguió, como dijera Pablo Macera en una conversación de amigos, transferir el miedo a los poderosos. Hasta entonces, el miedo había sido patrimonio de los pobres. Con la reforma agraria, los poderes fácticos comenzaron a sentir que se quedaban sin piso. Además de los efectos socio-económicos de esta medida trascendental en la historia del Perú, porque comenzaba a quebrar el espinazo de la vieja oligarquía, habría que estudiar los efectos psicológicos, identitarios y de autoestima que la reforma agraria produjo en el campesino. Aún así, a pesar de que el gobierno puso en práctica lo que los sectores populares venían exigiendo desde antiguo, sus operadores políticos siguieron regateando el apoyo al gobierno militar e incluso tratando de boicotear las transformaciones estructurales.

En otros rubros, el Estado se reservada la propiedad exclusiva de: las aguas; la extracción, transformación en gran escala y comercialización externa de la pesca; la generación, transformación, trasmisión, distribución y comercialización de la energía eléctrica; y la comercialización externa de los productos de significación económica. Buscará, además, una estatización progresiva del transporte (aéreo, marítimo y ferrocarrilero) y de las instituciones de créditos y seguros; integrará los servicios públicos de telecomunicaciones en un solo sistema nacional y hará que los servicios de radiodifusión vayan siendo transferidos progresivamente a organizaciones representativas de la sociedad. En el campo de las finanzas, mejorará la captación y utilización de recursos públicos y las reservas internacionales. Fomentará el turismo interno y externo, facilitará el acceso de todos a la salud y la vivienda, y exigirá que en el trabajo se consiga una adecuada articulación de justicia laboral, eficiencia del trabajo y desarrollo nacional. La reforma del Estado incluirá aspecto como facilitar la participación de la ciudadanía en todos los asuntos relacionados con el desarrollo nacional (“democracia participativa” o “democracia social de participación plena”), un estricto control para el uso correcto de los recursos públicos, una administración eficiente y regionalizada, y un poder judicial independiente y cumplidor del principio de igualdad de todos ante la ley. El Plan incluye un objetivo específico sobre “la mujer peruana”: “efectiva igualdad con el hombre en derechos y obligaciones”; y otro sobre “investigación científica y tecnológica” para dotar al Perú de una tecnología avanzada que impulse el desarrollo y reduzca la dependencia creando un sistema integrador y racionalizador de los esfuerzos de investigación y obligando a las empresas a destinar fondos para la investigación.

Más problemáticos fueron los planes de intervención en otros sectores. En el campo empresarial e industrial se propuso y comenzó a realizarse una reforma que buscaba fomentar la industrialización, otorgaba al trabajador participación en la propiedad, la gestión y las utilidades de la empresa privada (creando para ello la comunidad industrial) y estimulaba la creación de empresas de propiedad social. En minería se proponía dar predominio al Estado poniendo a su cargo la explotación de los grandes yacimientos, la refinación y la comercialización. Sobre la prensa –uno de los aspectos más sensibles- se afirmaba en el bien guardado Plan Inca que en el Perú no había real libertad de prensa porque los órganos de prensa estaban en manos de algunas familias y grupos de poder e incluso se permitía que los extranjeros pudiesen ser dueños de ellos. Para que la prensa fuese auténticamente libre y todos estuviesen la posibilidad de expresar sus ideas, era necesario que los órganos de prensa estuviesen “exclusivamente en poder de organizaciones representativas de la nueva sociedad”. Sabemos que este objetivo, “la peruanización de la prensa”, se mantuvo bien guardado hasta 1974.

La reforma educativa fue una de las de mayor trascendencia del gobierno del general Velasco. El propósito originario era crear un sistema educativo que estuviese al servicio de toda la población y garantizase la formación integral del hombre de la nueva sociedad peruana: una nueva educación, para un hombre nuevo, para una nueva sociedad. La educación anterior -sostenían los militares- mantenía en la ignorancia a las grandes mayorías, era de bajo rendimiento y poco flexible y estaba conducida por un magisterio politizado y económica y profesionalmente desatendido por el Estado. Para acabar con esta situación se piensa en una transformación de la estructura educativa: creación de un “sistema fundamentalmente humanista” que llegue a todos, exalte la dignidad de la persona, esté orientado al trabajo y se atenga a las necesidades regionales y zonales. Esa educación tendría que ser llevada a cabo por maestros debidamente dignificados, con buena formación inicial y continua y “una situación económica acorde con su elevada misión”.

Es sabido que una parte importante de todas estas intenciones se quedaron en la enunciación y que algunas de las puestas en marcha encontraron, como era de esperarse, mil tropiezos, debido, por un lado, a defectos de diseño y aplicación, y, por otro, a la falta de apoyo de la izquierda de entonces y, sobre todo, a la sobra de oposición de la derecha de siempre. La orfandad política de Velasco y su equipo más cercano se fue haciendo demasiado visible. Sinamos y los nuevos gremios creados desde el Estado no consiguieron cuajar suficientemente, y los partidos de izquierda y gremios sindicales o bien se pusieron de perfil para “no contaminarse” con el militarismo (solo “reformista” y no “revolucionario”) o bien se pusieron de frente para exigir la radicalización de las reformas o boicotearlas. El puñado de intelectuales progresistas que apoyaba al gobierno estaba demasiado ocupado en conducir con profesionalismo, dignidad y sin claudicaciones los medios de comunicación “nacionalizados”, o estaba trabajando sin desmayo para llevar adelante la ingente y compleja tarea de la reforma educativa. Lo cierto es que la falta de operadores políticos no solo facilitó el cambio de timonel y el giro de timón del proceso, sino, lo que es más trascendente desde una lectura del populismo, dejó perplejo al movimiento popular en su búsqueda de lo equivalencial de sus diferencias para poder pisar fuerte en el ámbito de la política. Las diferencias estaban, a mediados de la década de 1970, más claras que nunca, porque si algo de bueno tuvieron las reformas velasquistas es que abrieron espacios (públicos) en los que se oyó la voz de los otros, los “condenados de la tierra”. Pero, ¿en dónde encontrar o cómo construir lo equivalencial?

Hasta entonces, muchos (escritores, pintores, políticos urbanos, antropólogos, paternalistas de todo tipo, clientelistas, predicadores y hasta caritativos samaritanos) habían recogido las demandas del otro y, envueltas en formas simbólicas o discursivas propias de otros horizontes de sentido, las habían colocado en el ámbito público (templos, galerías de arte, anaqueles de librerías, salas de cine, aulas universitarias, programas partidarios y hasta recintos congresales). Como buenos portadores de la voz del otro, lo que les interesaba era precisamente relievar la diferencia entre esos diversos otros para poder posicionarse en el espectro de los representantes reconocidos de la otredad. Muy a su pesar, sin embargo, los lenguajes que manejaban los portadores para su representación (política, artística, literaria, científica, religiosa …) tenían entre sí un aire de familia porque todos ellos –poniendo aparte a Arguedas- se inscribían en el mismo ámbito de significación. Podría entonces creerse que, debajo de las aparentes diferencias, se escondía una equivalencia esencial, y, efectivamente, así era, solo que eso que se escondía no era el otro sino el revés de la trama, la imagen invertida de los propios portadores de los mensajes: no del otro sino sobre el otro.

Las deficiencias conocidas del gobierno de Velasco y lo corto del proceso, apenas 7 años, para transformar estructuras defectuosas por diseño y con herrumbre de siglos atentaron contra la posibilidad de que, finalmente, Estado y sociedad se encontrasen y que los sectores populares, manteniendo sus diferencias, diesen con aquello que los ligaba por su equivalencia, para desde lo equivalencial tener presencia diferenciada y contundente en el ámbito de la política. Quedó, así, sin terminarse para los sectores populares el camino que va de lo político, lo socialmente constitutivo, a la política, el espacio en el que, mediante juegos de lenguaje, las diversas equivalencias manifiestan sus diferencias para construir convivencia.

De esta manera, el populismo que se anunció primigenia y estruendosamente en el gobierno de Billinghurst en la segunda década del siglo XX, que abrigó esperanzas pronto frustradas con Bustamante y Rivero en los años cuarenta y se profesionalizó y racionalizó en clave ilustrada con la progresía de los sesenta, resurgió briosamente en los setenta, al abrigo de las reformas velasquistas, pero no consiguió, por razones mil, convertirse, como exigían algunos de sus últimos predicadores, en “alternativa de gobierno y de poder”. Quedó, así, debilitada y con escasa credibilidad una manera de hacer política, el populismo, que los poderosos de hoy miran con “piadoso” desdén.


Notas

[1] Estoy siguiendo en esta parte a Oliver Marchart (2009), quien, al hilo de las perspectivas postmetafísicas abiertas por Martin Heidegger a partir de la diferencia entre el ser y el ente (diferencia ontológica), estudia el carácter postfundacional del pensamiento político actual, colocando lo político del lado ontológico del Ser como fundamento (ausente) y poniendo la política del lado óntico del ente como realidad concreta. Se `puede consultar con provecho Dante E. Klocker (2013).
[2] No es este el lugar para dar cuenta del debate que, en los últimos años, se está desarrollando sobre el carácter de lo político entre E. Laclau, S. Zizek, A. Badiou, G. Agambe, M. Hardt y A. Negri, J.L Nancy, Ch. Mouffe, O.Marchart, Cl. Lefort, N. Fraser. A. Honneth, A. Quijano y otros. Los libros citados aquí de Laclau (2008) y Marchart (2009) pueden servir para asomarse a esos debates.
[3] El texto recogido en este libro, titulado “Democracia representativa y clases populares”, había sido publicado en Touraine, A. & Germani, G. (1965). América del Sur: un proletariado nuevo. Barcelona: Nova Terra
[4] El texto es una reproducción del artículo “Populismo y reforma en América Latina”, publicado en Desarrollo Económico, 4 (16), abr-jun.1965, y presentado antes en la conferencia “Obstáculos al cambio”, realizada en febrero de 1965 en Londres bajo los auspicios del Royal Institute of International Affairs.
[5] El texto fue publicado originalmente en Revista Mexicana de Ciencia Política. México, (9), enero-marzo 1972
[6] Ni bajo el predominio de lo “equivalencial” ni bajo el de lo “diferencial”, en terminología de Laclau (2006).
[7] Refiriéndose a esta época, Basadre acuñó el término “República Aristocrática” y los historiadores le han seguido sin detenerse a considerar que lo que hubo entonces no fue una república aristocrática sino oligárquica, porque no se trató del gobierno de los mejores, de los más virtuosos, sino de los pocos que estaban beneficiándose de la acumulación de capital.
[8] Recojo el término de “crisis epistemológica” y otros conceptos de Alasdair MacIntyre (1988: 349-369)
[9] No es infrecuente que este término se use más para descalificar que para clasificar esa manera de hacer política que tiene en cuenta las demandas populares para atenderlas o para manipularlas
[10] El libro Mensaje al Perú fue escrito por José Luis Bustamante y Rivero en Ginebra y publicado en 1955 con motivo de las elecciones que se producirían al final del mandato del dictador Odría. El segundo libro, Perú, estructura social es un estudio presentado por Bustamante en 1959 en la I Semana Social del Perú, evento convocado por el episcopado peruano. Ambos son incluidos en la edición que citamos aquí de 1960
[11] Scila y Caribdis son los nombres míticos de los dos cabos u orillas de un estrecho por el que Ulises tiene que pasar sin estrellarse en las rocas de uno u otro. Años después del artículo mencionado, Salazar publica, en 1969, el libro Entre Escila y Caribdis. Reflexiones sobre la vida peruana.
[12] Tomamos estos documentos de la versión que publica Tello (1983: II, 283-357).

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