Cuatro discursos de arquitectura(1)
José
Ignacio López Soria
Publicado
en: López Soria, José Ignacio (2017). Filosofía,
arquitectura y ciudad (p. 131-142). Lima: EdiFaua / Eduni.
Entre
corchetes [ ] páginas en el original.
[131]
Introducción
Referirse al mismo tiempo a cuatro libros de arquitectura
de épocas relativamente distantes y de
perfiles diversos no es tarea fácil, especialmente para alguien que no se mueve
como pez en el agua en el mundo de la arquitectura. Me limitaré, por ello, a
ofrecer algunas reflexiones que nos ayuden, por un lado, a leer los textos
desde los horizontes de significación desde los que fueron escritos y, por
otro, a explorar en qué medida los discursos aquí comentados contribuyeron a
constituir esos horizontes.
Para proceder metódicamente, comenzaré presentando la
perspectiva filosófica que me sirve de marco teórico, me referiré luego a la
historia y al horizonte de significación en el que los libros se inscriben, y
finalmente diré algo sobre los libros mismos, fijándome especialmente en su
contribución a la constitución del horizonte de significación de su época.
Perspectiva
filosófica
Para estudiar los procesos sociales -y ciertamente la
arquitectura como diseño y como construcción es un fenómeno social- Claude
Lefort (2) propone distinguir tres dimensiones de
la sociedad. La primera se refiere a la institución misma de lo social, a la
que llama mise en forme (puesta en
forma) y que consiste fundamentalmente en el diseño de la forma de convivencia
social que un grupo humano o bien se da a sí mismo a partir de una
multiplicidad de intereses o bien otro le impone para constituirse o ser
constituido en pueblo. En llevar a la práctica ese diseño, construyendo efectivamente una sociedad,
consiste la tercera dimensión, a la que Lefort llama mise en scène (puesta en escena) y que se caracteriza por las
creación y desarrollo de estructuras institucionales –en especial, estatales- tendencialmente
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homogéneas y acordes con el diseño de la puesta en forma.
En el medio ha quedado, como segunda dimensión,
la mise en sens (provisión de
sentido) que consiste en los lenguajes y discursos que proporcionan y promueven,
por la vía simbólica, los elementos necesarios (conceptos, sentimientos, narraciones,
imaginarios, etc.) para constituir hegemonías identificando y fortaleciendo equivalencias
y vinculaciones dentro del grupo y diferenciaciones con respecto a otros(3).
Esta dimensión, la discursiva o simbólica, desempeña la función de mediación
entre la puesta en forma y la puesta en escena. La presencia agobiante e
invasiva de la dimensión discursiva deja en la penumbra las otras dimensiones y
ella misma puede convertirse en ideología (en el sentido de conciencia falsa),
pero la ausencia de discurso hace que queden divorciados entre sí el momento instituyente de lo social y el de puesta en escena de la
institucionalidad, lo que evidentemente debilita a las instituciones al
esfumarse la conciencia de su proveniencia, es decir, las deja sueltas, como si
no tuvieran un pasado compartido.
Hemos distinguidos tres dimensiones –a las que también hemos
llamado “momentos”-, pero ellas se dan enlazadas entre sí y tejidas a procesos
históricos. Y, así, la dimensión instituyente muta, con la mediación del
lenguaje, en resultado instituido, el cual, a su manera, provoca nuevos juegos
de lenguaje que avivan la potencialidad instituyente de lo ya instituido. Si en
vez de “dimensiones” hablásemos de “momentos” del hacerse de lo social
tendríamos que referirnos a esos momentos -el instituyente, el simbólico y el
instituido- como acontecimientos en los que el dinamismo no está en haber ya
acontecido sino en el evento de acontecer que hace que el tiempo deje de ser
meramente kronos, sucesión homogénea
y mensurable matemáticamente, para convertirse en kairós, oportunidad creadora, instituyente de novedad.
No es infrecuente que en el estudio de los fenómenos
sociales que la mirada se fije, a veces exclusivamente, en la dimensión de la
puesta en escena sin detenerse a considerar ni la relación con la puesta en
forma ni los lenguajes y discursos que
actúan como instancias de mediación proveedoras de sentido. A este
procedimiento bien podríamos llamarle, parafraseando a Heidegger, reduccionismo presencialista porque se
contenta con el análisis de lo que se manifiesta en la mera presencia sin
considerar aconteceres instituyentes ni mediaciones simbólicas. Este
reduccionismo llevaría, en el caso de la arquitectura por ejemplo, a estudiar
lo ya instituido o lo ya construido, como facta
(hechos) sin factura, sin proceso de hacimiento, sin referencia a la
arquitectura como una de las variables instituyentes de lo social, y sin
detenerse a trabajar el lenguaje de y sobre la arquitectura y su potencialidad
mediadora y proveedora de sentido.
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A partir de estas consideraciones y atento a
convocaciones que me vienen de la hermenéutica y de la llamada “izquierda
heideggeriana”(4), me permito proponer que para el análisis de
la totalidad arquitectónica podríamos pensar en tres dimensiones o momentos: a)
lo arquitectónico (la contribución de la arquitectura a la institución o puesta
en forma de lo social); b) lo discursivo (la provisión de sentido a través del
lenguaje de y sobre el quehacer arquitectural; y c) la arquitectura (la puesta
en escena de los resultados de la labor arquitectónica). El quehacer
arquitectónico, por su dimensión instituyente de lo social, está estrechamente
relacionado con el habitar; por su dimensión discursiva, se relaciona principalmente
con el pensar y el refigurar simbólicamente; y por su dimensión de puesta en
escena de las obras, a través del diseño y la construcción, se relaciona con las
formas y calidad de la vida de una determinada comunidad.
Como ocurre en otros campos, frecuentemente el estudio
sobre el quehacer arquitectónico se refiere solo a la tercera dimensión o
momento, es decir al análisis de la puesta en escena que se objetiva en obras,
atribuyéndose poca significación, si alguna, a lo arquitectónico y al discurso
de y sobre arquitectura. Por eso hay que resaltar aquí la visión de Wiley
Ludeña y de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la PUCP al publicar la
colección de clásicos peruanos de arquitectura y pensamiento que hoy estamos
presentando. Toda ella es rememoración y, por tanto, convocación a pensar el
quehacer arquitectónico. Por otra parte, en los prólogos de cada una de las
obras los autores se han encargado de hacernos ver algunos aspectos de la
relación entre la arquitectura que se deriva del texto prologado y la realidad
social -material y simbólica- en la que esa arquitectura se inscribe y a la que
contribuye a instituir.
El lugar
de enunciación de los cuatros discursos
Como podemos imaginar, los discursos que hoy presentamos
no flotan en el aire. Se dan en ámbitos espacio-temporales de enunciación y en
horizontes de significación de los que ellos mismos son expresión y, al mismo
tiempo, variables instituyentes. En nuestro caso, cabe preguntarse cuál es el
lugar de enunciación desde el que los cuatro discursos son enunciados y cuál el
horizonte de significación al que pertenecen y por el que son pertenecidos. A
juzgar por la indiscutible e indiscutida presencia hegemónica de lo occidental,
por un lado, en las categorías conceptuales, articulaciones lógicas y recursos
metodológicos (dimensión discur-
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siva), y, por otro, en la abundancia de referencias a hechos y autores occidentales (dimensión de
puesta en escena), parece indudable la voluntad de los autores de inscribir su
propio discurso en el ámbito de la cultura occidental. Por otra parte y a pesar
de que las referencias a lo peruano son
más bien escasas, me parece también manifiesta la voluntad de los autores de
incidir en la contribución del quehacer arquitectónico a la institución de lo
peruano (dimensión de la puesta en forma o institutiva de la realidad, de la
que lo arquitectónico es un componente).
Es decir, queriéndolo o sin quererlo, los autores se
mueven en un entorno complejo de significación y enunciación, un entorno
habitado por lenguajes y racionalidades de diverso signo, crepuscular en un
caso, como anunciara temprana y estridentemente Nietzsche y tematizara
Heidegger, y auroral en otro, como quieren los hermeneutas y los que valoran la
heterogeneidad.
Mirada en perspectiva de larga duración, a lo Braudel, el
período de la historia occidental que va del último tercio del siglo XIX a
mediados del siglo XX –que es cuando se publicaron los textos que comentamos- está
marcado, en general, por la búsqueda de equilibrio e institucionalización de
las tres lógicas de la modernidad de las
que habla Ágnes Heller(5) (el capitalismo, la industrialización y la democracia), una búsqueda que
encontró, como aliado inicialmente y como obstáculo insalvable después, esos afanes
conservadores y totalitarios que desencadenaron dos guerras mundiales y
desembocaron en un despiadado “asalto a la razón”(6) (Lukács). Mientras tanto, en el ámbito artístico de las vanguardias cundía la
innovación expresiva y la exploración de dimensiones nuevas de la experiencia
humana, y en el ámbito conceptual poblaban los claustros y círculos académicos,
la fenomenología, la hermenéutica, la filosofía de la existencia, la analítica,
etc. Por otra parte, el mundo de la técnica comenzó a extenderse por las
esferas de la cultura, los subsistemas sociales y la cotidianidad, tendiendo,
como apuntara Heidegger(7),
a una organización total de la vida humana. En este contexto, que la propia
arquitectura estaba contribuyendo a construir, el quehacer arquitectónico se
inclinó por una racionalidad que hacía de la forma una especie de ancilla functionis (sierva de la
función), una servidumbre formulada por Sullivan como “forme ver follows
function”.(8)
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En el ámbito nacional, a pesar de la distancia
cronológica entre 1875 y 1945 (fechas de publicación de la primera y la última
obra que aquí estamos comentando), el período que se inicia, grosso modo, con la presencia del
partido civil de Manuel Pardo, en la década de 1870, y que termina con el
gobierno de Manuel Prado en 1945 puede ser caracterizado, en general, como el
del dominio civil oligárquico. Sin variaciones significativas, el poder estuvo
durante toda esta época en manos de una oligarquía que ponía sus miras principalmente
en la exportación primaria y en el control del movimiento social. Asoma
tímidamente una “burguesía industrial urbana”(9) que no acierta a definir lo que tiene de equivalente con otros sectores
sociales ni a identificar aquello que la diferencia de la oligarquía en el
poder, lo que le impide naturalmente sentar las bases de una posible hegemonía.
Mientras tanto, los sectores populares se han echado a
andar espontáneamente o con las andaderas ideológicas que fabrica la
intelectualidad radicalizada, y en este proceso esos sectores sociales se van
abriendo espacio en el campo y en la ciudad y van creando redes institucionales
–gremios, partidos y asociaciones- que les permiten tener una presencia
significativa y organizada en la arena social y política y colocar en la agenda
pública sus demandas colectivas centradas en su derecho a la participación
igualitaria en las decisiones políticas y en la distribución de los bienes, y
orientadas también al reconocimiento de
su especificidad cultural y lingüística(10).
La sociedad que se va, así, conformando (dándose forma) se
caracteriza por la diversidad, ahora ya pública, de perspectivas e intereses.
No se avizora, ni siquiera en lontananza, la conformación de un grupo social
capaz de construir una alternativa sólida al conservador y autoritario orden
político establecido. En este contexto se produce un rico juego de lenguajes
que constituye el mundo simbólico y lo puebla de conceptos, imágenes y símbolos
de procedencias tan diversas como el positivismo, el espiritualismo, el
vitalismo, el catolicismo militante, el anarquismo, el anarcosindicalismo, el
indigenismo, el socialismo, el aprismo, el fascismo, el corporativismo, el
modernismo, los vanguardismos, etc. Pero en esa amplia gama de posibilidades de
significación hay un gran ausente, el liberalismo. Y esta ausencia deja una
indeleble marca de defectividad en los escasos proyectos de modernización del
Estado oligárquico.
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Anotaciones
sobre los libros
El `propósito de
la publicación de estos cuatro “clásicos” del pensamiento de arquitectura no
puede ser más loable: en primer lugar, darlos a conocer, es decir, traerlos a
la presencia; en segundo lugar, hacer ver que la reflexión teórica centrada en
la arquitectura es también una manera de hacer arquitectura porque permite el
desarrollo de la autoconciencia que toda actividad humana debe tener; y,
finalmente, contribuir al fortalecimiento de nuestra identidad insertando el
pensamiento arquitectónico en la historia del pensamiento peruano. Este
propósito tríplice podría encerrarse en uno solo: traer a la presencia el
pasado de nuestro propio presente para dialogar con sus mensajes o, como dicen
Krebs y Caravedo en el prólogo a Deustua, “Hemos procurado introducir el texto
no como una pieza de museo, como un vestigio de otras épocas ya superadas y
ajenas, sino como algo con lo que es siempre posible discutir para construir.”
(p. XXXV). De esta manera reconocemos la dignidad de nuestros antepasados al
incorporarlos como hablantes en el diálogo actual, nos sentimos nosotros mismos
miembros de una comunidad histórica y damos densidad histórica a nuestro pensar
y hacer el presente. Si esta rememoración que convoca al pensamiento es
importante en cualquier quehacer profesional, lo es especialmente en el caso de
la arquitectura porque ella, como hemos indicado, participa no solo en la
puesta en escena sino en la institución o puesta en forma de lo social.
Aunque inscritos en el mismo horizonte de significación, cada
libro tiene su propia especificidad, que es puesta de relieve en el prólogo de cada
uno de ellos. Los trabajos de Elmore y Velarde tienen una manifiesta intención
didáctica y encajan cabalmente en la categoría de manuales o tratados; los de
Deustua y Miró Quesada son
preferentemente reflexiones teóricas sobre la dimensión estética de la
arquitectura, hechas desde la teoría del arte en general (Deustua) o desde la
estética arquitectónica (Miró Quesada). La originalidad de los manuales de
Elmore y Velarde se manifiesta en la sistematización de la propia experiencia profesional
de los autores, enriquecida significativamente con aportes recogidos de otros manuales,
principalmente franceses. El texto de Deustua se centra en dar a conocer las
teorías estéticas de la época, recogiendo en un acápite especial las
relacionadas con la arquitectura y
subrayando siempre la potencialidad liberadora del arte, aspecto este último
que deja clara la posición del autor. La relación entre arte y libertad es
también evidente en el libro de Miró Quesada, un texto que más que dar a
conocer el modernismo en arquitectura lo que pretende, como acertadamente anota
Ludeña en el prólogo, es ser él mismo un manifiesto del modernismo cultural y
arquitectónico.
Por mi parte, dejo anotado que advierto una diferencia significativa entre el
pragmatismo de los manuales (Elmore, Velarde), situados preferentemente en el
ámbito de la arquitectura como puesta en escena, y el idealismo teórico de los
estetas (Deustua y Miró Quesada), con preferencia manifiesta por el ámbito del
discurso aunque haciendo ciertos guiños –como veremos enseguida- a lo arquitec-
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tónico, es decir a la dimensión de la arquitectura como
instituyente de lo social. Este posicionamiento diverso frente al quehacer
arquitectónico –centrando ese quehacer en la dimensión de puesta en escena o en
la dimensión discursiva- revela no solo características particulares de los
autores y del proceso de producción de sus libros, como bien anotan los
prologuistas, sino que pone de
manifiesto la diversidad de opciones sociopolíticas por las que optan los
autores.
Como hemos dicho, la matriz oligárquica del poder se
mantiene activa –con cambios menores- desde inicios del gobierno civilista en
el último tercio del siglo XIX hasta, al menos, el final de la Segunda Guerra
Mundial. La llamada “República Aristocrática” es solo una etapa de este período.
Con respecto a esta realidad histórica, los autores de los manuales (Elmore y
Velarde) bien podrían ser considerados, si recurriésemos a una terminología
gramsciana, como “intelectuales orgánicos” de la propuesta oligárquica.
Independientemente de que procediesen con o sin conciencia clara de lo que su
posicionamiento revela, lo cierto es que, al instalarse en el momento de la
puesta en escena de la arquitectura, sin detenerse en el momento de la puesta
en forma de lo social y sin explorar a través del mundo discursivo el sentido
del quehacer arquitectónico, ambos se convierten en piezas útiles del sistema. Y
este posicionamiento no queda sin consecuencias en sus respectivos libros:
ambos elaboran “manuales” que son útiles
por ser minuciosos, sistemáticos, rigurosos, enriquecidos con experiencias
propias y ajenas, y hasta bien escritos, como ocurre en el caso de Velarde, pero
esos manuales son, fundamentalmente, guías para el hacer y no provocaciones para el pensar críticamente;
o, dicho de otra manera, son como un vademécum para moverse con soltura en el
terreno de una puesta en escena de la arquitectura que sea funcional al orden
imperante.
Otra es la posición de Deustua y Miró Quesada. La
creencia ingenua en la capacidad de la oligarquía para liderar los procesos de
modernización y para llevar a buen cumplimiento la ya anunciada “promesa de la
vida peruana” se debilita significativamente cuando el mundo simbólico y el
escenario político en el Perú se ven poblados por nuevos lenguajes y nuevos
sujetos colectivos que son portadores de demandas diversas pero “equivalenciales”
(Laclau) y que van despejando el terreno para identificar al enemigo común.
Este proceso, como sabemos, será muy lento porque construir equivalencias a
partir de diversidades no es nada fácil, pero es él el que va minando los
cimentos del orden oligárquico y disolviendo sus “marcadores de certeza”
(Lefort). En este contexto se incuba la desazón de algunos intelectuales de
procedencia oligárquica con respecto a su matriz de poder. Esa desazón, en
nuestro caso, se expresa principalmente en la acentuación de la centralidad de
la libertad con respecto al saber y al quehacer arquitectónicos. Se trata, es
cierto, como vemos en Deustua y Miró Quesada, de una libertad preferentemente
discursiva que tiene ver con las concepciones de lo humano (en clave generalmente
individual) y con la visión histórica, pero que deja intactas las estructuras sociales y
que trae solo tímidas consecuencias en la puesta
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en escena de la arquitectura. Pero ya ese refugio en el
ámbito del discurso revela, por un lado, la mencionada incapacidad del proyecto
oligárquico para ganarse a un sector de su propia intelectualidad y, por otro,
deja clara constancia de la ausencia de una alternativa realmente liberal que
pudiese acoger el descontento. Este despegamiento sin aterrizaje se convierte,
es cierto, en fuente de creatividad, pero también de inefectividad. Recuérdese
que, después de la estrepitosa destronización de Leguía, el escenario político
peruano, pero no el del poder, se vio ocupado por actores como el aprismo, el
socialismo, el corporativismo fascistoide, el fascismo, etc., pero el poder
siguió estando ocupado por la oligarquía. En un libro ya antiguo sobre el
pensamiento fascista de esos años(11) hice caer en la cuenta de que el fascismo –revestido todavía de heroicidad y no
tan manchado de sangre- sedujo a una parte de la intelectualidad peruana que
bien podría haberse inclinado por el liberalismo si esta ideología hubiese
figurado entre las opciones disponibles. A falta de libertad real, algunos
intelectuales, como nuestros autores, se adhieren a una especie de libertad
simbólica, una libertad que no trasciende, de manera significativa, el ámbito
del discurso, pero provee de sentido al pensamiento.
Veamos ahora la relación de nuestros autores con lo
arquitectónico, esa dimensión del quehacer de arquitectura que tiene que ver
con la institución de lo social. A
diferencia de otros ámbitos de la actividad humana, la arquitectura, por su
relación con el habitar, es constituyente de lo social. Como pastora del
habitar, la arquitectura cuida del habitante, cobija a ese ser que no tiene
otra esencia que su propia existencia, y existir es otra manera de decir
habitar. Si el significado de habitar (habitare)
remite a una cierta permanencia de aquello que se tiene (habitum) y, por tanto, relaciona al habitante con sus propia
proveniencia, con la comunidad de la que procede, el significado de existir
remite, más bien, a emerger (ex-sistir), a no dejarse atrapar por el mero
estar. Y, así, la existencia del habitante acontece como proveniencia, pero
también como posibilidad y campo de iluminación, ese “dejar ser” que recuerdan,
recogiéndolo de Heidegger, los prologuistas del texto de Deustua. Existir/habitar conlleva, como apunta Miró
Quesada, hacerse un espacio en el tiempo, pero supone también dejarle ser al
tiempo, albergar al tiempo en el espacio. Este intrincado juego del espacio y
el tiempo debe entenderse no como condición de posibilidad de la experiencia
humana (a priori kantiano) sino como instituyente de ella. A esto hay que
añadir que el existir/habitar propio del hombre y solo de él no puede darse sin
la presencia de lo simbólico, y en traer a la presencia física lo simbólico o
en hacer que lo simbólico resplandezca en presencia material consiste
esencialmente la arquitectura. Por eso decimos que la arquitectura es
instituyente de lo social y, consiguientemente, de lo humano.
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Aunque pensar el habitar no haya sido el propósito
explícito de ninguno de los cuatro textos que comentamos, puede afirmarse, sin
embargo, que en la medida en que se ocupan de la relación entre materialidad y
simbolicidad, entre composición y construcción del espacio habitable, los
autores le hacen un guiño al habitar
como la forma de acontecer de la existencia humana. También a este
respecto, Deustua y Miró Quesada se acercan más que Elmore y Velarde a la
dimensión instituyente de lo social propia de la arquitectura, aunque lo hagan
en clave discursiva y en perspectiva más individual que colectiva. No voy aquí
a mostrar los argumentos en los que baso esta interpretación de los textos
comentados, pero algo podemos colegir de la consideración de dos de esos textos
(Elmore y Velarde) como manuales prácticos y de los otros dos (Deustua y Miró
Quesada) como discursos teóricos sobre arte y arquitectura. Aunque lo que sigue
tendría que ser más trabajado, déjenme añadir algunas anotaciones relacionadas
con las nociones básicas que los autores manejan para ver si podemos explorar
en ellas algunos caminos que apunten a lo arquitectónico o dimensión
instituyente de lo social.
Para Elmore,
la arquitectura es el “arte de la composición y ejecución de las construcciones
en cuanto a su comodidad, solidez y belleza.” (p. 3), nociones que remiten a
utilidad, materialidad y simbolicidad. Por eso, el autor del primer manual
peruano de arquitectura define la composición como “el arte de concebir y
disponer un edificio de modo que sea cómodo y apropiado al objeto a que se le
destina, así también como de un efecto agradable a la vista del espectador; es
decir: que sea bien dispuesto y bello. Bajo este punto de vista la composición
arquitectónica pertenece a las bellas artes.” (p. 3) Pero la arquitectura no
tiene como objetivo la obra de arte sino “la utilidad pública y particular, la
protección y el bien estar de los individuos, de las familias y de la sociedad:
la buena disposición en una palabra.” (p. 7) Trata, por tanto, la arquitectura
de conformar realidades agradables y útiles, respondiendo así a dos necesidades
humanas pero debiendo darle primacía a la utilidad, porque, arguye Elmore, “agradar
a la vista no ha sido nunca el fin de la Arquitectura ni la decoración su
objeto. La utilidad pública y particular, y el bien estar [resaltado mío] de los individuos y de la sociedad,
tal es … el objeto, el verdadero objeto de la Arquitectura.” (p. 7-8)
La atribución de primacía a la utilidad es en Elmore
evidente, pero esa utilidad está entendida en términos públicos y sociales y no
solo individuales, y está, además, formulada como “bien estar”. Si el primer
aspecto, la inclusión de lo público, remite, de alguna manera, a la
conformación de la sociedad, el segundo, la alusión al “bien estar”, coloca a
Elmore entre los primeros en embarcarse en la elaboración de lo que, en
escritos anteriores, he llamado el “discurso del bienestar”. Este discurso,
portador de una de las variables de la racionalidad moderna, comienza a gestarse
en el Perú en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el otro discurso, el de
las libertades, tenía ya algunos lustros de existencia. Y ello fue posible
gracias a la presencia en nuestro país de los primeros ingenieros y
arquitectos, entre los cuales se encuentra el propio Elmore.
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Héctor Velarde
entiende la arquitectura como “el arte de construir. Quien dice arte y
construcción dice Arquitectura. Son los dos factores esenciales con los que el
hombre de ciencia y gusto puede realizar la verdad y la belleza.” (p. 5) Los principios
en los que ese “arte de construir” se basa son dos, la armonía y la verdad,
pero a ellos se añade un tercero, la belleza, que resulta de la buena
aplicación de los dos primeros (p. 6) y que Velarde, siguiendo a Platón, define
como “el resplandor de la verdad” [en realidad, Platón, en el Banquete, habla de “esplendor”, no de
“resplandor”]. Para decir lo mismo en términos filosóficos, los dos primeros
principios, la armonía y la verdad, actúan como causa eficiente y el tercero,
la belleza, como causa final, y en ese sentido es esplendor, apogeo, efluvio
máximo de perfección de la verdad. Además de los principios, Velarde se refiere
a los factores y estos son dos: la disposición, que alude a la construcción, y
la composición, que tiene que ver con el gusto.
No debemos olvidar que se trata de un manual que se
propone solo recoger lo más útil para alumnos de ingeniería militar, pero, sin
abandonar ese propósito, el libro de Velarde introduce nociones, como ciencia,
gusto, utilidad, verdad, armonía, disciplina, altivez y belleza, que pueblan
también el lenguaje de la vida cotidiana y lo hacen desempeñando una función no
solo comunicativa sino performativa, es decir, constitutiva de lo social.
Diríamos que, sin proponérselo, el manual de Velarde sugiere también el
carácter performativo de lo social que es propio de la arquitectura.
Deustua, como sabemos, fue filósofo y no arquitecto, pero en su
obra es en donde la presencia de la dimensión de la arquitectura en cuanto
instituyente de lo social es más evidente. Sus miras intelectuales se dirigen
principalmente a sustituir el materialismo mecanicista y el positivismo
decimonónicos por un espiritualismo de acento vitalista de tipo bergsoniano.
Desde este posicionamiento, el orden y la libertad, como afirman los
prologuistas (p. XVI), se constituyen en los valores supremos de la institución
de lo social. Es cierto que la arquitectura, para Deustua, interesa
fundamentalmente como actividad artística, pero la belleza, según él, está
estrechamente ligada a la libertad y
esta al despliegue pleno de la subjetividad en el marco de un espiritualismo dinámico.
Se instituye, así, un orden que consiste esencialmente en la articulación
dinámica (histórica) de libertad, belleza y subjetividad. De esta manera se consigue la
liberación del espíritu con respecto a lo real y, así, se va logrando la
humanización del mundo. Se trata, por
cierto, de una humanización pensaba en
clave cartesiana como plenitud de autoconciencia.
Desde esta posición, no es raro que Deustua ponga el
acento, cuando habla de arquitectura, en la organización de las fuerzas
formales y materiales para ponerlas al servicio de la libertad. No niega, sin embargo, que la arquitectura tenga
también una dimensión utilitaria, “Pero la utilidad, cuando es obtenida, no
deja satisfecho al espíritu creador, que la asocia siempre a la belleza, que
rige la utilidad y eman-
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cipa al hombre de su tiranía, cuando se mueve
instintivamente por el imperio de lo
útil.” (p. 228) La arquitectura es, en definitiva, compenetración o encuentro
armonioso entre belleza y utilidad, pero en sus expresiones sublimes, aquellas
en las que el espíritu ascensional supera la pesantez de lo material, la
utilidad se adelgaza de tal manera que aparece la belleza en todo su esplendor
y en ese dejar ser plenamente a la belleza consiste lo liberador del arte
arquitectónico. Se trata, sin embargo, como anotamos antes, de una liberación
que consiste más en escapar de la realidad que en transformarla. Estamos, por
tanto, ante una concepción que ve la realidad como una especie de pecaminosidad
consumada con la que no es posible ya reconciliarse, pero esa concepción
tampoco da para transformar lo dado y embarcarse en la construcción de lo
nuevo. Es, como hemos anotado, una
especie de despegamiento sin aterrizaje.
A diferencia de Deustua, Miró Quesada ve su propio tiempo en clave auroral y no crepuscular,
pese a su frecuente recurrencia a Spengler, el conocido autor de La decadencia de Occidente (1917). “Hoy
parece ser –dice en la introducción- que un nuevo espíritu, un nuevo
sentimiento cósmico está naciendo. Que no son las nuestras sombras de ocaso
sino celajes de alborada.” (p. 12) Es cierto, sin embargo, que la base de ese
optimismo está en saberse portador de
una especie de torbellino, la modernidad arquitectónica o “arquitectura
viviente”, que hace que todo lo sólido se disuelva en el aire, que toda
particularidad quede atravesada de universalidad, que la universalidad quede
teñida de localidad, que el espacio se realice en el tiempo y el tiempo en el
espacio, que el arte mute en técnica y la técnica se haga arte, etc. La
arquitectura es la síntesis de espacio, tiempo y cultura. “Colocar en
equilibrio una piedra encima de otra es construir; hacer que ambas piedras
reflejen un sentimiento y expresen una idea, eso es arquitectura. Construir es
equilibrar materia. Arquitectura es inculcar espiritualidad a este equilibrio.”
(p. 26) Por eso la arquitectura “es
armonización de materia y espíritu. Es el resultado de una bella armonía en el
espíritu creador, de necesidades por satisfacer, funciones que cumplir, técnicas
que aplicar y materiales que utilizar.” (p. 91) A esa arquitectura viviente le
interesa más dar forma al espíritu de la época que atenerse a la normativa de
determinados estilos. Su razón de ser es la sociedad viviente. La intención,
por tanto, es ayudar a que esa sociedad se exprese y se sienta expresada en una
arquitectura que, en palabras de Gropius citadas por Miró Quesada, es “una
síntesis de todas las realizaciones artísticas, una unificación de todas las
disciplinas del arte aplicado y de la técnica, una cosa viviente que traduce
las aspiraciones, las necesidades del hombre moderno, y lo ayudará a tener
conciencia de sí mismo, a vivir una vida más larga, más completa, más
enteramente humana.” (p. 23) Y añade Miró Quesada que a esa arquitectura hay que
“Comprenderla y amarla como encarnación artística de la humanidad de hoy.” (p. 23)
Se trata, sin embargo, para nuestro autor, de un hoy contaminado de historia
porque la sociedad es un organismo sometido a una evolución permanente y
“superativa” (p. 33) según las características peculiares de cada pueblo y
cultura.
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Si bien la función
“expresiva” de la arquitectura –la visión de la arquitectura como “expresión”
de su tiempo- es predominante en el texto de Miró Quesada, la función
“performativa”, es decir la visión de la arquitectura como instituyente de lo
social, está también presente en el libro que comentamos, como bien señala el
prologuista. A la luz de lo que anotamos más arriba, referido al carácter
todavía esencialmente oligárquico del orden social, en la propuesta de Miró
Quesada, como en el espacio abierto por Belaúnde con la revista El arquitecto peruano, se percibe la
ausencia de una burguesía industrial urbana capaz de llevar a cabo el proyecto
moderno, si no integralmente, como progreso, al menos como modernización o
desarrollo de algunos subsistemas sociales, esferas culturales y formas de
vida, lo cual sería suficiente para minar los cimientos del modelo oligárquico.
Digo que esa falta se percibe como “ausencia” y ello no es poco porque la mera
percepción de algo como “ausente” es ya una manera de tenerlo presente. Claro
que esa presencia es todavía un desideratum
de la intelligentzia más que una realidad
socioeconómica. Lo que revelan estos afanes, puestos poco después en la agenda
cultural por la Agrupación Espacio y,
más tarde, en la agenda política por el Movimiento Social Progresista, la
Democracia Cristiana y Acción Popular, es la necesidad que entonces tenía el
Perú, por un lado, de abrir puertas y ventanas para llenarse de aire fresco, y,
por otro, de tomarse en serio el cumplimiento de la “promesa de la vida
peruana” en términos de participación equitativa en la toma de decisiones y en la
distribución de los bienes, y también –aunque tematizado en menor medida- en términos de reconocimiento de las
diversidades que componen nuestra sociedad.
Sabemos bien que, después del inicial anuncio de Deustua,
Miró Quesada cumplió el papel de pregonero mayor de la modernidad en arquitectura en el Perú,
pero luego, cuando se hizo necesario componer y construir ese proyecto en
perspectiva performativa de lo social, su compromiso y su liderazgo se fueron
debilitando y disolviendo.
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Me quedo aquí, pero antes de terminar quiero manifestar
que este asomo a lo que he llamado “lo arquitectónico”, es decir la dimensión
performativa o instituyente de lo social que caracteriza al quehacer
arquitectural, necesita ser mucho más trabajado tanto en la teoría como en el
discurso y la práctica de la arquitectura.
Notas
(1) Presentación de los libros: Elmore,
Teodoro. (1875). Lecciones de
Arquitectura ; Deustua, Alejandro O. (1932). Lo bello en el arte. La Arquitectura; Velarde, Héctor. (1933). Nociones y elementos de arquitectura ; y
Miró Quesada G., Luis. (1945). Espacio en
el tiempo. Editados todos ellos en 2014 por el Fondo Editorial de la
Pontificia Universidad Católica del Perú, dentro de la colección “Clásicos
Peruanos. Arquitectura y pensamiento” de la Facultad de Arquitectura y
Urbanismo de la PUCP, bajo la dirección de Wiley Ludeña.
(2) Lefort, Claude (1986). Essais sur le politique. XIXe-XXe. siècles.
Paris: Seuil. Exposiciones útiles de las posiciones de Lefort pueden verse en: 1)
Nsundi Mbambi, Pascal. Modern Democracy in Claude Lefort’s Theory. En: Lefort’s Theory of Democracy, p. 14-31. Recuperado
de
http://wiredspace.wits.ac.za/bitstream/handle/10539/4692/NsundiMbambiP_Chapter%201.pdf?sequence=7;
2) Molina, Esteban
(2012). Claude Lefort: democracia y crítica del totalitarismo. Enrahonar. Quaderns de filosofía, (48),
p. 49-66; y 3) Ortiz Leroux, Sergio (2006). La interrogación de lo político:
Claude Lefort y el dispositivo simbólico de la democracia. Andamios. Revista de
investigación social,. 2 (4), p. 79-117.
(3) Ernesto Laclau y Chantal Mouffe
han retrabajado el concepto gramsciano de hegemonía para estudiar los
movimientos sociales y políticos de nuestro tiempo y pensar la democracia. Ver, por ejemplo: Laclau, E. y Mouffe, Ch.
(2004). Hegemonía y estrategia socialista.
Buenos: FCE.
(4) Para hermenéutica ver: Gadamer,
Hans-Georg (1999). Verdad y método.
Salamanca: Sígueme; y Vattimo, Gianni
(1990). El fin de la modernidad. Nihilismo
y hermenéutica en la cultura posmoderna Barcelona: Gedisa. Las perspectivas
que abre la corriente filosófica llamada “izquierda heideggeriana” están
expuestas en: Marchart, Oliver (2009). El
pensamiento político posfundacional. La diferencia política en Nancy, Lefort,
Badiou y Laclau. México: FCE. Ver un
estudio sobre la base heideggeriana de esta filosofía en: Klocker, Dante E.
(2013). Fundamento y abismo. En torno a
la cuestión del fundamento en el círculo de “Ser y Tiempo” de Martin Heidegger.
Buenos Aires: Biblos.
(5) Heller,
Àgnes (1982). Teoría de la historia.
Barcelona: Fontamara; y (1984). Crítica
de la Ilustración. Barcelona: Península. Sobre el tema,ver: López Soria, José Ignacio
(1988). Las lógicas de la modernidad. H.U.A.C.A.
Historia. Urbanismo. Arquitectura. Construcción. Arte [Revista de la
Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Artes de la Universidad Nacional de
Ingeniería], (2), p. 4-9.
(6) Lukács,
Georg (1972). El asalto a la razón. La
trayectoria del irracionalismo desde Schelling hasta Hitler. Barcelona:
Grijalbo.
(7) Heidegger,
Martin (1997). La pregunta por la técnica. En: Filosofía, ciencia y técnica (p. 113-148). Santiago de Chile: Ed. Universitaria.
(8) Sullivan, Louis H. (March, 1896). The Tall Office Building
Artistically considered (p. 408). Lippincott’s.
Montly Magazine. Philadelphia, (57), 403-409.
(9) La expresión “burguesía
industrial urbana” la recogí de Aníbal Quijano, de cuya amplia
producción acaba de aparecer una “antología esencial”: (2014). Cuestiones y horizontes. De la dependencia
histórico.estructural a la colonialidad/decolonialidad del poder. Buenos Aires: Clacso.
(10) Los trabajos sobre la
organización y presencia de los sectores populares en el movimiento social y
político son muy numerosos. Entre ellos
sobresalen los de Denis Sulmont sobre el movimiento obrero, César Germaná sobre
el Apra, Alberto Flores Galindo y Aníbal Quijano sobre Mariátegui y el
socialismo, José Tamayo sobre el indigenismo, José Ignacio López Soria y Tirso
Molinari sobre el fascismo, Hugo García Salvatecci sobre el anarquismo , José
Matos Mar sobre migraciones del campo a la ciudad y de Wiley Ludeña sobre el
proceso de urbanización. Además de los estudios de Basadre, de ofrecer visiones
generales de la época se han encargado Julio Cotler, Carlos Contreras y Marcos
Cueto, y Juan Luis Orrego Penagos, entre otros.
(11) López Soria, José Ignacio
(1981). El pensamiento fascista (1930-45). Lima,
F. Campodónico / Mosca Azul Ed.