José
Ignacio López Soria
No es fácil para mí, y ustedes lo saben, decir algo interesante
sobre la arquitectura ante maestros de este arte. No entiendan, por tanto, mis
palabras como una lección inaugural sino más bien como una puesta en común de
algunas ideas y angustias que me preocupan en mi condición de gozador y
sufridor del espacio arquitectónico que nos envuelve y constituye.
Voy a hablar, naturalmente, de arquitectura, pero
voy a hacerlo desde la perspectiva de la estética, concretamente de la estética
de Lukács[2], y, en general, de la filosofía, con la
intención de dejar sembradas en ustedes mis propias angustias y preocupaciones.
Como excusa de mi intervención puedo añadir,
parafraseando un dicho ya célebre, que la arquitectura es una cosa demasiado
seria para dejarla solo en manos de los arquitectos. A diferencia de las demás
artes, el resultado de la tarea de los arquitectos afecta a todo hombre en su
vida cotidiana, y lo afecta como hombre enteramente. Tal vez sea pensable la
vida humana sin alguna de las artes, pero ciertamente no lo es, en un
determinado nivel de desarrollo de la humanidad, sin arquitectura. Es más, para
alcanzar ese nivel fue necesaria la arquitectura en cuanto conformadora de espacio
humano, un espacio en el que es realizable el despliegue en plenitud de la
posibilidad humana.
Sé que me es estoy encerrando en un círculo vicioso,
en un callejón aparentemente sin salida. Digo y sostengo que sin espacio
humanamente conformado no es posible el hombre enteramente, pero ¿cómo es
posible conformar así el espacio si previamente no existe el hombre capaz de
conformarlo?
Quise comenzar poniendo de manifiesto esta
contradicción para hacer caer en la cuenta, desde el inicio, de la estrecha,
problemática y conflictiva relación entre el espacio externo y el interno,
entre la arquitectura y el proceso de humanización del hombre. Lo que está,
pues, en juego en su propio quehacer, distinguidos arquitectos, es, como ven,
demasiado serio para dejarlo sólo en sus manos. Se trata no solamente del
hábitat sino del hombre mismo y su habitar. De la arquitectura depende la
conformación de un espacio que haga posible o impida el despliegue pleno de la
posibilidad humana. Tienen ustedes en sus manos una herramienta demasiado
poderosa. Permítanme, pues, que, como individuo de la vida cotidiana, que goza,
tolera o sufre las consecuencias de la obra de los arquitectos, llame la
atención sobre la trascendencia para todo hombre del quehacer de ustedes. Me
dijo alguna vez un arquitecto que los errores de los médicos se tapan con
tierra, se entierran, y los de los arquitectos se tapan con árboles. Tengo para
mí, sin embargo, que los errores de los arquitectos no pueden taparse con nada
porque florecen en deshumanización.
¿Qué tiene que ver este sembrío de angustias y
preocupaciones con una reflexión estética sobre la arquitectura? El camino que
va desde las categorías abstractas de la estética que obran en la arquitectura
hasta la vivenciación cotidiana del espacio arquitectónico es, sin duda, largo,
sinuoso y abundante en mediaciones. Dar cuenta de todos y cada uno de los pasos
de ese camino exigiría no una charla sino un curso entero. Como eso no es
posible aquí y ahora, me contentaré con
dejar sueltos algunos apuntamientos sin pretensión alguna de sistematicidad.
La reflexión estética sobre la arquitectura comienza
elevando a concepto aquello que constituye la esencia de esta actividad humana:
la dialéctica entre lo extra-artístico y lo artístico. Desde esta perspectiva,
la arquitectura puede definirse como la síntesis –problemática, conflictiva y
siempre en tensión- entre finalidades utilitarias y finalidades artísticas. La
eliminación de uno de los polos conlleva la desaparición de la arquitectura. Ya
Hegel advirtió que la arquitectura es, al mismo tiempo e inseparablemente, un
medio para la realización de finalidades extra-artísticas y un arte pleno en sí
misma. La contradicción y la unidad de las contradicciones en la dialéctica de
finalidad utilitaria y finalidad estética constituye, pues, el problema central
de la arquitectura.
Tomados aisladamente, estos elementos son divorciables.
Puede haber una construcción que no roce para nada la estética, solo que ella
no es arquitectura, aunque esté hecha por alguien que ostenta el título de
arquitecto. Porque lo propio de la arquitectura, como diversa a la mera
construcción, es que la finalidad extra-estética muta en estética y viceversa.
De aquí que, conceptualmente al menos, no haya posibilidad alguna de confusión
entre arquitectura y construcción. La aparente confusión nace del hecho de que
ambas tienen que vérselas con el espacio. Pero, también a este respecto,
conviene dejar sentado que la construcción consume espacio, mientras que la
arquitectura crea espacio. La positividad constructiva, la obra, no es otra
cosa que objetivación en el espacio de las legalidades y conexiones legales de
la realidad objetiva; mientras que la positividad arquitectónica, el espacio
conformado, es objetivación espacial no solo de esas legalidades y conexiones,
sino de las categorías abstractas de la filosofía, si por filosofía entendemos
la elevación a concepto de la experiencia humana y la asunción teórica de la
propia existencia individual y social. No hay, pues, posibilidad,
conceptualmente hablando, de confundir construcción y arquitectura, porque la
construcción pone objetos en el espacio, mientras que la arquitectura pone el
espacio como objeto.
El espacio que pone o crea la arquitectura es un
espacio peculiar porque orienta la vivencialidad humana. Podríamos preguntarnos cómo se produce la
conformación de un espacio tal, referido al hombre, antropomorfizado y
antropomorfizador, cómo se produce en cuanto necesidad social satisfactible,
cómo nace la misión social de la arquitectura y cómo se realiza ella
estéticamente.
Demasiadas preguntas para una charla breve. Las
respuestas exigirían reflexionar sobre la génesis de la arquitectura a partir
de la tierra nutricia de todas las objetivaciones: la vida cotidiana.
Permítanme algunas palabras al respecto.
La aprehensión del espacio propia de la vida
cotidiana obedece todavía a una tendencia antropomorfizadora que no es
superable en la mera inmediatez. Cada individuo de la vida cotidiana es centro
de un sistema de coordenadas (arriba/abajo, delante/detrás, derecha/izquierda,
dentro/fuera) que el individuo mira desde sí mismo. Esa mirada es, por tanto,
antropomórfica, es decir, está atravesada por la singularidad de un individuo
que todavía no tiene trato con la universalidad. El proceso de universalización
o desantropomorfización comienza con la geometría en cuanto ciencia exacta, abstracta
y universal de las relaciones espaciales. Pero antes de llegar a la
arquitectura propiamente tuvieron que desarrollarse los demás fundamentos
teóricos de la construcción (la estática, la teoría de los materiales, etc.).
Se fue gestando, así, un sistema científico articulado, desantropomorfizador,
cuyo ser-así no es nunca superable
totalmente por la positividad arquitectónica en el sentido, por ejemplo, en que
las leyes de la teoría científica de la perspectiva se superan en la pintura.
La arquitectura puede, y hasta debe, llevar al límite la legalidad científica,
pero no puede desconocerla, más bien tiene que apropiarse de ella como base de su
propia especificidad; tiene que partir de ese fundamento en todas sus empresas
de dación de forma, de conformación del espacio. Pero a este fundamento
científico tiene que añadir lo estético, de tal manera que los elementos
científicos, sin perder su naturaleza de conexiones científicamente captadas de
la realidad objetiva, muten en un nuevo y propio medio homogéneo. Así, de la
construcción científicamente fundada y colocada en el espacio va naciendo la
posibilidad de conformar el espacio mismo como mundo propio del hombre. En este
sentido, el arquitecto es un demiurgo, un hacedor de mundo, mientras que el
constructor es un ponedor de objetos en el mundo.
Y hay que añadir enseguida que el nacimiento de un
tal espacio, de esa exterioridad en cuanto mundo circundante de la vida humana,
no queda sin consecuencias en la conformación interior del hombre mismo. No
podemos entrar aquí –y es la enésima vez que me escapo- en el análisis, ni
siquiera en sus trazos más gruesos, de la rica, compleja y conflictiva relación
entre espacio exterior e interior y de su trascendencia para la evolución misma
del hombre como ser genérico. Baste dejar apuntado que, en la evolución de la
humanidad, el salto de la singularidad (la especificidad de la vida de un
determinado colectivo humano) a la genericidad (el asumirse como miembro del
género humano) no pudo ocurrir sino en el medio homogéneo, en la particularidad
constituida por el espacio humano de cuya creación es responsable la
arquitectura. Porque solo en ese medio es posible el desencadenamiento de
vivencias, emociones y capacidades hasta entonces implícitas, encerradas, pero
todavía no desplegadas de la vida humana. A medida que se fue creando ese
espacio, las vinculaciones del hombre con su
mundo –y ya no sólo con el mundo- se
fueron haciendo más ricas y diferenciadas, más propias del hombre en cuanto
tal, y, por lo mismo, la vida del hombre se fue enriqueciendo, desplegando y
diferenciando como vida propiamente humana. Mientras el mundo circundante es
vivenciado sólo como lo otro, como una externalidad que nos es ajena, aunque en
ella hayamos puesto algunos objetos propios, no es posible el despliegue en
plenitud de la posibilidad humana. Este es sólo posible en un mundo externo
humanizado, en un espacio de tal manera conformado que su ser-en-sí sea también
e inseparablemente un ser-para-nosotros. La aparente externalidad de un mundo
así conformado no es otra cosa que exteriorización, objetivación espacial, de
nuestra propia interioridad. En agenciar con destreza tecno-artística esta compleja
dialéctica de externidad que muta en interioridad y de interioridad que muta en
externidad le va a la arquitectura su ser como técnica y como arte.
Por esta dúplice función de creadora de espacio
humano -externo e interno al mismo tiempo y en el mismo acto-, por su necesario
enraizamiento a la vez en la ciencia -en el conocimiento científicamente
elaborado de las condiciones legaliformes de la realidad objetiva- y en la
vivencialidad propia del hombre, no puede la arquitectura iniciar su proceso de
maduración sino después de un largo período de desarrollo científico-técnico y
de evolución de las emociones enlazadas con representaciones espaciales. Por
eso puede afirmarse que la adultez de la arquitectura comienza con la
revolución urbana cuando las fuerzas productivas, los conocimientos técnicos y
sus aplicaciones, y la participación colectiva llegan a niveles hasta entonces
desconocidos.
La presencia de lo colectivo se advierte no solo en
la necesaria conjugación de esfuerzos -frecuentemente de manera coercitiva- para
la realización de construcciones masivas, sino en la capacidad de esas mismas
construcciones para evocar y suscitar sentimientos colectivos. La muralla, por
ejemplo, suscita un sentimiento colectivo de seguridad y una visualización
espacial de la masa, la gravedad, la resistencia, la altura, etc. Estos
sentimientos se ven intensificados cuando se trata de edificaciones destinadas
a las prácticas mágico-religiosas colectivas. La intensificación de la vivencia
está aquí mediada por una imagen espacial conformada por el hombre. Es cierto
que esta imagen es inicialmente mimética, pero la mímesis (imitación) no apunta
ya a objetos naturales tomados aisladamente ni a relaciones entre ellos, sino a
su conjunto, tal como este se ofrece como espacio adecuado para acciones
colectivas. Se trata, auroralmente, de una espacialidad conformada por la
intención de crear simultáneamente el espacio externo y el interno.
Desde esta perspectiva puede afirmarse que la
arquitectura consiste en la reproducción visual de la pugna de las fuerzas
naturales, y ello gracias a que esa pugna es reconocida por el hombre y
sometida a finalidades humanas. El espacio conformado con intención de visualidad se constituye en el
ámbito de mediación de la relación entre el hombre y el mundo. Lo que el hombre
tiene en su entorno no es ya más el mundo como lo otro, sino el mundo como lo
propio. Un espacio externo así conformado desencadena, como hemos anotado ya,
nuevas emociones, las cuales, a su vez, exigen una nueva transformación del espacio
externo para hacerlo responder a los sentimientos internos. La arquitectura
comienza cuando la conformación no es solo objetivamente espacial, sino cuando
es hecha conscientemente con la intención de que lo espacial en-sí mute en
espacial para-nosotros.
Para llegar a conformar un espacio tal es
imprescindible partir de los datos objetivos de la realidad y de sus conexiones
científicamente captadas, para inmediatamente después negarlos y superarlos. La
negación no es aquí una simple operación de quitar sino que implica al mismo
tiempo un poner nuevas conexiones, nuevos sistemas jerárquicos, ya que, como
hemos afirmado desde el comienzo, la arquitectura no puede prescindir de su
base científica. Por tanto, la negación equivale aquí a selección y
resignificación de elementos tecnológicos y a introducción de la nueva imagen
visual espacial. El fundamento primero de la arquitectura es, pues, la
refiguración desantropomorfizada de las conexiones legales universales de la
interacción de fuerzas naturales, pero hecha en función de determinadas
finalidades humanas. Al practicar la eliminación de ciertos elementos, la
refuncionalización de otros y hasta la llevada de algunos al límite de sus
potencialidades físicas, la arquitectura transforma el sistema general (las
legalidades de la realidad) en una particularidad referida a las necesidades
del hombre de un modo sensible-visual, intelectual y vital.
Hemos visto que también en la vida cotidiana se
tiene del espacio una visión antropomorfizada, pero no por ello cobra el
espacio las propiedades que hacen de él el ámbito propio del hombre. Desde la
mera perspectiva de la vida cotidiana, el espacio es antropomorfizado pero no
antropomorfizador. Porque la vivenciación del espacio propio de la vida
cotidiana no es fruto de la negación/superación de las legalidades de la
realidad objetiva, sino más bien de un acomodo del hombre a esas legalidades
que el hombre de la vida cotidiana barrunta, pero no capta científicamente, y
que las entiende como insuperables, independientes y hasta hostiles con
respecto al hombre. Solamente cuando el hombre somete la naturaleza a sus
intenciones puede surgir para ciertos sectores espaciales la vivencia de que
esos sectores pertenecen a un mundo circundante humanizado y humanizador.
La arquitectura, debido al dúplice fundamento y a la
dúplice función a la que venimos aquí aludiendo, consiste, pues, en la creación
de espacio humanizado y humanizador, en la dación de forma humana al espacio. Un
espacio así conformado es el escenario adecuado de las principales acciones
colectivas, y, por tanto, cobra el acento de espacio propio del hombre, del
único mundo circundante adecuado para los contenidos más importantes de la
vida.
No quiero terminar estas reflexiones iniciales sin
insinuar al menos un último apuntamiento que nos devuelve al comienzo: lo
específico del espacio arquitectónico es su carácter real. El espacio
arquitectónico es algo real que rodea al hombre, entero pero todavía no desplegado,
de la cotidianidad suscitando y despertando en él evocaciones, sentimientos,
emociones, intelecciones y capacidades que tienden o deberían tender a
desplegar al máximo la posibilidad humana, es decir a la realización del hombre
enteramente. También la pintura y la escultura conforman, pero el espacio
pictórico y escultórico son más exteriores que interiores al hombre, por eso el
hombre puede simplemente contemplarlos. El espacio arquitectónico, por el
contrario, rodea al hombre, es parte constitutiva de su realidad, y así el
hombre no contempla sino que vive en un espacio artísticamente conformado. Este
carácter real del espacio arquitectónico es la clave para la comprensión de la
especificidad de la arquitectura como arte.
Esta última anotación sobre el carácter real del
espacio arquitectónico nos devuelve a nuestras preocupaciones iniciales, porque
ella tiene que ver con la trascendencia de la función del arquitecto. Se trata
ciertamente del mundo, pero se trata también e inseparablemente del hombre. El
arquitecto es, por cierto, demiurgo, hacedor de mundo, pero es también e
inseparablemente, sea o no consciente de ello, hacedor de hombre. De ahí la
grandeza y la responsabilidad de la arquitectura, la tragedia y el gozo de
quien sabe que tiene en sus manos la capacidad de obstaculizar o de favorecer
el despliegue pleno de la posibilidad humana.
[1] Inauguración del curso
de postgrado de arquitectura. UNI, 1985. Publicado en: López Soria, José
Ignacio (2017). Filosofía, arquitectura y
ciudad. Lima: UNI, EdiFaua/Eduni, p. 49-54.
[2] El filósofo húngaro György
Lukács (Georg Lukács) escribe varios
libros de estética. Nosotros tenemos en cuenta aquí las ideas de su Estética. La peculiaridad de lo estético,
una obra de 4 volúmenes que se publican en castellano a partir de 1965
(Barcelona/México: Grijalbo). Del volumen 1 nos interesa aquí especialmente la reflexión
sobre la desantropomorfización del conocimiento (cap. 1 y 2) y del volumen 4 las
anotaciones sobre arquitectura (cap. 14, p. 82-141).
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