José Ignacio López Soria
Publicado en: Reflexión. Ciencias,
humanidades, artes. Lima, 5(2), p. 48-51, jun. 2017.
En un escrito reciente (López Soria 2016) he
sostenido que los estudios de diagnóstico y propuesta sobre la educación superior
y, especialmente, sobre las universidades de las últimas décadas en
Latinoamérica –y el Perú no es la excepción- se han hecho, por lo general, desde
una perspectiva preferentemente funcionalista. Lo que interesa es conocer con
la mayor precisión posible si la educación superior es o no funcional al
sistema imperante y, así, poder determinar en qué debe cambiar para que lo sea
de manera eficiente y eficaz. Sabemos que el sistema dominante es aquel cuya
racionalidad depende en lo esencial del mercado ya globalizado o en proceso de
globalización, una racionalidad que asigna al Estado las funciones de facilitar
las inversiones, cuidar la seguridad y curar las patologías (sociales,
ecológicas …) que generan esas inversiones. Se trata, como ha señalado Zygmunt
Bauman (2008) en más de un escrito, de un sistema de poderes globales y de
gestiones políticas locales. Para que hagamos bien la tarea, se nos ofrecen
como modelos a seguir aquellos países que, por su funcionalidad con respecto al
sistema, han conseguido progresar dentro de él según mediciones acordes con las
variables del patrón vigente del poder. Como sabemos, la educación superior y,
particularmente, las universidades no escapan a esta dinámica. También ellas
son medidas con la vara de la funcionalidad en rankings internacionales en los
que las instituciones se esfuerzan por mejorar su performance.
Ante este panorama general, que nos ha puesto a
todos en el camino de la competencia, de la lucha con el otro para escalar
antes que él, conviene tener muy presente que la universidad tiene dos
dimensiones con respecto a la vida social: la dimensión instituida y la
dimensión instituyente de lo social.
Por su dimensión
instituida, a la universidad se le atribuyen funciones –formar
profesionales con competencias específicas, desarrollar investigaciones,
transferir conocimientos, etc.- que responden a las necesidades y expectativas
de los individuos y de la sociedad en el marco de lo establecido. Si cumple
adecuadamente estas funciones, la universidad contribuye al mejoramiento del
sistema, lo cual no es poco ni fácil y, además, es deseable. Para que ello
ocurra se crean órganos de vigilancia y control de carácter estatal o paraestatal
que se encargan de que las instituciones universitarias desempeñen sus
funciones con la calidad y pertinencia que les corresponden y no se conviertan
en fábricas de producción de profesionales sin calidad ni en empresas
orientadas principalmente a la producción de beneficios económicos a sus
promotores. En nuestro caso, de todo esto debe encargarse la Superintendencia
Nacional de Educación Superior Universitaria (Sunedu), cuya composición y cuyas
funciones son objeto de una controversia promovida principalmente por los
promotores de universidades y agrupaciones políticas que se resisten al control
de la calidad y que no toleran que sus beneficios económicos sean
transparentes. El recurso a la “autonomía universitaria”, por parte de estos
sectores, no es sino una argucia para que prosperen sus intereses. Sea pública
o privada, por su dimensión instituida la universidad es un servicio público y,
por tanto, la sociedad y los usuarios tienen el derecho de asegurarse de la
calidad y pertinencia de los servicios que ofrece.
Por su dimensión
instituyente, la universidad, como en general la educación superior, puede
contribuir a la transformación de la sociedad, es decir, a la gestación de la
sociedad en una dirección que no necesariamente coincide con la estructura
vigente. Se acentúa esta dimensión en momentos de reformas profundas, cuando,
por ejemplo, la universidad contribuye a debilitar los antiguos “marcadores de
certezas” e “imaginarios sociales” y los sustituye por otros, cuando aporta
–con las herramientas propias de la educación superior- a la transformación de
las relaciones de producción, cuando empeña sus capacidades en que en una
sociedad de exportación primaria se vaya generando un sector industrial interno,
etc. En nuestro caso, por ejemplo, es indudable que el movimiento de reforma
universitaria de 1918 en adelante, que abrió las aulas a las nuevas capas
medias urbanas e hizo que la universidad se ocupase de problemas nacionales
antes ausentes de ella, contribuyó muy significativamente al desmoronamiento de
la República Aristocrática y del modelo de sociedad que ella mantenía. En la
actualidad, por su dimensión instituyente de sociedad, la universidad debería
tomarse en serio el principio diversidad para reconciliarse con la riqueza
cultural, étnica, lingüística, biológica, territorial, etc. que nos
caracteriza, sin descuidar, por cierto, los retos que nos vienen del pasado
(equidad, justicia, redistribución, etc.) y los que nos plantea la condición
contemporánea (sociedad del conocimiento, educación a lo largo de la vida,
generalización de la educación superior, sostenibilidad planetaria, etc.).
Es importante considerar que estas dos dimensiones
no tienen por qué ser contradictorias. Deberían ser complementarias, pero con
una complementariedad agónica, lo
que quiere decir que deben mirarse la una a la otra como adversaria con la que
hay que convivir peleando y no como enemiga a la que hay que eliminar. Cuando
se consigue que estas dos dimensiones convivan conflictivamente (con una
conflictividad agónica y no antagónica), la dimensión instituida no lleva a una
funcionalismo servil, ni la dimensión instituyente termina en un utopismo
inmovilizador. La universidad como creadora y transmisora de conocimientos y
como formadora de profesionales con las competencias necesarias para que
funcione y mejore el sistema sigue siendo una necesidad ineludible, pero sigue
también siendo un clamor igualmente ineludible que la universidad contribuya,
con los medios que le son propios, a la construcción de una sociedad justa,
equitativa y reconocedora de la diversidad poblacional, biológica y territorial
que la constituye.
Termino con un par de anotaciones que, por cierto,
exigirían un mayor desarrollo: el primero, sobre la educación a lo largo de la
vida, y el segundo, sobre la modernidad líquida.
Los organismos internacionales vienen insistiendo, desde
hace varios lustros, en lo que llaman la educación
a lo largo de la vida. Convertida ya en un derecho, la educación debe
entenderse como un proceso articulado que, en realidad, nunca termina. No se
trata, por tanto, de compartimentos estancos que no se hablan entre sí, sino de
etapas de cuya articulación depende en gran medida el fruto individual y social
que se obtiene. De nuestra educación universitaria podemos decir que ha vivido
de espaldas no solo a la educación básica sino a los otros niveles y
modalidades de la educación superior, y, además, solo en los últimos años se
viene ocupando del perfeccionamiento de los ya licenciados y graduados. La
articulación con la educación en general y, particularmente, con las demás
modalidades de educación superior y la atención a los ya egresados –vía
postgrados, cursos de perfeccionamiento, formación de reconversión de
competencias, etc.- son tareas que la universidad de hoy no debería descuidar.
Finalmente, si la universidad, al transformarse de
medieval en moderna, desempeñó un papel fundamental en el diseño y construcción
del proyecto de la modernidad, no es menor la responsabilidad que hoy le
incumbe. En la actualidad, los “marcadores de certeza” de que nos proveyó la
modernidad se nos están debilitando, los discursos metanarrativos legitimadores
del proyecto moderno pierden su contundencia, los poderes fácticos se globalizan
mientras la gestión política sigue estando territorializada, la normatividad
supuestamente racional que caracterizó a la modernidad se está perdiendo en un
mundo desregulado y con la menor presencia posible del Estado como ente
regulador, la sociedad “panóptico” que pretendió construir la
modernidad,haciendo que todos fuésemos visibles para el poder, se está
convirtiendo en la actual sociedad “sinóptico” –en la que todos vemos las mismas marionetas que el poder nos
pone ante los ojos-, es decir, en palabras del recientemente fallecido
antropólogo y filósofo Zygmunt Bauman (2003), estamos pasando de una modernidad
sólida a una “modernidad líquida”,
fluida, sin formas estables y sin entidades legitimadas para emitir normas.
Cabe, por tanto, preguntarse si cuando pensamos la universidad y le atribuimos
dimensiones lo hacemos desde la perspectiva de la modernidad sólida o de la
modernidad líquida. Yo diría que esta problemática o está ausente o solo
débilmente presente en el mundo universitario, a pesar de las enormes
consecuencias que el fortalecimiento –si ocurre- de la tendencia hacia la
“modernidad líquida” traerá para las universidades en términos de competencias
para el empleo, disminución inconmensurable de puestos de trabajo, movilidad territorial,
transdisciplinariedad (y no solo multidisciplinariedad), globalización de los
procesos formativos y de investigación, virtualización de la enseñanza, etc. Bien harían las universidades en pensar este
proceso y en identificar los retos que él plantea al quehacer universitario.
Bibliografía
Bauman, Zygmunt (2003). Modernidad
líquida. México: FCE.
Bauman, Zygmunt (2008). Globalización,
consecuencias humanas. Buenos Aires: FCE.
López Soria, José Ignacio (2016). En: Martín Bris, Mario (coord.). Internacionalización de la educación
superior en Iberoamérica: miradas y perspectivas (p. 19-20). Alcalá de
Henares: Universidad de Alcalá.