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Lima, Peru
Filósofo e historiador. Nace en España en 1937 y llega al Perú como jesuita en 1957. Formación: humanidades clásicas y literatura, filosofía e historia. Especialización sucesiva: narrativa latinoamericana, filosofía moderna, filosofía de la existencia, historia de la emancipación peruana, pensamiento lukacsiano, historia de la ingeniería peruana y filosofía de la interculturalidad Profesor de la UNI (y rector 1984-89) y otras instituciones académicas en Perú, Budapest, Brasil y Túnez. Autor de 26 libros, 70 colaboraciones en obras colectivas y 150 artículos en revistas. Actualmente dirige el Centro de Historia UNI y es profesor de postgrado en la Universidad Nacional de Ingeniería. Participa activamente en el debate intelectual peruano desde la sociología de la literatura, el marxismo lukacsiano, las perspectivas postmodernas y la filosofía de la interculturalidad. En su libro "Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna" propone, como horizonte utópico de la actualidad, la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades que enriquecen a la sociedad peruana. Contacto: jilopezsoria@gmail.com

29 may 2012

"Río + 20" y el desarrollo


José Ignacio López Soria

Intervención en el Foro “Río + 20: Desafíos y perspectivas”, organizado por INTE/PUCP (Instituto de Ciencias de la Naturaleza, Territorio y Energías Renovables  / Pontificia Universidad Católica del Perú) y por la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, y realizado en el Centro Cultural de la PUCP, 23-25 de mayo de 2012. Mesa: ¿Es posible un desarrollo sostenible en el Perú del siglo XXI?, 25/5/2012.

“Rio + 20” and the development

Abstract

Instead of thinking of the possibility of sustainable development (see the coming conference “Rio + 20: Challenges and perspectives”), this article explores the issue of desirability of development in general, by situating the issue in the concept realm. After reflecting on the origin of the development concept by relating it to the western pattern of civilization that started with the “discoveries”, conquests and colonization, the author takes a look at how in the present time the human being, the history, the nature and the relationship between man and nature are thought mostly from the perspective of economic growth, by leaving in the oblivion even the ideas of progress and development. Finally, in order to participate in the conference “Rio + 20” with a critical perspective, the author proposes to debate  the following statements:  the relation between human beings and nature should be one of an horizontal (not vertical) co-partnership; the human being should be defined not as a being-in-the-world but as a being-with-the-world; the concept of development should be replace for the concept of dynamic cohabitation between human beings and nature; the relations among human beings should be oriented not by the idea of competitiveness but by the criterion of mutual collaboration; to replace the idea of globalization for that of “globality”; to define the human life not in terms of “becoming” or “developing” but in terms of plenitude. 

Anotación preliminar

La formulación misma de la pregunta que se nos ha hecho, “¿Es posible un desarrollo sostenible en el Perú del siglo XXI?”, es una invitación a analizar y proponer cómo pasar de un desarrollo a secas a un desarrollo sostenible, dándose por su supuesto que el desarrollo sostenible es ya de suyo deseable. La reflexión que voy a proponer está relacionada con la deseabilidad del desarrollo sostenible y no propiamente con su posibilidad. Sé que, al proceder así, me escapo de la pregunta, pero no porque no considere pertinente la necesidad de buscar estrategias teóricas y práctica para un desarrollo sostenible, como de hecho se viene haciendo fructíferamente en este foro y se hará en “Río + 20”, sino porque, estando ya al final, prefiero invitarlos a abrir el horizonte del debate asomándonos a perspectivas que considero alternativas con respecto al discurso hegemónico. Y lo hago de este manera porque, para mí,  lo más rico de un foro no son las conclusiones a las que llega sino los caminos que deja abiertos al pensamiento.

Mi reflexión consistirá en ideas sueltas, sin ninguna pretensión de sistematicidad. Y lo haré situando los “desafíos y perspectivas”, que “Río + 20” no convoca a pensar, en al ámbito de discurso y no en el de las prácticas del desarrollo. Me limitaré, por tanto, a ofrecer algunas anotaciones sobre la idea de desarrollo para centrarme luego en la actualidad y arriesgarme, al final, a proponer categorías conceptuales para pensar la convivencia en términos de plenitud y ya no de desarrollo.


Sobre la procedencia de la idea de desarrollo

No es este el momento para hacer una historia del concepto de desarrollo[1], pero voy a dejar sueltas algunas anotaciones.

La primera anotación es que el concepto de desarrollo y la perspectiva teórica y práctica que él abre son históricas y, por tanto, tienen un origen determinado, se dan en un contexto histórico específico, responden a ideales e intereses definidos y son tan contingentes y perecibles como cualquier otra realidad histórica.  Ocurre, sin embargo, que el discurso del desarrollo (desarrollismo) y su actual manifestación como crecimiento (“crecimientismo”), a través de estrategias más coercitivas que argumentativas, ha sido tan eficaz que ha conseguido colarse en la subjetividad, el imaginario colectivo y las políticas públicas, desprendiéndose  de su historicidad para revestirse de universalidad e imperecibilidad, olvidando su carácter contingente para presentarse como necesario, pretendiendo llenar el horizonte de las expectativas y pasando del ámbito de lo electivo al de lo normativo.

Por eso no es raro, en la ya relativamente larga historia del concepto “desarrollo”, que, primero, se haya buscado proveerle de legitimidad o bien por el origen, aduciéndose que está enraizado en la naturaleza humana (es propio del hombre progresar), o bien por el fin, afirmándose que el desarrollo –hoy, el crecimiento- es la única vía para satisfacer nuestras necesidades y llegar al “paraíso de la abundancia”; y, segundo, que, ante las patologías y desajustes naturales y humanos (impactos nocivos) que acompañan inexorablemente al desarrollo, se hayan buscado diversos nombres y enfoques, como el de “desarrollo sostenible”, que evidentemente enriquecen y reorientan la significación originaria del concepto y las prácticas desarrollistas, pero que, paradójicamente, como diría Nietzsche[2], promueven “el eterno retorno de lo igual” o, como apuntaría Weber[3], no consiguen escapar de la “jaula de hierro” de la racionalidad instrumental de la modernidad.   

Mi segunda anotación se refiere al empobrecimiento que significa el paso del concepto ilustrado de progreso al de desarrollo y de este al de crecimiento económico. El concepto de progreso, como anotan Weber (en el libro citado), Hazard[4] y Habemas[5], era polisémico, pues aludía a la realización plena de la posibilidad humana, tenía que ver con las esferas de la cultura, los subsistemas sociales y el mundo de la vida, y se originó en un contexto marcado por el espíritu de revolución, cuando todavía el concepto de revolución, al decir de Arendt en On Revolution[6], remitía al despliegue de la libertad y, por tanto, se atrevía a vérselas con un proyecto sembrado de esperanzas pero también de responsabilidades e inseguridades.

El concepto de desarrollo, por el contrario, reduce inicialmente la multidimensionalidad del concepto de progreso al de crecimiento económico, pero estaba también relacionado con la racionalización de la gestión pública, la extensión de los servicios sociales, el fortalecimiento industrial, la constitución de mercados nacionales, la extensión de los derechos civiles y políticos, etc., por eso era susceptible de ser ampliado luego a otros ámbitos como la distribución equitativa de los ingresos, la independencia económico-política de los Estados-nación emergentes, la satisfacción de necesidades básicas, la atención a la necesaria regeneración de la naturaleza, la diminución del riesgo del deterioro, el aprovechamiento de los residuos, la explotación sostenible de los recursos naturales, etc. y, en el mejor de los casos, la eliminación de la pobreza y la distribución equitativa de los bienes. (Siempre me he preguntado, digo como excursus, por qué hacemos mesas de concertación de lucha contra la pobreza y no de lucha contra la riqueza, o por qué los gobiernos fijan el salario mínimo y no el salario máximo, o por qué diseñamos políticas de inclusión y no de impedimento de la exclusión económica). Pero lo predominante hoy no es ya ni siquiera el discurso del desarrollo, como veremos enseguida,  sino el del “crecimientismo” y sus prácticas.    

El ámbito en el que se inscribe la idea de desarrollo –y es mi tercera anotación- es ya, en terminología de Heidegger en Filosofía, ciencia y técnica[7], la “era de la técnica” o de la organización total y la reemplazabilidad. En este ámbito, que es el nuestro, por más dimensiones que se añadan al desarrollo, el concepto mismo y sus prácticas apuntan al diseño de estrategias de “liberalización” para hacer viable la “modernización”. Explico los dos términos utilizados: liberalización y modernización. El concepto de “liberalización” no está ya referido propiamente a la libertad, que yo entiendo como el despliegue pleno de la posibilidad humana y la apertura a la alteridad, sino que remite al debilitamiento y deshacimiento de las ataduras que impiden que se apliquen cabalmente los modelos “previstos” de modernización. Por su parte, el concepto “modernización” reduce la significación del de “modernidad” que, como sabemos, remitía a procesos que concernían a las esferas de la cultura, los subsistemas sociales y el mundo de la vida, mientras que la “modernización” tiene normalmente que ver con la lógica de la racionalidad instrumental aplicada a algunos subsistemas sociales (el de la producción, el del mercado y el de la gestión pública, principalmente), a través de planes, programas y hasta recetas que poderosas instancias transnacionales se encargan de diseñar cuidadosamente y luego de controlar su ejecución según indicadores preestablecidos que miden principalmente el crecimiento económico.   

El encuentro de estos dos conceptos, liberalización y modernización, y su elevación a la categoría de norma dejan al descubierto que el desarrollo obedece no a la lógica emancipadora de la modernidad sino a la lógica instrumental de la modernización para restaurar o instaurar un orden preestablecido y minuciosamente diseñado. No deja de ser significativo, además, que el proceso de instauración o restauración de ese orden se haga con estrategias más cercanas al vigilar y castigar que al ejercicio de la libertad.  No hay que perder de vista que el concepto de desarrollo y sus prácticas y modificaciones son propios de la modernidad tardía, cuando esta ha dejado en gran medida de lado la lógica emancipadora, presente originariamente en la idea de progreso, y predomina ya la lógica instrumental, que, como sabemos, se orienta desembozadamente en nuestros días hacia a la homogenización del consumo a escala planetaria y a la articulación jerarquizada de las economías particulares en función de intereses transnacionales.

Como cuarta anotación apunto que el desarrollo, hijo legítimo pero disminuido del progreso, es nieto del patrón del poder y del saber que, recogiendo tendencias anteriores, se puso en marcha material y simbólicamente con los llamados descubrimientos, las conquistas y las colonizaciones, y que, en general, conocemos como proyecto de la modernidad. Con esta ascendencia, no es raro que el desarrollo lleve en la sangre las características básicas de ese patrón “civilizacional” que, como han señalado Aníbal Quijano[8] y otros, se concretan en racionalismo, individualismo, consideración de Occidente como el centro del planeta, racialización de las identidades y de las relaciones sociales, articulación controlada de las diversas formas de trabajo y apropiación de sus productos, etc. A estas características pueden añadirse otras que simplemente dejo anotadas: la sustitución paulatina del habitar por el construir en nuestra relación con el territorio, lo que lleva al abandono del cultivar  para preferir el producir; el debilitamiento de la alteridad como dimensión constitutiva de la mismidad; el arrinconamiento de lo sagrado para fundamentar la auto-referencialidad del hombre y su historia; la consideración de la naturaleza y sus bienes como objetos de deseo y de posesión; la concepción de la historia como un proceso unilineal y de validez universal que va del estado de naturaleza al estado de civilización; la primacía de las lenguas occidentales y la consiguiente violencia ejercida sobre las demás lenguas; etc. Ubicado en este ámbito histórico-filosófico, el concepto de desarrollo, aunque venga con la cualificación de “sostenible”, es, al menos, sospechoso de arrastrar una herencia de que la no le es fácil desprenderse. 
           
Después de estas anotaciones histórico-filosóficas no es difícil colegir que, para mí, el problema del desarrollo no está en los calificativos (“modernizador”, “independentista”, “de rostro humano”, “respetuoso del ecosistema”, “atento a las necesidades básicas”, “sustentable”, “inclusivo” etc.), sino en el sustantivo mismo, en el concepto de desarrollo, que lo entiendo como una especie de camisa de fuerza, como una matriz cognoscitiva, valorativa, normativa, expresiva y práctica que no da para pensar el despliegue pleno de la posibilidad humana haciéndonos cargo de nuestra condición de “seres con el mundo abiertos a la alteridad”.  

Anotaciones sobre la actualidad

Me pregunto, en primer lugar, si el discurso del “post-desarrollo” puede ser una propuesta aceptable frente a otras que buscan afanosa y bien intencionadamente apellidos, como “sostenible”, para el desarrollo. Tengo a este respecto dos observaciones. En primer lugar, el concepto mismo de “post-desarrollo”, pariente cercano del de “postmodernidad”, se inscribe en el ámbito del desarrollo porque está pensado como un “fuera” (dimensión espacial) o un “después” (dimensión temporal) de donde se está aquí y ahora, y desde ese “fuera” o ese “después” se enuncia un discurso de superación del desarrollo. Pero tanto la distinción “dentro/fuera” y “ahora/después” como la noción de superación son, en este caso, extraídas del bagaje discursivo y de la perspectiva epistémica de la modernidad. Por otro lado, y es mi segunda observación, no creo que haya un espacio neutro para la teoría desde el cual se pueda observar la época “desarrollista” en la que estamos y que nos constituye, haciendo de ella una especie de “objeto de estudio” para que un sujeto externo observe e incluso diseñe caminos para salir de la actualidad. Entiendo, por tanto, el “post-desarrollo” como un lenguaje que opera dentro de juego de lenguajes del discurso del desarrollo. Es cierto que el “post”  sugiere una perspectiva crítica, pero considero que su criticidad es todavía tributaria de la metanarrativa del desarrollo.

La actualidad es nuestro único horizonte posible de sentido y, por tanto, su exploración es una forma de autocercioramiento de la propia actualidad, algo así como la actualidad pensándose a sí misma. Y cuando la actualidad se piensa a sí misma toma conciencia de su condición primigenia de hechura de la modernidad o, dicho de otra manera, advierte que el desarrollo, con o sin apellidos, es la manera actual de darse del proyecto moderno. Por tanto, lo que está en juego no es solo el desarrollo sino la matriz en la que se inscribe, el proyecto mismo de la modernidad, o, como diría Quijano, el “patrón de poder y de saber” que la modernidad inaugura. Y, como es sabido, la modernidad desencadena procesos de enorme trascendencia, que descomponen, para recomponerla luego de otra manera, la co-pertenencia entre las tres maneras de dar de ser: el hombre y la historia, la naturaleza y lo sagrado. Dejo de lado lo sagrado porque está fuera de la temática de “Río + 20”, aunque ese “estar fuera” no deja de ser significativo. Me ocuparé, pues, de las otras dos dimensiones.

Lo fundamental con respecto al hombre y la historia es la inmanencia o autorreferencialidad, que se expresa, con respecto al hombre, en la consideración de que cada individuo tiene dentro de sí su propia esencia (individualismo), lo cual lleva, por un lado, a debilitar e incluso a desconocer la dimensión social de todo ser humano, la apertura a la alteridad como constitutiva de la mismidad, y, por otro, a poner al hombre en el centro de todo lo que existe (antropocentrismo); y, con respecto a la historia, la inmanencia se manifiesta en la consideración del devenir como un proceso, unilineal y válido universalmente, de perfeccionamiento que va del estado de naturaleza (propio de los pueblos no europeos) al estado de civilización a la occidental (eurocentrismo), secularizando o terrenizando de esta manera la tradición judeo-cristiana de la “historia de la salvación”.

Vista desde la modernidad, la naturaleza es objeto de deseo y de dominio y ya no lugar de habitación y pertenencia. Por eso, el habitar, relacionado originalmente con el cultivo y cuidado de aquello a lo que se pertenece, muta en poseer  y luego en construir, al compás de un saber que está ya orientado hacia el poder. La consecuencia es que la naturaleza no es más para el hombre moderno una compañera de viaje en la aventura de la existencia sino un objeto de explotación. Y esta condición disminuida y subalterna que se atribuye a la naturaleza no cambia sustancialmente con el discurso del desarrollo sostenible porque también este considera a la naturaleza objeto de explotación, aunque calcula que la explotación se atenga al principio de la durabilidad, pensando en el derecho de la especie humana a la sobrevivencia y no ciertamente en los “derechos” de la naturaleza, la cual, para el discurso moderno en cualquier de sus formas, no es nunca sujeto de derechos. Puede ser la naturaleza “objeto” de respeto, pero aquí el respeto no se basa ya en el temor frente a su imprevisible comportamiento, como ocurría en la antigüedad,  ni se funda en la valía de lo natural por sí mismo sino nuevamente en el cálculo responsable de su utilización para la sobrevivencia humana. Ya la sola mención de “derechos” de la naturaleza es una especie de herejía para la dogmática moderna.

Llegamos, así, a la actualidad con un horizonte de sentido, el de la modernidad globalizada, que habita las epistemes, las valoraciones, las normas y los sistemas simbólicos, organiza los subsistemas sociales y construye las expectativas, los imaginarios y las subjetividades. A grandes rasgos, ese horizonte proveedor de sentido tiene las siguientes características básicas: 1) la consideración de que el ser se da sólo de dos maneras, la natural y la humana; 2) el establecimiento de una jerarquía entre ellas, con el predominio absoluto de lo humano (no es casual, por ejemplo, que nos definamos a nosotros mismos como “seres-en-el-mundo” y no como “seres-con-el-mundo”); 3) la interpretación de nuestro ser-en-el-mundo no como un “estar” sino como un “devenir” diseñado desde el discurso de un desarrollo reducido a crecimiento económico y entendido como norma; 4) la reducción del ser humano a una mismidad autorreferrencial que, en el mejor de los casos,  entiende la alteridad como límite y no como constitutiva de la propia mismidad, por eso nos adherimos a la máxima “mis derechos terminan donde comienzan los del otro” y esto nos parece suficiente como principio ético y jurídico para gestionar racionalmente la convivencia; y 5) la ampliación del ámbito de la percepción al sistema-mundo ahora ya no como una aspiración sino como una realidad tangible.

¿Qué proponer para “Río + 20”?   

Me pregunto, en primer lugar, con qué actitud acudir a “Río + 20”. Creo que tendríamos que participar con una actitud vigilante, crítica y propositiva. La vigilancia se queda, por lo general, en la mirada atenta al cumplimiento de agendas y compromisos, pero tendría también que preguntarse por la vigencia de esos acuerdos en un contexto atravesado de “crecimientismo”. La crítica suele apuntar a curar las patologías producidas por el desarrollo, partiendo de la constatación de los beneficios y daños y orientándose a desacelerar las causas de esos daños y a mitigar sus efectos. Pero la crítica podría ir más allá y atreverse a de-construir  los fundamentos de la idea misma de desarrollo, relacionándola con el patrón civilizacional de la modernidad y poniendo al descubierto los componentes de violencia material y simbólica que esta matriz civilizatoria conlleva y que deja en herencia a sus descendientes, el desarrollo y ,hoy, el “crecimientismo”. La proposición tendría que alimentarse no solo de una lectura crítica de los rasgos crepusculares del proyecto moderno y sus actuales manifestaciones, sino de la exploración de nacientes signos aurorales que despiertan esperanzas y convocan compromisos.  Pero, en cualquier caso, la mirada propositiva no debe quedar anclada en un “anti-modernismo o anti-desarrollismo romántico” que apunte a restaurar el mundo “pre-moderno” por considerarlo una especie de “paraíso perdido”. Somos hechura de la modernidad y nos toca realizar una operación de autocercioramiento crítico de nuestra actualidad y asomarnos a otros horizontes de significación y de vida buena para potenciar nuestra capacidad propositiva.  

Supuestas estas actitudes y teniendo en cuenta que el foro “Río + 20” está centrado en la relación hombre/naturaleza, podríamos llevar a ese encuentro las siguientes preocupaciones:

1ª. Enmarcar la relación hombre/naturaleza en el ámbito de una co-pertenencia horizontal entre lo natural y lo humano. El concepto de “co-pertenencia” remite al carácter constitutivo de cada componente por el otro, sin desconocerse las especificidades de cada uno, y el adjetivo “horizontal” atribuye valía semejante a cada componente, desconoce jerarquías entre ellos y convoca a eliminar la violencia en su relación mutua. Esta esencial co-pertenencia es procesada de diversas maneras por los diferentes pueblos. En la manera particular de procesar la co-pertenencia consiste fundamentalmente la cultura de cada pueblo, y en el carácter mutable de ese procesamiento consiste su historia.  

2ª. Considerar a la naturaleza como compañera de viaje del hombre, y no su sierva ni instrumento de dominación de unos hombres por otros. Como compañera de viaje asiste al hombre en sus necesidades, pero requiere también de él atención y cuidado. El fundamento de la atención y cuidado que el hombre presta a la naturaleza no remite solo a las necesidades humanas presentes y futuras sino a lo que podríamos llamar el “derecho”  de la naturaleza a su propia sobrevivencia. Entiéndase, sin embargo, que este “derecho” no es atribuible a cada elemento de la naturaleza sino al conjunto de ella y, tal vez, a sus especies según los requerimientos del equilibrio ecológico y la regeneración que conjugan descomposición con recomposición en perspectiva planetaria.

3ª. Definir al hombre no como ser-en-el-mundo sino como ser-con-el-mundo. Esta autopercepción, que los occidentales recogemos de algunas de nuestras tradiciones y principalmente de los mensajes que nos vienen de otras culturas, supone que la naturaleza es constitutiva de nuestra condición humana y, consiguientemente, fuente de dinamismo y de gozo de la posibilidad humana. Esta misma consideración nos obliga a reconocer que el hábitat para la vida humana no es escenario sino albergue que nos pertenece y por el que, además, somos pertenecidos. Por eso nos definimos como habitantes, definición que remite a nuestra condición de seres-con-el-mundo. Hay que decir, en consecuencia, que cuando nos definimos como seres-en-el-mundo estamos reduciendo nuestra propia condición humana.

4ª. Sustituir el concepto de desarrollo por el de convivencia dinámica hombre/naturaleza. Nuestra condición de seres-con-el-mundo no es, por cierto, estática sino dinámica, pero el dinamismo no necesariamente consiste en progresar o desarrollarse según un modelo de supuesta validez  universal y que apunta esencialmente al incremento del tener, el disponer y el poder, derivaciones todas ellas del principio de la acción teleológica del proyecto moderno, que, por lo general, se ejecuta a costa de la naturaleza y de otros colectivos humanos. Dinamismo es también, y de manera más esencial, la recomposición constante, aunque a diversos ritmos, de la co-pertenencia hombre/naturaleza, una recomposición que no necesariamente tiene el camino trazado y que resulta del encuentro entre pueblos diversos, de la dinámica de la propia naturaleza y de la interacción hombre/naturaleza. La mencionada sustitución nos libra de la camisa de fuerza del concepto de desarrollo, que lleva ya implícita la violencia contra la naturaleza. 

5ª. Emparejar el concepto de convivencia dinámica hombre/naturaleza con el de convivencia humana, entendida también dinámicamente, pero con un dinamismo que no venga de la competitividad, concepto este último portador de violencia, sino del reconocimiento de la alteridad como constitutiva de la mismidad y que, por tanto, se traduce en interacciones dignas, mutuamente enriquecedoras y hasta gozosas, asumidas, además, como el ámbito por excelencia de realización de la posibilidad humana.

6ª. Asumir la multidimensionalidad espacial de la interacción hombre/naturaleza y de la convivencia humana, entre lo local y lo global, asumiendo lo local como ya siempre abierto a lo otro, y lo global no como una articulación jerarquizada de diversidades al servicio de poderes centrales ni como una homogeneización según un modelo de pretendida validez universal, características ambas de la actual globalización. Lo global tendría que ser un encuentro enriquecedor de diversidades.  Esta perspectiva amplía, sin des-localizarlo, el horizonte de la ética, la responsabilidad, la justicia, la equidad, las alianzas, la solidaridad, la gobernanza, etc., y deja planteado el problema no resuelto de una gestión acordada y vinculante de la globalidad. Digo “globalidad” y no “globalización”, porque el segundo concepto remite al proceso tangible de mundialización que nos viene del proyecto moderno, mientras que el  primer concepto, “globalidad”, quiere sugerir que la apertura a la alteridad es constitutiva de toda particularidad.

7ª. Finalmente, pensar la vida humana en términos de plenitud y no de “devenir” o “llegar a ser” y menos aún de esa recortada visión del devenir que conocemos como desarrollo y que está ya bajo el signo del “crecimientismo”. Sé que me meto en honduras histórico-filosóficas en las que no puedo aquí detenerme, pero dejo apuntado que cuando pensamos la vida individual y colectiva como “llegar a ser” supeditamos el presente al futuro haciendo del aquí y el ahora una mera dimensión del allí y el mañana, es decir debilitamos el presente como ámbito de significación para atribuir al futuro la condición de provisor de sentido en el presente. Esta invasión del futuro en el presente dificulta, si no impide definitivamente, la realización plena de la posibilidad humana en el aquí y el ahora. Del poeta latino Horacio hemos heredado la expresión “carpe diem” que admite, por cierto, múltiples lecturas. Yo la entiendo como “realiza a plenitud la posibilidad humana en el aquí y el ahora”. Pero este afincamiento en el presente no debe entenderse  como una reconciliación con lo dado ni como un desconocimiento del pasado y del futuro. Se trata más bien de una convocación a hacer del presente el ámbito por excelencia de realización plena de la vida humana, un ámbito que dialoga con su propio pasado para proveer de densidad histórica al presente y cuyas potencialidades apuntan al futuro.

Lo dejo aquí porque me imagino que más de uno de ustedes estará preguntándose qué tiene ver todo esto con algo tan concreto y práctico como el desarrollo sostenible. Respondo con una máxima que recojo de la tradición filosófica: “no hay nada más práctico que una buena teoría”.


[1] Pueden consultarse al respecto, entre otros, el texto de Marcel Valcárcel, “Génesis y evolución del concepto y enfoques sobre el desarrollo” y la abundante bibliografía que cita. .
o el texto que se nos ha distribuido de Antonio Elizalde Hevia, “¿Qué desarrollo puede llamarse sostenible en el siglo XXI?. La cuestión de los límites y las necesidades humanas.”, publicado en Revista de Educación. Número extraordinario. 2009, p´. 53-75.
[2] Nietzsche, Federico. Así habló Zaratustra. Madrid: Alianza, 2004.
[3] Weber, Max. La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Barcelona: Editions 62, 5ª. ed. 1979.
[4] Hazard, Paul. El pensamiento europeo en el siglo XVIII. Madrid: Ed. Guadarrama, 1958.
[5] Habermas, Jürgen. El discurso filosófico de la modernidad. Madrid: Taurus, 1989.
[6] Arendt, Hannah. On Revolution. USA: Penguin Books, 2006.
[7] Heidegger, Martin. Filosofía, ciencia y técnica. Santiago de Chile: Universitaria, 1997.
[8] Ver el texto de Aníbal Quijano, además de otros, en: Pajuelo, Ramón y Pablo Sandoval (comp.). Globalización y diversidad cultural. Una mirada desde América Latina. Lima: IEP, 2004. 

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