José Ignacio López Soria
Conferencia en el seminario “Espacios públicos de Lima. Realidad y
perspectivas. 7 marzo 2013. Organizado por la Facultad de Arquitectura y
Urbanismo de la Pontificia Universidad Católica del Perú.
Introducción
El seminario que
hoy comenzamos está destinado, si nos atenemos al nombre del evento, a analizar
una realidad concreta, Lima, y a proponer soluciones en relación con el espacio
público. Se me pide, sin embargo, iniciar este encuentro académico haciendo una
reflexión teórica sobre tres conceptos “espacio”, “valor” y “público”. Y,
además, se me invita a orientar esa reflexión como respuesta a una pregunta,
¿existe espacio público sin valor de lo público?, que no es en realidad una
simple interrogación a la que uno pueda contestar con un sí o un no, sino una
especie de interpelación que me convoca y nos convoca a pensar la relación
entre espacio y valor en el ámbito de lo público. Es decir, el lugar simbólico de
enunciación desde el que se formula la mencionada pregunta tiene como eje
central un supuesto: que no hay espacio público sin que lo público sea
considerado un valor, o, dicho de otra manera, la consideración de lo público
como valor es constitutiva del espacio público. Si quisiéramos complicar aún
más el trasfondo de la pregunta tendríamos que explorar en qué horizonte de
sentido se inscribe ese lugar de enunciación.
Como no voy a
detenerme en esa exploración, me referiré solo a la actualidad, en la que,
evidentemente, los discursos (en plural) de la modernidad constituyen horizontes
de sentido desde los que formulamos las preguntas básicas de la existencia y la
convivencia humana y encontramos o inventamos no solo respuestas a esas
preguntas sino estrategias para gestionar y operar en la práctica nuestra
propia subjetividad y nuestra vida social.
Sé bien, como todos, que la actualidad no está poblada solamente por los
discursos de la modernidad. Habitan también en ella discursos que le discuten
la hegemonía a la modernidad, y esto debemos tenerlo en cuanto si queremos
pensar y gestionar la ciudad en perspectiva intercultural.
Mi intención en
lo que sigue no es ofrecer una lección sistemática sobre el tema ni recorrer lo
mucho que se ha escrito sobre espacio público. Me contentaré con dejar anotadas
algunas reflexiones que espero que les convoquen al pensamiento y que alimenten
el diálogo que va a tener lugar en este encuentro.
Sobre la ciudad
En el horizonte
de significación que nos envuelve, el de la modernidad, la pregunta por la
relación entre espacio público y valor de lo público remite directamente a la
ciudad. Es decir, la ciudad es el lugar de enunciación de esa pregunta, pero
ese lugar, la ciudad, no es solo físico sino también simbólico. En cuanto lugar
físico, la ciudad está enmarcada en un determinado territorio y poblada de
cosas y de personas de diversa procedencia. En cuanto lugar simbólico, la
ciudad está poblada de lenguajes que, a su vez, se inscriben en horizontes de
significación portadores de tradiciones diversas y, especialmente en estos
tiempos, algunos de esos lenguajes utilizan estrategias y técnicas de
comunicación que escapan al control del gobierno local. En la gestión acordada y
afectuosa del conjunto de componentes a los que acabo de aludir consiste la
política, el buen gobierno de la ciudad.
Excursus:
Digo gestión
“acordada y afectuosa” de la ciudad para sugerir, con el primer adjetivo, que
se trata de construir consensos argumentativamente y en contextos libres de
violencia, y con el segundo, para convocar al cuidado de la ciudad. En el
mundo occidental, hemos recogido de los griegos el principio “conócete a ti
mismo” y lo hemos endiosado y convertido en un mandato bajo la forma de
logocentrismo, pero hemos olvidado que este apotegma se daba acompañado de
otro, “cuida de ti y de la ciudad”. Si el primero convoca a la
individualidad, el segundo lo hace a la socialidad, al cuidado de la
convivencia.
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Siguiendo con la
reflexión, subrayo solo dos aspectos: el carácter diverso de las cosas,
personas y lenguajes que habitan y constituyen la ciudad, y la diversidad de
sus procedencias. Con ello quiero enfatizar que la ciudad no es solo albergue de
lo diverso sino lugar privilegiado de remisión a mundos que están más allá de
sí misma.
Entendida como
albergue de lo diverso, disponemos de tres perspectivas para pensar y gestionar
la ciudad: i) articulación jerarquizada; ii) homogeneización de diversidades; y iii) promoción de la interculturalidad.
Tenemos toda una
panoplia de categorías conceptuales, herramientas y prácticas para hacer de la
ciudad no propiamente un estacionamiento de guetos inconexos, como a veces
creemos, sino una articulación jerarquizada y subalternizante de espacios,
colectivos humanos y lenguajes. De hecho, así lo venimos haciendo, con mayor o
menor éxito, desde la fundación colonial de la ciudad. Subrayo que se trata de
una articulación que mantiene las diversidades espaciales, humanas y
lingüísticas, pero las conecta entre sí subordinando unas a otras a
base de una multiplicidad de criterios (culturales, económicos, territoriales, laborales,
raciales, etc.), presididos por la jerarquización y la subalternización.
La racionalidad
moderna, por un lado, y las demandas de los pobladores, especialmente de los
nuevos, por otro, han puesto en la agenda pública el discurso de la homogeneización
que lleva a considerar la ciudad como el espacio por excelencia de
uniformización de lenguajes, subjetividades, expectativas, satisfacción de
necesidades, nociones de vida buena, etc. Una categoría de ese discurso
modernizador, que ocupa hoy el centro de las políticas públicas y de las
demandas de los pobladores tradicionalmente excluidos, es la de inclusión.
Aunque sabemos bien que el término inclusión significa encerramiento,
preferimos entenderlo como “admisión” o “aceptación” del otro en nuestro propio
mundo. Y esta preferencia, si bien tiende puentes hacia la equidad (convoca a
la igualdad de las personas ante la ley y frente a las oportunidades), oculta,
sin embargo, que el otro, al atravesar ese puente, va perdiendo sus propias
pertenencias culturales y adquiriendo un “aire de familia” que le asemeja a los
demás habitantes de la ciudad. La
inclusión es, pues, un expediente de homogeneización que atenta contra la
ciudad como albergue de diversidades.
Yo tengo para mí que la
condición de la ciudad de albergue de diversidades es su mayor riqueza y, por
eso, considero que la articulación jerarquizada y la homogeneización son
perspectivas inadecuadas para pensar y gestionar la ciudad. Prefiero apostar
por la perspectiva de la interculturalidad, siendo consciente de que esa
apuesta es un reto al pensamiento, al compromiso ético y político y a las
estrategias y técnicas de gestión de la convivencia. No abundo en el tema
porque tengo que ocuparme del espacio público, pero quiero dejar anotado,
primero, que no es posible atenerse en serio a la perspectiva intercultural sin
debilitar nuestras propias seguridades, provincializar nuestros saberes y
creencias y desuniversalizar nuestros valores, condiciones todas ellas para
poder hablar de tú a tú con el otro y, sobre todo, para dejarse hablar por él;
y segundo, que no nos será fácil elaborar herramientas teóricas y prácticas
para pensar y gestionar el habitamiento digno y gozoso de las
diversidades. La ciudad es ya, de hecho, un
espacio multicultural, falta que sea de derecho un espacio intercultural. En
gestionar la convivencia urbana de tal manera que el hecho de la
pluriculturalidad sea reconocido y valorado como oportunidad para diseñar el
habitar en términos de interculturalidad, está, digo yo, el reto principal que
tenemos todos, pero especialmente quienes conducen los destinos de la ciudad.
No
es infrecuente que estas tres perspectivas con respecto a la ciudad –la
articuladora, la homogenizadora y la de la interculturalidad- se den al mismo
tiempo, manteniendo entre sí relaciones signadas generalmente por el conflicto.
Y esto suele traducirse en la existencia simultánea de espacios públicos que articulan
subalternizando, que homogenizan en la perspectiva de la inclusión, y que propician
la interculturalidad.
Cuando
dije arriba que la ciudad remitía a mundos que están más allá de sí misma, me
refería tanto a los objetos como a las personas y los lenguajes que pueblan la
ciudad. Manejar esa remisión al “fuera” para convertirla en un “dentro”
convocante, sin que lo convocado pierda su condición de externalidad, es otro
de los retos de una gestión sabia y afectuosa de la urbanidad. El diálogo de la
ciudad con su entorno natural, la lectura de los monumentos como recordatorios de
historias que no vimos ocurrir en la ciudad, actuaciones urbanas que remiten a
tradiciones rurales, la lluvia de mensajes que nos vienen de la red global de
comunicaciones, etc. son solo ejemplos de lo que estoy sugiriendo como
dimensión foránea de la ciudad, una dimensión que gestionada con cordura enriquece
la vida urbana porque la mantiene en estado de abierta a aquello que se le
sustrae. Y este estado, para quienes poblamos la ciudad, es el clima más
propicio para pasar del estar al existir en la ciudad. El mero estar se agota
en la presencia y facilita que la ciudad sea gestionada en clave articuladora u
homogeneizadora, mientras que el ex-sistir (e-merger, sacar la cabeza por sobre
lo que hay) se atreve a tratar con la ausencia y requiere, por tanto, de una
gestión en perspectiva intercultural.
Sobre el espacio
público
De
las reflexiones anteriores puede fácilmente deducirse que eso a lo que llamamos
“espacio público” no existe en abstracto. Es, para atenernos a los límites de
este seminario, un componente de la ciudad cuya significación (tanto en el
sentido extensivo como en el comprensivo) depende, en gran medida, de la idea
que tengamos de ciudad y de gestión urbana.
Si
entendemos como ciudad un conglomerado de espacios, personas y lenguajes diversos
que es preciso articular en clave subordinadora, tenderemos a atribuir al
concepto de espacio público una significación relacionada con el objetivo de esa
articulación, y esta significación afecta, por cierto, a la distinción entre lo
público, lo privado y lo estatal. Les toca a los arquitectos y urbanistas y a
los antropólogos, lingüistas y sociólogos urbanos identificar cuáles sean los
espacios públicos (físicos y simbólicos) de una ciudad organizada y gestionada
desde la perspectiva de la articulación
subordinadora. Por mi parte, lo único que subrayo es que es más la función que
la materialidad lo que define al espacio como público. Un ejemplo para mí
esclarecedor es el uso de una plaza. Mientras sirva a la articulación, esa
plaza es un espacio público. Cuando se convierte en un lugar de manifestación
de expresiones contrahegemónicas que el poder articulador se encarga de
reprimir, pierde la plaza su condición de pública para pasar a la de estatal, y
sabemos bien que el Estado en una sociedad regida por el principio de la
articulación subordinadora está al servicio de los intereses privados de los
beneficiarios de esa articulación. Diríase, entonces, que el espacio público, a
través del Estado, se ha convertido en un espacio privado, porque el concepto
de “privado” no está referido solo a la propiedad sino a la función, al uso que
se hace de ese espacio.
En
el caso de una ciudad regida desde la moderna racionalidad de la homogeneización,
la noción de espacio público amplía su extensión para incluir, en principio, a
todos los pobladores, y enriquece igualmente su comprensión para facilitar y
promover el ejercicio de la ciudadanía. Sin restarle importancia a la plaza y
otros lugares como espacios públicos de homogeneización, es la escuela el
espacio público por excelencia de la homogeneización. Así los soñaron los
hacedores de la república, desde una perspectiva ilustrada, lo practicaron
luego los promotores del progreso y el desarrollismo y lo predican hoy los
adictos a la inclusión. Mientras mantuvo niveles significativos de calidad, la
escuela pública, a pesar de su reducida cobertura, desempeñó un papel
importante en una homogeneización, por un lado, emparentada con el principio de
equidad, y, por otro, negadora de las pertenencias culturales de los educandos.
El cualquier caso, contribuyó importantemente a la ampliación del ejercicio de
la ciudadanía y a la democratización de los espacios públicos, y esto no es
poco. Pero la desatención a la calidad
de la oferta educativa en la escuela pública y la presencia cada vez más
significativa de la escuela privada están contribuyendo a resignificar la
homogeneización en la clave de la vieja articulación subordinadora. Conviven,
así, -y nos estamos refiriendo a la actualidad- dos ideas regulativas para
diseñar, construir y gestionar los espacios públicos de la ciudad. Si
tuviésemos que casar estas dos ideas en una sola hablaríamos de una
homogeneización subordinadora. Se trata de homogeneizar pero manteniendo la
jerarquización de lo homogeneizado. Ningún medio mejor para conseguir este fin
que segmentar la calidad de la educación según criterios extraeducativos.
Hablar,
finalmente, de la ciudad de Lima y sus espacios públicos como regidos por el
principio de la interculturalidad es referirse más a un desiderátum que a una realidad. De hecho, Lima es claramente
pluricultural por la diversidad de objetos y formas que contiene, la composición
interna de sus habitantes y la enorme variedad de mensajes que la pueblan. El
espacio público se ha pluriculturizado. Pero conviene tener en cuenta que
pluriculturalidad e interculturalidad no son sinónimos. El concepto de
pluriculturalidad remite a una gran variedad de culturas que conviven en un mismo
espacio y que, en el mejor de los casos, cuando se han superado la marginación,
la discriminación, la folclorización, etc., las relaciones entre esas culturas
y pueblos se rigen por el principio de la tolerancia. Pero tolerar significa
soportar la diferencia, aguantar al otro a pesar de ser diferente. Un paso algo más avanzado, tematizado por
Habermas en sus ricas reflexiones sobre
lo público, es la acción comunicativa, orientada, en el caso de los espacios
públicos, a la construcción de consensos basados en argumentaciones racionales
y desarrollados en contextos libres de violencia. Este aporte de Habermas, cuya
esencia no está en el consenso al que se llega sino más bien en el carácter
racional y libre del procedimiento, es significativo porque abre un ancho
camino para hablar con el otro. Pero Habermas se queda corto. La idea
regulativa de la interculturalidad apunta no solo a hablar con el otro y
establecer consensos, sino a dejarse hablar por el otro y atreverse a gestionar
acordadamente los disensos. Es decir, la interculturalidad ve la diversidad
como una fuente de enriquecimiento y de gozo y, por tanto, apuesta por una
convivencia digna, mutuamente enriquecedora y gozosa de diversidades. Desde esta última perspectiva, que no ignora
la existencia de conflictos y trata de recuperar la dimensión de la otredad
como constitutiva de la mismidad, el espacio público es el lugar por excelencia
del habitar, si por habitar entendemos no un mero estar en el mundo sino un
ex-sistir con el mundo y con otros.
Sobre la
valoración de lo público
Termino brevemente
con el último punto de la pregunta que se me planteó como tema. Evidentemente
no es posible, o es muy difícil, diseñar, construir, habilitar y gestionar
espacios públicos sin valorar positivamente lo público. Pero la valoración de
lo público no flota en el aire. Está, como dijimos con respecto a los espacios
públicos, enmarcada en la perspectiva de ciudad a la que nos atenemos como idea
regulativa.
Cuando lo que
rige es la idea de ciudad como articuladora subordinante de diversidades, lo
público es valorado desde la mirada de la dominación, es decir, de la
construcción de jerarquías y la producción de subalternidades. Y lo
subalternizado puede ser tanto el espacio, como los pobladores y los lenguajes.
Si en la
concepción de la ciudad nos atenemos a la idea de la homogeneización, lo
público será valorado, en el mejor de los casos, como oportunidad y ámbito de
liberación, entendiendo por liberación el deshacimiento de las ataduras que impiden
que el otro entre en nuestro propio mundo, eso a lo que llamamos inclusión.
Finalmente,
asumida la ciudad como el espacio privilegiado para pensar, diseñar y practicar
la convivencia en términos de interculturalidad, lo público es valorado como el ámbito más
propicio para la realización de la libertad, término que no hay que confundir
con liberación, porque el concepto de libertad remite al despliegue pleno de la
posibilidad humana, a un existir plenamente con el mundo y con otros, asumiendo
que los otros y el mundo son componentes esenciales de nuestra propia mismidad.