Datos personales

Mi foto
Lima, Peru
Filósofo e historiador. Nace en España en 1937 y llega al Perú como jesuita en 1957. Formación: humanidades clásicas y literatura, filosofía e historia. Especialización sucesiva: narrativa latinoamericana, filosofía moderna, filosofía de la existencia, historia de la emancipación peruana, pensamiento lukacsiano, historia de la ingeniería peruana y filosofía de la interculturalidad Profesor de la UNI (y rector 1984-89) y otras instituciones académicas en Perú, Budapest, Brasil y Túnez. Autor de 26 libros, 70 colaboraciones en obras colectivas y 150 artículos en revistas. Actualmente dirige el Centro de Historia UNI y es profesor de postgrado en la Universidad Nacional de Ingeniería. Participa activamente en el debate intelectual peruano desde la sociología de la literatura, el marxismo lukacsiano, las perspectivas postmodernas y la filosofía de la interculturalidad. En su libro "Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna" propone, como horizonte utópico de la actualidad, la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades que enriquecen a la sociedad peruana. Contacto: jilopezsoria@gmail.com

13 mar 2013

Relaciones ingeniería militar / ingeniería civil en el Perú


José Ignacio López Soria

III Seminario de Historia Militar “Entre las armas y la ciencia: contribución del Ejército al desarrollo de la ciencia y tecnología en el Perú”
Organiza: Comisión Permanente de Historia del Ejército del Perú.
31 enero 2013
  
Antecedentes hispánicos

La ingeniería militar de corte moderno remonta sus orígenes en España a la época del paso de las políticas y estrategias de “descubrimiento” y conquista a las de poblamiento y colonización, y, por tanto, nace relacionada tanto con la defensa de los territorios de ultramar frente a los intentos de ingleses, franceses y holandeses de apoderarse de las tierras conquistadas y de los caudales extraídos de ellas, cuanto con el ordenamiento territorial y el asentamiento de estructuras para la gobernanza. Felipe II, el gobernante de la segunda mitad del siglo XVI, es pieza clave en este proceso. Su política general de aseguramiento de lo conquistado a través de la colonización le llevó en 1586 a elaborar y poner en práctica una amplia estrategia con tres componentes básicos: la defensa marítima, mediante la creación de una flota; la defensa territorial, con un plan de construcción de fortificaciones; y el establecimiento de guarniciones permanentes (Carrillo de Albornoz: 2012, p. 45-46). Se crea así el “Plan general de fortificación del Caribe”, que el rey encomienda al ingeniero Bautista Antonelli (1547-1616). Si bien este plan estaba centrado en el Caribe y orientado, en lo fundamental, a la defensa de los puertos y las ciudades de la costa atlántica, la presencia en América de los primeros ingenieros militares dejó también su huella en la arquitectura civil y religiosa, en las obras públicas y en la cartografía.

Pero fue en el siglo XVIII, con el establecimiento en el trono español de la dinastía francesa de los Borbones, cuando la ingeniería militar se despliega de tal manera que los historiadores llaman a esta época el “siglo de oro de la ingeniería militar” (Cantera: 2012, p. 13). El fortalecimiento de la ingeniería militar y, en general, de la ingeniería, en el siglo XVIII está estrechamente relacionado con la matriz de desarrollo de la época. Siguiendo en lo fundamental el modelo francés, los Borbones en España entienden el progreso como una racionalización e instrumentación del mundo de la producción, principalmente del sector agrícola, para incrementar la productividad y promover la complementariedad y, así, generar un bienestar compartido por la población a través de la mediación del comercio. Para lograr ese objetivo era necesario realizar emprendimientos de gran envergadura como roturación de terrenos, composición de tierras, irrigaciones, represas, diques, canalizaciones y encauzamiento de ríos, además de vías y medios de comunicación terrestre, fluvial y marítima para promover la movilización de las personas y el transporte de mercancías, armas y herramientas de trabajo.

9 mar 2013

Gustavo Gutiérrez: un peruano papable


José Ignacio López Soria

Lo peor que le puede ocurrir a la alicaída y vapuleada Iglesia Católica es,  como ha sostenido Juan Arias (La República, 24/02, p. 22), elegir al nuevo papa mirando hacia atrás, es decir, escogiendo a un cardenal que se encargue de acabar con pedófilos y traficantes.  Estas especies y otras de la misma ralea abundan, por desgracia, en la “Santa Madre Iglesia”, y, al parecer, no faltan en el seno mismo del privilegiado cuerpo de electores, los cardenales.

Nadie de sano juicio duda de que esa operación de “limpieza moral” sea absolutamente necesaria, pero ¿es, acaso, suficiente? Como cualquier institución con vocación no solo de permanencia sino de presencia significativa en el aquí y el ahora, lo que la Iglesia necesita con urgencia es aggiornamento, ponerse al día, atreviéndose, como lo hicieran Juan XXIII, el Concilio Vaticano II y la Teología de la Liberación, a asumir los retos que plantea la compleja actualidad a la creencia. Si el diálogo fecundo con esta problemática, en perspectiva portadora de valores, se convirtiese en ideal de la comunidad cristiana, lo otro, la curación de los males que afectan a la Iglesia, sería visto como un expediente necesario pero no suficiente para que la lucha por ese ideal tenga credibilidad y eficacia.

Si este giro de la perspectiva -de la curación al aggiornamento- predominase en la elección del nuevo pontífice, la comunidad cristiana, desde fuera de la capilla Sixtina, y los cardenales electores, desde dentro, deberían pensar en un papa capaz de dialogar fructíferamente con el mundo.  No se trata, sin embargo, de “ponerse al día” para reconciliarse con la actualidad y “sacralizar” la violencia de que ella es portadora en demasía. Lo que está en juego en el aggiornamento es recuperar para la creencia la potencialidad crítica y propositiva que le viene a la comunidad cristiana de un mensaje poblado de valores y heredado de la tradición pero, también, dispuesto a enriquecerse y abierto a nuevos horizontes de sentido. Explorar qué tendencias, en estos nuevos horizontes, apuntan a una convivencia justa, digna y solidaria entre los hombres y de ellos con la naturaleza es algo que la teología, la pedagogía y la práctica del aggiornamento  tendrían que cultivar con esmero.

Yo no sé si hay, acaso, entre los cardenales alguno que tenga la legitimidad, la disposición y la capacidad necesarias para embarcarse en este difícil emprendimiento. Lo que sí sé a ciencia cierta es que para ser elegido papa no es necesario ser cardenal ni obispo. Y lo que también sé, como sabemos todos, es que entre nosotros tenemos a un teólogo, el padre Gustavo Gutiérrez, de tamaño universal, que reúne la virtud, en primerísimo lugar, la sabiduría meditada sobre el mensaje cristiano, el conocimiento y la experiencia del mundo en el que vivimos, el compromiso indesmayable con las causas justas, la disposición a escuchar siempre al otro y aprender de él, la lucidez para descubrir la verdad, la bondad y la belleza en donde ellas se encuentren, y, finalmente, la valentía necesaria para un emprendimiento del tamaño del que estamos tratando.

Que un papa renuncie es inusual en la historia de la Iglesia, como es inusual que un sacerdote de a pie sea elegido sumo pontífice. Pero la renuncia de Benedicto XVI, más allá de la lluvia de informaciones y especulaciones, se produce en tiempos en que la Iglesia ha perdido el paso. Y, cuando una institución pierde el paso, lo que se necesita como conductor es una persona que, con una legitimidad ganada a pulso, se atreva a pensar el mensaje y la vida cristiana en perspectiva innovadora y no solo sanadora. ¿Y por qué ese conductor no podría ser Gustavo?

Debo dejar, finalmente, constancia explícita de que no he cruzado sobre el tema una palabra ni con el propio Gustavo ni con su círculo de amigos y seguidores. Es más, hasta me atrevo a pensar que mi ocurrencia no será del gusto de Gustavo. Pero a lo que voy, más allá de la locura de proponer a nuestro teólogo como candidato al papado, es a la cordura que la Iglesia necesita para elegir a un papa que tienda puentes entre la actualidad y el mensaje cristiano.

¿Existe espacio público sin valor de lo público?


José Ignacio López Soria

Conferencia en el seminario “Espacios públicos de Lima. Realidad y perspectivas. 7 marzo 2013. Organizado por la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

Introducción

El seminario que hoy comenzamos está destinado, si nos atenemos al nombre del evento, a analizar una realidad concreta, Lima, y a proponer soluciones en relación con el espacio público. Se me pide, sin embargo, iniciar este encuentro académico haciendo una reflexión teórica sobre tres conceptos “espacio”, “valor” y “público”. Y, además, se me invita a orientar esa reflexión como respuesta a una pregunta, ¿existe espacio público sin valor de lo público?, que no es en realidad una simple interrogación a la que uno pueda contestar con un sí o un no, sino una especie de interpelación que me convoca y nos convoca a pensar la relación entre espacio y valor en el ámbito de lo público. Es decir, el lugar simbólico de enunciación desde el que se formula la mencionada pregunta tiene como eje central un supuesto: que no hay espacio público sin que lo público sea considerado un valor, o, dicho de otra manera, la consideración de lo público como valor es constitutiva del espacio público. Si quisiéramos complicar aún más el trasfondo de la pregunta tendríamos que explorar en qué horizonte de sentido se inscribe ese lugar de enunciación.

Como no voy a detenerme en esa exploración, me referiré solo a la actualidad, en la que, evidentemente, los discursos (en plural) de la modernidad constituyen horizontes de sentido desde los que formulamos las preguntas básicas de la existencia y la convivencia humana y encontramos o inventamos no solo respuestas a esas preguntas sino estrategias para gestionar y operar en la práctica nuestra propia subjetividad y nuestra vida social.  Sé bien, como todos, que la actualidad no está poblada solamente por los discursos de la modernidad. Habitan también en ella discursos que le discuten la hegemonía a la modernidad, y esto debemos tenerlo en cuanto si queremos pensar y gestionar la ciudad en perspectiva intercultural.   

Mi intención en lo que sigue no es ofrecer una lección sistemática sobre el tema ni recorrer lo mucho que se ha escrito sobre espacio público. Me contentaré con dejar anotadas algunas reflexiones que espero que les convoquen al pensamiento y que alimenten el diálogo que va a tener lugar en este encuentro.

Sobre la ciudad

En el horizonte de significación que nos envuelve, el de la modernidad, la pregunta por la relación entre espacio público y valor de lo público remite directamente a la ciudad. Es decir, la ciudad es el lugar de enunciación de esa pregunta, pero ese lugar, la ciudad, no es solo físico sino también simbólico. En cuanto lugar físico, la ciudad está enmarcada en un determinado territorio y poblada de cosas y de personas de diversa procedencia. En cuanto lugar simbólico, la ciudad está poblada de lenguajes que, a su vez, se inscriben en horizontes de significación portadores de tradiciones diversas y, especialmente en estos tiempos, algunos de esos lenguajes utilizan estrategias y técnicas de comunicación que escapan al control del gobierno local. En la gestión acordada y afectuosa del conjunto de componentes a los que acabo de aludir consiste la política, el buen gobierno de la ciudad.

Excursus:
Digo gestión “acordada y afectuosa” de la ciudad para sugerir, con el primer adjetivo, que se trata de construir consensos argumentativamente y en contextos libres de violencia, y con el segundo, para convocar al cuidado de la ciudad. En el mundo occidental, hemos recogido de los griegos el principio “conócete a ti mismo” y lo hemos endiosado y convertido en un mandato bajo la forma de logocentrismo, pero hemos olvidado que este apotegma se daba acompañado de otro, “cuida de ti y de la ciudad”. Si el primero convoca a la individualidad, el segundo lo hace a la socialidad, al cuidado de la convivencia.    


Siguiendo con la reflexión, subrayo solo dos aspectos: el carácter diverso de las cosas, personas y lenguajes que habitan y constituyen la ciudad, y la diversidad de sus procedencias. Con ello quiero enfatizar que la ciudad no es solo albergue de lo diverso sino lugar privilegiado de remisión a mundos que están más allá de sí misma.

Entendida como albergue de lo diverso, disponemos de tres perspectivas para pensar y gestionar la ciudad: i) articulación jerarquizada; ii) homogeneización de diversidades;  y iii) promoción de la interculturalidad.

Tenemos toda una panoplia de categorías conceptuales, herramientas y prácticas para hacer de la ciudad no propiamente un estacionamiento de guetos inconexos, como a veces creemos, sino una articulación jerarquizada y subalternizante de espacios, colectivos humanos y lenguajes. De hecho, así lo venimos haciendo, con mayor o menor éxito, desde la fundación colonial de la ciudad. Subrayo que se trata de una articulación que mantiene las diversidades espaciales, humanas y lingüísticas,  pero las  conecta entre sí subordinando unas a otras a base de una multiplicidad de criterios (culturales, económicos, territoriales, laborales, raciales, etc.), presididos por la jerarquización y la subalternización.          

La racionalidad moderna, por un lado, y las demandas de los pobladores, especialmente de los nuevos, por otro, han puesto en la agenda pública el discurso de la homogeneización que lleva a considerar la ciudad como el espacio por excelencia de uniformización de lenguajes, subjetividades, expectativas, satisfacción de necesidades, nociones de vida buena, etc. Una categoría de ese discurso modernizador, que ocupa hoy el centro de las políticas públicas y de las demandas de los pobladores tradicionalmente excluidos, es la de inclusión. Aunque sabemos bien que el término inclusión significa encerramiento, preferimos entenderlo como “admisión” o “aceptación” del otro en nuestro propio mundo. Y esta preferencia, si bien tiende puentes hacia la equidad (convoca a la igualdad de las personas ante la ley y frente a las oportunidades), oculta, sin embargo, que el otro, al atravesar ese puente, va perdiendo sus propias pertenencias culturales y adquiriendo un “aire de familia” que le asemeja a los demás habitantes de la ciudad.  La inclusión es, pues, un expediente de homogeneización que atenta contra la ciudad como albergue de diversidades.

Yo tengo para mí que la condición de la ciudad de albergue de diversidades es su mayor riqueza y, por eso, considero que la articulación jerarquizada y la homogeneización son perspectivas inadecuadas para pensar y gestionar la ciudad. Prefiero apostar por la perspectiva de la interculturalidad, siendo consciente de que esa apuesta es un reto al pensamiento, al compromiso ético y político y a las estrategias y técnicas de gestión de la convivencia. No abundo en el tema porque tengo que ocuparme del espacio público, pero quiero dejar anotado, primero, que no es posible atenerse en serio a la perspectiva intercultural sin debilitar nuestras propias seguridades, provincializar nuestros saberes y creencias y desuniversalizar nuestros valores, condiciones todas ellas para poder hablar de tú a tú con el otro y, sobre todo, para dejarse hablar por él; y segundo, que no nos será fácil elaborar herramientas teóricas y prácticas para pensar y gestionar el habitamiento digno y gozoso de las diversidades.  La ciudad es ya, de hecho, un espacio multicultural, falta que sea de derecho un espacio intercultural. En gestionar la convivencia urbana de tal manera que el hecho de la pluriculturalidad sea reconocido y valorado como oportunidad para diseñar el habitar en términos de interculturalidad, está, digo yo, el reto principal que tenemos todos, pero especialmente quienes conducen los destinos de la ciudad.

No es infrecuente que estas tres perspectivas con respecto a la ciudad –la articuladora, la homogenizadora y la de la interculturalidad- se den al mismo tiempo, manteniendo entre sí relaciones signadas generalmente por el conflicto. Y esto suele traducirse en la existencia simultánea de espacios públicos que articulan subalternizando, que homogenizan en la perspectiva de la inclusión, y que propician la interculturalidad. 

Cuando dije arriba que la ciudad remitía a mundos que están más allá de sí misma, me refería tanto a los objetos como a las personas y los lenguajes que pueblan la ciudad. Manejar esa remisión al “fuera” para convertirla en un “dentro” convocante, sin que lo convocado pierda su condición de externalidad, es otro de los retos de una gestión sabia y afectuosa de la urbanidad. El diálogo de la ciudad con su entorno natural, la lectura de los monumentos como recordatorios de historias que no vimos ocurrir en la ciudad, actuaciones urbanas que remiten a tradiciones rurales, la lluvia de mensajes que nos vienen de la red global de comunicaciones, etc. son solo ejemplos de lo que estoy sugiriendo como dimensión foránea de la ciudad, una dimensión que gestionada con cordura enriquece la vida urbana porque la mantiene en estado de abierta a aquello que se le sustrae. Y este estado, para quienes poblamos la ciudad, es el clima más propicio para pasar del estar al existir en la ciudad. El mero estar se agota en la presencia y facilita que la ciudad sea gestionada en clave articuladora u homogeneizadora, mientras que el ex-sistir (e-merger, sacar la cabeza por sobre lo que hay) se atreve a tratar con la ausencia y requiere, por tanto, de una gestión en perspectiva intercultural.

Sobre el espacio público

De las reflexiones anteriores puede fácilmente deducirse que eso a lo que llamamos “espacio público” no existe en abstracto. Es, para atenernos a los límites de este seminario, un componente de la ciudad cuya significación (tanto en el sentido extensivo como en el comprensivo) depende, en gran medida, de la idea que tengamos de ciudad y de gestión urbana.

Si entendemos como ciudad un conglomerado de espacios, personas y lenguajes diversos que es preciso articular en clave subordinadora, tenderemos a atribuir al concepto de espacio público una significación relacionada con el objetivo de esa articulación, y esta significación afecta, por cierto, a la distinción entre lo público, lo privado y lo estatal. Les toca a los arquitectos y urbanistas y a los antropólogos, lingüistas y sociólogos urbanos identificar cuáles sean los espacios públicos (físicos y simbólicos) de una ciudad organizada y gestionada desde la perspectiva  de la articulación subordinadora. Por mi parte, lo único que subrayo es que es más la función que la materialidad lo que define al espacio como público. Un ejemplo para mí esclarecedor es el uso de una plaza. Mientras sirva a la articulación, esa plaza es un espacio público. Cuando se convierte en un lugar de manifestación de expresiones contrahegemónicas que el poder articulador se encarga de reprimir, pierde la plaza su condición de pública para pasar a la de estatal, y sabemos bien que el Estado en una sociedad regida por el principio de la articulación subordinadora está al servicio de los intereses privados de los beneficiarios de esa articulación. Diríase, entonces, que el espacio público, a través del Estado, se ha convertido en un espacio privado, porque el concepto de “privado” no está referido solo a la propiedad sino a la función, al uso que se hace de ese espacio.  

En el caso de una ciudad regida desde la moderna racionalidad de la homogeneización, la noción de espacio público amplía su extensión para incluir, en principio, a todos los pobladores, y enriquece igualmente su comprensión para facilitar y promover el ejercicio de la ciudadanía. Sin restarle importancia a la plaza y otros lugares como espacios públicos de homogeneización, es la escuela el espacio público por excelencia de la homogeneización. Así los soñaron los hacedores de la república, desde una perspectiva ilustrada, lo practicaron luego los promotores del progreso y el desarrollismo y lo predican hoy los adictos a la inclusión. Mientras mantuvo niveles significativos de calidad, la escuela pública, a pesar de su reducida cobertura, desempeñó un papel importante en una homogeneización, por un lado, emparentada con el principio de equidad, y, por otro, negadora de las pertenencias culturales de los educandos. El cualquier caso, contribuyó importantemente a la ampliación del ejercicio de la ciudadanía y a la democratización de los espacios públicos, y esto no es poco. Pero la desatención a  la calidad de la oferta educativa en la escuela pública y la presencia cada vez más significativa de la escuela privada están contribuyendo a resignificar la homogeneización en la clave de la vieja articulación subordinadora. Conviven, así, -y nos estamos refiriendo a la actualidad- dos ideas regulativas para diseñar, construir y gestionar los espacios públicos de la ciudad. Si tuviésemos que casar estas dos ideas en una sola hablaríamos de una homogeneización subordinadora. Se trata de homogeneizar pero manteniendo la jerarquización de lo homogeneizado. Ningún medio mejor para conseguir este fin que segmentar la calidad de la educación según criterios extraeducativos.

Hablar, finalmente, de la ciudad de Lima y sus espacios públicos como regidos por el principio de la interculturalidad es referirse más a un desiderátum que a una realidad. De hecho, Lima es claramente pluricultural por la diversidad de objetos y formas que contiene, la composición interna de sus habitantes y la enorme variedad de mensajes que la pueblan. El espacio público se ha pluriculturizado. Pero conviene tener en cuenta que pluriculturalidad e interculturalidad no son sinónimos. El concepto de pluriculturalidad remite a una gran variedad de culturas que conviven en un mismo espacio y que, en el mejor de los casos, cuando se han superado la marginación, la discriminación, la folclorización, etc., las relaciones entre esas culturas y pueblos se rigen por el principio de la tolerancia. Pero tolerar significa soportar la diferencia, aguantar al otro a pesar de ser diferente.  Un paso algo más avanzado, tematizado por Habermas en sus  ricas reflexiones sobre lo público, es la acción comunicativa, orientada, en el caso de los espacios públicos, a la construcción de consensos basados en argumentaciones racionales y desarrollados en contextos libres de violencia. Este aporte de Habermas, cuya esencia no está en el consenso al que se llega sino más bien en el carácter racional y libre del procedimiento, es significativo porque abre un ancho camino para hablar con el otro. Pero Habermas se queda corto. La idea regulativa de la interculturalidad apunta no solo a hablar con el otro y establecer consensos, sino a dejarse hablar por el otro y atreverse a gestionar acordadamente los disensos. Es decir, la interculturalidad ve la diversidad como una fuente de enriquecimiento y de gozo y, por tanto, apuesta por una convivencia digna, mutuamente enriquecedora y gozosa de diversidades.  Desde esta última perspectiva, que no ignora la existencia de conflictos y trata de recuperar la dimensión de la otredad como constitutiva de la mismidad, el espacio público es el lugar por excelencia del habitar, si por habitar entendemos no un mero estar en el mundo sino un ex-sistir con el mundo y con otros.

Sobre la valoración de lo público

Termino brevemente con el último punto de la pregunta que se me planteó como tema. Evidentemente no es posible, o es muy difícil, diseñar, construir, habilitar y gestionar espacios públicos sin valorar positivamente lo público. Pero la valoración de lo público no flota en el aire. Está, como dijimos con respecto a los espacios públicos, enmarcada en la perspectiva de ciudad a la que nos atenemos como idea regulativa.

Cuando lo que rige es la idea de ciudad como articuladora subordinante de diversidades, lo público es valorado desde la mirada de la dominación, es decir, de la construcción de jerarquías y la producción de subalternidades. Y lo subalternizado puede ser tanto el espacio, como los pobladores y los lenguajes.

Si en la concepción de la ciudad nos atenemos a la idea de la homogeneización, lo público será valorado, en el mejor de los casos, como oportunidad y ámbito de liberación, entendiendo por liberación el deshacimiento de las ataduras que impiden que el otro entre en nuestro propio mundo, eso a lo que llamamos inclusión.

Finalmente, asumida la ciudad como el espacio privilegiado para pensar, diseñar y practicar la convivencia en términos de interculturalidad,  lo público es valorado como el ámbito más propicio para la realización de la libertad, término que no hay que confundir con liberación, porque el concepto de libertad remite al despliegue pleno de la posibilidad humana, a un existir plenamente con el mundo y con otros, asumiendo que los otros y el mundo son componentes esenciales de nuestra propia mismidad.