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Lima, Peru
Filósofo e historiador. Nace en España en 1937 y llega al Perú como jesuita en 1957. Formación: humanidades clásicas y literatura, filosofía e historia. Especialización sucesiva: narrativa latinoamericana, filosofía moderna, filosofía de la existencia, historia de la emancipación peruana, pensamiento lukacsiano, historia de la ingeniería peruana y filosofía de la interculturalidad Profesor de la UNI (y rector 1984-89) y otras instituciones académicas en Perú, Budapest, Brasil y Túnez. Autor de 26 libros, 70 colaboraciones en obras colectivas y 150 artículos en revistas. Actualmente dirige el Centro de Historia UNI y es profesor de postgrado en la Universidad Nacional de Ingeniería. Participa activamente en el debate intelectual peruano desde la sociología de la literatura, el marxismo lukacsiano, las perspectivas postmodernas y la filosofía de la interculturalidad. En su libro "Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna" propone, como horizonte utópico de la actualidad, la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades que enriquecen a la sociedad peruana. Contacto: jilopezsoria@gmail.com

2 jul 2009

La búsqueda de la letra en que nació la pena

 

José Ignacio López Soria

El texto de la primera presentación  (La Noche, 27/12/2004) fue publicado en: Proyecto Patrimonio. Año 2005. http://www.letras.s5.com/: Página chilena al servicio de la cultura presentación http://www.letras.s5.com/lp180105.htm. El texto actual es el de la presentación que hice en la librería Crisol, semanas después.

Me toca, por segunda vez en menos de un mes, participar en la presentación de La letra en que nació la pena[1], un libro que recoge poemas reunidos cuidadosamente por dos poetas, el peruano Maurizio Medo y el chileno Raúl Zurita. La primera presentación tuvo lugar en el ambiente festivo y coloquial de un conocido bar de Barranco que invitaba a hacer de la presentación un mester de juglaría. La segunda tiene lugar aquí, en un ambiente poblado de libros y de acuciosos buscadores de novedades editoriales, más propicio, por tanto, para dar a esta presentación un aire de mester de clerecía. 
 

Como en Barranco, también en Crisol me invaden sentimientos encontrados ante la generosidad de quienes me invitan a participar en esta fiesta del lenguaje poético, a sabiendas de que no soy del oficio ni he sentado plaza de crítico de literatura.

Por un lado, me llena de gozo saber que los poetas están dispuestos a dialogar con alguien que viene del mundo de los conceptos y del quehacer historiográfico. Será tal vez, me digo a mí mismo, que también la poesía trata de dar forma a la  condición humana y principalmente de enriquecerla, explorando, en lucha agónica con el lenguaje, dimensiones conceptualmente no decibles del ser de lo humano. O será quizá porque también la poesía se acerca a la historia, aunque no para registrar, reconstruir y objetivar hechos y procesos, como se espera que hagamos los historiadores, sino para alimentar la memoria de lo nuclear del pasado de nuestro propio presente, de aquello que nos constituye como particularidad humana, dialogando con los mensajes que nos vienen de nuestros antepasados y dando, así, densidad histórica al ejercicio poético.

Pero, por otro lado, me sobrecoge el temor de aventurarme a transitar por un territorio sembrado de imágenes y símbolos y poblado de conexiones que escapan a las rigideces de la lógica y del discurso racional.  Con temor y temblor, como Kierkegaard cuando se atrevió a levantar el puño contra Dios, me acercaré a ese territorio con mi abstracto instrumental teórico, más hecho para elevar a concepto lo decible que para vérselas con el lenguaje de lo no decible.  

La letra en que nació la pena no quiere ser “la” antología de las generaciones poéticas que vienen de los años 70 hasta la actualidad. Al decir de Medo, se trata sólo de una “muestra” de 24 autores, 19 varones y apenas 5 mujeres,  en cuya selección no ha intervenido el criterio canónico de las generaciones. Lo que los editores han buscado es “...mostrar líneas expresivas de autores quienes por su autoexilio... , por su ubicación generacional ... o por el paulatino desconocimiento que se cierne injustamente sobre sus obras debido al destacado aporte que realizan en otros campos ... resultan tangenciales o ajenos al decálogo programático de la crítica como ‘institución’ ” (p. 15). Lo que se pretende, pues, es “...mostrar los discursos de cada uno (de los autores), individualmente, y atisbar los conectores que unen una poética con otra así como sus oposiciones.” (p. 15-16). Su máximo afán es, pues, “... el de contribuir a un mayor conocimiento de nuestra creación literaria complementando así otros valiosos aportes...” (p. 16).

A partir de las manifestaciones de Zurita, es pensable que los autores del muestrario hayan sido seleccionados por ser considerados expresión de “... la historia de una imposición y las marcas incanceladas de su violencia” (p.17). Se refiere el poeta chileno a la imposición, desde Garcilaso, de una lengua, el castellano, que  “... no nos explica por qué tenemos que morir ...” (p.17) , una lengua “...que nos da las palabras, pero que simultáneamente es el origen de todo el silencio...” (p.19), una lengua que se recrea refigurando el sacrificio primordial del primer Túpac Amaru en todos los sacrificios que en el Perú han sido y serán.  La poesía peruana, apunta Zurita, “... continúa interrogando a las palabras del idioma impuesto, a sus partículas y modulaciones, a cada uno de sus acentos y silencios, para ver si aún es posible traducir lo que Túpac Amaru no pudo entender.” (p. 18) Por eso, la particularidad de nuestra poesía reside “...en que en cada uno de sus autores, en cada nuevo poeta, pareciera reiterarse hasta la extenuación, hasta el deslumbre y la nueva caída, las señas de una decapitación y recomienzo perpetuo.” (p. 18)

Una primera lectura de esta muestra de la poesía peruana es suficiente para advertir que los poemas seleccionados están poblados de muerte, soledad y desamparo. Desde el primer verso “Nacer/ para vivir/ la muerte siempre” (Cillóniz), hasta el último “por eso incendio mi propio cuerpo” (Recalde), hay un largo recorrido de ojos que se cierran para siempre y “agonías en trazos” (Beleván), de “ir rodando/ por el abismo de la historia” (Goldemberg), de tránsito “de cópula/ a la muerte” (Watanabe), de placeres agrios al amanecer (Ollé), de anuncios de naufragios y “reverencias a la muerte” (Lauer), de “hombres y mujeres/ carcomidos por la neurosis” (Verástegui), de gallos ciegos que cantan “anunciando ninguna claridad” (López Degregori), de mundos de veras desolados y de “morir para vivir entre los muertos” (Montalbetti), de músicas de soledad (Santibáñez), de caminos solitarios (Zapata), de habitaciones oscuras (Mendizábal), de no valer nada para ellos (Ruiz Rosas), de no saberse de sí mismo (Chocano), de saberse desierto (Di Paolo), de vivirse envilecido por la ausencia (de Ramos), de flores invertidas (Mazzotti), de bestias de pelambres impuras y ojos saltones (Chueca), de alfabetos hechos de gestos (Quijano), de musas que engullen los secretos (Medo), de “lamentos imperceptibles” y territorios inestables (Gómez), de poetas que engullen las palabras hasta que les sale espuma (Helguero) y de bosques de tristeza (Ildefonso).

Pero, además, los poemas de La letra en que nació la pena están también sembrados de búsqueda: el poeta no se reconcilia con la caída y busca en la oscuridad “al cuervo que grazna/ y al búho que vela acompañado  (Cillóniz), busca “Un fresco lugar/  Que brilla y se deshace” (Beleván), busca “Los caminos del amor” (Goldemberg), intenta balbucear el nombre del poder para escapar de sus garras (Watanabe),  busca primeramente su ser (Ollé), dice lo que otros no quieren escuchar (Lauer), intenta poner las cosas en claro comenzando por uno mismo y tratando de transformar toda derrota en victoria  (Verástegui), sigue con sus manos  la luz (López Degregori), busca el norte magnético guiado por una gracia instintiva (Montalbetti), se asoma a ver la silueta escondida en una sola luz (Santiváñez), se atreve a abrir la puerta que da a la felicidad (Zapata) o a “prender una luz en medio de esta habitación oscura/ tan grande” (Mendizábal) o a saborear caramelos en su boca podrida (Ruiz Rosas) o a abrir los ojos y reunir todas las partes de su cuerpo (Chocano), o a reconocerse en el amor (Di Paolo), a descubrir nuevos fulgores (De Ramos), a poner una a una “las piedras de su casa en la ciudad” (Mazzotti),  a “atravesar el fuego sin arder” (Chueca), a buscar “salidas sobre la superficie del mar” (Quijano), a columpiarse escindiendo “feraz el aire impuro” (Medo), a proclamar que “la tierra es el lugar adecuado para el amor” (Gómez), a escribir aunque sea con la punta del zapato (Helguero), a hacer poesía para los amigos (Ildefonso) y  a consultar las fragancias (Recalde).  

Lo que quiero decir, con estos recorridos incompletos y practicados un tanto la azar, es que la pena, que da espesor histórico a la poesía peruana, viene acompañada tanto por la búsqueda del origen de esa pena como por la exploración de dimensiones no exploradas de la experiencia humana y de caminos de encuentro y convivialidad digna entre nosotros. Y esa búsqueda se hace, como no podría ser de otra manera tratándose de poesía, a través del lenguaje: en lucha con un lenguaje del que el poeta no puede prescindir, porque es el lenguaje que habla y por el que es hablado, pero con el que no puede reconciliarse porque está en el origen mismo de su pena.

No es a mi juicio fortuito que buena parte de los poemas reunidos en esta muestra –y también en este sentido la muestra me parece emblemática de la poesía peruana- tematice el lenguaje, es decir lo entienda no sólo como acervo de recursos expresivos, que el poeta asume y enriquece, sino casi como un personaje con el que poeta se relaciona a veces armónica y a veces conflictivamente. Y hasta me atrevería a decir, aunque no me detendré a probarlo, que la máxima expresividad poética se logra precisamente cuando el poeta acierta a dar forma expresiva a esa lucha agónica con el lenguaje.  

Tengo para mí que la poesía peruana recogida en esta muestra, precisamente por ser forma expresiva de las penas abiertas y las búsquedas inconclusas que nos vienen de lo más profundo de nuestra experiencia histórica, consigue decirnos mucho no sólo de nosotros mismos sino de lo humano, porque lo humano –y hay que decirlo en alta voz para que se enteren los predicadores de universalismos y los prometedores de paraísos homogéneos- no se da sino como particularidad, y nuestra particularidad, precisamente por la densidad de sus penas, la opacidad de sus búsquedas y, añado yo, la heterogeneidad de sus lenguajes, expresa como pocas la condición humana. 

Tenemos en el Perú el privilegio de compartir una experiencia y ser parte de un entorno que facilitan la apropiación en profundidad de lo humano. Y no deja de ser una pena más, no por inadvertida menos lacerante, que las reflexiones filosóficas y las narraciones históricas –por hablar sólo de los territorios que me conciernen profesionalmente- no se hayan atrevido a asomarse a esas profundidades. Sólo la poesía, o principalmente ella, se ha aventurado y se sigue aventurando a escudriñar las entrañas del lenguaje para dar cuenta, aunque sea balbuceando, de lo que nos constituye como peculiaridad de lo humano.

Será que nosotros -los filósofos, los historiadores y tantos más-  nos hemos comprado ya, como quiere Goldemberg, “un lugar privado en el infierno” o que se nos ha atrofiado la nariz de tanto “olfatear el Reino de la Tierra”. Estamos quizá demasiado absorbidos por lo que Leopoldo Chiappo llama los afanes de la cotidianidad, los cuidados del mundo de la objetividad y los requerimientos del bienestar, y no hemos descubierto, como los poetas, las angustiosas delicias de la devoción, la entrega, el goce y la fecundidad de la libertad. Lo cierto es que en el Perú sólo la poesía, o principalmente ella, quizá por ser ella misma lucha agónica con el lenguaje que hablamos y por el que somos hablados, acierta a asomarse a las profundidades de lo que somos, tal vez porque el mundo, como apuntara Nietzsche, se nos ha vuelto fàbula y porque nosotros mismos no somos sino lenguaje. 

Nos hemos reunido aquí para presentar una muestra de esa lucha y de sus logros expresivos, aun a sabiendas de que la lucha misma no termina ni terminará en victoria ni en derrota. Tendrá ustedes, los poetas, como lo hicieran Vallejos y quienes les han precedido en la lucha con la palabra, que seguir sosteniendo el mundo que se nos cae a todos de la tierra para abajo, tendrán que seguir perennemente bajando las gradas de todos los alfabetos aunque sepan, con doloroso gozo, que no encontrarán nunca la letra en que nació la pena.


[1] Medo, Maurizio y Raúl Zurita. La letra en que nació la pena. Muestra de poesía peruana (1970-2004). Lima, Gráficos S.R.L. Ediciones El Santo Oficio, 2004. 144 páginas.

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