José Ignacio López Soria
Con ligeras variantes, el texto fue expuesto en el seminario “Fe y justicia hoy en América Latina”, Encuentro de los Centros de Fe y Cultura de América Latina, que tuvo lugar en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya (jesuitas) en julio de 2007, y publicado luego en el volumen: Dar razón de nuestra fe en el mundo de hoy. Encuentros de Centros de Fe y Cultura de América Latina. Lima: UARM, 2008, p. 109-130; y en la revista Páginas. Lima , CEP, vol. XXXII, n. 208, dic. 2007, p. 26-36.
Introducción
El concepto de “incertidumbre”, desde el que se me propone pensar la actualidad, es frecuentemente utilizado en tiempos de deriva, como el nuestro, tal vez porque se considera que la duda que ese concepto implica es, como en Descartes, un buen punto de partida para encontrar claves que permitan acceder o construir nuevas certezas. Aunque el uso de ese concepto manifiesta de suyo una pérdida de confianza en las seguridades a las que nos tenía acostumbrados el proyecto moderno, sin embargo, el estado de incertidumbre queda dentro del ámbito de la modernidad porque él mismo es convocado por la expectativa de nuevas certidumbres. Yo diría que la “condición postmoderna” -concepto que debemos a Lyotard- más que con la incertidumbre, tiene que ver con la perplejidad, y que el pensar postmoderno consiste en proponer perspectivas para saber a qué atenerse en tiempos de complejidad, más que en brindar instrumentos para acceder a certezas sólidamente fundadas.
Para abordar el tema comenzaré refiriéndome brevemente al proyecto moderno, del que venimos, me detendré un tanto en el estado de perplejidad, en el que estamos, y reflexionaré finalmente sobre el horizonte utópico al que nos convocan las perspectivas postmodernas.
El proyecto moderno
En el "proyecto moderno" se pueden distinguir dos ámbitos: el del discurso y el de la realización. En el ámbito discursivo, la modernidad occidental anuncia como ideal un mundo inteligible en el que la razón, considerada como el tribunal supremo, institucionaliza el juego de las fuerzas políticas, económicas y sociales en base al libre contrato entre seres iguales y solidarios. La fundamentación del orden social (legitimidad), la vinculación entre los individuos (lealtades, solidaridades) y la prescripción de las acciones (normatividad) quedan librados al ejercicio de la capacidad de razonamiento en un contexto de respecto de las libertades.
En la enunciación, el proyecto de la modernidad consiste en un proceso dúplice de transformaciones cuyas dos caras, la cultural y la social, se complementan y copertenecen. De estas transformaciones se derivan importantes consecuencias para el mundo de la vida o vida cotidiana.
En la cultura, el proceso apunta al desencantamiento o secularización de las imágenes mítico-religiosas del mundo, el hombre y la historia, y a la constitución de esferas culturales diferenciadas y autónomas (objetividad, legitimidad, representación simbólica), cada una de las cuales tiene sus propios criterios de validez y sus propios discursos y redes institucionales. La apropiación de estos discursos convierte al individuo en experto, para lo cual es imprescindible pasar por un proceso institucionalizado de aprendizaje. La cultura termina, así, siendo una cuestión de expertos especializados en una sola área.
En la sociedad, el proyecto moderno se manifiesta como organización de la vida social en subsistemas de acción racional con respecto a fines. Subsistemas importantes son, entre otros, la empresa capitalista para producir bienes, el libre mercado para intercambiarlos, la escuela para producir, difundir y transferir conocimientos y competencias laborales, y el estado burocrático y la democracia representativa para gestionar racionalmente la convivencia en los estados-nación. Estos subsistemas se atienen a una racionalidad preferentemente instrumental y teleológica.
Como consecuencia de los procesos en la cultura y en la sociedad, el mundo de la vida o vida cotidiana se ve sometido a nuevos retos. Al perder las tradiciones su capacidad para servir de fundamento y de fuente de legitimación, se relajan los vínculos sociales y se problematiza la existencia humana, pero también se abre para el individuo un horizonte insospechado de expectativas, necesidades y experiencias. El hombre queda liberado de las ataduras de la tradición y obligado a pasar de un mundo esencialmente prescriptivo a otro esencialmente electivo.
En cuanto a la realización hay que señalar que el proyecto de la modernidad tiene una dinamicidad que le viene, inicialmente del protestantismo ascético y la ética puritana (M. Weber), y, después, de la concepción abstracta de las nociones de espacio y tiempo, la posibilidad de desanclaje de las objetivaciones institucionales con respecto al tejido social del que nacen, y la reflexividad o reabsorción continua de las innovaciones (A. Giddens). Este dinamismo autorreferencial hizo posible el desarrollo de las “lógicas de la modernidad” (A. Heller) y de las “dimensiones institucionales de la modernidad” (A. Giddens), facilitándose así tanto el progreso del modelo como su trasplante a otras culturas y pueblos.
El proceso de desarrollo y expansión de las lógicas y dimensiones institucionales del proyecto moderno no es homogéneo ni simultáneo, y, por tanto, produce nuevas heterogeneidades, desequilibrios y patologías. Ya en el siglo XX, el proyecto de la modernidad se fue reduciendo, primero, a proyectos de modernización económica, política y social dentro de cada estado-nación, y luego, a programas de ajuste estructural supuestamente de validez universal y gestionables por instancias transnacionales.
Este proceso de apocamiento del proyecto moderno suele ser leído como ocaso de la modernidad; en ese ocaso, sin embargo, se anuncia una nueva alborada: la liberación de las diferencias o toma de la palabra por las diversidades, la mayor facilidad para apropiarnos de la riqueza humana, y hasta la posibilidad de construir una relación de copertenencia entre lo humano, lo natural y lo sagrado. Pero para leer los signos de los tiempos en perspectiva auroral no basta con conocerlos ni representarlos; es necesario meditarlos, pensarlos, traerlos a la presencia para sentirnos convocados y hablados por ellos. Esto es precisamente lo que trataremos de hacer en la última parte de esta intervención, después de algunas reflexiones sobre el estado de perplejidad en el que estamos.
Tiempos de perplejidad
La credibilidad del proyecto moderno y su racionalidad comenzaron a debilitarse ya a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Pero la duda sobre la capacidad emancipadora de la razón y sobre la idoneidad de las instituciones modernas para facilitar el despliegue pleno de la posibilidad humana era compartida sólo por élites reducidas y aisladas de la vida social que criticaban, si lo hacían, las patologías producidas en el proceso de realización del proyecto moderno, pero estaban esencialmente de acuerdo con su enunciación. Si excluimos a algunos pocos como Nietzsche y Heidegger, tanto los que dudaban como los críticos se movían aún dentro del ámbito de la modernidad.
La duda comienza a mutar en perplejidad ya en nuestro tiempo, cuando el mundo se nos vuelve extremadamente complejo no sólo porque se multiplican y entrecruzan las variables que componen la actualidad sino principalmente porque se debilitan los discursos, normas, creencias, vinculaciones y recursos simbólicos y prácticos para procesar conceptual, ética y simbólicamente esa complejidad y agenciarla en la práctica.
La complejidad de la actualidad convoca por sí misma a la perplejidad. Hablo expresamente de perplejidad y no de admiración ni de duda metódica, entendiéndola como el estado de ánimo de quienes hemos perdido la confianza en la modernidad pero no nos reconciliamos con la realidad, no renunciamos a pensar ni rechazamos el compromiso teórico, ético y político con el despliegue pleno de la posibilidad humana, la convivencia digna de las diversidades y la copertenencia de lo natural, lo humano y lo sagrado.
Venimos de un mundo de seguridades provistas por discursos englobantes y cuajadas en instituciones, concepciones, creencias, procedimientos de legitimización del poder y del saber, sistemas simbólicos, subsistemas de acción social y formas de identidad y de vida cotidiana. Pero esas seguridades y los discursos que las sostenían se vienen debitando. No es solo que el discurso se haya debilitado. Se ha debilitado también, para expresarlo en términos heideggerianos y vattimianos, la idea misma que teníamos del ser y sus sólidos atributos, idea que habíamos heredado de la metafísica clásica, de las tradiciones judeo-cristianas y de la ciencia moderna.
Y cuando se debilitan los discursos englobantes y se relaja el mundo de las formas conceptuales, axiológicas, estéticas y prácticas, se liberan las diferencias y el mundo aparece como una complejidad que no acertamos a controlar ni teórica ni prácticamente.
Plexus es el término latino para referirse a lo plegado, lo tejido, lo enlazado, pero en una textura cuyos componentes son difícilmente discernibles y jerarquizables. El término com-plexus añade a lo anterior un mayor abarcamiento y profundidad de ese entrelazamiento, y expresa, además y principalmente, que también nosotros quedamos comprendimos en esa complejidad. Es, por eso, difícil saber a qué atenerse si, presos de las categorías moderno-tradicionales, desatendemos el llamado de la complejidad. El estado de perplejidad (per-plexitas) no es otra cosa que la escucha atenta y hasta piadosa del llamado de la complejidad. Es la propia complejidad la que convoca a la perplejidad como el estado de ánimo que nos permite pensar la complejidad sin reducirla a la unidad.
Desde la perspectiva del mundo de las seguridades y de los lenguajes tradicionales, la perplejidad es definida como “confusión” frente a lo que hay, “duda” frente al saber establecido e “irresolución” o “indecisión” frente al hacer. No se acierta a ver en la perplejidad que ella, tomada como escucha de la complejidad, manifiesta la voluntad de teorizar sin dejarse atrapar por la cordura ambiental ni perderse en la locura de la multiplicidad. La perplejidad es, pues, un estado de escucha permanente y vigilante, de vivir ya siempre convocados al pensamiento pero nunca instalados en él. Se da, pues, en la perplejidad una voluntad de autocercioramiento, de saber conducirse en la complejidad sin empobrecerla ni reducirla a unidad.
Lejos, sin embargo, del estado de perplejidad la pretensión de situarse en un punto arquimédico para mover el mundo desde fuera de él, o la de establecerse en un lugar teóricamente neutro para pensar objetivamente la realidad. La conciencia de parcialidad, de implicación de nuestro propio horizonte cultural y lingüístico en nuestra praxis teórica, es el talante característico de la perplejidad.
Desde ese talante es fácil leer en perspectiva ya no crepuscular sino auroral los signos de los tiempos: la liberación de las diferencias y toma de la palabra por las diversidades, la desuniversalización de los valores y los discursos, la apertura al diálogo intercultural facilitada por el carácter débil de la ontología, la consideración del yo ya no solo como potencial reflexivo sino como urdimbre de relaciones sociales, la consideración del otro ya no como límite de mi autorrealización sino como sujeto de la interacción que me constituye y lo constituye, las demandas de legalización de la “ciudadanía cultural”, la paralogía para decir lo no decible desde la lógica tradicional, la hermenéutica como “koiné” (lingua franca) o sentido común del actual ejercicio teórico, la desterritorialización de las regulaciones para facilitar la convivencia globalizada, la capacidad de las tecnologías de la información para facilitar la constitución de sociedades interactivas y transparentes, la obligación de una gestión responsable del entorno natural, la “kenosis” como despojamiento de los caracteres duros y violentos atribuidos a la divinidad, en fin, la apertura a la copertenencia entre naturaleza, historia y Dios a partir de la interpretación del hombre como habitante de un mundo poblado también por lo sagrado.
Muchos de estos signos aurorales son entendidos como crepusculares porque no toleran ser hablados por un único lenguaje ni articulados en un único sistema. Por eso, reitero, cunden la deriva, la desazón y las incertidumbres. Sin embargo, cuando la idea misma de lenguaje único y de sistema único se nos vuelve sospechosa, y cuando, al mismo tiempo, prestamos oído atento y devoto a la complejidad que nos rodea, nos incluye y nos convoca, entonces nos atrevemos a teorizar desde una perplejidad que no nace ni de la admiración ante lo desconocido ni de la duda metódica frente a la conocido. Se trata de una perplejidad que se ve a sí misma no como añoranza de seguridades perdidas ni como piedra angular de un nuevo discurso metanarrativo. La perplejidad de la que hablamos es, más bien, un estado de escucha ante la complejidad que necesita ser hablada; una escucha, por otra parte, que dialoga electivamente con los mensajes que nos vienen del pasado, porque sabe muy bien que sin ese diálogo su pensar el presente carecería de densidad histórica y de enjundia teórica.
Perspectivas postmodernas
No entiendo aquí por postmodernidad una nueva etapa histórica que siga o supere a la época moderna, sino una perspectiva, una manera de mirar la actualidad por parte, como anota Ferenc Fehér[1], de quienes tienen problemas con la modernidad, quieren someterla a prueba y hacer un inventario de sus logros y de sus dilemas no resueltos, porque se saben viviendo un mundo de pluralidad de espacios y temporalidades en el que no es posible orientarse ni saber a qué atenerse con las categorías, vinculaciones categoriales y estrategias metódicas heredadas de la modernidad.
Tal vez la vivencia más común entre quienes se consideran postmodernos sea la de saberse viviendo un tiempo de “después de”, de después de la metafísica, de los valores supremos, de la gran narrativa de emancipación, de la sociedad industrial, de la dictadura sobre las necesidades, del humanismo, del historicismo, etc. Este saber que no estamos donde estamos sino después, como sugiere Fehér, se traduce en el estado de perplejidad al que aludíamos arriba. Pero no porque la perplejidad sea en nosotros (los sujetos) el efecto producido por las características complejas de la actualidad (el objeto), sino porque la perplejidad o la “indeterminación vigilante”, como diría Lyotard, es el lenguaje a través del cual habla y es hablada la mencionada pluralidad.
Desde esa perplejidad se plantea una pregunta enraizada en algunos convencimientos básicos: el carácter contingente de lo dado, el carácter ya no universal sino particular de toda mirada, incluida la occidental, la intersubjetividad del sujeto, la necesidad ineludible de teorizar, etc. Recordando a Habermas, la pregunta suele formularse así: ¿Es la modernidad un proyecto inacabado que cuenta todavía con potencialidades no suficientemente exploradas ni explotadas para la realización de la posibilidad humana o, más bien, se trata de un horizonte ya cerrado que obstruye el cercioramiento con respecto a lo que somos y a lo que podemos y debemos ser?
El debate modernidad/postmodernidad, aunque recoge reflexiones anteriores, se desarrolla propiamente en la segunda mitad del siglo XX y llega hasta nuestros días. En el se advierten diversas posiciones (conservadoras, reformistas y postmodernas), pero lo que me interesa del debate y, en general, de la crítica a la modernidad es qué perspectivas se me abren para saber a qué atenerme tanto con respecto a la cultura como con respecto a las formas de organización social y a la vida cotidiana.
Como todo pensar filosófico, mi reflexión comienza con una interrogación sobre lo que, a mi juicio, más merece pensarse: ¿Es posible y deseable, primero, vivir digna y gozosamente juntos siendo y reconociéndonos diferentes; segundo, mantener con la naturaleza una relación amigable y responsable; y, tercero, estar ya siempre abiertos a lo sagrado? Ya la formulación misma de la pregunta se inscribe en el ámbito de lo utópico, pero entendiendo por utopía no un futuro deseable que haya que construir sino una manera de caminar y vivir el presente.
Mi pregunta vuelve al problema que nos preocupa y convoca desde antiguo, la relación entre lo natural, lo humano y lo sagrado. Pero a diferencia de épocas anteriores, este preguntar supone hoy que estamos ya en un tiempo de “después de” las seguridades que aprendimos de la metafísica, la teología, la ciencia y el pensamiento moderno, un tiempo de complejidad que convoca a la perplejidad, un tiempo en el que las diversidades están tomando la palabra, los disensos exigen ser tenidos en cuenta, las paralogías y discontinuidades necesitan ser pensadas y las disarmonías refiguradas, la naturaleza parece no soportar el trato que le estamos dando y asoma lo sagrado ya secularizado, es decir sin los signos de violencia que lo caracterizaron en el pasado.
Escuchando atentamente los mensajes que nos vienen de Nietzsche y Heidegger y llegan a Vattimo a través de Gadamer, y dialogando con esos y otros mensajes, mi intención es aprovechar los senderos que ellos abren para pensar perspectivas que apunten a una respuesta afirmativa a la pregunta que acabo de formular. Esa pregunta es hoy lo que más me convoca a pensar, lo que, para mí, más merece pensarse.
En esta última parte me dedicaré, pues, a presentar, en el sentido de traer a la presencia, algunas entradas al tema –que, por cierto, no excluyen otras- que me parecen de particular importancia histórico-filosófica.
El crepúsculo de los ídolos
He aprendido de Vattimo a leer las afirmaciones nietzscheanas sobre la muerte de Dios y el crepúsculo de los ídolos no como el anuncio de un acontecimiento históricamente fechable ni geográficamente ubicable, sino como manifestación de la disolución de los valores supremos, deslegitimación de las pretensiones de fundamentación absoluta de verdades atemporales, y debilitamiento de las instituciones y formas de pensamiento que se consideraban portadoras oficiales de esos valores y verdades.
Ya esta primera perspectiva contribuye a que todo lo supuestamente sólido se desvanezca en el aire, no para desaparecer -como pensara Marx con respecto a la sociedad tradicional frente a los embates de la sociedad burguesa- sino para que, en todos los órdenes, lo necesario se asuma como contingente, lo eterno como histórico, lo absoluto como relativo, etc. Interesa subrayar que el anuncio nietzscheano del ocaso de los absolutos (sólo nosotros estamos cerca de Dios) puede ser leído en clave relativista (todos estamos igualmente cerca de Dios), pero puede también ser leído, como lo hacemos aquí, en clave contingentista (todos estamos igualmente lejos de Dios).
Esta última lectura del mensaje de Nietzsche sobre la muerte de dios y el crepúsculo de los ídolos, enriquecida además con la consideración de que la realidad se ha vuelto fábula que hablamos y por la que somos hablados, es precisamente la que enriquece a la hermenéutica y debilita a la ontología, facilitando, así, sin decirlo, el diálogo entre lo diverso y la presencia de una sacralidad secularizada.
La esencia del hombre como existencia
A partir de la desfundamentación y desabsolutización de los valores no es difícil inferir que tampoco el hombre tiene una esencia ahistórica sino que su esencia, como insiste Heidegger, no es sino su existencia, su ser-en-el-mundo. Se trata de una existencia contingente como la de cualquier otro ente pero con la particularidad de tener historia y de estar convocada al pensamiento, llamada a cuidar la naturaleza y abierta a lo sagrado o inesperado.
Si el hombre es ser-en-el-mundo, su existencia consiste en ser habitante. Habitar se dice en latín de dos maneras: habitare, que viene de habitum (lo tenido de manera permanente), e incolere, de viene de colere (cultivar, cuidar). Habitar significaba, pues, originalmente cultivar y cuidar lo tenido de manera permanente. En su esencia, habitar es permanecer, pero protegidos y liberados de amenazas y daños. Por eso hablamos de la habitación como de morada en la tierra (naturaleza) y bajo el cielo (lo trascendente, lo inesperado). El habitar consiste, primero, en cultivar/cuidar la naturaleza sin temerla (como antaño) ni divinizarla (como en las sociedades premodernas) ni sobreexplotarla (como en la sociedad moderna); segundo, en conducir a los hombres por espacios “encasados” sin forzarlos a vivir en mundos anchos y ajenos; y tercero, en mantenerse abiertos a lo sagrado o inesperado, aguardando las señales de su llegada y los indicios de su partida.
El habitar no se da sin construir y edificar, pero cuando el construir y el edificar están informados por el habitar, lo construido o edificado recolecta (liga o reúne a su alrededor cultivándolo) un conjunto de lugares para constituir, entramar o “encasar” esos lugares en los que habitan los hombres y por los que transitan aprovechando las bondades y soportando las inclemencias de la naturaleza y estando siempre abiertos a lo sagrado. Los lugares antes dispersos adquieren espacialidad y quedan, así, “encasados”, provistos de habitabilidad para hombres que se relacionan con lo natural y lo sagrado.
A partir, pues, de la consideración del ser del hombre como existir y del existir como habitar se desoculta, sin dejar de retraerse, la copertenencia entre lo natural, lo humano y lo sagrado, una copertenencia que la metafísica, en primer lugar, y luego la teología, la ciencia y la tecnología se han encargado de ocultar.
Cuando no pensamos el ser del hombre desde el habitar tenemos que recurrir a una definición abstracta de hombre (animal racional o criatura divina) que oculta su esencia como ser en el mundo y eleva al hombre a la condición de “rey de la naturaleza” al que quedan supeditados todos los seres. Esta supuesta superioridad jerárquica del hombre legitima su acción dominadora sobre la naturaleza y termina expulsando o arrinconando a lo sagrado.
Lo sagrado como dimensión de lo que hay
No debe suponerse, sin embargo, que las reflexiones anteriores estén orientadas a recuperar la preeminencia que se ha atribuido a lo sagrado, ni puede tampoco deducirse de ellas que lo sagrado sea fruto de una ignorancia manipulable o de una interesada astucia del poder.
Para quienes no parten de presupuestos religiosos ni antirreligiosos, a lo que la reflexión, ahora ya no tradicional ni moderna, convoca es a recuperar para lo sagrado su carácter de dimensión de lo que hay. Lo que hay no es sólo lo humano y lo natural; está también lo sagrado, en una relación de copertenencia (no de supremacía ni de supeditación) con el hombre y su historia y con la naturaleza. Entendiéndose como copertenecientes entre sí, estos tres componentes de lo que hay –o estas tres maneras de darse del ser- se proveen mutuamente de sentido sin confundirse entre ellos.
La particularidad de lo sagrado está precisamente en darse ocultándose, en manifestarse retrayéndose. Por eso, parafraseando a Heidegger, se puede decir que hay que saber ver de lo sagrado las señales de su llegada en las huellas de su partida. Si reducimos lo sagrado a mera presencia sin ausencia, a una presencia humana e institucionalmente gestionable, en realidad lo que hacemos es desacralizarlo.
Quienes, como Vattimo, miran lo sagrado desde una perspectiva religiosa, concretamente cristiana, y, por otra parte, se atienen a la hermenéutica como modo de conocimiento y afirman el carácter débil de la ontología de la actualidad, interpretan el mensaje evangélico en términos de kenosis, de vaciamiento o despojamiento de los caracteres violentos que la tradición bíblica ha atribuido a la divinidad. El vaciamiento de la violencia no significa sólo que el Dios señor se convierta en Dios padre o que el Dios ausente se rebaje a la condición de presencia humana; significa, además, que se abandonan los atributos duros (absolutidad, omnipotencia, infinitud, necesidad …) de lo divino. La kenosis (el vaciamiento) se copertenece, así, con la plerosis (el llenamiento). Es decir, la plenitud de lo divino no se da sino en su vaciamiento, y, a su vez, el vaciamiento es siempre ya una epifanía de la plenitud.
No interesa aquí, por cierto, discutir si las reflexiones nietzcheano-heideggerianas de Vattimo con respecto a lo divino se compadecen con la teología tradicional, ni tampoco si ellas abren nuevas perspectivas a la teología contemporánea. Lo que interesa es subrayar que, al dejar de lado lo sagrado, la modernidad redujo inicialmente lo que hay a dos dimensiones, la humana y la natural, y si, como anunció tempranamente Heidegger, se consumara la organización total por la técnica y quedara lo natural igualmente relegado, lo que hay tendría una sola dimensión, la humana. A esta situación postrimera apunta la alta modernidad con su terco empeño en dominar totalmente la naturaleza y arrinconar definitivamente lo sagrado. Lo que la modernidad, sin embargo, no dice es que esta orientación lleva al hombre –para expresarlo en terminología weberiana- a quedar encerrado en su propia “jaula de hierro”. Porque es precisamente en la relación de copertenencia entre lo humano, lo natural y lo sagrado en donde encuentran su sentido, sin pérdida de sus peculiaridades, las tres dimensiones de lo que hay o las tres maneras de darse del ser.
Intersubjetidad e interculturalidad
El logocentrismo que hemos heredado de la tradición metafisica, el historicismo universalista y teleológico que hemos recogido de las visiones judeo-cristianas, y la filosofía del sujeto o de la conciencia que nos viene de la modernidad nos han llevado a centrar nuestra mirada en la subjetividad y sus dos atributos por excelencia, la autonomía y la racionalidad, y en el carácter progresivo, finalístico y unidimensional del proceso histórico. Las consecuencias que se derivan de esta manera de mirarnos y de mirar lo que nos rodea son muchas y muy diversas. Me fijaré sólo en dos de ellas: el desconocimiento del carácter intersubjetivo del sujeto, y la dificultad para atribuir valor a culturas a las que no pertenecemos.
Los autores que participan en el debate modernidad/postmodernidad han abandonado ya las viejas ideas cartesianas y kantianas sobre la conciencia y el sujeto trascendental, así como la neutralidad teórica y la idea de progreso y de historia universal. Parten para ello de algunos convencimientos básicos: i) el hombre –ser en el mundo- no se da sino en sociedades históricas y, consiguientemente, hay que aprender a ver la subjetividad como entretejimiento de relaciones sociales, histórica y culturalmente constituidas, es decir la subjetividad es ya siempre intersubjetiva y el reconocimiento por el otro es constitutivo de nuestra propia identidad; ii) el saberse y el saber parten de precogniciones y se realizan en horizontes culturales igualmente históricos, de donde se deduce que no hay ya un lugar neutro (universalmente válido) para la teoría, y, consiguientemente, la teoría es ya siempre interpretación; iii) más que como correspondencia o adecuación, interesa la verdad como desocultamiento y apertura y como construcción dialógica de consensos y expresión de disensos en contextos libres de violencia; iv) la cultura a la que pertenecemos es nuestro horizonte provisor de sentido y sus componentes no son sólo algo de lo que disponemos sino algo por lo que somos dispuestos; por ejemplo, el lenguaje no es sólo un medio para expresarnos sino una heredad simbólica por la que somos hablados; v) todo pueblo, como quería tempranamente Herder y recuerda Ch. Taylor , es la medida de sí mismo.
Si a estas convicciones añadiésemos las anotaciones anteriores sobre el crepúsculo de los ídolos, la concepción del hombre como habitante en el mundo, la recuperación de lo sagrado pero ya secularizado, el carácter débil de la ontología, etc. estaríamos, en primer lugar, dándole enjundia teórica al problema que nos planteábamos arriba acerca de la convivencia digna de las diversidades como fuente de gozo y de dinamismo social, y aceptaríamos y procuraríamos que los diversos pueblos tomasen la palabra y nos contasen su propia historia; y, en segundo lugar, facilitaríamos el reencuentro entre lo humano, lo natural y lo sagrado en un contexto de copertenencia provisora mutuamente de sentido.
Despedirse del pasado sin olvidarlo
Es evidente que la actualidad, entendida en términos de “después de” y como crepúsculo y alborada al mismo tiempo, no puede haber sido pensada por quienes nos precedieron en el pensamiento crítico y, en gran medida, siguen inspirando hoy la crítica de los procedimientos y patologías de la modernidad. Creo que hay que despedirse de ellos, aunque nos duela, porque desde el pensamiento crítico de corte moderno no es ya posible encontrar las claves para reapropiarnos del pasado, saber a qué atenernos en el presente ni imaginar el futuro.
Pero tengo que añadir enseguida que despedirse no significa olvidar ni borrar de la memoria el pensamiento anterior. Estoy convencido, con Heidegger, de que la memoria es la fuente de donde mana el pensamiento[2]. Gracias a la memoria abrigamos, recogemos y congregamos el pasado y lo hacemos presente recordándolo, es decir volviendo a pasarlo por el corazón. Por eso la memoria y el recuerdo están relacionados con la devoción más que con la acumulación fría de información sobre el pasado. La memoria, como aquí nos interesa, no es depósito de informaciones ni fuente de mandatos. La memoria y el re-cuerdo alimentan vinculaciones y lealtades, facilitan los a-cuerdos y entendimientos, y, en vez de “representar” el pasado, nos lo “presentan”. Esta presentación nos interpela, nos invita, sin obligarnos, a presentarnos nosotros mismos a ese pasado para recoger sus mensajes y establecer con él una relación dialógica que dé presencialidad y dignidad al pasado y enjundia y densidad histórica a nuestro pensar el presente.
Si basase exclusivamente la necesidad de la despedida en el “hecho” de que han cambiado las variables que componen la realidad y, consiguientemente, es preciso elaborar nuevas teorías e instrumentos metódicos para entender la actualidad, quedaría atrapado por aquello de lo que quiero despedirme, la dualidad sujeto/objeto. La despedida que propongo está, más bien, relacionada con la consideración de que la modernidad y sus vigencias constituyen ciertamente el pasado de nuestro propio presente, pero no nos sirven ya para saber a qué atenernos, pensarnos a nosotros mismos, pensar la actualidad y ejercer la función crítica y propositiva que corresponde al pensamiento. Si, durante la vigencia de la modernidad, el pensamiento crítico estuvo in-merso en el horizonte de significación del proyecto moderno, despedirse de ese pensamiento significa e-merger de ese horizonte no para hablar de otra manera “sobre” la actualidad sino para pensarla.
La emergencia que propongo para pensar la actualidad tiene conciencia de su condición de “después de”, pero se sabe enraizada aunque no encadenada a aquello de lo que quiere despedirse sin olvidarlo. Por eso, la emergencia trae a la presencia el pasado reconociéndolo como pasado de su propio presente y sabiendo que tiene con él, como diría Goethe, una “afinidad electiva”.
La despedida encuentra, así, su sentido en el enraizamiento y el enraizamiento en la despedida. Este ir y venir de la despedida al enraizamiento y viceversa es precisamente a lo que llamamos itinerancia –o, de otra manera, estado de perplejidad-, pero entendiendo ahora ya itinerancia no como una condición transitoria que puede y debe ser superada sino como la manera actual de darse del ser-en-el-mundo, una manera que nos deja “instalados” en una permanente “movilidad” entre enraizamiento y despedida.
Coda
Resumo, para terminar, que, en perspectiva postmoderna, la actualidad se nos revela como crepúsculo de los ídolos de la modernidad y alborada de caminos nuevos para la posibilidad humana, como manifestación del carácter ya sólo existencial de la esencia humana, como epifanía de lo sagrado pero ahora ya secularizado, como toma de la palabra por las diversidades y atenimiento al principio interculturalidad, y como despedida sin olvido del pasado de nuestro propio presente.
Tengo para mí -recordando una formulación que Vattimo recogió de Foucault- que esta “ontología de la actualidad”, que se revela en la itinerancia o estado de perplejidad, nos convoca a vivir digna y gozosamente juntos siendo y reconociéndonos diferentes, a mantener con la naturaleza una relación amigable y responsable, y, finalmente pero no en último lugar, a estar ya siempre abiertos a lo sagrado. Se nos manifiesta así, ocultándose y retrayéndose siempre, la relación de copertenencia, que nos preocupa desde antiguo, entre lo humano, lo natural y lo sagrado. En seguir los pasos, con “temor y temblor”, como diría Kierkegaard, de ese manifestarse ocultándose está hoy lo esencial del pensamiento.
Jose Ignacio
ResponderEliminarMe estoy permitiendo usar este texto tuyo para mis clases de filosofia con estudiantes de la Universidad Cesar Vallejo. Me parece una excelente aproximación al tema, sugerente y clara. Se hace referencia expresa al autor. Gracias por el aporte