José Ignacio López Soria
Publicado en: Libros & Artes. Revista del cultura de la Biblioteca Nacional del Perú. Lima, núm. 11, set. 2005, p. 30-32. Y, luego, en: López Soria, José Ignacio. Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna. Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2007, p. 139-149.
Introducción
Publicado en: Libros & Artes. Revista del cultura de la Biblioteca Nacional del Perú. Lima, núm. 11, set. 2005, p. 30-32. Y, luego, en: López Soria, José Ignacio. Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna. Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2007, p. 139-149.
Introducción
En los tiempos que corren, sembrados de utilitarismo y de reconciliación con la realidad, de debilitamiento de los discursos de emancipación y de perplejidad ideológica, de insatisfacción por las promesas no cumplidas del proyecto moderno y de toma de la palabra por las diversidades, es casi una osadía salir por los fueros de la utopía. Hasta ayer, el pensamiento utópico, ateniéndose al procedimiento teleológico, consistía esencialmente en proyectar hacia el futuro las promesas anunciadas pero no cumplidas de los discursos de la modernidad. Se hablaba así del “reino de la libertad” (perspectiva socialista) o del “paraíso del bienestar” (perspectiva capitalista) para dar forma conceptual, simbólica, política y existencial a las aspiraciones utópicas. El pensamiento utópico tenía, de alguna manera, el camino allanado. Le bastaba con atenerse a las vigencias fundamentales del proyecto moderno (libertad, solidaridad, equidad, justicia, bienestar) y explorar, con honestidad intelectual y compromiso ético, vías para su realización.
En la actualidad, como veremos enseguida, las cosas se nos han complicado. Me pregunto si tiene aún sentido proponerse pensar utópicamente y cuáles son hoy los caminos para hacerlo. Estoy seguro de que al responder afirmativamente a la primera parte de esta interrogante nos incorporamos a una tradición que nos viene de antiguo y que tuvo cultores de primera línea en pensadores como Alberto Flores Galindo, Antonio Cornejo Polar y últimamente Juan Abugattás, para recordar sólo las ausencias más recientes.
Me dedicaré aquí a reflexionar sobre la segunda parte de dicha pregunta, los caminos para pensar hoy utópicamente, con la manifiesta intención de continuar el debate que los citados pensadores dejaron instalado en nuestra agenda intelectual, ética y política.
1. Sobre el concepto de utopía
Aunque no sea sino para reiterar nociones conocidas, conviene recordar que el término “utopía” significa etimológicamente “no lugar” (del griego ou no y topos lugar).
En el léxico se entiende como utopía un plan, un proyecto, una doctrina o un sistema que parece irrealizable en el momento de su formulación.
La filosofía occidental, recogiendo una tradición que viene de Platón, reconoce como utópico aquel pensamiento que critica el orden existente y describe una sociedad perfecta en todos los sentidos, una sociedad humana ideal. Como primeras manifestaciones del pensamiento utópico, las historias de la filosofía mencionan Ciudad del Sol de Campanella, Utopía de Moro y Nueva Atlántida de Bacon, propuestas situadas históricamente todas ellas en los albores de la modernidad. Los siglos siguientes fueron ricos en expresiones utópicas. Entre ellas sobresale el llamado “socialismo utópico” (Saint Simon, Fourier, Babeuf, Owen): conjunto de teorías y doctrinas que proponen una radical transformación y un reordenamiento de la sociedad que se basan en principios socialistas pero que, al decir del “socialismo científico”, no asumen científicamente las leyes y fuerzas motrices del desarrollo social.
2. Sobre la actualidad
Para los fines del presente ensayo, destaco de la actualidad los siguientes aspectos: la enorme complejidad, el carácter no cumplido de las promesas del proyecto moderno, el desborde de las dimensiones institucionales de la modernidad, la globalización, la virtualización de la realidad, la liberación de las diferencias y la ineludible necesidad de teoría. No voy a desarrollar aquí estas características de la actualidad, pero diré algo sobre cada una de ellas.
La complejidad se nos ha vuelto e-norme: fuera de la medida. En el ámbito de la realidad, ella se manifiesta en la multiplicación y abigarramiento de las variables que la componen. En el ámbito del conocimiento, la complejidad deriva de la diversidad de la información que tenemos sobre la realidad y de la inadecuación de las categorías conceptuales de que disponemos para pensarla. En el dominio de las actitudes y de la praxis proliferan la perplejidad, que se traduce en no saber a qué atenerse; el utilitarismo, que nos invita a la reconciliación con el orden existente; los fanatismos y fundamentalismos, que predican la vuelta a principios rígidos e indiscutibles; y los relativismos, que piensan que todo está igualmente cerca de Dios o debidamente fundado. A mi entender, de estas actitudes, la única histórico-filosóficamente rica en posibilidades es la perplejidad porque entiende las tradiciones (epistemológicas, axiológicas, simbólicas, políticas, etc.) no como mandatos a los que haya que atenerse sino como mensajes que nos vienen del pasado y, por tanto, está abierta a la posibilidad de repensar tanto los procedimientos como los fundamentos del pensar, el valorar, el representar simbólicamente y el hacer. Me atrevería a decir que la perplejidad es, para la actualidad, lo que el “admirarse” fuera para los antiguos y la “duda metódica” para los modernos, es decir una especie de estado de ánimo inicial desde el que es posible imaginar una nueva primavera para el pensamiento.
En el ámbito de la práctica, es evidente que los discursos modernos no han cumplido su promesa de universalización de la libertad, la equidad, la solidaridad y el bienestar. Por otra parte, su promesa de racionalidad emancipatoria, que se orientaba primigeniamente a crear una sociedad inteligible, transparente y en la que la razón se erigiese en tribunal supremo para articular las relaciones entre iguales en base a consensos y contratos realizados en contextos libres de violencia, ha devenido en una racionalidad instrumental que promueve el egoísmo individual y colectivo, el afán de lucro, la justificación de los medios por los fines, el cálculo interesado, la explotación del otro, entendido como medio y no como fin, y la sobre apropiación de bienes y servicios.
Es sabido que la modernidad cuajó en instituciones de las que las más importantes son el mercado capitalista como forma privilegiada de intercambio; la escuela como sistema de producción y difusión de conocimientos y provisión de competencias para el trabajo; la empresa y la red industrial como forma de producción de bienes y servicios y reproducción de la sociedad; la democracia representativa como instrumento para la gestion macrosocial; el ejército permanente y el sistema policial y judicial para el uso legal de la violencia; la ciudad como lugar preferido de poblamiento; los medios de comunicación social para la información y el debate público; la sociedad de clases, etc. Y todo ello en el marco del estado-nación como forma por antonomasia de organización social, pero también como sustrato de la autopercepción, la percepción, la valoración, la legitimación, la representación simbólica, la acción social y la vida cotidiana.
El actual remecimiento del estado-nación está desdibujando el perfil tradicional (nacional) de las dimensiones institucionales de la modernidad y obligándonos a todos a pensar la convivencia en términos nuevos. Contribuyen a ese remecimiento tanto la globalización como la virtualización de la realidad y la liberación de las diferencias.
La globalización puede ser entendida como un conjunto de tendencias que nos llevan cada vez más a tener el globo como marco obligado de referencia para: i) enfrentar los grandes riesgos y amenazas de la actualidad (dominación universal, unipolaridad, catástrofe nuclear, calentamiento global, terrorismo, narcotráfico, exclusión, manipulación genética, etc.); ii) rediseñar los subsistemas sociales y las formas de la convivencia; y iii) y aprovechar racional y dignamente las posibilidades que dichas tendencias ofrecen para el desarrollo humano (satisfacción y enriquecimiento de las necesidades, comunicación integral, solidaridad internacional, multiplicidad de voces y de nociones de vida buena, posibilidad de apropiación de la experiencia humana, etc.). Como todo proceso de trascendencia histórica, la globalización es un arma de varios filos. Lo cierto es que para enfrentar sus amenazas y aprovechar dignamente sus potencialidades para el desarrollo humano se necesita pensar y actuar globalmente.
La virtualización de la realidad contribuye, entre otras cosas, a la desterritorialización de la vida humana en muchas de sus manifestaciones y, por tanto, facilita el camino para el desarrollo de lealtades, afinidades, opciones éticas, formas de vida, estructuras jurídicas, ofertas formativas, etc. que frecuentemente transcienden los límites físicos, perceptivos, axiológicos y simbólicos de las sociedades contenidas por los estados-nación.
Finalmente, pero no en último lugar, la liberación de las diferencias se traduce en la toma de la palabra por las diversidades (culturales, lingüísticas, étnicas) y en la exigencia de que sean reconocidas y tenidas en cuenta en su particularidad. La liberación de las diferencias apunta, además, a la reducción de las autodenominadas universalidades a la condición de particularidades para que, así, sea posible un verdadero diálogo intercultural. También esta tendencia contribuye a debilitar la estructura tradicional del estado-nación y sus afanes homogeneizadores para dar paso a una forma de organización macrosocial en la que sea posible el encuentro enriquecedor de las diversidades.
La necesidad de la teoría se ha hecho hoy ineludible para orientarnos en un mundo atravesado, entre otras, por las tendencias arriba mencionadas. Entendemos aquí teoría como una forma de la praxis humana que nace de la “admiración” que nos embarga cuando advertimos que aquello que creíamos saber es en el fondo desconocido, o de la “duda metódica” que se atreve a poner en cuestión no sólo los procedimientos sino los fundamentos del conocimiento, o de la “perplejidad” que se atreve a mantener una relación sólo electiva y no mandatoria con sus propias tradiciones. Pero la teoría trasciende el momento de la admiración, de la duda y de la perplejidad para arriesgarse a la proposición de categorías conceptuales y conexiones que nos permitan saber a qué atenerlos en los dominios de la objetividad, la legitimidad, la representación simbólica y la práctica individual y social.
3. La utopía desde nuestro tiempo
El camino actual a la utopía pasa, como en los viejos tiempos, por el pensamiento crítico y propositivo. El pensamiento que es sólo crítico se centra en la denuncia, suponiendo que basta con corregir las patologías (orden existente) para restablecer el orden de existencia (deber-ser) y dando por supuesto que ese orden de existencia nos es conocido. El pensamiento sólo prospectivo imagina el futuro como extensión del orden existente, buscando el potenciamiento y una mejor articulación de las tendencias de la actualidad. El pensamiento crítico y propositivo explora nuevas perspectivas teóricas, investiga las raíces y no sólo las manifestaciones de las patologías, analiza críticamente las tendencias de la actualidad y piensa (conocimiento) y se compromete con (voluntad y acción) un orden social que, a partir de la potenciación de lo mejor de la actualidad, facilite y promueva la realización de la posibilidad humana para todos y cada uno de los hombres y sus entornos existenciales.
Este pensamiento es utópico no sólo porque piensa la sociedad buena sino porque la imagina no como un lugar al que hay que llegar, diseñado y previsto por algún discurso englobante (sagrado o seculizado), sino como un camino que hay que construir dialógicamente, en un diálogo en el que participan los individuos pero también las colectividades.
La exploración teórica comienza guardando distancia con los discursos englobantes y particularizando sus fundamentos y sus vigencias, y asumiendo electiva y no preceptivamente nuestras propias tradiciones epistemológicas. Por otro lado, como línea propositiva, se acerca a la ontología débil para despojar al ser de las propiedades duras que le atribuyó la ontología tradicional; en los predios de la antropología, se inclina por la intersubjetividad para equilibrar el dominio absoluto que desde la modernidad se atribuye al sujeto individual, y afirma la invencibilidad de la pertenencia y la insuperabilidad de las diversidades; en epistemología, entiende la verdad como apertura, la hermenéutica como método y el diálogo como camino hacia la verdad; particulariza la llamada “historia universal” y la reduce al encuentro de diversidades; y, finalmente, se acerca electivamente a las propias tradiciones, leyéndolas como mensajes que nos vienen del pasado y que, al revivirlas, dan continuidad y densidad históricas a nuestra autopercepción y percepción del futuro.
El pensamiento crítico y propositivo, además de identificar las patologías de nuestro tiempo (pobreza, exclusión, inseguridad, opacidad de perspectivas, etc; incumplimiento de las promesas de equidad, libertad, justicia, solidaridad, bienestar, racionalidad; socialidad no inclusiva: falta de solidaridades profundas, lealtades permanentes, vinculaciones perdurables, identidades abierta al diálogo, etc.), pone su explicación no sólo en las desviaciones en la realización de la promesa, sino en la defectuosidad de la formulación de la promesa y del diseño de la sociedad buena, y duda de que baste con reformular la promesa y rediseñar la sociedad en clave moderna para enfrentar esas patologías.
Al analizar críticamente las tendencias de la actualidad encuentra que el polo de las amenazas está habitado por la globalización coercitiva y homogeneizante que practican los poderes (económico, militar, comunicacional, informativo, científico-tecnológico, etc. ) y los contrapoderes (terrorismo, narcotráfico, corrupción organizada, etc.), y por los tradicionalismos, fundamentalismos, relativismos y nacionalismos cerrados que proliferan por doquier. Pero ven también en la actualidad un polo de esperanza en la liberación de las diferencias (con su doble vertiente de reconocimiento de la diversidad y particularización de las universalidades); en la posibilidad de apropiación de la experiencia humana (por mayor disponibilidad de informaciones, mensajes y nociones de vida buena; debilitamiento de la percepción estado-nacional; actitud electiva con respecto a las tradiciones, etc.);en la posibilidad real para no sólo satisfacer sino desarrollar las necesidades; en el desmoronamiento de las rigideces, seguridades y optimismos epistemológicos y axiológicos; en la consideración de la verdad como apertura; y en diálogo intercultural y el reconocimiento gozoso de las diversidades.
La sociedad buena que el pensamiento crítico y propositivo piensa, y con la que se compromete ética y políticamente, no es una meta sino un camino, no es un objetivo proyectado en el futuro ni una añoranza embellecedora de supuestos paraísos perdidos en el pasado sino una manera de transitar por el presente que se apropia de las tradiciones, pero manteniendo con ellas una actitud electiva; que no se avergüenza de afirmar las pertenencias, pero despojándolas de sus rigideces; que trata de poner al alcance de todos el horizonte de expectativas que anunció y no cumplió el proyecto moderno; que se atreve, con temor y temblor pero decididamente, a desafiar a los dioses que los poderes y contrapoderes de la modernidad tardía están intento dejarnos instalados en las conciencias y en las estructuras y relaciones sociales; que apuesta por un trato amigable y responsable con el entorno natural sin sacralizarlo; que reconoce gozosamente las diferencias y las gestiona dialógicamente para una convivencia enriquecedora de las diversidades; que promueve el surgimiento de solidaridades profundas, lealtades permanentes e identidades abiertas al diálogo; que facilita la apropiación de la riqueza humana y la participación digna en el concierto universal.
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