José Ignacio López Soria
Intervención en “II Jornada Internacional de Filosofía
Latinoamericana”. Universidad Nacional Mayor de San Marcos / Instituto de
Investigación del Pensamiento Peruano y Latinoamericano. Lima, Perú, 27-28 de
junio de 2012. Inst. Porras Barrenechea, 27/06, 11:35-12:35.
Anotación preliminar
Generalmente en los congresos,
jornadas y simposios académicos presentamos ponencias que dan cuenta de
indagaciones ya concluidas para someterlas al debate y a la crítica de nuestros
colegas. Me voy a permitir, en este caso, salirme del libreto para ex-poner, en
el sentido de poner ante otros, preocupaciones sueltas que habitan mis
interioridades y me convocan al pensamiento.
Parto de la
consideración de la filosofía como ejercicio de pensamiento, un ejercicio al
que nos sentimos convocados por aquello que, en terminología de Heidegger
, más merece
que pensemos y que se traduce en una acción comunicativa, a lo Habermas
, mediada
por el lenguaje. Pero la pretensión de esa comunicación no es tanto convencer y
persuadir argumentativamente de la validez de nuestras proposiciones, cuanto invitar
a pensar lo que merece que pensemos. Porque, sin desestimar la importancia para
la convivencia de construir racionalmente consensos, considero que no es dable el
despliegue pleno de la posibilidad humana sin mantenerse en estado de abierto
al diálogo, de escucha atenta del otro e incluso de lo inesperado.
Le he
puesto como título a mi intervención “Para una filosofía de la plenitud”. Con
el “para” quiero dejar constancia del carácter preliminar e indicativo de mi
propia reflexión. Como pre-liminar, ella se sitúa antes del umbral de la casa
en la que habita la plenitud, y como indicativo el “para” señala esa casa como
el hogar por excelencia del habitar.
Después de
revisar someramente algunos conceptos que pueblan el imaginario moderno, haré
algunas anotaciones sobre la actualidad y terminaré proponiendo categorías
conceptuales para pensar la existencia humana y la convivencia en perspectiva
de plenitud.
Sobre la modernidad
Comienzo con una anécdota. En mi
colegio en Madrid aprendí que la edad “moderna” comenzó con la caída de Constantinopla
a manos de los turcos en 1453 y acabó con la revolución francesa (1789). En mis
estudios de historia en la universidad, ya en Lima, me enseñaron que la edad
moderna comenzó con los llamados “descubrimientos” y las conquistas y acabó
igualmente con las revoluciones burguesas y criollas y la constitución de
estados independientes en las antiguas colonias. A lo que vino después se le
llamaba edad “contemporánea” en la narrativa historiográfica occidental y, en
nuestro caso, “época republicana”.
Esta división historiográfica no
carece de importancia histórico-filosófica. Constituye, más bien, un corte
epistemológico que, por un lado, está en la base de la constitución de la “occidentalidad”
de signo cristiano, por oposición al “oriente” islámico
y por
extensión “civilizatoria” y “salvífica” al “primitivo” e “infiel” mundo
americano, y, por otro, trata de borrar de la contemporaneidad la presencia y
las huellas de la colonialidad.
La filosofía de historia de corte
ilustrado, por su parte, identifica el proyecto moderno con el proceso que nos
viene de la Ilustración europea. En esta narrativa, la contemporaneidad se
presenta como una modernidad que, por un lado, pone en la secularización y la
racionalización los ejes fundamentales de su despliegue, y, por otro, no salda cuentas
con las mencionadas tendencias del discurso historiográfico occidental, aunque
interpreta su misión ahora ya en clave civilizatoria y no salvífica y tiende a
calificar los tiempos modernos como “postcoloniales”. Es decir, nos sitúa en un
presente que desconoce su propio pasado, y naturalmente ese desconocimiento no
es ajeno a las dinámicas del poder tanto en su dimensión política y económica
como en su dimensión epistémica, axiológica y simbólica.
Del encuentro de estas dos narrativas
surge un horizonte de sentido que habita nuestro imaginario y que está
constituido por categorías básicas como individuo, conciencia, racionalidad,
autonomía, secularidad, progreso, unilinealidad histórica, etc. Estas y otras
categorías y sus conexiones, convertidas en ideas regulativas y articuladas en
el lenguaje hegemónico de la modernidad occidental, tienen dimensiones no solo
epistémicas, sino axiológicas, representativas, prácticas y propias del mundo
de la vida o vida cotidiana. Si atribuimos validez a los apotegmas de Nietzsche
“
El mundo verdadero se nos ha vuelto fábula”,
de Heidegger “
La palabra –el habla- es la
casa de ser.”
, de Wittgenstein “
Los límites de mi lengua significan los
límites de mi mundo.”
y de Gadamer
“
El ser, que puede ser comprendido, es
lenguaje.”
, desde el lenguaje de la
modernidad que llega hasta nosotros, convertido en discurso hegemónico, hacemos
la experiencia del ser, de nosotros mismos, de la historia humana y del
mundo.
Con respecto a nuestra experiencia del ser, señalo tres
aspectos que me parecen de especial importancia histórico-filosófica: en primer
lugar, la reducción de los modos de darse del ser a dos, lo natural y lo
humano, anulando lo sagrado o dejándolo en el rincón de lo prescindible; en
segundo lugar, la atribución de primacía a la manera humana de darse del ser,
con la consiguiente subalternización de
la naturaleza; y, finalmente, la reafirmación de la metafísica de la presencia,
reformulada ahora en clave preferentemente científico-técnica.
Pensadas desde una aproximación a
la filosofía de la plenitud, lo más
significativo de estas características es el estrechamiento del horizonte de la
apertura a la alteridad para la experiencia humana. La creencia en “lo absolutamente
otro” (Lévinas) había mantenido a la experiencia humana en estado de abierta a
lo que se sustrae, a lo inesperado, a aquello de cuya presencia no se tienen más
signos que las huellas de su ausencia. Eliminadas esas huellas del horizonte
perceptivo, la experiencia humana queda ligada a la presencia y, por tanto, con
dificultades, en el trato con lo otro o con el otro, para leer aquello de ellos
que remite a lo ausente.
Sobre la
experiencia de nosotros mismos cabe señalar que el ser humano es
entendido desde regularidades estructurales (Lévinas) y, por tanto, desprovisto
de su condición de sujeto con experiencia histórica y pertenencias culturales
propias, para atribuírsele la condición homogénea de individuo objetivable y
universalizable
, e incluso clasificable
según un código racial jerarquizado. Por otra parte, el principio de la
inmanencia y la autorreferencialidad, formulado
tempranamente por Duns Scoto (1266-1308) y recogido, a su manera, por Guillermo de Occam, Dante Alighieri, Nicolás
de Cusa, Pico della Mirandola, Marsilio de Padua, Charles de Bovelles
(Bovillus), Francis Bacon, Galileo Galilei y tantos más, subvierte la concepción
medieval del ser según la cual el ente tenía un pie en este mundo y otro en el
reino de lo trascendente
. Para
Duns Scoto “
Omne ens habet aliquod esse
proprium” (todo ente tiene una esencia singular) y, por tanto, el ente no
remite a nada más allá de sí mismo. El individualismo que se construye
discursivamente a partir de esta concepción del ente lleva al desconocimiento
de la alteridad como constitutiva de la mismidad y, consiguientemente, a
entender como objeto, como algo que se le presenta, todo lo exterior a esa
mismidad, incluidas las personas. Incluso cuando, en el mejor de los casos, uno define a otra persona como un “alter ego”,
la está definiendo desde sí mismo, sin esperar a que ella se presente. Lo que
interesa subrayar es que el individualismo moderno estrecha, si no elimina, la
apertura hacia la alteridad y, por tanto, deja planteado el reconocimiento del
otro como un problema no resuelto. Recuérdese, sin embargo, que, como lo anotan
Charles Taylor
y tantos más, el
reconocimiento es fundamental en la constitución de la identidad.
De nuestro hacer la
experiencia de la historia humana en
clave moderna quiero subrayar solo dos aspectos: la articulación de temporalidades
y espacialidades en la narrativa de la historia universal y la transformación
del estar en devenir al amparo de la idea de progreso. Heredando el discurso de
la “historia de la salvación” de la tradición judeo-cristiana, la narrativa de
la historia universal seculariza ese discurso y piensa la historia como un
proceso unilineal, progresivo, periodizado y universalmente válido que va de un
supuesto “estado de naturaleza” (propio de los pueblos no europeos) a un
“estado de civilización” (propio de Europa). En esa narrativa quedan
articuladas, en la condición de subalternas, las historias “particulares” de
los pueblos no europeos, no sin haber sido previamente desconocidas sus propias
temporalidades e incorporados sus territorios en el sistema-mundo que comienza a
construirse con los llamados “descubrimientos”, las conquistas y las
colonizaciones y llega hasta la globalización de nuestra actualidad
.
Desde la perspectiva de una
filosofía de la plenitud, lo más significativo de la narrativa moderna de la historia
universal es que desconoce las especificidades de las consideradas “historias
particulares”, empobreciendo, así, el horizonte de la experiencia humana,
invalidando los ámbitos proveedores de sentido de los pueblos subalternizados,
y obligando a estos a despojarse de su propia identidad para hacerse de
identidades no enraizadas en su propia experiencia histórica. El resultado,
para ellos, como sabidamente anota Huamán Poma, es “un mundo al revés”, sin
agarraderos para saber a qué atenerse y, en el caso de los colonizados, hasta
sin lengua propia para hacer la experiencia de ellos mismos, del mundo y de lo
sagrado.
De no menor importancia
histórico-filosófica es la primacía atribuida por el discurso de la historia
universal al “devenir” en detrimento del “estar”, una primacía que recoge, en
clave ya secularizada, la matriz del discurso de la “historia de la salvación”.
La remisión del devenir al “allí” y al “después” atribuye densidad óntica y
ontológica al futuro, debilitando la potencialidad del presente, el “aquí” y el
“ahora”, en cuanto ámbito de provisión de sentido y de realización plena de la
posibilidad humana. La aceptación de la postergación de la satisfacción de las
necesidades manifiesta de suyo que la primacía del devenir se ha incorporado
como idea regulativa
en
el mundo de la vida. Al vector que organiza ese devenir le llamados progreso.
No corresponde explorar aquí la
historia de la idea de progreso, aunque sí hay que señalar que su significación
se ha ido estrechando hasta quedar reducida en la actualidad a la idea de
crecimiento económico, pasando antes por la de desarrollo. Originalmente, el
concepto de progreso remitía, como anotan Weber
,
Hazard
y Habermas
,
a la realización postergada pero plena de la posibilidad humana porque tenía
que ver con las esferas de la cultura,
los subsistemas sociales y el mundo de la vida, y se había originado en un
contexto marcado por el espíritu de revolución, cuando todavía el concepto de
revolución, al decir de Arendt
, remitía al
despliegue de la libertad y, por tanto, se atrevía a vérselas con un proyecto
sembrado de esperanzas pero también de responsabilidades e inseguridades.
El concepto de desarrollo
,
por el contrario, reduce la multidimensionalidad del concepto de progreso,
enfatizando el crecimiento económico,
pero relacionado este crecimiento con otros aspectos como la racionalización de
la gestión pública, la extensión de los servicios sociales, el fortalecimiento
industrial, la constitución de mercados nacionales, la extensión de los
derechos civiles y políticos, etc., y luego ampliado a ámbitos como la
distribución equitativa de los ingresos, la independencia económico-política de
los Estados-nación emergentes, la satisfacción de necesidades básicas, la
atención a la necesaria regeneración de la naturaleza, la diminución del riesgo
del deterioro, el aprovechamiento de los residuos, la explotación sostenible de
los recursos naturales, etc. y, en el mejor de los casos, la eliminación de la
pobreza y la distribución equitativa de los bienes. Pero lo predominante hoy no
es ya ni siquiera el discurso del desarrollo sino el del crecimiento.
El ámbito en el que se inscribe la idea de desarrollo es ya, en
terminología de Heidegger en
Filosofía,
ciencia y técnica,
la “era de la técnica” o de la organización total y la reemplazabilidad. En
este ámbito, que es el nuestro, por más dimensiones que se añadan al
desarrollo, el concepto mismo y sus prácticas apuntan al diseño de estrategias
de “liberalización” para hacer viable la “modernización”. Explico los dos
términos utilizados: liberalización y modernización. El concepto de
“liberalización” no está ya referido propiamente a la libertad, que yo entiendo
como el despliegue pleno de la posibilidad humana y la apertura a la alteridad,
sino que remite al debilitamiento y deshacimiento de las ataduras que impiden
que se apliquen cabalmente los modelos “previstos” de modernización. Por su
parte, el concepto “modernización” reduce la significación del de “modernidad”
que, como sabemos, remitía a procesos que concernían a las esferas de la
cultura, los subsistemas sociales y el mundo de la vida, mientras que la
“modernización” tiene normalmente que ver con la lógica de la racionalidad
instrumental aplicada a algunos subsistemas sociales (el de la producción, el
del mercado y el de la gestión pública, principalmente), a través de planes,
programas y hasta recetas que poderosas instancias transnacionales se encargan
de diseñar cuidadosamente y luego de controlar su ejecución según indicadores
preestablecidos que miden principalmente el crecimiento económico.
El encuentro de estos dos conceptos, liberalización y modernización, y su
elevación a la categoría de norma dejan al descubierto que el desarrollo
obedece no a la lógica emancipadora de la modernidad sino a la lógica
instrumental de la modernización para restaurar o instaurar un orden
preestablecido y minuciosamente diseñado. No deja de ser significativo, además,
que el proceso de instauración o restauración de ese orden se haga con
estrategias más cercanas al vigilar y castigar de Foucault
que al ejercicio de la libertad. No hay
que perder de vista que el concepto de desarrollo y sus prácticas y
modificaciones son propios de la modernidad tardía, cuando esta ha dejado en gran
medida de lado la lógica emancipadora, presente originariamente en la idea de
progreso, y predomina ya la lógica instrumental, que, como sabemos, se orienta
desembozadamente en nuestros días hacia a la homogenización del consumo a
escala planetaria y a la articulación jerarquizada de las economías
particulares en función de intereses transnacionales.
Como hijo legítimo pero disminuido del progreso, el concepto de
desarrollo es nieto del patrón del poder y del saber que, recogiendo tendencias
anteriores, se puso en marcha material y simbólicamente, como hemos dicho, con
los llamados descubrimientos, las conquistas y las colonizaciones, y que, en
general, conocemos como proyecto de la modernidad. Con esta ascendencia, no es
raro que el desarrollo lleve en la sangre las características básicas de ese
patrón “civilizacional” que, como han señalado Aníbal Quijano
y otros, se concretan en racionalismo, individualismo, consideración de
Occidente como el centro del planeta, racialización de las identidades y de las
relaciones sociales, articulación controlada de las diversas formas de trabajo
y apropiación de sus productos, etc. A estas características pueden añadirse
otras que simplemente dejo anotadas: la sustitución paulatina del habitar por
el construir en nuestra relación con el territorio, lo que lleva al abandono
del cultivar para preferir el producir;
el debilitamiento de la alteridad como dimensión constitutiva de la mismidad;
el mencionado arrinconamiento de lo sagrado; la consideración de la naturaleza ya no como
lugar del habitar sino como objeto de deseo y apropiación, etc. Ubicado en este
ámbito histórico-filosófico, el concepto de desarrollo arrastra una herencia de
que la no puede desprenderse.
Después de estas anotaciones no es difícil colegir que el problema del
desarrollo no está en los calificativos (“sustentable”, “inclusivo” etc.), sino
en el sustantivo mismo, en el concepto de desarrollo, que lo entiendo como una
especie de camisa de fuerza, como una matriz cognoscitiva, valorativa,
normativa, expresiva y práctica que no da para pensar el despliegue pleno de la
posibilidad humana haciéndonos cargo de nuestra condición de “seres con el
mundo abiertos a la alteridad”.
En los últimos lustros, del
concepto de desarrollo se está privilegiando una de sus dimensiones, la del
crecimiento económico y, consiguientemente, se puede decir que el desarrollismo
está mutando en “crecimientismo”. La vara mágica que mide todo es la del
crecimiento, convertido este en “condición de posibilidad”, metafísico modo, para la satisfacción de
todas las necesidades. Lo cierto es que la prédica del crecimiento, que opera través de estrategias más coercitivas
que argumentativas, está siendo lo suficientemente eficaz como para convertir
el crecimiento en una idea regulativa que se cuela en la subjetividad, el imaginario
colectivo y las políticas públicas, desprendiéndose de su historicidad para revestirse de
universalidad e imperecibilidad, olvidando su carácter contingente para
presentarse como necesaria, pretendiendo llenar el horizonte de las
expectativas y pasando del ámbito de lo electivo al de lo normativo.
Con respecto a la experiencia de la naturaleza que hacemos desde
el discurso moderno diré solamente que la naturaleza es para el hombre moderno objeto
de deseo y de dominio y ya no lugar de habitación y pertenencia. Por eso, el
habitar, relacionado originalmente con el cultivo y cuidado de aquello a lo que
se pertenece, mutó en poseer y luego en construir,
al compás de un saber informado ya por el poder. La consecuencia es que la
naturaleza no es más para el hombre moderno una compañera de viaje en la
aventura de la existencia sino un objeto de explotación. Y esta condición disminuida
y subalterna que se atribuye a la naturaleza no cambia con el discurso del
desarrollo sostenible porque también este considera a la naturaleza objeto de
explotación, aunque calcula que la explotación se atenga al principio de la
durabilidad, pensando en el derecho de la especie humana a la sobrevivencia y
no ciertamente en los “derechos” de la naturaleza, la cual, para el discurso
moderno en cualquier de sus formas, no es nunca sujeto de derechos. Puede ser
la naturaleza “objeto” de respeto, pero aquí el respeto no se basa ya en el
temor frente a su imprevisible comportamiento, como ocurría en la antigüedad, ni se funda en la valía de lo natural por sí
mismo sino nuevamente en el cálculo responsable de su utilización para la
sobrevivencia humana. Ya la sola mención de “derechos” de la naturaleza es una
especie de herejía para la dogmática moderna.
Otro aspecto no menos importante de la experiencia que hacemos de la
naturaleza es que nos definimos a nosotros mismos, en terminología
heideggeriana, como seres-en-el-mundo y no como seres-con-el-mundo.
Después de este breve recorrido por nuestras maneras de hacer, desde el
discurso moderno, la experiencia del ser, de nosotros mismos, de la historia
humana y del mundo, podemos decir que llegamos a una actualidad
conformada por un horizonte de sentido que habita las epistemes, las
valoraciones, las normas y los sistemas simbólicos, organiza los subsistemas
sociales y construye las expectativas, los imaginarios y las subjetividades. A
grandes rasgos, ese horizonte proveedor de sentido tiene las siguientes
características básicas: 1) la consideración de que el ser se da sólo de dos
maneras, la natural y la humana; 2) el establecimiento de una jerarquía entre
ellas, con el predominio absoluto de lo humano; 3) la interpretación de nuestro
ser-en-el-mundo no como un “estar” sino como un “devenir” informado
originalmente por la idea regulativa de progreso y luego por las de desarrollo
y crecimiento; 4) la reducción del ser humano a una mismidad autorreferrencial
que, en el mejor de los casos, entiende la
alteridad como límite y no como constitutiva de la propia mismidad; y 5) la ampliación
del ámbito de la percepción al sistema-mundo ahora ya no como una aspiración
sino como una realidad presente en nuestra vida cotidiana. Ocurre, además, que desde
el horizonte perceptivo de la modernidad se nos vuelven invisibles, si no
descartables, tanto los discursos contra-hegemónicos como los sujetos
colectivos y los movimientos sociales que los portan.
Apuntamientos sobre la plenitud
Frente a esta textura de la actualidad son posibles cuatro actitudes:
apologética, vigilante, crítica y propositiva. La apologética se define por la
consideración del orden existente como orden de existencia o deber ser. La
vigilancia no suele ir más allá del control de los procesos para mejorar la
performance del sistema y mitigar sus efectos nocivos. La crítica apunta con
demasiada frecuencia a la cura de las patologías que produce el sistema, aunque
a veces va más allá y se atreve a de-construir los fundamentos de esa textura,
relacionándola con el patrón civilizacional de la modernidad y poniendo al
descubierto los componentes de violencia material y simbólica que esta matriz
civilizatoria conlleva. La actitud propositiva se alimenta no solo de una
lectura crítica de los rasgos crepusculares del proyecto moderno y sus actuales
manifestaciones, sino de la exploración de nacientes signos aurorales que
despiertan esperanzas y convocan compromisos.
Pero, en cualquier caso, la mirada propositiva no debe quedar anclada en
un “anti-modernismo romántico” que apunte a restaurar el mundo “pre-moderno”
por considerarlo una especie de “paraíso perdido”. Somos hechura de la
modernidad y nos toca realizar una operación de autocercioramiento de nuestra actualidad
desenmadejando los hilos de los que está tejida, prestando atención a los cabos
que quedaron sueltos por su potencialidad contra-hegemónica y, muy
especialmente, asomándonos a otros horizontes de significación y de vida buena
para potenciar la capacidad propositiva.
Informada por la filosofía de la plenitud, la proposición comienza
advirtiendo que el mundo del que venimos y que constituye nuestra actualidad
consiste esencialmente, como hemos mostrado en el apartado anterior, en un
proceso de vaciamiento (kenosis) o reducción de la experiencia humana con
respecto al ser, a nosotros mismos, a la historia y al mundo. El camino hacia
la plenitud (plerosis) no puede ser tributario de la manera de darse esa
experiencia antes de la irrupción de la modernidad. Estamos ya en los tiempos
del “pensamiento débil” y hasta de la “ontología débil”, como anuncia reiteradamente
Vattimo
,
y el horizonte de sentido que inaugura ese pensamiento, recogiendo la herencia de
la hermenéutica gadameriana, no da para pensar la actualidad con categorías
conceptuales portadoras de violencia.
Finalmente, presento algunas proposiciones de índole dialógica y no
apodíctica y de cuyo carácter preliminar soy plenamente consciente. Se trata de
proposiciones sobre asuntos que a mí me convocan a pensar y que creo que
merecen ser pensados como prolegómenos de una filosofía de la plenitud
.
1ª. El ser se da de tres maneras, como lo natural, lo humano y lo
sagrado, y entre esas maneras de darse del ser hay una relación de co-pertenencia
horizontal. El concepto de “co-pertenencia” remite al carácter constitutivo
de cada componente por los otros, sin desconocer las especificidades de cada
uno. El adjetivo “horizontal” atribuye valía semejante a cada componente y, por
tanto, desconoce jerarquías entre ellos y convoca a eliminar la violencia en su
relación mutua. Esta esencial co-pertenencia es procesada de diversas maneras
por los diferentes pueblos. En la manera particular de procesar la
co-pertenencia consiste fundamentalmente la cultura de cada pueblo, y en el
carácter mutable de ese procesamiento consiste su historia.
2ª. La naturaleza es para el hombre compañera de viaje y no su
sierva ni instrumento de dominación de unos hombres por otros. Como compañera
de viaje asiste al hombre en sus necesidades, pero requiere también de él
atención y cuidado. El fundamento de la atención y cuidado que el hombre presta
a la naturaleza no remite solo a las necesidades humanas presentes o futuras
sino a lo que podríamos llamar el “derecho”
de la naturaleza a su propia sobrevivencia. Entiéndase, sin embargo, que
este “derecho” no es atribuible a cada elemento de la naturaleza sino al conjunto
de ella y, tal vez, a sus especies según los requerimientos del equilibrio
ecológico y de la regeneración, que conjugan descomposición con recomposición.
3ª. El hombre no es un ser-en-el-mundo sino un ser-con-el-mundo.
Esta autopercepción, que los occidentales recogemos de algunas de nuestras
tradiciones y principalmente de los mensajes que nos vienen de otras culturas,
supone que la naturaleza es constitutiva de nuestra condición humana y,
consiguientemente, fuente de dinamismo y de gozo de la posibilidad humana. Esta
misma consideración nos obliga a reconocer que el hábitat para la vida humana
no es escenario sino albergue que nos pertenece y por el que, además, somos
pertenecidos. Por eso nos definimos como habitantes, definición que remite a nuestra
condición de seres-con-el-mundo. Hay que decir, en consecuencia, que cuando nos
definimos como seres-en-el-mundo estamos reduciendo nuestra propia condición
humana.
4ª. En la relación hombre/naturaleza la idea regulativa de progreso y, a fortiori, las de desarrollo y
crecimiento, tendrían que ser sustituidas por la de convivencia dinámica.
Nuestra condición de seres-con-el-mundo no es, por cierto, estática sino
dinámica, pero el dinamismo no necesariamente consiste en progresar o
desarrollarse según un modelo de supuesta validez universal y que apunta esencialmente al
incremento del tener, el disponer y el poder, derivaciones todas ellas del carácter
teleológico del proyecto moderno, que, por lo general, se ejecuta a costa de la
naturaleza y de otros colectivos humanos. Dinamismo es también, y de manera más
esencial, la recomposición constante, aunque a diversos ritmos, de la
co-pertenencia hombre/naturaleza, una recomposición que no necesariamente tiene
el camino trazado y que resulta del encuentro entre pueblos diversos, de la
dinámica de la propia naturaleza y de la interacción hombre/naturaleza. La
mencionada sustitución nos libra del ejercicio de la violencia contra la
naturaleza, al que nos inducen el concepto de progreso y sus actuales derivados.
5ª. Vivir plenamente para el hombre consiste en convivir con otros,
entendida esta convivencia también en perspectiva dinámica, pero con un
dinamismo que no viene de la competitividad con los otros ni menos aún de su
subalternización, conceptos ambos cargados de violencia, sino del
reconocimiento de la alteridad como constitutiva de la mismidad y que, por
tanto, se traduce en interacciones dignas, mutuamente enriquecedoras y hasta
gozosas, asumidas, además, como el ámbito por excelencia de realización de la
posibilidad humana en lo que consiste la libertad. Distingo, a este respecto,
liberación de libertad. El primer concepto remite al deshacimiento de las
ataduras que impiden el despliegue pleno de la posibilidad humana, mientras que
el segundo remite a este despliegue.
6ª. Asumir la multidimensionalidad espacial de la interacción
hombre/naturaleza y de la convivencia humana, entre lo local y lo global,
asumiendo lo local como ya siempre abierto a lo otro, y lo global no como una
articulación jerarquizada de diversidades al servicio de poderes centrales ni
como una homogeneización según un modelo de pretendida validez universal,
características ambas de la actual globalización. Lo global tendría que ser un
encuentro enriquecedor de diversidades.
Esta perspectiva amplía, sin des-localizarlo, el horizonte de la ética,
la responsabilidad, la justicia, la equidad, las alianzas, la solidaridad, la
gobernanza, etc., y deja planteado el problema no resuelto de una gestión
acordada y vinculante de la globalidad. Digo “globalidad” y no “globalización”,
porque el segundo concepto remite al proceso tangible de mundialización que nos
viene del proyecto moderno, mientras que el
primer concepto, “globalidad”, quiere sugerir que la apertura a la
alteridad es constitutiva de toda particularidad.
7ª. Finalmente, pensar la vida humana en términos de plenitud y no
de “devenir” o “llegar a ser” y menos aún de esa recortada visión del devenir
que conocemos como desarrollo y que está ya bajo el signo del “crecimientismo”.
Sé que me meto en honduras histórico-filosóficas en las que no puedo aquí
detenerme, pero dejo apuntado que cuando pensamos la vida individual y
colectiva como “llegar a ser” supeditamos el presente al futuro haciendo del
aquí y el ahora una mera dimensión del allí y el mañana, es decir debilitamos
el presente como ámbito de significación para atribuir al futuro la condición
de provisor de sentido en el presente. Esta invasión del futuro en el presente
dificulta, si no impide definitivamente, la realización plena de la posibilidad
humana en el aquí y el ahora. Del poeta latino Horacio hemos heredado la
expresión “carpe diem” que admite, por cierto, múltiples lecturas. Yo la
entiendo como “realiza a plenitud la posibilidad humana en el aquí y el ahora”.
Pero este afincamiento en el presente no debe entenderse como una reconciliación con lo dado ni como
un desconocimiento del pasado y del futuro. Se trata más bien de una
convocación a hacer del presente el ámbito por excelencia de realización plena
de la vida humana, un ámbito que dialoga con su propio pasado para proveer de
densidad histórica al presente y cuyas potencialidades apuntan al futuro.
No puedo terminar estos prolegómenos a una filosofía de la plenitud sin
dejar anotado que la convocación a pensar la plenitud me viene, por un lado,
del convencimiento del carácter esencialmente violento y reduccionista del
discurso que he heredado de la modernidad occidental, y, por otro, de la puesta
en agenda, por nuestros pueblos originarios, de la idea del “sumak kawsay”
(buen vivir), idea desde que la que, intuyo, es dable hacer de una manera diferente
la experiencia del ser, de nosotros mismos, de la historia y la convivencia
humana y del mundo.
Un resumen de las propuestas de Emmanuel Lévinas a este respecto puede
encontrarse en: Aguirre García, Juan
Carlos y Luis Guillermo Jaramillo Echeverri. El otro en Lévinas: una salida a
la encrucijada sujeto-objeto y su pertinencia en las ciencias sociales. Revista latinoamericana de ciencias
sociales, niñez y juventud. Manizales (Universidad de Manizales, vol. 4,
núm. 202, jul-dic. 2006, 17 páginas. Ver en: http://www.umanizales.edu.co/revistacinde/vol4/Juan%20Carlos.pdf
Como se sabe, el
término “plenitud” procede de término griego πλήρωσις, a través de latín (plenitudo).
En la teología cristiana, especialmente en la cristología, la plerosis está en
relación con la kenosis (κένωσις) o vaciamiento, concepto este último que se
refiere al acto voluntario de Cristo de vaciarse de su divinidad para para
adquirir forma humana (“exinanivit semetipsum formam servi accipiens”, se
anonadó a sí mismo para adquirir la forma de siervo), escribe Pablo en
Filipenses 2:7. Para una primera aproximación a la filosofía de la plenitud
puede verse: Engel, Pascal. “Plenitude and contingency: modal concepts in
ninetheenth century French philosophy”. En: Knuuttila, Simo. Modern modalities: studies of the history of
modal theories from medieval nominalism to logical positivism. Dordrech: Kluwer, 1988, p. 179-239. Disponible en: http://archive-ouverte.unige.ch/unige.5018.
En 1995, en la conmemoración del centenario
del nacimiento del filósofo Joaquín Xirau (1895-1946), Gabriela Hernández
García presentó una interesante ponencia sobre la filosofía de la plenitud en
este autor. El texto se publicó en Estudios:
filosofía-historia-letras del
Instituto Tecnológico Autónomo de México, en otoño de 1955,y puede consultarse
en: http://biblioteca.itam.mx/estudios/estudio/letras42/notas3/sec_1.html
La profundización en el tema de la plenitud nos
llevará posteriormente al estudio de la idea de “buen vivir” según nuestros
pueblos originarios, que viene siendo últimamente objeto de múltiples análisis.
Ver, por ejemplo: Cortez, David. La
construcción social del “Buen Vivir” (Sumak Kawsay) en Ecuador. Genealogía del
diseño y gestión política de la vida. En: