José Ignacio López Soria
Publicado en: Nos+otros. Revista de ideas y propuestas para la acción política. Lima, n° 4, ago. 2004, p. 29-31. y en: López Soria, José Ignacio. Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna. Lima: Fondo Editorial del Congreso de la República, 2007, p. 97-105..
¿De dónde viene, en qué consiste y cómo resolver la crisis institucional que aqueja a la sociedad peruana? Para responder a esta pregunta se necesitarían más páginas y más luces de las que dispongo, pero aun así algunas “anotaciones” pueden sernos útiles.
Frente al problema caben, al menos, dos perspectivas. La primera y más generalizada reduce el horizonte (descriptivo, explicativo y propositivo) al pasado reciente de violencia y corrupción; la segunda busca en la historia las raíces de la violencia y la corrupción estructurales y debería proponer soluciones acordes con los hallazgos.
Quienes adoptan la primera perspectiva leen la crisis como una descompensación del orden que existía antes y que fuera alterado por individuos que hicieron de la corrupción, el chantaje y la violencia formas habituales de comportamiento para el logro de sus objetivos. La recuperación puede ser lenta, dicen, pero el remedio contra el daño infligido es relativamente simple: separar y castigar a los individuos nocivos, reponer a los injustamente separados, resarcir a las víctimas y devolver poderes a las instituciones sociales que vieron irracionalmente recortadas sus atribuciones. A este proceso se le viene llamando “reinstitucionalizar” el país, se decir volver a hacer que la vida peruana se regule por normas debidamente establecidas, y no por la voluntad, el capricho o la perversidad de algunos individuos.
Sin negar la importancia de esta manera de entender el problema ni menospreciar sus soluciones, creo que sería lamentable no aprovechar la oportunidad que la crisis ofrece a la sociedad peruana para pensarse a sí misma desde una perspectiva diversa.
Un primer paso para trascender esta visión, centrada en el individuo, de la crisis es considerar su enorme amplitud y profundidad. La crisis ha afectado a todas las esferas del poder y a las normas y costumbres de la convivencia social: el estado de derecho y la legalidad, en primer lugar, pero también el ejercicio de los poderes ejecutivo, legislativo, judicial y electoral, los mecanismos de decisión y de gestión universitarias, los poderes militar, policial y eclesial, el poder económico, el poder simbólico que representan los medios de comunicación social, etc. Para decirlo en términos eruditos, la crisis ha remecido las esferas de la cultura que constituyen el marco de referencia de la vida social (conocimientos, valores, normas, lenguajes, sistemas simbólicos), los subsistemas que veníamos constituyendo para organizar racionalmente la convivencia (el Estado-Nación, el mercado, la producción de bienes y servicios, los sistemas de seguridad, la escuela, la ciudad, etc.) y, finalmente pero no en último lugar, la vida cotidiana con sus usos y costumbres, saberes y creencias, sensibilidades, solidaridades, vinculaciones, lealtades, etc.
Para seguir mi indagación me pregunto no propiamente por quién hizo tanto daño al Perú, quién se salió de la norma, la atropelló y acomodó a su antojo para hacer de las suyas. De esto, y solo de esto, se encargan los profesionales de la política y los administradores de la justicia. A ellos les toca, anclados como suelen estar en una racionalidad procedimental, velar por el cumplimiento de las normas y los procedimientos.
En vez de preocuparme por el autor o los autores del daño, me pregunto, con la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, si lo ocurrido es algo meramente pasajero o si más bien revela que en la sociedad peruana hay profundos problemas no resueltos que la crisis se ha encargado de sacar a la luz profundizándolos y ampliándolos.
Los tiempos revueltos que acabamos de vivir han puesto de manifiesto, en primer lugar, la voluntad de no pocos de delinquir y corromper, y la proclividad de muchos a seguir la iniciativa de los primeros y dejarse arrastrar por ellos. Esto no me parece extraordinario. Ocurre en muchas sociedades. Sin embargo, dice mucho de nuestra sociedad el hecho de que la descomposición haya llegado a todas las esferas del poder y de que en todos, o casi todos, los predios de la vida pública y privada haya habido complicidad con las fechorías de los delincuentes. A mi entender, lo más importante que la crisis revela es la endeblez de los vínculos sociales y la inadecuación entre la vida y las formas institucionales para organizarla.
Los vínculos sociales en el Perú son tan débiles que cualquier tensión los rompe. Basta una frase suelta para que aflore un racismo que más que odio entre individuos de diversos grupos étnicos revela la falta de vínculos de solidaridad entre los diversos pueblos que compartimos el territorio peruano. En el Perú vivimos, con mayor o menor antigüedad, pueblos diversos. La diversidad, con todo lo que ella implica, es el dato primordial de la sociedad peruana. Los esfuerzos homogeneizadores, que nos vienen de antiguo, no han ganado para la unidad el consenso espontáneo de esos pueblos ni han conseguido, por otra parte, aniquilar la diversidad. No se ha sabido nunca en el Perú ni imponer coercitivamente una uniformidad capaz de eliminar la diversidad, ni proponer una forma de convivencia respetuosa de la diversidad que nos permita a todos vivir dignamente juntos siendo diferentes.
Aunque nos es duro reconocerlo, el fruto de este proceso lo tenemos a la vista: falta de sentimiento de pertenencia a una misma comunidad histórica y falta de solidaridad entre sus componentes. No puede desconocerse, sin embargo, que el Perú oficial interpela a los individuos, y solo a los individuos, obligándolos a adoptar la identidad abstracta del yo que conocemos como ciudadano.
Esos ciudadanos y ciudadanas, para vivirse como comunidad, necesitan recurrir, desde su propio presente y sus diversas pertenencias, a la historia para darle densidad histórica y perspectiva de futuro a su existencia. Pero la historia del Perú, como nos es narrada, reconstruye el pasado de nuestro propio presente como un proceso supuestamente unitario, es decir tejido alrededor de un eje central que identifica (construye), articula y provee de sentido a los hechos y procesos relacionándolos con el poder central. Los procesos, formas de vida y nociones de vida buena que no se articulan al eje central quedan simplemente al margen, desprovistos oficialmente de historia. Y si son incorporados a la “historia del Perú”, lo son no con sus propias palabras y en sus propias lenguas sino con las que les prestan quienes, con la mejor de las intenciones, los convierten en objeto de registro y estudio.
La verdad es que nos venimos contando una historia que no facilita la convivencia y que contribuye poco, si algo, a sembrar entre nosotros solidaridades profundas, lealtades compartidas e identidades compatibles con las de los otros. Una historia así representada, que no tiene ojos para ver que en el principio era la diversidad y que en esa diversidad está hasta hoy la mayor riqueza de la sociedad peruana, no puede constituirse en fuente de inspiración para resolver los problemas existenciales de los individuos ni para pensar proyectos societales provistos de legitimidad y capaces de ganar el consenso espontáneo de los diversos pueblos que habitan el territorio peruano.
Si de la historia —que pertenece más al mundo simbólico que al científico— pasamos al conjunto del sistema simbólico, el problema se agudiza. Nos movemos en mundos simbólicos diversos que comparten, ahora ya, espacios comunes y que, por las características de la sociedad peruana, han desarrollado una especial capacidad de resistencia y agresión a los sistemas simbólicos vecinos. Un análisis fino de los diversos sistemas simbólicos que cohabitan en el Perú llevaría probablemente a la conclusión de que es más fácil encontrar en muchos de ellos, si no en todos, signos y símbolos relacionados con la resistencia y la agresión más que la convivencia digna entre las diversidades.
En estas condiciones teórico-simbólicas, para no hablar de las prácticas (injusticia, marginación, inequidad, exclusión, etc.), no es raro que tengamos serios problemas precisamente en los temas que constituyen la base de las vinculaciones sociales: la solidaridad, las lealtades, los reconocimientos mutuos, las identidades, las sensibilidades, etc.
La situación no es mejor si nos referimos a la red institucional. La función fundamental que desempeñan las instituciones (políticas, jurídicas, económicas, científicas, culturales, religiosas, educativas, de seguridad...) es la de dar forma a la vida a fin, por un lado, de hacer posibles el despliegue pleno de la potencialidad humana y la capacidad de participación social, y, por el otro, de facilitar y enriquecer la convivencia y gestionar racionalmente los conflictos y las diferencias. Para ello es necesario que las instituciones hundan sus raíces en tradiciones, nociones de vida buena y experiencias cotidianas relativamente compartidas.
En el Perú, todos esto es precisamente lo que menos compartimos. Vivimos separados por diversas historias, tradiciones, concepciones del bien, sistemas simbólicos y vivencias cotidianas. Se nos ofrece, sin embargo, un único cauce, la institucionalidad oficial, para conformar —dar forma— a la diversidad de la vida. No es raro, por tanto, que la vida rebase las instituciones ni que estas sean incapaces de dar dignamente forma a la vida. La vida se sale de las formas y, consiguientemente, se ve obligada a transitar por los caminos de la anomia.
Esta es, a mi juicio, la raíz de la endeblez institucional que nos afecta desde antiguo. Mientras no enfrentemos esta condición estructural de la vida peruana difícilmente conseguiremos generar una red institucional que nos permita vivir digna y legalmente juntos siendo diferentes.
Los ejemplos del divorcio entre las instituciones y la vida nos son de sobra conocidos. Convivimos con ellos sin pensarlos debidamente. Recordemos, para aludir a algunos de ellos, el monolingüismo frente a la diversidad de lenguas, la unicidad jurídica oficial frente a la variedad real de códigos normativos e ideas regulativas, la unidad religiosa frente a la rica variedad de creencias, la homogeneidad educativa frente a la heterogeneidad de tradiciones de aprendizaje, la preeminencia de un modelo de producción e intercambio frente a las diversas maneras de producir e intercambiar, el monolitismo científico frente a la diversidad de saberes, etc.
Evidentemente estamos frente a un asunto que no es fácil de agenciar cuerdamente. La vida tradicional de la unicidad institucional conduce, como sabemos, al desborde, la anomia, la represión, la neutralización, la exclusión y el desconocimiento de las diversidades. Optar por la dispersión para resolver el “problema” sería enrumbarnos por un derrotero no solo obsoleto sino sembrado de limitaciones. Pero, además de la unicidad coercitiva y la dispersión, hay una tercera vía que es fácil de identificar aunque difícil de diseñar y de realizar: vivir digna y gozosamente juntos, siendo y reconociéndonos diferentes.
Para dar los primeros pasos por esa “tercera vía” es imprescindible asumir la diversidad no como problema sino como riqueza y fuente de gozo personal y de dinamismo social; reconocer y articular la institucionalidad (lenguas, códigos normativos, saberes, estrategias argumentativas, creencias, formas de producción y de intercambio, sistemas de aprendizajes, expresiones artísticas, etc.) que los diversos pueblos se han ido dando; eliminar —y esto no es fácil— de nuestras propias tradiciones lo que impida el reconocimiento del otro en su diversidad; y empeñarnos todos en construir espacios de encuentro y de mutuo enriquecimiento, practicando el “patriotismo de la ley”, pero de una ley nacida de la voluntad de convivencia de las diversidades.
En esto consiste, a mi entender, la utopía de nuestro tiempo, un horizonte de expectativas que, si lo tomásemos en serio, tendría que orientar nuestra mirada cuando hablamos de reinstitucionalización, regionalización, “refundación de la república”, nueva Constitución, diversas formas de ciudadanía e incluso participación digna en los procesos de globalización.
Tengo para mí que mientras no nos reconciliemos con la diversidad que nos enriquece seguiremos manteniendo o renovando una institucionalidad débil de nacimiento, excluyente, generadora de violencia e incapaz de alimentar solidaridades profundas, lealtades y vinculaciones duraderas e identidades abiertas al diálogo.
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