José Ignacio López Soria
Conferencia en el foro “El futuro de las humanidades. Las humanidades del futuro”. PUCP, Lima, 18 agosto 2007. Publicado en: Giusti Miguel y Pepi Patrón (ed.). El futuro de las humanidades y las humanidades del futuro. Lima, PUCP, 2010, p. 129-135.
Introducción
La pregunta por el futuro de las humanidades y las humanidades del futuro se sitúa, sin decirlo, en el ámbito de la era de la técnica, una época de la historia humana, la nuestra, en la que la tendencia de la técnica a organizar la vida enteramente se pone cada vez más de manifiesto. Mirando el problema de las humanidades desde esta perspectiva epocal, entiendo la pregunta que se nos plantea no como una invitación a un ejercicio de prospectiva que anticipe qué pasará con las humanidades en el futuro, sino como una convocación, primero, a pensar las humanidades en nuestro propio presente, y, segundo, a explorar teóricamente caminos para una noción de humanitas que nos permita a los occidentales tomarnos en serio la toma de la palabra por las diversidades.
Entender la pregunta por el futuro de las humanidades como un mero ejercicio de prospectiva lleva a no pensar el presente y, por tanto, a quedar a merced del dominio potencialmente total de la técnica, que tiende a convertir al hombre en un objeto reemplazable y que hereda de la tradición metafísica la noción del hombre como animal racional. Por el contrario, en el entender la preguntar como anclada en el presente se anuncia ya el desocultamiento del carácter esencialmente técnico de nuestra propia época histórica y, consiguientemente, la pregunta misma es ya una invitación a poner en cuestión la noción de humanitas que subyace a los humanismos modernos y que impide a los otros tomar la palabra.
Recogiendo los mensajes que nos vienen de Nietzsche, Heidegger, Gadamer y Vattimo, entre otros, ensayaré aquí, aunque sea brevemente, una aproximación a la humanitas que se aparta del humanismo tradicional, sin desconocerlo ni presentarse como un antihumanismo. Me referiré, después, a la fragmentación y disciplinizacion de las humanidades, y terminaré reflexionando sobre la toma de la palabra por las diversidades y sobre el horizonte utópico que se anuncia en la tendencia a pensar la posibilidad humana en términos de convivencia digna y gozosa de esas diversidades.
De estas reflexiones se derivan consecuencias para los estudios de humanidades, algunas de las cuales dejaré aquí apuntadas como elementos para el debate que nos congrega.
El humanismo y el ser en el mundo
Cuando, para entender lo humano, se parte, como hiciera Nietzsche, de la desfundamentación de los valores supremos, no es difícil inferir que tampoco el hombre tiene una esencia ahistórica sino que su esencia, como insiste Heidegger, no es sino su existencia, su ser-en-el-mundo. Se trata, sin embargo, de una existencia que tiene la particularidad de ser histórica y de estar convocada al pensamiento.
En cuanto convocado al pensamiento, el hombre habita en la verdad del ser, es decir está destinado a desocultar, cuidándolas, las maneras de darse del ser, pero ese habitar está atravesado por la propia historicidad del hombre y, por tanto, su pensar no puede pretender estar asentado en un fundamento absoluto.
Cuando el pensar deja de lado su tradicional pretensión de estar asentado en fundamentos metahistóricos, se hace necesario tomar conciencia de las condiciones históricas desde las que, ineludiblemente, se elabora el pensamiento. En la actualidad, estas condiciones se caracterizan, en el dominio de la realidad, por la preeminencia potencialmente total de la técnica y el artefacto, la desrealización del mundo, la mercantilización generalizada y la sacralización del simulacro; y en el dominio del pensamiento, por la disolución de los metadiscursos y la babelización de las lenguas, el redescubrimiento de lo simbólico y otras dimensiones de la posibilidad humana, la secularización de los valores y su desfundamentación, la primacía del lenguaje, el descrédito de todo proyecto de reapropiación y, finalmente pero no en último lugar, la liberación de las diferencias o toma de la palabra por las diversidades. Estamos en una época de tránsito en la que la realidad se nos ha vuelto fábula. No existe ya un lugar neutral para la teoría y, por tanto, tenemos que remitir toda teoría a los horizontes históricos de su propia gestación. No nos queda sino la interpretación como filosofía del presente para saber a qué atenernos y orientamos en el mundo. Se trata, pues, de una época de deshumanización consumada si por humanismo entendemos la reapropiación de una esencia que se suponía fundada en valores supremos y absolutos.
La crisis del humanismo se suele relacionar con la deshumanización provocada por la técnica: declinan los ideales humanistas de la cultura a favor de una cultura de la productividad y se desarrolla una acentuada racionalización que apunta hacia la sociedad de la organización total que previera Weber y que analizaran tanto Heidegger como Adorno. El existencialismo creía que, frente al mundo de las ciencias naturales, había que preservar una zona de valores humanos sustrayéndola a la lógica cuantitativa del saber positivo. Pero fue Heidegger quien abrió una perspectiva nueva para el análisis de la relación crisis de la metafísica / crisis del humanismo, con sus reflexiones sobre la técnica, entre otras.
La imposición del mundo de la técnica constituye la esencia histórica de la actualidad. La técnica, al concatenar todos los entes con nexos causales previsibles y dominables, se constituye en el máximo despliegue de la metafísica y su idea de fundamento. Al desplegarse como mundo de la técnica terminan la metafísica y el humanismo, pero además así se anuncia un evento del ser que trasciende los marcos de la metafísica. Hombre y ser pierden sus caracteres metafísicos, ante todo el carácter que los contrapone como subjeto y objeto. En estas condiciones el humanismo entra en crisis, es decir es invitado a una remisión. El sujeto deja de ser lo que sub-yace y permanece idéntico en medio del cambio de las figuraciones accidentales, asegurando unidad al proceso. Por otro lado, ese sujeto deviene poco a poco pura conciencia, y por tanto es metafísicamente concebido como el correlato del objeto.
A esto es a lo que se opone Heidegger con su antihumanismo. Heidegger no reivindica otro principio que pueda suministrar un punto de referencia. Lo que hace es atacar al humanismo, entendido como doctrina que asigna al hombre el papel de sujeto o autoconciencia, es decir sede de la evidencia en el marco del ser concebido como fundamento o presencia plena.
La culminación de la técnica, que origina la crisis del humanismo y de la metafísica, es también el momento del paso más allá del mundo de la oposición sujeto-objeto, con la consiguiente despedida tanto de la objetividad como de la subjetividad de corte moderno. Es cierto que la racionalización capitalista ha creado las condiciones sociales para la liquidación del sujeto y la subjetividad, pero también es cierto que el sujeto al que se defiende de la deshumanización técnica es precisamente él la raíz de esa deshumanización porque la subjetividad es definida en términos objetivos.
Pero despedirse del humanismo no significa abandonarse en los brazos de la técnica. Se sale del humanismo y la metafísica no por superación sino por rebasamiento. Hay que ver la técnica en sus nexos con la historia de la metafísica. Esto significa no dejarse imponer el mundo que la técnica forja como "la" realidad, dotada de caracteres metafísicos. Pero para quitar a la técnica, a sus producciones, a sus leyes, al mundo que ella crea, el carácter imponente del ser metafísico, es indispensable un sujeto que ya no se conciba, a su vez, como sujeto fuerte. Hay que hacer que el sujeto pase una cura de adelgazamiento para hacerlo capaz de escuchar la exhortación de un ser que ya no se da en el tono perentorio del fundamento o del espíritu absoluto, sino que disuelve su presencia-ausencia en las redes de una sociedad transformada cada vez más en un organismo de comunicación en el que el sujeto –ahora ya intersubjetivo- se asume como confluencia sui generis de relaciones sociales.
Precisamente el carácter intersubjetivo del hombre, la hermenéutica como ontología de la actualidad y la consideración de la verdad como apertura facilitan la toma de la palabra por las diversidades y abren un nuevo horizonte para pensar la humanitas en términos de convivencia digna y gozosa de esas diversidades.
Las humanidades en la actualidad
Fieles a la tradición metafísica que define al hombre como animal racional pero inmersos ya en la era de la técnica, seguimos entendiendo las humanidades como un conjunto de saberes que se inscriben en el ámbito de la cultura y que se refieren al hombre, a sus producciones culturales y a su historia. Sabemos que la concepción de la humanitas nos viene, en Occidente, de las tradiciones greco-romana y judeo-cristiana y de la reelaboración que de ellas hicieron el Renacimiento y el Humanismo, pero el proyecto moderno se encargó luego de adecuar el saber de humanidades a la pragmática del discurso de la modernidad. Este discurso, como es sabido, propone una cosmovisión antropocéntrica, seculariza los valores -despojándolos de su fundamento mítico-religioso- y autonomiza las esferas de la cultura, constituyendo tres esferas diferenciadas: la de la objetividad, la de la legitimidad y la de la representación simbólica. Cada una de estas esferas se organiza en saberes diversos (filosofía y ciencias, ética y derecho, arte y lenguaje) que se expresan en diferentes discursos formalizados, cada uno de los cuales tiene su propia lógica, sus propios expertos e incluso caminos diferenciados para la formación de los expertos.
Por otra parte, y ya en el mundo de la organización macrosocial, el proyecto moderno se concreta en los estados-nación y éstos se convierten en el horizonte perceptivo, axiológico y representativo desde el que se definen los diversos ámbitos de la cultura, ahora ya nacional, quedando, por tanto, la humanitas informada por los nacionalismos.
De esta manera, los saberes de humanidades no sólo se caracterizan por ser antropocéntricos, secularizados y autónomos entre sí, sino que, en gran medida, quedan nacionalizados y finalmente formalizados en disciplinas que para tener carta de ciudadanía en la sociedad moderna necesitan acercar sus procedimientos a los propios de las ciencias y las tecnologías. Los saberes de humanidades se ganan así, si lo consiguen, como ciencias pero se pierden como pensamiento.
Asumidas como disciplinas diferenciadas y formalizadas, las humanidades dejan de pensar la humanitas para dedicarse a parcelas reducidas de conocimientos que no proveen de criterios para orientarse en el mundo y saber a qué atenerse. No es, pues, ya el hombre y su problemática lo que interesa propiamente a los saberes de humanidades sino la elaboración y provisión de instrumentos teóricos y prácticos para el “desempeño” eficiente y eficaz de una determinada disciplina.
Cuando esto ocurre puede decirse que las humanidades se vuelven funcionales a la era de la técnica, incapacitándose para desocultar la pretensión de la técnica de hacer del hombre no sólo un objeto -a lo que apuntaba ya, sin decirlo, la tradición metafísica-, sino un producto tan reemplazable como cualquier otro. Es en este sentido en el que puede afirmarse, con Heidegger y Vattimo, que la técnica es la consumación de la metafísica y del humanismo relacionado con ella.
Pero en esa consumación se anuncia, ya en nuestro presente, un nuevo horizonte para la posibilidad humana si la crisis que aqueja al humanismo nos lleva no a salir por los fueros del sujeto fuerte de la metafísica sino a una cura de adelgazamiento del sujeto hasta hacerlo capaz de pensar y de pensarse sin necesidad de recurrir a un fundamento.
Lo que quiero decir es que, en nuestro tiempo, si bien es cierto que las humanidades están expuestas al peligro de quedar subordinadas a las exigencias de la técnica, es igualmente cierto que, leyendo esa subordinación como consecuencia “natural” del humanismo y de la metafísica tradicionales, se nos abre una ventana hacia una noción de la humanitas que haga posible el encuentro y el diálogo fecundo entre las diversidades que nos pueblan.
Toma de la palabra por las diversidades
En el actual contexto de mundialización de las lógicas de la modernidad, de desbordamiento de las dimensiones institucionales del proyecto moderno y de debilitamiento de los discursos metanarrativos surgen dos tendencias que se copertenecen como contrapuestas: la una apunta a la homogeneización y la otra a la liberación de las diferencias. La primera está afincada, aunque no lo sepa, en la tradición metafísica, es decir en la consideración del ser como estructura firme y en la marcada preferencia por lo uno frente a lo múltiple; la segunda entiende el ser como evento, sabe que no hay ya lugar neutral para la teoría, que no nos quedan sino interpretaciones elaboradas en condiciones históricas insuperables y expresadas en lenguajes igualmente históricos, y ha decidido vérselas con la multiplicidad no para reducirla a lo uno sino para gestionar acordadamente las diferencias.
Este contexto, en su dúplice vertiente, es el que está llevando, por reacción o por acción, a que las diversidades tomen la palabra para contarnos, en sus lenguas, sus propias historias, sus nociones de vida buena, sus concepciones de la humanitas, etc. Hoy, precisamente porque nos movemos cada vez más en contexto multiculturales, advertimos que las diversidades han logrado sobrevivir, a pesar de los esfuerzos de las culturas y las constelaciones axiológicas dominantes por construir unidades monolíticas y afirmar identidades, comportamientos, percepciones, creencias y sensibilidades uniformes. Lo nuevo, sin embargo, no está en el hecho mismo de la sobrevivencia de las diversidades, sino en que ahora comenzamos a asumirlas como componente de nuestro marco de referencia perceptivo y representativo, e incluso a entenderlas como parte de nuestro horizonte normativo y axiológico. Además de hacerse presente en el mundo de la vida y en las esferas de la cultura, las diversidades comienzan a ser tenidas en cuenta en la red de instituciones que constituye el complejo tejido de las sociedades contemporáneas. Es, pues, la vida contemporánea la que nos pone frente al problema de la multiculturalidad o polivaloridad. No es raro, por tanto, que la interculturalidad se esté convirtiendo en el tema de nuestro tiempo, entiendo por interculturalidad el entrecruzamiento de esas diversidades tanto en las esferas de la cultura como en los subsistemas sociales y en el mundo de la vida, un entrecruzamiento que tiende a constituir constelaciones poliaxiológicas en las que conviven, no sin conflicto, diversos estilos de vida y nociones de vida buena enraizadas en diferentes discursos.
Entiéndase, por tanto, desde el comienzo que estamos frente a un problema que nos incumbe, cada vez a más personas, en la actualidad y que, por lo mismo, no se trata de una operación nostálgica de salvataje de las culturas tradicionalmente calificadas de “primitivas”. Porque lo que está aquí en cuestión no es la vuelta a los mundos homogéneos y esencialmente prescriptivos de las culturas premodernas, sino la búsqueda de formas de convivencia que superando incluso el concepto moderno de tolerancia hagan posible el reconocimiento y el disfrute de la diversidad.
Parafraseando el título de un voluminoso estudio de Alain Touraine, el problema que se nos plantea hoy puede encerrarse en una pregunta: ¿podremos vivir dignamente juntos siendo diferentes? En la búsqueda de una respuesta afirmativa a esta pregunta está, a mi entender, la apuesta utópica de nuestro tiempo.
Los caminos para responder afirmativamente a la mencionada pregunta son, por cierto, diversos. Uno posible es el que se anuncia en nuestras reflexiones anteriores sobre el debilitamiento de los discursos metanarrativos, el adelgazamiento de la noción de sujeto y su carácter intersubjetivo, la ausencia de un lugar neutral para la teoría, la historicidad radical de todo pensamiento, etc.
De alguna manera, todos estos elementos son recogidos por la hermenéutica, una forma de pensamiento que sabe que cada pueblo es la medida de sí mismo, que respeta al otro en su alteridad, que entiende la verdad como apertura, que asume los lenguajes como horizontes provisores de sentido, que entiende el diálogo como el ambiente propicio para hacer la experiencia de la verdad, que se acerca devotamente a los mensajes que nos vienen del pasado de nuestro propio presente pero no los asume como mandatos, etc.
Sería ingenuo no reconocer que este camino está sembrado de dificultades teóricas y prácticas, entre las cuales no carece de importancia la posibilidad de pérdida en la multiplicidad de lo real y de caída en los relativismos. Si esas dificultades nos parecen insalvables es porque venimos de una tradición que nos ha acostumbrado más a producir homogeneidades que a administrar acordadamente diversidades.
Anotaciones prácticas
En un texto que publicó en el 2003 Estudios Generales Letras de esta universidad dejé anotadas algunas sugerencias para entender y organizar la formación de humanidades desde una perspectiva que deriva de las reflexiones anteriores. Las recuerdo aquí ahora para alimentar el debate de este evento.
La primera sugerencia es una invitación a las universidades que tienen una importante tradición de formación humanística a mantener una relación respetuosa pero electiva con sus propias tradiciones formativas, entendiéndolas no como mandatos a los que tengan que seguir ateniéndose sino como fuente de inspiración para pensar las cosas de otra manera.
El saber de humanidades, en segundo lugar, tendría que responder a la diversidad cultural y lingüística que nos enriquece como comunidad histórica. Por ejemplo, la llamada “historia peruana” tendría que incorporar no propiamente la “historia de los vencidos” –que lo que hace es contarles a los otros su propia historia- sino los relatos que los diversos pueblos tejen sobre su propia experiencia histórica.
En tercer lugar, habría que recuperar para las humanidades la dimensión de lo sagrado, pero despojado ya de las características autoritarias y coercitivas con las que lo han revestido las religiones.
Habría, además, que referir los saberes de humanidades a sus propios horizontes históricos, despojándolos de la universalidad ahistórica con la que suelen adornarse.
No puedo ya, si quiero atenerme al tiempo que se me ha fijado, detenerme en las consecuencias prácticas que se derivan de las reflexiones anteriores y de las últimas sugerencias para la organización de la formación de humanidades. Me contentaré con dejar anotado que para mí los estudios de humanidades deberían perder su actual condición de disciplinas divorciadas entre sí y frecuentemente entendidas como propedéuticas o preparatorias para estudios de especialización, a fin de ganarse como saberes articulados que facilitan al educando la apropiación de la rica y diversa experiencia histórica.
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