José Ignacio López Soria
Publicado en: López Soria, José Ignacio. Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna. Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2007, p. 19-27.
Como hemos indicado en la nota introductoria, caracterizan a la actualidad las dudas y problemas con respecto a la modernidad, la necesidad de someterla a prueba y hacer un inventario de sus logros y dilemas no resueltos, y la urgencia de orientarse en un mundo hecho de una compleja pluralidad de espacios y temporalidades. Es evidente que ni la pluralidad de espacios y temporalidades como entorno societal ni la duda con respecto a los fundamentos (epistemológicos, axiológicos, representativos y prácticos) del proyecto moderno les fueron familiares a quienes, en los años 20 del pasado siglo, fundaron entre nosotros el pensamiento crítico de corte moderno y siguen siendo hasta ahora fuente de inspiración para la crítica a los procedimientos y patologías de la modernidad.
Tengo para mí, como desarrollaré en los ensayos que siguen, que para pensar hoy el Perú necesitamos desanclarnos de los años 20, despedirnos, aunque nos duela, de los fundadores del pensamiento crítico de corte moderno porque en ese pensamiento no es ya posible encontrar las claves para releer el pasado, saber a qué atenernos en el presente ni imaginar el futuro.
A partir de este convencimiento, no es raro que, con el riesgo de ser malentendido, haya puesto a este conjunto de ensayos el título de Adiós a Mariátegui. Porque si hay alguien que represente en el Perú la no reconciliación con la realidad, el espíritu crítico y propositivo –entendido como “creación heroica” y no como “copia ni calco” ni componendas oportunistas-, es precisamente aquel al que se nos ha enseñado a recordar como “el Amauta”. Al proponer que tenemos que despedirnos de Mariátegui estoy honrando su memoria porque lo considero como el fundador por excelencia del espíritu crítico de corte moderno. Con ese título pretendo, además, dejar sobreentendido que despedirse de Mariátegui, cuando lo que uno busca es “repensar” –como diría David Sobrevilla- nuevas rutas para la criticidad propositiva, implica a fortiori decir adiós a quienes, en sus mismos años, participaron en la fundación del espíritu crítico desde una perspectiva moderna. Me refiero, por cierto a los modernos, Haya de la Torre o Basadre, para señalar a los más destacados, y de ninguna manera a quienes fueron también críticos pero buscando reconstruir pasados señorialismos. De éstos, de quienes Riva-Agüero es el más conspicuo representante, no es necesario despedirse. La sociedad y el pensamiento se han despedido de ellos hace ya varias décadas.
Pero tengo que aclarar de inmediato que decir adiós no significa olvidar ni borrar de la memoria a quienes nos antecedieron. Estoy convencido, con Heidegger, de que la memoria es la fuente de donde mana el pensamiento [Heidegger, Martín. ¿Qué significa pensar? Madrid, Trotta, 2005, p. 22. Trad. Raúl Gabás]. Gracias a la memoria abrigamos, recogemos y congregamos el pasado y lo hacemos presente recordándolo, es decir volviendo a pasarlo por el corazón. Por eso la memoria y el recuerdo están relacionados con la devoción más que con la acumulación fría de lo pasado. La memoria, como aquí nos interesa, no es depósito de informaciones sobre algo o alguien. La memoria y el re-cuerdo alimentan vinculaciones y lealtades, facilitan los a-cuerdos y “presentan” el pasado. Esta presentación nos interpela, nos invita, sin obligarnos, a presentarnos nosotros a ese pasado para establecer con él una relación dialógica que da presencialidad y dignidad al pasado y enjundia y densidad histórica a nuestro pensar el presente.
La historia, desde que perdió su condición de narración para codearse con la ciencia, dejó de ser fervoroso recogimiento y congregación del pasado para devenir acumulación de hechos que representa racionalmente, cuando sabe hacerlo, organizándolos en procesos. Como “representación” científica, enraizada en la dicotomía cartesiana entre la res cogitans y la res extensa, la historia consigue hablar con coherencia y consistencia acerca del pasado, pero no “presentarlo” para dialogar con él. Por eso la ciencia histórica no promueve lealtades permanentes ni vinculaciones profundas, ni consigue relacionar el decir con el pensar. Para que el hablar se relacione con el pensamiento es preciso entender el lenguaje no como instrumento para decir algo sobre algo, como hace la ciencia, sino como horizonte de significación que nos envuelve, por el que somos hablados y que nos permite hablarnos nosotros mismos y dialogar con el pasado de nuestro propio presente. Cuando nos relacionamos con el pasado a través de la ciencia histórica, hablamos “del” pasado pero no nos hablamos “con” él: no establecemos con ese pasado una relación dialógica, de recogimiento y congregación.
Debo añadir, sin embargo, que la relación con el pasado, para que sea de veras dialógica, presupone una actitud electiva –elegimos el pasado y somos elegidos por él- que es ajena a toda apologética de paraísos perdidos y a toda consideración del pasado como mandato y fuente única de legitimación del presente.
Lejos de mí, por cierto, considerar que la ciencia histórica carezca de importancia. Tiene la misma importancia que tienen las demás ramas científicas: ayudarnos a construir el mundo moderno, aunque hayamos terminado construyendo o estemos en vías de construir un mundo difícilmente habitable.
Un primer fundamento de la necesidad de la despedida es el “hecho” de que, habiendo cambiado las variables que componen la realidad -si las comparamos con las que se daban en el momento fundacional del pensamiento crítico-, es preciso elaborar nuevas perspectivas teóricas e instrumentos metódicos para entender la actualidad. Esto es cierto y necesario para hacer ciencia (moderna) “sobre” la actualidad. Pero si me atuviese exclusivamente a esta consideración como base de mi despedida, quedaría atrapado por la mencionada dicotomía sujeto/objeto, que, por cierto, permite hacer ciencia pero no pensar. El fundamento de mi despedida está, más bien, en la consideración de que la modernidad y sus vigencias –no importa cuán actualizadas estén- constituyen el pasado de nuestro propio presente, pero no nos sirven ya para saber a qué atenernos, pensarnos a nosotros mismos, pensar la actualidad y ejercer teórica y prácticamente en serio la función crítica y propositiva. Si el pensamiento crítico fundacional estuvo in-merso en el horizonte de significación del proyecto moderno, despedirse de ese pensamiento significa e-merger de ese horizonte no para hablar de otra manera “sobre” el Perú sino para pensarlo.
El conjunto de ensayos reunidos en este libro son un intento de e-mergencia para pensar el Perú desde una perspectiva post-moderna, que tiene conciencia de su condición de “después de” y que, por tanto, se sabe enraizada, aunque no encadenada, a aquello de lo que quiere despedirse. Y es precisamente esta relación inextricable entre enraizamiento y despedida lo que nos convoca a pensar, lo que más requiere pensarse, si queremos dar con nosotros mismos y vivir dignamente juntos ya no en un estado-nación de corte moderno, como soñaron los fundadores del pensamiento crítico, sino en una forma de convivencia que se asuma a sí misma como continuidad del pasado de nuestro propio presente y como una ruptura que haga posible el encuentro gozoso de las diversidades que nos pueblan y la apropiación de la riqueza humana.
Esta forma de convivencia es imaginable si el enraizamiento encuentra su sentido en la despedida y la despedida en el enraizamiento. Tengo para mí, como una de esas convicciones de las que hablaba al principio, que el “nosotros” que venimos buscando desde Garcilaso y Guamán Poma está en el afincamiento en ese enraizamiento/despedida. Ese “nosotros” nos acompaña, ocultándose, desde antiguo, pero no hemos acertado a desocultarlo porque o bien entendemos los términos enraizamiento/despedida como antitéticos, puestos el uno frente al otro, y nos vemos así colocados ante una alternativa que nos obliga a escoger o lo uno o lo otro; o bien los miramos desde la perspectiva del mestizaje, que, en el mejor de los casos, piensa el “nosotros” en términos de una armoniosa fusión de lo uno y lo otro.
Pero lo que está en juego, cuando se trata de pensarnos a nosotros mismos, no es ni una bipolaridad irreconciliable ni una difusa conciliación sino la necesidad de un desocultamiento que nos llame a entendernos desde en un enraizamiento que convoca a la despedida, y desde una despedida que convoca al enraizamiento. Esto es, a mi ver, lo que más merece pensarse y lo que menos hemos pensado. Pero el arte y la literatura, tal vez porque no están atadas a la racionalidad establecida, se han asomado al problema y lo han desocultado ocultándolo. Un ejemplo elocuente de esta aproximación es “el saber del no-saber” de Los heraldos negros de Vallejo.
Pienso que esa misma inextricable relación entre enraizamiento y despedida, aunque no haya sido tematizada explícitamente, es lo que subyace –está al mismo tiempo puesto y oculto- a la comprensión del Perú como comunidad en descomposición (M. González Prada), nación en formación (J. C. Mariátegui), encuentro y mestizaje (V. A. Belaúnde), entendimiento entre el hacer y el pensar (R. Haya de la Torre), posibilidad de convivencia de todas las sangres (Arguedas), tempestad en los Andes (L. E. Valcárcel), promesa realizable (J. Basadre), búsqueda de la letra en que nació la pena (C. Vallejo), mundo ancho y ajeno (C. Alegría). Esa misma relación está en la base, sin manifestarse, de la teoría de la dominación (A. Salazar Bondy), el humanismo revolucionario (F. Miro-Quesada), el desborde popular del Estado (J. Matos Mar), la teología de la liberación (G. Gutiérrez), la colonialidad del poder (A. Quijano), la búsqueda de un inca (A. Flores Galindo), la modernidad popular (H. de Soto y C. Franco), el elogio de la heterogeneidad (A. Cornejo Polar), el país a medio hacer (M. Vargas Llosas), la cholificación generalizada (H. Neira), la búsqueda de la verdad y la reconciliación (S. Lerner Febres), la centralidad de la ética (J. Abugattás), la apuesta por la transparencia (P. Patrón), la etización de la política (V. Santuc), el repensar la tradición filosófica (D. Sobrevilla), la búsqueda de alas y raíces (M. Giusti), la atención a la diversidad (F. Tubino), la exploración de nuevas sensibilidades (R. Nugent) … Y sé que dejo muchas otras aproximaciones en el tintero.
De una u otra manera, pero siempre sin decirlo, los diversos intentos de pensar (en el sentido de presentar) el Perú acentúan la itinerancia pero como condición transitoria que puede y debe ser superada. Por eso promueven el compromiso con lo uno (el enraizamiento) o lo otro (la despedida), o apuestan por esa confusa mezcla de lo uno y lo otro que conocemos como mestizaje. Tratan, con la mejor de las intenciones, de desocultar el nosotros que nos subyace, aunque sea germinalmente, pero no logran sino ocultarlo. Precisamente por eso merecen ser tomados en serio, porque independientemente de sus intenciones conscientes y de sus compromisos éticos y políticos, ese su permanente transitar de la desocultación al ocultamiento y viceversa, revela algo esencial de nosotros mismos: que la itinerancia no es una condición transitoria sino permanente, no es una contingencia que podamos y debamos superar, sino una forma de ser que nos deja “instalados” en la permanente “movilidad” entre enraizamiento y despedida.
No pretendo con estas reflexiones haber dado en el clavo para pensar el Perú. Si así fuese, si efectivamente hubiese descubierto el camino para pensarnos, en realidad ese camino no conduciría a la presentación del Perú sino a su representación, a una objetivación que paralizaría el diálogo y convertiría en quietud la itinerancia. Lo que quise fue presentar mi despedida para que se entienda que la despedida convoca al enraizamiento y el enraizamiento a la despedida.
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