José Ignacio López
Soria
Intervención en el Foro “Río + 20: Desafíos y perspectivas”, organizado por INTE/PUCP
(Instituto de Ciencias de la Naturaleza, Territorio y Energías Renovables / Pontificia Universidad Católica del Perú) y
por la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, y realizado en el Centro Cultural
de la PUCP, 23-25 de mayo de 2012. Mesa: ¿Es posible un desarrollo sostenible
en el Perú del siglo XXI?, 25/5/2012.
“Rio + 20” and the development
Anotación preliminar
Abstract
Instead of thinking of the possibility of sustainable development (see
the coming conference “Rio + 20: Challenges and perspectives”), this article
explores the issue of desirability of development in general, by situating the
issue in the concept realm. After reflecting on the origin of the development
concept by relating it to the western pattern of civilization that started with
the “discoveries”, conquests and colonization, the author takes a look at how
in the present time the human being, the history, the nature and the
relationship between man and nature are thought mostly from the perspective of
economic growth, by leaving in the oblivion even the ideas of progress and
development. Finally, in order to participate in the conference “Rio + 20” with
a critical perspective, the author proposes to debate the following statements: the relation between human beings and nature
should be one of an horizontal (not vertical) co-partnership; the human being
should be defined not as a being-in-the-world but as a being-with-the-world;
the concept of development should be replace for the concept of dynamic
cohabitation between human beings and nature; the relations among human beings
should be oriented not by the idea of competitiveness but by the criterion of mutual
collaboration; to replace the idea of globalization for that of “globality”; to
define the human life not in terms of “becoming” or “developing” but in terms
of plenitude.
Anotación preliminar
La formulación
misma de la pregunta que se nos ha hecho, “¿Es posible un desarrollo sostenible
en el Perú del siglo XXI?”, es una invitación a analizar y proponer cómo pasar
de un desarrollo a secas a un desarrollo sostenible, dándose por su supuesto
que el desarrollo sostenible es ya de suyo deseable. La reflexión que voy a
proponer está relacionada con la deseabilidad del desarrollo sostenible y no
propiamente con su posibilidad. Sé que, al proceder así, me escapo de la
pregunta, pero no porque no considere pertinente la necesidad de buscar estrategias
teóricas y práctica para un desarrollo sostenible, como de hecho se viene
haciendo fructíferamente en este foro y se hará en “Río + 20”, sino porque,
estando ya al final, prefiero invitarlos a abrir el horizonte del debate asomándonos
a perspectivas que considero alternativas con respecto al discurso hegemónico. Y
lo hago de este manera porque, para mí, lo más rico de un foro no son las conclusiones
a las que llega sino los caminos que deja abiertos al pensamiento.
Mi reflexión consistirá en ideas sueltas, sin ninguna pretensión de
sistematicidad. Y lo haré situando los “desafíos y perspectivas”, que “Río +
20” no convoca a pensar, en al ámbito de discurso y no en el de las prácticas
del desarrollo. Me limitaré, por tanto, a ofrecer algunas anotaciones sobre la
idea de desarrollo para centrarme luego en la actualidad y arriesgarme, al
final, a proponer categorías conceptuales para pensar la convivencia en
términos de plenitud y ya no de desarrollo.
Sobre la procedencia de la idea de desarrollo
No es este el momento
para hacer una historia del concepto de desarrollo[1],
pero voy a dejar sueltas algunas anotaciones.
La primera anotación es que el concepto
de desarrollo y la perspectiva teórica y práctica que él abre son históricas
y, por tanto, tienen un origen determinado, se dan en un contexto histórico
específico, responden a ideales e intereses definidos y son tan contingentes y perecibles
como cualquier otra realidad histórica.
Ocurre, sin embargo, que el discurso del desarrollo (desarrollismo) y su
actual manifestación como crecimiento (“crecimientismo”), a través de
estrategias más coercitivas que argumentativas, ha sido tan eficaz que ha
conseguido colarse en la subjetividad, el imaginario colectivo y las políticas
públicas, desprendiéndose de su
historicidad para revestirse de universalidad e imperecibilidad, olvidando su
carácter contingente para presentarse como necesario, pretendiendo llenar el
horizonte de las expectativas y pasando del ámbito de lo electivo al de lo
normativo.
Por eso no es raro, en la ya relativamente larga historia del concepto
“desarrollo”, que, primero, se haya buscado proveerle de legitimidad o bien por
el origen, aduciéndose que está enraizado en la naturaleza humana (es propio
del hombre progresar), o bien por el fin, afirmándose que el desarrollo –hoy,
el crecimiento- es la única vía para satisfacer nuestras necesidades y llegar
al “paraíso de la abundancia”; y, segundo, que, ante las patologías y
desajustes naturales y humanos (impactos nocivos) que acompañan inexorablemente
al desarrollo, se hayan buscado diversos nombres y enfoques, como el de
“desarrollo sostenible”, que evidentemente enriquecen y reorientan la
significación originaria del concepto y las prácticas desarrollistas, pero que,
paradójicamente, como diría Nietzsche[2],
promueven “el eterno retorno de lo igual” o, como apuntaría Weber[3], no
consiguen escapar de la “jaula de hierro” de la racionalidad instrumental de la
modernidad.
Mi segunda anotación se refiere
al empobrecimiento que significa el paso del concepto ilustrado de
progreso al de desarrollo y de este al de crecimiento económico. El concepto de
progreso, como anotan Weber (en el libro citado), Hazard[4] y
Habemas[5], era
polisémico, pues aludía a la realización plena de la posibilidad humana, tenía
que ver con las esferas de la cultura, los subsistemas sociales y el mundo de
la vida, y se originó en un contexto marcado por el espíritu de revolución,
cuando todavía el concepto de revolución, al decir de Arendt en On Revolution[6],
remitía al despliegue de la libertad y, por tanto, se atrevía a vérselas con un
proyecto sembrado de esperanzas pero también de responsabilidades e
inseguridades.
El concepto de desarrollo, por el contrario, reduce inicialmente la
multidimensionalidad del concepto de progreso al de crecimiento económico, pero
estaba también relacionado con la racionalización de la gestión pública, la
extensión de los servicios sociales, el fortalecimiento industrial, la
constitución de mercados nacionales, la extensión de los derechos civiles y
políticos, etc., por eso era susceptible de ser ampliado luego a otros ámbitos como
la distribución equitativa de los ingresos, la independencia económico-política
de los Estados-nación emergentes, la satisfacción de necesidades básicas, la
atención a la necesaria regeneración de la naturaleza, la diminución del riesgo
del deterioro, el aprovechamiento de los residuos, la explotación sostenible de
los recursos naturales, etc. y, en el mejor de los casos, la eliminación de la
pobreza y la distribución equitativa de los bienes. (Siempre me he preguntado,
digo como excursus, por qué hacemos
mesas de concertación de lucha contra la pobreza y no de lucha contra la
riqueza, o por qué los gobiernos fijan el salario mínimo y no el salario máximo,
o por qué diseñamos políticas de inclusión y no de impedimento de la exclusión
económica). Pero lo predominante hoy no es ya ni siquiera el discurso del
desarrollo, como veremos enseguida, sino
el del “crecimientismo” y sus prácticas.
El ámbito en el que se inscribe la idea de desarrollo –y es mi tercera anotación- es ya, en
terminología de Heidegger en Filosofía,
ciencia y técnica[7], la “era de la
técnica” o de la organización total y la reemplazabilidad. En este ámbito, que
es el nuestro, por más dimensiones que se añadan al desarrollo, el concepto
mismo y sus prácticas apuntan al diseño de estrategias de “liberalización” para
hacer viable la “modernización”. Explico los dos términos utilizados: liberalización
y modernización. El concepto de “liberalización” no está ya referido propiamente
a la libertad, que yo entiendo como el despliegue pleno de la posibilidad
humana y la apertura a la alteridad, sino que remite al debilitamiento y deshacimiento
de las ataduras que impiden que se apliquen cabalmente los modelos “previstos”
de modernización. Por su parte, el concepto “modernización” reduce la
significación del de “modernidad” que, como sabemos, remitía a procesos que
concernían a las esferas de la cultura, los subsistemas sociales y el mundo de
la vida, mientras que la “modernización” tiene normalmente que ver con la
lógica de la racionalidad instrumental aplicada a algunos subsistemas sociales
(el de la producción, el del mercado y el de la gestión pública,
principalmente), a través de planes, programas y hasta recetas que poderosas
instancias transnacionales se encargan de diseñar cuidadosamente y luego de
controlar su ejecución según indicadores preestablecidos que miden principalmente
el crecimiento económico.
El encuentro de estos dos conceptos, liberalización y modernización, y su
elevación a la categoría de norma dejan al descubierto que el desarrollo
obedece no a la lógica emancipadora de la modernidad sino a la lógica
instrumental de la modernización para restaurar o instaurar un orden preestablecido
y minuciosamente diseñado. No deja de ser significativo, además, que el proceso
de instauración o restauración de ese orden se haga con estrategias más
cercanas al vigilar y castigar que al ejercicio de la libertad. No hay que perder de vista que el concepto de
desarrollo y sus prácticas y modificaciones son propios de la modernidad tardía,
cuando esta ha dejado en gran medida de lado la lógica emancipadora, presente
originariamente en la idea de progreso, y predomina ya la lógica instrumental,
que, como sabemos, se orienta desembozadamente en nuestros días hacia a la
homogenización del consumo a escala planetaria y a la articulación jerarquizada
de las economías particulares en función de intereses transnacionales.
Como cuarta anotación apunto
que el desarrollo, hijo legítimo pero disminuido del progreso, es nieto del patrón
del poder y del saber que, recogiendo tendencias anteriores, se puso en
marcha material y simbólicamente con los llamados descubrimientos, las conquistas
y las colonizaciones, y que, en general, conocemos como proyecto de la
modernidad. Con esta ascendencia, no es raro que el desarrollo lleve en la
sangre las características básicas de ese patrón “civilizacional” que, como han
señalado Aníbal Quijano[8] y
otros, se concretan en racionalismo, individualismo, consideración de Occidente
como el centro del planeta, racialización de las identidades y de las
relaciones sociales, articulación controlada de las diversas formas de trabajo
y apropiación de sus productos, etc. A estas características pueden añadirse
otras que simplemente dejo anotadas: la sustitución paulatina del habitar por
el construir en nuestra relación con el territorio, lo que lleva al abandono
del cultivar para preferir el producir;
el debilitamiento de la alteridad como dimensión constitutiva de la mismidad;
el arrinconamiento de lo sagrado para fundamentar la auto-referencialidad del
hombre y su historia; la consideración de la naturaleza y sus bienes como
objetos de deseo y de posesión; la concepción de la historia como un proceso
unilineal y de validez universal que va del estado de naturaleza al estado de
civilización; la primacía de las lenguas occidentales y la consiguiente violencia
ejercida sobre las demás lenguas; etc. Ubicado en este ámbito
histórico-filosófico, el concepto de desarrollo, aunque venga con la
cualificación de “sostenible”, es, al menos, sospechoso de arrastrar una
herencia de que la no le es fácil desprenderse.
Después de estas anotaciones histórico-filosóficas no es difícil colegir
que, para mí, el problema del desarrollo no está en los calificativos (“modernizador”,
“independentista”, “de rostro humano”, “respetuoso del ecosistema”, “atento a
las necesidades básicas”, “sustentable”, “inclusivo” etc.), sino en el
sustantivo mismo, en el concepto de desarrollo, que lo entiendo como una
especie de camisa de fuerza, como una matriz cognoscitiva, valorativa,
normativa, expresiva y práctica que no da para pensar el despliegue pleno de la
posibilidad humana haciéndonos cargo de nuestra condición de “seres con el mundo
abiertos a la alteridad”.
Anotaciones sobre
la actualidad
Me pregunto, en primer lugar, si el discurso del “post-desarrollo”
puede ser una propuesta aceptable frente a otras que buscan afanosa y bien
intencionadamente apellidos, como “sostenible”, para el desarrollo. Tengo a
este respecto dos observaciones. En primer lugar, el concepto mismo de
“post-desarrollo”, pariente cercano del de “postmodernidad”, se inscribe en el
ámbito del desarrollo porque está pensado como un “fuera” (dimensión espacial)
o un “después” (dimensión temporal) de donde se está aquí y ahora, y desde ese “fuera”
o ese “después” se enuncia un discurso de superación del desarrollo. Pero tanto
la distinción “dentro/fuera” y “ahora/después” como la noción de superación
son, en este caso, extraídas del bagaje discursivo y de la perspectiva
epistémica de la modernidad. Por otro lado, y es mi segunda observación, no
creo que haya un espacio neutro para la teoría desde el cual se pueda observar la
época “desarrollista” en la que estamos y que nos constituye, haciendo de ella
una especie de “objeto de estudio” para que un sujeto externo observe e incluso
diseñe caminos para salir de la actualidad. Entiendo, por tanto, el
“post-desarrollo” como un lenguaje que opera dentro de juego de lenguajes del
discurso del desarrollo. Es cierto que el “post” sugiere una perspectiva crítica, pero
considero que su criticidad es todavía tributaria de la metanarrativa del
desarrollo.
La actualidad es nuestro único horizonte posible de sentido y, por tanto,
su exploración es una forma de autocercioramiento de la propia
actualidad, algo así como la actualidad pensándose a sí misma. Y cuando la
actualidad se piensa a sí misma toma conciencia de su condición primigenia de
hechura de la modernidad o, dicho de otra manera, advierte que el desarrollo,
con o sin apellidos, es la manera actual de darse del proyecto moderno. Por
tanto, lo que está en juego no es solo el desarrollo sino la matriz en la que
se inscribe, el proyecto mismo de la modernidad, o, como diría Quijano, el “patrón
de poder y de saber” que la modernidad inaugura. Y, como es sabido, la
modernidad desencadena procesos de enorme trascendencia, que descomponen, para
recomponerla luego de otra manera, la co-pertenencia entre las tres maneras de
dar de ser: el hombre y la historia, la naturaleza y lo sagrado. Dejo de lado
lo sagrado porque está fuera de la temática de “Río + 20”, aunque ese “estar
fuera” no deja de ser significativo. Me ocuparé, pues, de las otras dos
dimensiones.
Lo fundamental con respecto al hombre y la historia es la
inmanencia o autorreferencialidad, que se expresa, con respecto al hombre, en
la consideración de que cada individuo tiene dentro de sí su propia esencia
(individualismo), lo cual lleva, por un lado, a debilitar e incluso a desconocer
la dimensión social de todo ser humano, la apertura a la alteridad como
constitutiva de la mismidad, y, por otro, a poner al hombre en el centro de
todo lo que existe (antropocentrismo); y, con respecto a la historia, la
inmanencia se manifiesta en la consideración del devenir como un proceso, unilineal
y válido universalmente, de perfeccionamiento que va del estado de naturaleza (propio
de los pueblos no europeos) al estado de civilización a la occidental
(eurocentrismo), secularizando o terrenizando de esta manera la tradición judeo-cristiana
de la “historia de la salvación”.
Vista desde la modernidad, la naturaleza es objeto de deseo y de dominio
y ya no lugar de habitación y pertenencia. Por eso, el habitar, relacionado originalmente
con el cultivo y cuidado de aquello a lo que se pertenece, muta en poseer y luego en construir, al compás de un saber
que está ya orientado hacia el poder. La consecuencia es que la naturaleza no
es más para el hombre moderno una compañera de viaje en la aventura de la
existencia sino un objeto de explotación. Y esta condición disminuida y subalterna
que se atribuye a la naturaleza no cambia sustancialmente con el discurso del
desarrollo sostenible porque también este considera a la naturaleza objeto de
explotación, aunque calcula que la explotación se atenga al principio de la
durabilidad, pensando en el derecho de la especie humana a la sobrevivencia y
no ciertamente en los “derechos” de la naturaleza, la cual, para el discurso
moderno en cualquier de sus formas, no es nunca sujeto de derechos. Puede ser
la naturaleza “objeto” de respeto, pero aquí el respeto no se basa ya en el
temor frente a su imprevisible comportamiento, como ocurría en la antigüedad, ni se funda en la valía de lo natural por sí
mismo sino nuevamente en el cálculo responsable de su utilización para la
sobrevivencia humana. Ya la sola mención de “derechos” de la naturaleza es una
especie de herejía para la dogmática moderna.
Llegamos, así, a la actualidad con un horizonte de sentido, el de la
modernidad globalizada, que habita las epistemes, las valoraciones, las normas
y los sistemas simbólicos, organiza los subsistemas sociales y construye las expectativas,
los imaginarios y las subjetividades. A grandes rasgos, ese horizonte
proveedor de sentido tiene las siguientes características básicas: 1) la
consideración de que el ser se da sólo de dos maneras, la natural y la humana;
2) el establecimiento de una jerarquía entre ellas, con el predominio absoluto de
lo humano (no es casual, por ejemplo, que nos definamos a nosotros mismos como “seres-en-el-mundo”
y no como “seres-con-el-mundo”); 3) la interpretación de nuestro
ser-en-el-mundo no como un “estar” sino como un “devenir” diseñado desde el
discurso de un desarrollo reducido a crecimiento económico y entendido como
norma; 4) la reducción del ser humano a una mismidad autorreferrencial que, en
el mejor de los casos, entiende la
alteridad como límite y no como constitutiva de la propia mismidad, por eso nos
adherimos a la máxima “mis derechos terminan donde comienzan los del otro” y esto
nos parece suficiente como principio ético y jurídico para gestionar racionalmente
la convivencia; y 5) la ampliación del ámbito de la percepción al sistema-mundo
ahora ya no como una aspiración sino como una realidad tangible.
¿Qué proponer para
“Río + 20”?
Me pregunto, en primer lugar, con qué actitud acudir a “Río + 20”.
Creo que tendríamos que participar con una actitud vigilante, crítica y
propositiva. La vigilancia se queda, por lo general, en la mirada atenta
al cumplimiento de agendas y compromisos, pero tendría también que preguntarse
por la vigencia de esos acuerdos en un contexto atravesado de “crecimientismo”.
La crítica suele apuntar a curar las patologías producidas por el
desarrollo, partiendo de la constatación de los beneficios y daños y
orientándose a desacelerar las causas de esos daños y a mitigar sus efectos.
Pero la crítica podría ir más allá y atreverse a de-construir los fundamentos de la idea misma de
desarrollo, relacionándola con el patrón civilizacional de la modernidad y
poniendo al descubierto los componentes de violencia material y simbólica que
esta matriz civilizatoria conlleva y que deja en herencia a sus descendientes,
el desarrollo y ,hoy, el “crecimientismo”. La proposición tendría que
alimentarse no solo de una lectura crítica de los rasgos crepusculares del
proyecto moderno y sus actuales manifestaciones, sino de la exploración de
nacientes signos aurorales que despiertan esperanzas y convocan
compromisos. Pero, en cualquier caso, la
mirada propositiva no debe quedar anclada en un “anti-modernismo o
anti-desarrollismo romántico” que apunte a restaurar el mundo “pre-moderno” por
considerarlo una especie de “paraíso perdido”. Somos hechura de la modernidad y
nos toca realizar una operación de autocercioramiento crítico de nuestra
actualidad y asomarnos a otros horizontes de significación y de vida buena para
potenciar nuestra capacidad propositiva.
Supuestas estas actitudes y teniendo en cuenta que el foro “Río + 20”
está centrado en la relación hombre/naturaleza, podríamos llevar a ese
encuentro las siguientes preocupaciones:
1ª. Enmarcar la relación hombre/naturaleza en el ámbito de una co-pertenencia
horizontal entre lo natural y lo humano. El concepto de “co-pertenencia”
remite al carácter constitutivo de cada componente por el otro, sin
desconocerse las especificidades de cada uno, y el adjetivo “horizontal”
atribuye valía semejante a cada componente, desconoce jerarquías entre ellos y
convoca a eliminar la violencia en su relación mutua. Esta esencial co-pertenencia
es procesada de diversas maneras por los diferentes pueblos. En la manera
particular de procesar la co-pertenencia consiste fundamentalmente la cultura
de cada pueblo, y en el carácter mutable de ese procesamiento consiste su
historia.
2ª. Considerar a la naturaleza como compañera de viaje del hombre,
y no su sierva ni instrumento de dominación de unos hombres por otros. Como
compañera de viaje asiste al hombre en sus necesidades, pero requiere también
de él atención y cuidado. El fundamento de la atención y cuidado que el hombre
presta a la naturaleza no remite solo a las necesidades humanas presentes y
futuras sino a lo que podríamos llamar el “derecho” de la naturaleza a su propia sobrevivencia.
Entiéndase, sin embargo, que este “derecho” no es atribuible a cada elemento de
la naturaleza sino al conjunto de ella y, tal vez, a sus especies según los
requerimientos del equilibrio ecológico y la regeneración que conjugan descomposición
con recomposición en perspectiva planetaria.
3ª. Definir al hombre no como ser-en-el-mundo sino como ser-con-el-mundo.
Esta autopercepción, que los occidentales recogemos de algunas de nuestras
tradiciones y principalmente de los mensajes que nos vienen de otras culturas,
supone que la naturaleza es constitutiva de nuestra condición humana y,
consiguientemente, fuente de dinamismo y de gozo de la posibilidad humana. Esta
misma consideración nos obliga a reconocer que el hábitat para la vida humana
no es escenario sino albergue que nos pertenece y por el que, además, somos
pertenecidos. Por eso nos definimos como habitantes, definición que remite a
nuestra condición de seres-con-el-mundo. Hay que decir, en consecuencia, que
cuando nos definimos como seres-en-el-mundo estamos reduciendo nuestra propia
condición humana.
4ª. Sustituir el concepto de desarrollo por el de convivencia dinámica
hombre/naturaleza. Nuestra condición de seres-con-el-mundo no es,
por cierto, estática sino dinámica, pero el dinamismo no necesariamente
consiste en progresar o desarrollarse según un modelo de supuesta validez universal y que apunta esencialmente al
incremento del tener, el disponer y el poder, derivaciones todas ellas del
principio de la acción teleológica del proyecto moderno, que, por lo general,
se ejecuta a costa de la naturaleza y de otros colectivos humanos. Dinamismo es
también, y de manera más esencial, la recomposición constante, aunque a
diversos ritmos, de la co-pertenencia hombre/naturaleza, una recomposición que
no necesariamente tiene el camino trazado y que resulta del encuentro entre
pueblos diversos, de la dinámica de la propia naturaleza y de la interacción
hombre/naturaleza. La mencionada sustitución nos libra de la camisa de fuerza
del concepto de desarrollo, que lleva ya implícita la violencia contra la
naturaleza.
5ª. Emparejar el concepto de convivencia dinámica hombre/naturaleza con
el de convivencia humana, entendida también dinámicamente, pero con un
dinamismo que no venga de la competitividad, concepto este último portador de
violencia, sino del reconocimiento de la alteridad como constitutiva de la
mismidad y que, por tanto, se traduce en interacciones dignas, mutuamente
enriquecedoras y hasta gozosas, asumidas, además, como el ámbito por excelencia
de realización de la posibilidad humana.
6ª. Asumir la multidimensionalidad espacial de la interacción
hombre/naturaleza y de la convivencia humana, entre lo local y lo global,
asumiendo lo local como ya siempre abierto a lo otro, y lo global no como una
articulación jerarquizada de diversidades al servicio de poderes centrales ni
como una homogeneización según un modelo de pretendida validez universal,
características ambas de la actual globalización. Lo global tendría que ser un
encuentro enriquecedor de diversidades.
Esta perspectiva amplía, sin des-localizarlo, el horizonte de la ética,
la responsabilidad, la justicia, la equidad, las alianzas, la solidaridad, la
gobernanza, etc., y deja planteado el problema no resuelto de una gestión
acordada y vinculante de la globalidad. Digo “globalidad” y no “globalización”,
porque el segundo concepto remite al proceso tangible de mundialización que nos
viene del proyecto moderno, mientras que el
primer concepto, “globalidad”, quiere sugerir que la apertura a la
alteridad es constitutiva de toda particularidad.
7ª. Finalmente, pensar la vida humana en términos de plenitud y no
de “devenir” o “llegar a ser” y menos aún de esa recortada visión del devenir
que conocemos como desarrollo y que está ya bajo el signo del “crecimientismo”.
Sé que me meto en honduras histórico-filosóficas en las que no puedo aquí detenerme,
pero dejo apuntado que cuando pensamos la vida individual y colectiva como
“llegar a ser” supeditamos el presente al futuro haciendo del aquí y el ahora
una mera dimensión del allí y el mañana, es decir debilitamos el presente como
ámbito de significación para atribuir al futuro la condición de provisor de
sentido en el presente. Esta invasión del futuro en el presente dificulta, si
no impide definitivamente, la realización plena de la posibilidad humana en el
aquí y el ahora. Del poeta latino Horacio hemos heredado la expresión “carpe
diem” que admite, por cierto, múltiples lecturas. Yo la entiendo como “realiza
a plenitud la posibilidad humana en el aquí y el ahora”. Pero este afincamiento
en el presente no debe entenderse como
una reconciliación con lo dado ni como un desconocimiento del pasado y del
futuro. Se trata más bien de una convocación a hacer del presente el ámbito por
excelencia de realización plena de la vida humana, un ámbito que dialoga con su
propio pasado para proveer de densidad histórica al presente y cuyas
potencialidades apuntan al futuro.
Lo dejo aquí porque me imagino que más de uno de ustedes estará
preguntándose qué tiene ver todo esto con algo tan concreto y práctico como el
desarrollo sostenible. Respondo con una máxima que recojo de la tradición
filosófica: “no hay nada más práctico que una buena teoría”.
[1] Pueden consultarse al respecto, entre otros, el texto de Marcel Valcárcel,
“Génesis y evolución del concepto y enfoques sobre el desarrollo” y la abundante bibliografía que cita. .
o el
texto que se nos ha distribuido de Antonio Elizalde Hevia, “¿Qué desarrollo
puede llamarse sostenible en el siglo XXI?. La cuestión de los límites y las
necesidades humanas.”, publicado en Revista
de Educación. Número extraordinario. 2009, p´. 53-75.
[3] Weber, Max. La ética protestante
y el espíritu del capitalismo. Barcelona: Editions 62, 5ª. ed. 1979.
[4] Hazard, Paul. El pensamiento europeo en el siglo XVIII. Madrid: Ed.
Guadarrama, 1958.
[6] Arendt, Hannah. On Revolution. USA: Penguin Books, 2006.
[7] Heidegger, Martin. Filosofía,
ciencia y técnica. Santiago de Chile: Universitaria, 1997.
[8] Ver el texto de Aníbal
Quijano, además de otros, en: Pajuelo, Ramón y Pablo Sandoval (comp.). Globalización y diversidad cultural. Una
mirada desde América Latina. Lima: IEP, 2004.
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