José Ignacio López Soria
Presentación del libro: Martuccelli, Elio. Conversaciones con Adolfo Córdova. Lima:
Instituto de Investigación de la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Artes,
Universidad Nacional de Ingeniería, 2012.
Presentado en el Colegio de Arquitectos del Perú, 25/04/2012.
Introducción
“… recordar es una manera de
volver a vivir.” (p. 99), ha sentenciado Adolfo Córdova al final de su segunda conversación
con Elio Martuccelli. Y, efectivamente, en Conversaciones
con Adolfo Córdova el recuerdo no consiste en el mero registro de lo vivido
sino más bien en traer a la presencia un pasado que habita nuestro propio
presente, recurriéndose para ello al diálogo, la forma expresiva más propia de
la convivencia porque hace posible incluso darles voz a quienes no pueblan ya
el presente.
No voy a ocuparme aquí de
describir en detalle el libro a dúo de Martuccelli/Córdova, aunque algo diré al
respecto, sino más bien de continuar el diálogo al que el texto me convoca,
fijándome en las tensiones que se advierten en el proceso de introducción de la
modernidad en arquitectura y urbanismo. Porque para mí, Conversaciones con Adolfo Córdova es una convocación a pensar el pasado
que habita nuestro presente, más que un recuento frío de nuestra historia
reciente.
Antes de meterme en el libro es
preciso felicitar a Martuccelli por la feliz ocurrencia de recoger el
testimonio de un actor principal, como Adolfo Córdova, de la aventura de la
modernidad en el Perú, y, además, hay
que extender la felicitación al decano de la FAUA, Luis
Delgado Galimberti , y a Patricia Caldas, directora del INIFAUA, por la serie de
conversaciones que se inicia con este libro, y, finalmente, agradecer al
Colegio de Arquitectos del Perú que hoy nos acoge.
Generales de ley
Después de las presentaciones de
rigor, el libro se abre con un estudio, “Tiempo en el espacio. La arquitectura,
el urbanismo, la acción política y el proyecto modernizador”, en el que Martuccelli
traza un marco general que facilita la comprensión de los recuerdos
testimoniales de Córdova. Vienen luego las tres conversaciones, que incorporan,
aunque de pasada, a otros interlocutores como Oswaldo y Pilar Núñez Carvalho,
Abel Hurtado y algunos alumnos. Termina el libro con una coda y un epílogo,
ambos de Córdova, y está enriquecido con fotografías y dibujos de Córdova y sus
obras, de la Facultad de Arquitectura y sus alumnos de antaño, y de los libros
escritos por Adolfo y las revistas que dirigió o en las que participó
activamente. Fue para mí una grata sorpresa encontrar mi casa entre las obras
emblemáticas de Adolfo.
Los testimonios de Córdova se
refieren tanto a los avatares de la formación en arquitectura y urbanismo y a
la osadía de un puñado de jóvenes que se atreven a enmendarles la plana a sus
profesores e incluso a levantar el puño contra el poder, como al ejercicio
profesional, a las regulaciones, orientaciones y políticas públicas sobre el
urbanismo y las construcciones, a los esfuerzos por introducir una gestión
racional y planificada del territorio, a la avidez de saberes nuevos, al deseo siempre insatisfecho de asomarse a
nuevos horizontes filosóficos y expresivos, a la exploración de respuestas a
las demandas habitacionales y culturales de los sectores populares del campo y
de la ciudad, al emprendimiento de
proyectos políticos cocinados en cenáculos de intelectuales, a la intención de
airearse con los vientos de renovación que soplaban más allá de nuestras
fronteras, al empeño por hacer que convivan enriquecedoramente las diversas
manifestaciones del espíritu, a la búsqueda de conmilitones en la geografía
latinoamericana, al debate sin tapujos y hasta sarcástico y juguetón con los
neoconservadores de la política, las artes, el urbanismo y la arquitectura, etc.,
etc. Y todo ello transmitido en una
narrativa coloquial, salpicada de acontecimientos, nombres y anécdotas, y
enriquecida con el testimonio de lo vivido intensamente y con una variada
muestra gráfica.
Hasta aquí las generales de ley,
la descripción externa de un texto que se deja leer con facilidad y agrado y
del que se puede recoger no poca información para la historia reciente de la
arquitectura, el urbanismo, las artes y la política en el Perú. Paso ahora a comentar el libro, dejando
sueltas algunas anotaciones sobre aquello del texto que más me convoca al
pensamiento.
Entre el “cuidar de sí y de la
ciudad” y el “conocerse a sí mismo”
Leo el texto de Martucelli/Córdova
más como un hablarse de la modernidad que como un hablar sobre la modernidad.
El hecho de haber recurrido al diálogo como forma expresiva remite a una
tradición que, en Occidente, nos viene de la Grecia antigua y que está
directamente relacionada con la ética y el autocercioramiento, el cuidar de sí
y de la ciudad y el descubrimiento de la verdad como “des-olvidar”, como un
traer a la presencia lo que yace en el olvido. Y lo que yace en el olvido es lo
vivido, por eso recordarlo, como sabiamente anota Adolfo, es volver a vivir,
explorar dimensiones del pasado que constituyen nuestro propio presente. Esa
exploración despoja a lo pasado de su simple estado de haber sido para traerlo
a la presencia y enriquecer el horizonte axiológico, epistémico y simbólico de lo
que está siendo. De esta manera, a través del recuerdo, se le da dignidad al
pasado y densidad histórica al presente. Y, así, los personajes del pasado que
pueblan el texto –desde don Ricardo de Jaca Malachowski hasta quienes se nos
fueron ayer, como Carlos Williams y Santiago Agurto, además de Marquina,
Bianco, Velarde, Hart-Terré, Seoane, Grau, Winternitz, Belaúnde, los Salazar
Bondy, Miró-Quesada Garland, Pérez Barreto, Gilardi, Neira y tantos más-
participan también en un diálogo en el que, además, dicen su palabra, a través
de los autores, toda una pléyade de urbanistas,
arquitectos, filósofos, artistas, literatos y estudiosos peruanos de ayer y de
hoy. Y a los lejos, se deja sentir el eco de las voces de los maestros Le
Corbusier, Gropius, Wright, Mies van der Rohe, Aalto y hasta Saint Exupéry,
Sartre, Proust, Hesse, Neruda, Vallejo, Kafka y Joyce, entre otros muchos.
Me pregunto si este fecundo
diálogo que Córdova y Martucelli protagonizan está orientado a “ocuparse de sí”
y de la ciudad, como quería Platón, o a “conocerse a sí mismo” para analizar en
qué medida uno asume como norma la verdad transmitida por los maestros, como
postulaban los estoicos. Mi respuesta provisional es que algunos de nuestros
modernos -como Córdova, Williams, Agurto y los Salazar Bondy, por ejemplo- recogieron
las dos dimensiones del diálogo –la epistémica,
conocerse a sí mismos, y la ética, ocuparse de sí y de la ciudad-, mientras que
algunos de los principales mentores –como el caso emblemático de Cartucho-
prefirieron inicialmente la versión
cognoscitiva del diálogo para aplicar la normativa moderna a la construcción de
la ciudad, pero absteniéndose de intervenir en la polis entendida como gestión
del habitar.
Lo que quiero decir con esta primera
anotación, que dejo aquí solo apuntada, es que, desde el inicio, quedó instalada
en el seno mismo del proyecto moderno de la arquitectura y el urbanismo la
tensión entre ética y epistemología, una tensión que anunciaba la que luego se
daría entre cultura y política, y que, a
su manera, asomó en el debate Miró-Quesada / Sebastián Salazar Bondy sobre
abstracción y compromiso en el arte.
Entre la forma y la función
Como los modernos de todos los
tiempos, los nuestros se vieron también a sí mismos como demiurgos, hacedores
de un mundo otro, dialogando con los mensajes que les venían principalmente tanto
de la Carta de Atenas (1943) y
de L'Esprit Nouveau de Le Corbusier como de la Bauhaus de Gropius y Mies
van der Rohe y la arquitectura orgánica de Wright. Ese mundo otro se hacía de
viviendas familiares, conjuntos habitacionales, edificaciones comerciales y
administrativas, parques y trazado urbano, etc. pero tenía, además, que estar
poblado por objetos –como sillas, mesas, utilería en cerámica y vidrio y mobiliario
urbano- que pudiesen dialogar con el diseño arquitectónico o urbanístico que
los albergaba. Era necesario, además, para diseñar y construir ese mundo otro,
no solo aprovechar la variedad de materiales que las nuevas tecnologías ponían
al alcance, sino proponer y difundir los diversos lenguajes de la modernidad (literario,
artístico, filosófico, arquitectónico, urbanístico, etc.) para constituir
horizontes de sentido e imaginarios colectivos que facilitasen la hegemonía de
la propuesta modernizadora. No es raro, por tanto, que los arquitectos que
iniciaron el camino hacia la modernidad se juntasen pronto con literatos,
artistas, filósofos, músicos, ingenieros y científicos sociales, ni que juntos
organizasen veladas culturales de diverso tipo (musicales, literarias,
filosóficas, etc.) y que hasta se atreviesen a lanzar un manifiesto, recurrir
al periodismo y embarcarse en la publicación de la revista Espacio.
Se trataba de constituir una vanguardia cuyo recurso
fundamental era, en definitiva, el lenguaje con sus diversas formas expresivas.
Desde el lenguaje era posible dar forma a lo nuevo y así proveer de
racionalidad a la realidad, pensaban los modernos ateniéndose al principio,
enunciado por Sullivan y recogido por Wright y los padres del modernismo
arquitectónico, de que la forma sigue a la función. La nueva realidad
necesitaba de un nuevo lenguaje para volverse inteligible y racionalmente
agenciable. Crear o adaptar ese lenguaje para dar forma a las nuevas
aspiraciones y demandas y gestionar desde él la realidad era el objetivo básico
de nuestra vanguardia.
Se adhieren, así, nuestros modernos a los viejos
ideales ilustrados del progreso, pero ya en la versión decimonónica del funcionalismo
que venía de la Filosofía zoológica
de Lamarck y que se emparentaba con el evolucionismo darwiniano. Probablemente
no conocían que un ilustre ingeniero peruano de comienzos del siglo XX, José
Balta, había dicho textualmente ya en 1913,
en el homenaje que se le hiciera con motivo de su nombramiento como
ministro de hacienda de Billinghurst, que “la función crea el órgano”, debiendo
entenderse en este caso por función la exigencia de civilización planteada por la
realidad, y por órgano la ingeniería en cuanto forma racional de respuesta a
esa exigencia.
Para llevar a cabo ese ideal,
nuestros modernos tenían no solo que articular y consolidar su propia
agrupación, carente de un liderazgo claro y decidido, sino ganarse a los vacilantes
del El arquitecto peruano y enfrentarse
a quienes, desde la otra orilla, pugnaban por mantener las viejas maneras de
hacer arquitectura y ciudad, aunque revestidas ya de formas nuevas provistas
por el neoindigenismo ambiental y la colonialidad rediviva. Ardua tarea, diría
yo, para un grupo empeñoso de profesionales e intelectuales que no contaba con
más armas que el optimismo de la voluntad de cambio y la destreza en el manejo
de los juegos de lenguaje.
También a este respecto, en la
Agrupación Espacio y sus alrededores quedó instalada una tensión de difícil agenciamiento entre lenguaje y
realidad. La realidad, a pesar de sus evidentes rasgos tradicionales, estaba
articulada a la modernidad pero en la condición de subalternidad y bajo la
lógica instrumental del proyecto moderno. El lenguaje propuesto por nuestra
vanguardia se atenía, por el contrario, a la lógica emancipatoria de la
modernidad. ¿Pero cómo hacer, desde una profesión de fe en el principio de que
la forma (el lenguaje) sigue a la función (la realidad) para que la forma cree
una realidad nueva y no se limite simplemente a hacer inteligible y gestionable
la realidad establecida? ¿Bastaba con explorar las dimensiones de la realidad
que eran no legibles con los lenguajes tradicionales, como lo comenzó a hacer
diestramente José Matos con sus estudios sobres las barriadas, que anticipaban
ya sus posteriores reflexiones sobre el desborde del Estado y la emergencia
popular? ¿O había que embarcarse, a contrapelo del principio básico del
funcionalismo, en una operación realmente demiúrgica de alumbramiento de una
realidad llevando al lenguaje de la liberación a actuar como partera? ¿Bastaba,
acaso, el lenguaje para emprender esa tarea? ¿No había que liberar a la forma
(el lenguaje) de su religamiento a la función (la realidad) para convertirla en
realmente liberadora? ¿No estaba también el lenguaje moderno atravesado por las
dinámicas del poder?
El entrampamiento en estas
tensiones agotó las energías de nuestros modernos de la Agrupación Espacio y su
entorno y llevó a buena parte de sus miembros, temprana o tardíamente, a tener
que vérselas abiertamente con el poder. El diálogo Martuccelli/Córdova abunda
en testimonios a este respecto.
Entre la cultura y la política
En verdad, no pocos de nuestros
modernos, como dije al inicio, eran conscientes de haberse situado en la
encrucijada entre el cuidar de sí y de la ciudad (ética y política) y conocerse
y expresarse a sí mismos (cultura). Es más, su ámbito inicialmente preferente
de intervención, el mundo de la cultura, era ya de suyo un campo de batalla por
el sentido. Pero en este caso, por la presencia preponderante de arquitectos y
urbanistas en las huestes de la modernidad, la pugna se refería ya no solo al
mundo simbólico y a los juegos de lenguaje sino a la necesaria transformación
de la realidad a través de la gestión del territorio y la dación de forma
racional al espacio. Ya en la batalla por el sentido, el grupo de los modernos
chocó con el poder en su dimensión simbólica y constructora de subjetividad,
pero este choque se hizo más estruendoso y se extendió a otras dimensiones cuando
se vieron afectados los intereses. Y evidentemente hacer arquitectura y ciudad
desde la racionalidad moderna y empeñarse en llevar cabo una manera nueva de
gestionar el territorio y el habitar, removió los cimientos de los poderes ya
no solo simbólicos sino sociales, políticos y económicos del establecimiento.
Ante esta situación, el grupo de
los modernos fue tomando conciencia de las dificultades para lograr su
propósito inicial sin intervenir directamente en política. El proceso de esta
toma de conciencia y de búsqueda afanosa de caminos de salida de este
entrampamiento se constituyó en un semillero de alternativas, enrumbadas todas
ellas hacia la intervención política en clave modernizadora. Las fuentes de
inspiración para este nuevo emprendimiento fueron varias, desde el socialismo occidental
y la social-democracia hasta el social-cristianismo y un liberalismo tibio
adornado con toques de la vieja ideología del mestizaje. Se construyeron, así,
varias opciones políticas (Movimiento Social Progresista, Democracia Cristiana,
Acción Popular), con un innegable airea de familia entre ellas, y fueron
surgiendo liderazgos definidos, especialmente el del arquitecto Fernando
Belaúnde. En el fondo, todos estos emprendimientos, aunque relativamente
diferenciados entre sí, buscaban ser los
portadores políticos de las demandas de los pobladores urbanos y, en algún
caso, el de Acción Popular, más específicamente, de los intereses de la
burguesía industrial urbana.
Comentario final
Termino con una última anotación.
He dicho que entre las alternativas surgidas en el círculo de los modernos hay
un aire de familia. Las frecuentes colaboraciones entre ellos, recordadas por
Córdova, son muestras, como diría Goethe, de sus “afinidades electivas”. Pero
no puede desconocerse que había también diferencias sustantivas. Para mí, lo
sustancial no estuvo en las maneras diversas de hacer modernidad sino en la
concepción misma del proyecto moderno. Me fijaré solo en los dos extremos: el
Movimiento Social Progresista y Acción Popular. Reelaborando mensajes que le
venían de los logros y las limitaciones de la Agrupación Espacio, el Movimiento
Social Progresista asume la modernidad como un proyecto integral que tiene que
ver tanto con la esferas de la cultura como
con los subsistemas sociales, la construcción de la subjetividad y la vida
cotidiana. No se trataba solo de construir ciudad y de gestionar racionalmente
el territorio, sino de transformar, en clave moderna y de manera plena, las
estructuras básicas del habitar. En el caso de Acción Popular, por el
contrario, la modernidad es asumida como un conjunto, no siempre articulado, de
programas de modernización del Estado y de algunos aspectos de los subsistemas
sociales. Hasta podría decirse que Acción Popular tenía puesta su mirada más en
el construir que en el habitar, más en la lógica instrumental que en la lógica
emancipadora de la modernidad. Esta lectura y esta práctica recortadas del
proyecto moderno son las que, finalmente, se impusieron y abrieron un camino
que, después del paréntesis reformista de Velasco y de la deriva sin rumbo de
García, desembocó, bajo los ojos vigilantes de organismos multilaterales, en el
neoliberalismo, para el que la modernidad no es ni siquiera un programa sino un
asunto de disciplina fiscal y financiera. Y, así, la narrativa englobante y
liberadora de la modernidad, de la que fueran portadores nuestros modernos de
mediados del siglo pasado, termina, como predijera tempranamente Max Weber,
encerrada en la “jaula de hierro” de la disciplina fiscal.
Elio, Adolfo, gracias por
convocarnos a pensar dialogalmente el proyecto de la modernidad y sus tensiones
y avatares en el Perú.
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