José Ignacio López Soria
Versión preliminar escrita de la ponencia oral sostenida en el Symposium “El efecto independentista / The Independence Effect”, organizado por el Department of Spanish and Portuguese, Dartmouth College, NH/USA, 27 – 29 oct. 2011. Ofrecida, igualmente en resumen, en el Department of Romance Languages de la Tufts University (Boston, Ms/USA, el 26 de oct. 2011.
1. Introducción
Reconstruir la historia de las ideas y, particularmente, del pensamiento filosófico de la etapa de la independencia no es tarea fácil. Tres son las principales dificultades: 1) aquello a lo que, desde la perspectiva de la “ciudad letrada”, llamamos filosofía comienza a ser elaborado también y principalmente en ámbitos que están fuera del mundo de la academia filosófica y transita por circuitos (el periodismo, la folletería, las proclamas, las instituciones parlamentarias, las academias científicas, las sociedades patrióticas, la producción literaria, los diversos modos de expresión de los movimientos sociales, etc.) que los estudiosos de la filosofía no solemos visitar; 2) se da un complejo juego de lenguajes que, enraizados en diferentes tradiciones discursivas y experiencias históricas, son portadores de demandas y expectativas diversas y hasta antagónicas; y 3) son muy variadas las fuentes de inspiración que animan esos discursos y proveen de herramientas expresivas a los diversos actores para el procesamiento de la propia experiencia histórica y la formulación de sus expectativas.
Desde mediados del siglo XVIII, el debilitamiento de la capacidad del discurso oficial para generar confianza o producir temores en los pobladores de las colonias contribuye a lo que podríamos llamar la “liberación discursiva” o “liberación de los discursos”, y ello se traduce en un juego de lenguajes en el que intervienen los diversos actores colectivos que componían nuestras sociedades: desde los esclavos, las poblaciones aborígenes y las llamadas “castas”, hasta los mestizos, la plebe urbana, los criollos y los peninsulares. Los diversos códigos expresivos de estos diferentes discursos nos dificultan su lectura y su interpretación a quienes estamos hechos para leer, interpretar y hasta juzgar críticamente los lenguajes habituales de la “ciudad letrada”.
Sobre las influencias. En unos casos, el de criollos, peninsulares y algunos mestizos, la doctrina del “ius gentium” (Vitoria) y del “pactismo” (Suárez) de la segunda escolástica, el “contractualismo” ilustrado, en clave hispánica y francesa, y el liberalismo anglosajón, además de una lectura moderna de la literatura greco-romana, facilita la elaboración de discursos autonomistas, inicialmente, e independentistas, después, para procesar su experiencia histórica y formular expectativas que se remiten a la conquista y a la colonización como anclajes fundacionales y legitimadores de las independencias, con escasas y retóricas referencias a la historia prehispánica, pero terminan, ya en el montaje mismo de las repúblicas, por poner más énfasis en el orden y la seguridad que en la libertad y la igualdad. En otros casos, el de la plebe urbana, las “castas”, los esclavos y los aborígenes, la fuente fundamental de inspiración es la propia experiencia de subalternización y explotación, sufrida durante el coloniaje, aunque esa experiencia sea procesada, unas veces, desde el discurso cristiano (Montesinos, Las Casas) de denuncia de atropellos y violaciones por parte de los conquistadores y sus herederos criollos; otras veces, desde las supuestas bondades de la normativa indiana, incumplida por los funcionarios reales; sin excluir, por cierto, especialmente en el caso de la plebe urbana, una cierta recurrencia a los ideales libertarios e igualitarios de las revoluciones burguesas, y, en el caso de las poblaciones aborígenes, a las tradiciones y formas de vida prehispánicas. Lo cierto es que este segundo grupo concentra sus expectativas en la liberación y la justicia, a través de movimientos sociales y de prácticas discursivas cuyo sentido no necesariamente coincide con aquello que sugieren las categorías de libertad e igualdad del discurso liberal e ilustrado.
Añado, finalmente, que entre la forma política del poder y la filosofía no hay una relación causa/efecto sino de co-pertenencia, por eso, más que hablar del impacto de las independencias en la filosofía, hay que referirse a cómo la praxis teórica de la filosofía acompaña al proceso inicial de autonomización y, posteriormente, de diseño y construcción de los nuevos estados-nación, fortaleciendo el discurso hegemónico o elaborando discursos contra-hegemónicos.
Paso ahora a ocuparme del tema, recogiendo las ideas básicas de un estudio más largo que tengo en elaboración. Organizo la exposición en cuatro puntos: la filosofía del “descubrimiento”, de la escolástica a la filosofía de las luces, la filosofía de la independencia, y reflexiones finales. Debo advertir que, por razones de tiempo y de avance en el estudio, me ocuparé aquí casi exclusivamente de la filosofía “académica”.
2. La filosofía del “descubrimiento”.
Si comienzo por el “descubrimiento” es porque considero que con él se abre un horizonte de significación que, en gran medida, se constituye en el ámbito desde el que la filosofía académica, enriquecida luego con otras perspectivas, piensa, diseña y contribuye a construir nuestros estados-nación.
El “descubrimiento” –entendido como proceso y no como acto singular- se inscribe en la historia del declinar de la tradición escolástica y del abrirse de nuevos horizontes perceptivos, axiológicos y de representación simbólica, que comienzan con el Renacimiento, el Humanismo y la Reforma y se concretan objetivamente con las expediciones, conquistas y colonizaciones. El debilitamiento del escolasticismo y la apertura de nuevos horizontes para el pensamiento no son, por cierto, fenómenos ajenos al declinar de las viejas estructuras del poder (político, económico y simbólico) y al alborear de estructuras nuevas.
La vieja escolástica, ahora ya teología-filosofía del declinar, asiste a la aceleración del proceso de debilitamiento de la relación fe/razón y, consiguientemente, a la pérdida de capacidad de la fe para servir de fuente de legitimación del poder y del saber y de lazo de vinculación social. El alborear se manifiesta, en el terreno del pensamiento, como secularización de la filosofía o desligamiento de su obligada referencialidad a la teología. Esta secularización va de la mano con varios otros acontecimientos de trascendencia histórico-filosófica como la extensión de la lectura (imprenta), el giro de las ciencias hacia la transformación de la naturaleza, el redescubrimiento el mundo greco-romano (Renacimiento), la centralidad del hombre (Humanismo), el descubrimiento del cuerpo, el surgimiento del individuo, el cambio paulatino del honor por la dignidad, la interpretación libre de los textos sagrados (protestantismo), la secularización de la vida religiosa (jesuitas), nuevas teorías y prácticas del poder (Maquiavelo), el asomo de la forma novela para refigurar al “hombre problemático” de la naciente modernidad, la formalización de los lenguajes nacionales, etc.
En este contexto, en el que se inscribe el nombre mismo de “descubrimiento”, el encuentro de un llamado “Nuevo Mundo” y, especialmente, su sometimiento y colonización constituyen el basamento de un nuevo patrón del poder material, social y simbólico, que Aníbal Quijano, Walter Mignolo y otros se están encargando de estudiar.
La filosofía, cuando todavía estaba metida en el proceso de independización de la teología y de los claustros conventuales, se ve convocada a dar forma conceptual a los retos a los que se enfrenta el incipiente mundo moderno. De ellos, enumero solo algunos: la relación fe/razón, las relaciones Iglesia/Estado, la educación laica, la legitimación de la esclavización, los “justos títulos” para apropiarse de lo ajeno, la doctrina del “pacto social” para legitimar el poder, el “ius gentium” interpretado a veces como derecho internacional, la filosofía de la historia universal, el conocimiento empírico, la alteridad radical de culturas y concepciones morales, la pluralidad política, la complejidad y diversidad de la manera de darse de la posibilidad humana, la construcción de nuevas formas de subjetividad, la organización y regulación de la convivencia social, y la relación con la naturaleza.
Para responde a esos retos, la filosofía se sabe obligada a debatir y dialogar con, al menos, tres nuevos portadores de mensajes: el naciente patrón del poder, los avances de las ciencias, y los pueblos y culturas “descubiertos”.
No nos toca en este momento estudiar las respuestas que da la filosofía a estos retos, pero enumeraré algunas. Distingue fundamentalmente dos formas de subjetividad, la civilizada, a la que atribuye como propiedades la racionalidad y la autonomía,y la “natural”, en la que subraya la pertenencia comunitaria y una todavía no suficiente madurez para el ejercicio de la razón y la libertad. Ya aquí apuntan el uso de la categoría “raza” como código para clasificar a los diversos pueblos, y la nominación genérica de “indígenas” para los pueblos “descubiertos” y colonizados. La distinción entre “estado de naturaleza” y “estado de civilización” (que seculariza las categorías de “estado natural” y “estado de gracia”) va de la mano con la necesidad de articular en perspectiva eurocentrada la potencialidad de la convivencia planetaria que se abre con los “descubrimientos”. Subyace a esta dualismo la consideración de la historia como un proceso unilineal, periodizado y teleológico, consideración que adquiere forma discursiva en el “discurso de la historia universal”, que seculariza el viejo discurso de la “historia de la salvación”. Con respecto a las ciencias, la filosofía inicialmente las incorpora como parte de su propio saber, estableciéndose, en el mejor de los casos, una relación ciencia/filosofía que recuerda, en más de un aspecto, la que existiera entre teología y filosofía. Pero relativamente pronto, cuando las ciencias comenzaron a pasar de la observación a la experimentación y dieron primacía a la metodología inductiva, se fueron diferenciando de la filosofía para construir sus propios saberes, proveerse de sus propios expertos y crear sus propias comunidades.
En el abordaje de estos y otros temas, la filosofía que nos llega y que se practica en nuestra América procede de España y Portugal, las dos potencias inicialmente más fuertes política, comercial y bélicamente, pero también las dos sociedades que menos participaban de ese mundo de novedades que abrieron el Renacimiento, el Humanismo, la Reforma Protestante, el desarrollo de las ciencias y los procesos de secularización. No es raro, por tanto, que la filosofía ibérica y sus expresiones americanas recurran a las tradiciones escolásticas para, renovándolas, proveer de legitimidad al naciente patrón de poder, basado en las conquistas y colonizaciones, y ofrecer elementos para la vinculación social, desde un neoescolasticismo emparentado todavía con la tradición teológica. Además de las obras de Tomás de Aquino, la figura más influyente de la escolástica tradicional, se comentan en nuestras escuelas y universidades las doctrinas de Vitoria y Suárez, neoescolásticos ambos y teóricos del poder, y las de Duns Scoto y Occam, más cercanas a las inquietudes científicas presentes en la Universidad de Oxford.
Desde estas pespectivas fiduciales y epistémicas, la inicial descripción admirada de lo “descubierto” (hombres, costumbres, culturas, creencias, flora, fauna, recursos naturales, etc.), fue siendo acompañada y sustitutita por la valoración desde una axiología dúplice, atenida una a la lógica de la evangelización y otra, más secularizada, a la lógica de la civilización, pero entroncadas ambas con el naciente patrón del poder. En el proceso de aseguramiento de las diversas pero concurrentes dimensiones de ese patrón, la episteme y la axiología se encargaron de dar cuenta y de valorar lo “descubierto” y conquistado, considerándolo como lo “otro” del “uno mismo” que se estaba también construyendo.
3. De la escolástica a la filosofía de las luces
Los estudiosos de la historia de la filosofía[1], que se ocupan de la época de las independencias, suelen enfatizar la importancia, en ese proceso, del debilitamiento de la filosofía escolástica para dar paso al asentamiento de la filosofía ilustrada. Importa recordar que la decadencia de la escolástica venía del siglo XVII y que, especialmente desde la segunda mitad de este mismo siglo XVIII, se habían ya hecho presentes el pensamiento científico y la “filosofía de las luces”.
En el Perú, las llamadas “nuevas ideas”[2] comenzaron a hacerse presentes ya desde el siglo XVII, especialmente en los colegios regentados por los jesuitas, y se vieron fortalecidas en el XVIII con la creación del Convictorio de San Carlos, los informes de las expediciones científicas[3] y la obra de varios pensadores[4]. Con motivo de la elección de rector en la Universidad de San Marcos “… se enfrentaron los partidarios de la filosofía moderna y los corifeos de la antigua escolástica …”[5]. Baquíjano, representante del grupo renovador, perdió la contienda frente a José Miguel Villalta, defensor de las ideas tradicionales. Ante la imposibilidad de actuar directivamente en la universidad, los renovadores fundaron la Academia Filarmónica y luego la Sociedad de Amantes del París, a través de cuya publicación periódica, Mercurio Peruano (1791-1795), dieron a conocer sus estudios e ideas modernas y contribuyeron a la divulgación del pensamiento enciclopedista[6].
Para el caso de Ecuador, la decadencia de la filosofía escolástica[7] comienza en las postrimerías del siglo XVII , y ya en la segunda mitad del siglo XVIII está presente la filosofía ilustrada en pugna con los intentos de modernización del pensamiento escolástico. Autor clave en este proceso es, sin duda, el quiteño Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo (1747-1795), además de los jesuitas Juan Bautista Aguirre (1725-1786) y Juan Hospital, quienes, apartándose de la escolástica aristotélica, introdujeron la física experimental y las enseñanzas de Nicolás Copérnico (1473-1543), Pierre Gassendi (1592-1655), René Descartes (1596-1650), Emmanuel Maignan (1601-1676), Isaac Newton (1642-1727).
En México[8], luego de las perspectivas abiertas por los escolásticos renacentistas fray Alonso de la Veracruz (1504-1584) y el jesuita Antonio Rubio (1548-1615), la escolástica novohispana se refugió en el aristotelismo tomista, para iniciar después un largo tránsito de la escolástica a la modernidad, que, pasando por Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695) y Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700), desemboca en los jesuitas José Rafael Campoy (1723-1777), Francisco Javier Alegre (1729-1788) y Francisco Javier Clavijero (1731-1787), modernizadores de la enseñanza media y superior, y difundidores del pensamiento de Descartes y de las ideas ilustradas.
En Cuba, “ … la enseñanza de la filosofía sufrió también, hacia fines del siglo XVIII, un cambio que, aunque débil, sería de significativas consecuencias para el desenvolvimiento posterior en dicho país. Esta misión le correspondió realizarla al Padre José Agustín Caballero, que, sin romper aún con la tradición escolástica, vino a ser una especie de puente entre ésta y las nuevas ideas” [9]. En su intento por reformar la enseñanza, Caballero desaprueba el excesivo apego a la filosofía aristotélica y reclama la urgente necesidad de introducir cátedras de matemáticas, anatomía y química, además de declararse partidario de la libertad de enseñanza.
En Argentina, desde mediados del siglo XVIII, los jesuitas[10] trataron de limpiar la filosofía peripatética de sus “muchas superfluidades inútiles” para introducir las materias “útiles, amenas y sabrosas” de la filosofía moderna[11], tarea que continúan los franciscanos, quienes sostienen la doctrina de las ideas innatas de Descartes e introducen las teorías de Newton y Copérnico. Pero las innovaciones mayores se dieron con la secularización de la universidad bajo la dirección del deán Funes. Conocedor cercano de la filosofía de Port-Royal, el enciclopedismo, el sensismo y la teoría de la ideología, Gregorio Funes (1749-1829) independiza a la filosofía de la teología escolástica e introduce el dibujo, la matemática y el francés, enfatizando el estudio de Bacon, Descartes y las ciencias de la época. En Buenos Aires, destaca Juan Crisóstomo Lafinur, quien difunde las ideas de Galileo, Descartes y Newton y, luego, del sensualismo de Condillac y la teoría de la ideología de Destutt de Tracy[12].
En Santo Domingo, se pasa de una “férrea escolástica”[13] a las ideas modernas, gracias principalmente a la obra de Antonio Sánchez Valverde (1729-1790), quien siembra la semilla de la modernidad ilustrada en la sociedad dominicana, siguiendo la moderada perspectiva del sensualista portugués Luis Antonio Vernuy (conocido como “El Barbadiño), crítico de los métodos escolásticos y fiel seguidor de Locke y Condillac[14].
En general, la escolástica colonial más sobresaliente no se contentó con comentar a Aristóteles, a través de la lectura de Tomás de Aquino (1225-1274), sino que difundió y debatió las doctrinas, principalmente, de los franciscanos ingleses Juan Duns Scoto (1266-1308) y Guillermo de Occam u Ockham (ca.1298-ca.1349) y de los españoles Francisco de Vitoria (ca. 1492-1546), dominico, y Francisco Suárez (1548-1617), jesuita.
Duns Scoto, siguiendo el camino trazado por en la Universidad de Oxford por Roger Bacon (1210-1294), fortalece el desmontaje de la relación fe/razón (Tomás de Aquino) y allana el camino para la secularización del conocimiento, dando importancia a la razón y a la experiencia, y ya no solo a la autoridad, en el proceso del conocer[15].
Occam, padre del nominalismo, piensa que los universales no existen sino en nuestro intelecto, como términos puramente mentales o signos de la identidad o semejanza de los caracteres representados en las impresiones sensoriales por un cierto número de objetos, y atribuye importancia al saber intuitivo que se refiere a lo particular en su concretez[16],.
Vitoria orienta su reflexión teológico-filosófica[17] a fundamentar en un marco jurídico y moral universalista la intervención española en América y la relación con sus pueblos y culturas, reformulando el ius gentium heredado de la tradición romana. Para ello, elabora un marco cosmopolita de entendimiento y de reglas de interacción, basado en el consenso efectivo y en ciertas prácticas y reglas de comunicación entre hombres y pueblos, un presupuesto más débil y susceptible de acuerdo que los del derecho natural y la teología cristiana. Vitoria sitúa, en principio, a los indios en un mismo plano de igualdad que a los españoles. Todos pertenecen a la misma comunidad universal y, por tanto, todos pueden apelar al derecho “de sociedad y comunicación natural”, el que los autoriza a la circulación por diversos territorios, al establecimiento en ellos y a la comercialización de los bienes comunes (sin propietarios privados) como el oro de las minas, las perlas del mar y de los ríos, etc., como hecho se hace, por una especie de consenso natural, en todas las sociedades. Pero si los indios se oponen a que los españoles ejerzan ese derecho, estos pueden recurrir a la guerra e incluso a la ocupación para proteger sus derechos.
Los jesuitas Suárez en España y José Aguilar transfieren el debate “de auxiliis” (acción divina / libertad humana) al terreno de la filosofía política[18]. Apartándose de la escolástica clásica y de Tomás de Aquino, que consideraban la ley positiva de los Estados como una ordenación de la razón, informada por la ley divina y dirigida al bien común, Súarez anticipa el voluntarismo liberal al entender la ley positiva como un acto de la voluntad del “superior” para obligar al “inferior” a una determinada acción. La ley es, por tanto, un instrumento de coerción, como lo anunciara primigeniamente Maquiavelo y lo reformularán luego Hobbes y el propio Rousseau. Apunta, pues, en Suárez una secularización del poder que queda explícitamente manifiesta en sus concepciones acerca de la soberanía popular y del origen del poder. El poder de los reyes viene de Dios, pero no directamente ni por la mediación del papado, sino por delegación popular a través del “pacto social”. Al papado le corresponde vigilar que el monarca no viole el pacto social, y, si lo viola, el pueblo tiene el derecho a la resistencia.
Lo que le preocupa a Suárez es limitar el poder absoluto de los reyes, pero garantizando el orden y evitando la anarquía. Más tarde, Locke y Rousseau se encargarán de secularizar totalmente esta perspectiva, introduciendo el igualitarismo y el individualismo.
Baste con estas breves anotaciones para hacer caer en la cuenta de que la reacción contra la escolástica, considerada por los historiadores de la filosofía del inicio de nuestras repúblicas como condición de posibilidad para el diseño del orden republicano en clave liberal, no tiene suficientemente en cuenta que ya en la escolástica oxfordiana se advierte una apertura al mundo de las ciencias y del conocimiento experimental, mientras que en la escolástica salmantina se tematiza el poder en clave crecientemente secularizada, tratando de armonizar soberanía popular y orden público.
No es raro, por tanto, que algunos estudiosos[19], al referirse al pensamiento ilustrado de fines de la época colonial y comienzos de las repúblicas, distingan dos tendencias: la de los “naturalistas” y la de los “ideólogos”. Los “naturalistas”[20] comenzaron a crear comunidades científicas alrededor de las cátedras de matemáticas, el cosmografiato y el protomedicato, incursionando, desde sus trabajos de ciencia aplicada, en el debate epistemológico sobre la naturaleza del lenguaje matemático moderno y sobre los paradigmas mecanicistas y organicistas propios de la ciencia natural moderna. Por su parte, los “ideólogos”[21] participaron en el debate de filosofía política de fines del XVIII y comienzos del XIX desde una perspectiva más suareciana que rousseauniana.
En general, puede decirse que esta etapa de la historia de la filosofía se caracteriza por un cierto espíritu ecléctico[22] que pone de manifiesto curiosidades no satisfechas, inseguridades, diversidad de sensibilidades y un sentido conciliador que se abre a lo nuevo sin arriesgarse a perder los privilegios del viejo orden colonial. Las fuentes de inspiración cercanas proceden de los ilustrados peninsulares, especialmente de Benito Feijoo, pero remiten también al primer cientifismo anglosajón de Oxford y a las doctrinas sobre el poder de Vitoria y Suárez. No es menos importante, por cierto, la referencia a los trabajos de Galileo, Newton, Copérnico, Kepler, Gassendi, Descartes, Maignan, Linneo, Malebranche y, en general, a los liberales e los ilustrados europeos. La apertura de estas fuentes de inspiración fue posible por la voluminosa introducción de libros gracias al comercio ilegal y a la tolerancia de la monarquía borbónica, especialmente durante el reinado de Carlos III. Las llamadas “reformas borbónicas” constituyeron, sin duda, un entorno favorable para la elaboración y difusión de nuevas ideas.
No puede dejar de mencionarse que los impulsores innovadores de los ilustrados criollos se vieron frenados por temores que procedían tanto de los excesos de las revoluciones burguesas (jacobinos) y del igualitarismo rousseauniano cuanto de los movimientos sociales como las revoluciones indígenas, especialmente la de Tupac Amaru, las rebeliones de esclavos, los sucesos de Haití y las manifestaciones de inconformidad de la plebe urbana.
4. La filosofía de la independencia
4.1 Ámbito de enunciación
Terminadas las guerras de independencia y abolida la monarquía, comenzó el proceso de constitución de los regímenes republicanos en medio de un prolongado debate jurídico, político y social que respondía básicamente, como señala Carrera Damas[23], “ …a la necesidad de organizar el ejercicio de la libertad y el disfrute de la igualdad al amparo de la seguridad …”[24]. Pero más allá de la posibilidad real o imaginada de armonizar estas tres aspiraciones (libertad, igualdad y seguridad), lo que realmente estaba en juego era el restablecimiento de la estructura de poder interna de las sociedades independizadas. En la percepción de las élites criollas, esa estructura estaba en serio peligro de desmoronarse como consecuencia de la ruptura del orden colonial (que había sido el garante de la estructura interna de poder de la sociedad), las repercusiones del revolucionarismo epocal, el calamitoso tratamiento dado a las rebeliones populares e indígenas, y la amenaza de que el descontento de los esclavos, siguiendo el ejemplo de Haití, derivase en una guerra social. Frente a este panorama, que venía incubándose desde, al menos, la revolución de Tupac Amaru, no es casual que las élites criollas buscasen fórmulas como el juntismo, percibidas inicialmente como transitorias, para preservar el orden colonial frente al debilitamiento que supusieron los acontecimientos de Bayona. Pero esa transitoriedad derivó en permanencia, obligando a las élites criollas a vérselas con la necesidad de restablecer la estructura de poder interna desde perspectivas teórico-políticas y prácticas sociales acordes con el republicanismo ambiental. La disputa se plantea entonces, según le mencionado historiador venezolano, “… como una intensa controversia teórico-política acerca de la naturaleza constitucional y sociopolítica del ordenamiento republicano. Pero la práctica política versaba, sobre todo, acerca de la idoneidad de tal ordenamiento para permitir alcanzar el objetivo socialmente primordial, es decir restablecer la estructura de poder interna, de la sociedad.” [25] Para ello, unos postulaban la necesidad de recuperar y adaptar los mecanismos coloniales de control social, y otros proponían la transformación progresiva de esos mecanismos.
Pero ya el desarrollo sociopolítico de la contienda había operado transformaciones de difícil gestionamiento porque transgredían los papeles sociopolíticos implícitos en la estructura de poder: por un lado, habían surgido autonomías regionales y locales, que obligaban a redibujar el mapa de las identidades y lealtades territoriales, y, por otro, la vida militar y política se había poblado también de mestizos, aborígenes e incluso antiguos esclavos, lo cual abría la posibilidad de romper los cánones tradicionales de la segregación social, racial y política. Recuérdese a este respecto que la estructura de poder interna de la sociedad colonial tenía como uno de sus basamentos el hecho de que el poder social y el simbólico estaban fundamentalmente en manos de peninsulares y criollos (laicos y clérigos), lo que suponía una abierta discriminación social y racial de los sectores sociales subordinados. No es raro, por tanto, que la prédica de libertad y igualdad, que la élite criolla entendía en términos de ruptura del nexo colonial y de construcción del orden republicano, fuera interpretada por los subalternizados en clave de liberación de la explotación que sobre ellos ejercían tanto los peninsulares como los criollos. Los criollos temían “… que los esclavos no rindieran pacíficamente sus armas cuando ya su sangre no fuese necesaria para conquistar la libertad de los esclavistas.”[26] De hecho, en el esfuerzo por reconstruir la estructura de poder interna, se recortaron e incluso eliminaron no pocos logros de los sectores subordinados: se regatearon los alcances de la prometida liberación de los esclavos, se dio pronto marcha atrás en las concesiones a los indígenas, y se estableció de una manera restrictiva el derecho al ejercicio de la ciudadanía.
Era necesario comenzar con esta breve alusión a la problemática fundamental de los inicios de las independencias para dibujar, aunque haya sido en trazos muy gruesos, el espacio de enunciación y el horizonte de significación en los que se inscriben los discursos filosóficos de esta etapa de nuestra historia. Debe añadirse, además, que ahora los enunciadores de ese discurso no son ya preferentemente clérigos, como en la época colonial, sino laicos, muchos de ellos implicados directamente en el acontecer político.
En esta textura histórica, la filosofía se vio convocada a pasar del mundo de la cultura y el pensamiento, en el que se había movido con cautela la ilustración criolla, al de la política y la ideología[27].
4.2 Del mundo de la cultura al de la política y la ideología
Este paso venía siendo previsto desde las rebeliones andinas de la década de 1780 y temido por las autoridades coloniales. No es gratuito que en Charcas, Lima, Chile, Quito y otros lugares, los ilustrados criollos e incluso algunos naturalistas fuesen vistos con recelo por la corona, ni que ésta decidiese a fines del XVIII recortar las facilidades para la importación de libros. La tendencia hacia la “politización” del pensamiento, manifiesta en la traducción que Antonio Nariño hiciera en 1794 de los Derechos del hombre y del ciudadano y en la publicación y amplia difusión, por obra de Francisco de Miranda, de la Carta a los españoles americanos de Viscardo y Guzmán, se agudizó con motivo de los sucesos de Bayona. Comienzan entonces a aparecer libelos, pasquines, sainetes, traducciones y proclamas[28], además de numerosos periódicos, que ponen de manifiesto la variedad de registros de la estrategia discursiva para difundir los ideales libertarios y republicanos entre un público mucho más amplio que aquel al que llegaban los discursos y lecciones de los académicos ilustrados de la etapa inmediatamente anterior. Es más, hasta puede decirse que, en los años del paso del coloniaje a las repúblicas, los moderados académicos ilustrados perdieron la batalla por el sentido frente a los líderes e ideólogos de la libertad y la igualdad. Los propósitos fundacionales de estos últimos quedaron plasmados en las primeras constituciones, consiguiéndose, así, “ … dar cuerpo institucional al orden político emergente de acuerdo con principios liberales.”[29] Idealmente se trataba, especialmente en los documentos filosófica y políticamente más significativos, de conseguir que las instituciones estuviesen inspiradas en valores. De ahí la insistencia en el lenguaje de la virtud, de la perfectibilidad a través de la educación y de las leyes, y de la moral política.
Este propósito civilizatorio, expresado en el “discurso de las libertades”, pone de manifiesto la adhesión de nuestros primeros liberales a la lógica emancipatoria de la democracia de la modernidad ilustrada. Es más, para acelerar el proceso de transferencia de los valores culturales al ámbito político, los liberales no solo elaboraron constituciones, sino que atribuyeron inicialmente una especial importancia a la educación (lancasteriana, en muchos casos) y se empeñaron en crear instituciones culturales como academias, bibliotecas, museos, escuelas y universidades.
Pero muy pronto, el discurso y las prácticas de las libertades y de la igualdad, pensados todavía en perspectiva continental, chocaron con los intereses de quienes estaban básicamente empeñados en asegurar la estructura interna de poder en sus propias circunscripciones territoriales. El discurso y las prácticas del orden y la seguridad les discutieron, así, la primacía a los discursos y las prácticas de la libertad y la igualdad.
La filosofía y el pensamiento crítico se vieron, así, ante el reto de conjugar, conceptual y prácticamente, libertad e igualdad con orden y seguridad, entendidos ya, además, en el ámbito de los nacientes Estados-nación. Reto este nada fácil de enfrentar, por razones tanto teóricas como prácticas. En cuanto a la teoría, las categorías de libertad e igualdad, a las que los filósofos y pensadores se adherían, se inscribían en el ámbito de la tradición ilustrada y, más remotamente, en las ideas del “ius gentium” y del “pacto social” de la escolástica salmantina, mientras que las categorías de orden y seguridad procedían principalmente de la reacción restauradora europea y de la propia tradición autoritaria colonial. Por otra parte, en cuanto a la práctica, los filósofos y pensadores participaban de los ideales libertarios de la “ciudad letrada”, tendientes a la instauración de una democracia basada en las corporaciones preexistentes (ayuntamientos, etc.), pero, generalmente, compartían también los temores de la élite criolla frente al igualitarismo y la justicia social portados por el movimiento de mestizos, indígenas, esclavos y plebe urbana. Una excepción significativa a este respecto es el caso de México[30], en donde algunos líderes (Miguel Hidalgo, José María Morelos y, de alguna manera, Servando Teresa de Mier) recogen las ideas agraristas, indigenistas e igualitarias del movimiento social. Hay que considerar, además, que la constitución de las repúblicas no vino acompañada de un proceso radical de laicización, lo que permitió a la vieja escolástica volver a levantar cabeza en defensa de las tradiciones providencialistas y autoritarias.
En este contexto, del que el pensamiento era también parte, la filosofía de las primeras décadas de la etapa republicana se caracteriza por una cierta autonomía intelectual y una mayor participación de los laicos en la elaboración y difusión filosóficas[31]. A estas características se añade la preocupación por la economía política, la filosofía política y la educación[32], porque, como subraya Luis Villoro[33] para el caso de México, también la inteligencia mexicana siente, por primera vez, “… su labor estrechamente ligada a la transformación real de la comunidad.”, buscando para ello la relación entre pensamiento y acción.
Para responder a los retos antes mencionados, los caudillos de la emancipación política –como Francisco de Miranda (Venezuela, 1750-1816), Manuel Belgrano (Argentina, 1170-1820), Simon Bolívar (Venezuela, 1783-1830), José de San Martín (Argentina, 1178-1850), Miguel Hidalgo (México, 1753-1811), José María Morelos (México, 1765-1815) y Vicente Rocafuerte (Ecuador, 1783-1847)-, cercanos muchos de ellos a Blanco White (1775-1841), se inspiraron en los ideales políticos y sociales del siglo XVIII europeo[34], postulando, por ejemplo, la creación de un único “cuerpo político” (Bolívar), la instauración de la soberanía del pueblo (Morelos) o el asentamiento de las nuevas naciones independientes en una comunidad de principios e intereses, añadiendo la emancipación mental a la independencia política (Rocafuerte).
4.3 Las voces de la academia
De las múltiples voces de la academia me voy a fijar en aquellas que son consideradas como más extendidas e influyentes: los promotores de la independencia del pensamiento, los seguidores de la Escuela de Escocesa, los partidarios de la teoría de la ideología y el sensismo, los difusores de las ideas de los enciclopedistas y liberales, y los resucitadores de la tradición escolástica. Esta catalogación no excluye que algunos autores se adhieran a más de una tendencia, mostrando un eclecticismo que es característico de la época.
4.3.1 Entre los promotores de la independencia de pensamiento destacan Andrés Bello (Venezuela, 1781-1865) y Juan Bautista Alberdi (Argentina, 1810-1884).
Bello pensaba que, después de caminar sobre las huellas de la cultura europea, le tocaba a América formular la declaración de su independencia intelectual y crear la cultura americana, reformando y difundiendo la educación en varios países y reelaborando, como él lo hiciera, la gramática castellana, el derecho internacional y la filosofía del entendimiento, sin precipitación y sin estéril resentimiento, como anota Larroyo[35]. Para esa reelaboración, Bello recurre a su vasta formación clásica y recoge ideas del empirismo de Hume en epistemología, del utilitarismo de Bentham en ética, de la teoría de la ideología de Destutt de Tracy y hasta ciertos elementos del apriorismo kantiano a través del eclecticismo de Victor Cousin. Para Bello, el objeto de la filosofía es el conocimiento del espíritu humano y la acertada dirección de sus actos, valiéndonos para ello de la psicología mental y de la lógica, por un lado, y de la psicología moral y de la ética, por otro. La psicología mental nos permite conocer las facultades y operaciones del entendimiento, y la lógica nos provee de reglas para ejercer correctamente esas facultades y operaciones. La psicología moral nos lleva al conocimiento de las facultades y operaciones de la voluntad, y la ética pone a nuestra disposición normas para la acertada dirección de nuestros actos voluntarios. Con esta perspectiva, Bello se aparta de la metafísica tradicional y se incorpora, desde un manifiesto psicologismo de signo empirista y desde la teoría de las ideas, a la corriente de secularización de la filosofía que, de alguna manera, anuncia los posteriores desarrollos postmetafísicos. Pensando que de esta manera proveía de carta de ciudadanía a la filosofía en América y dominado por el afán de lo nuevo, “proclama la mayoría de edad de América, no sin claro discernimiento así de lo alcanzado como de lo mucho por hacer en el concierto de la cultura universal.”[36]
De manera un tanto más radical, Alberdi, en Ideas para presidir la confección del curso de filosofía contemporánea (1842), considera que “No hay una filosofía universal, porque no hay una solución universal de las cuestiones que la constituyen en el fondo. Cada país, cada época, cada filósofo ha tenido su filosofía peculiar … porque cada país, cada época y cada escuela han dado soluciones distintas a los problemas del espíritu humano.”[37]. Por eso la filosofía debe ser positiva, real y territorializada, y aplicarse a las ciencias sociales, políticas, religiosas y morales, sin perderse en elucubraciones metafísicas que nos quitan tiempo para dedicarlo a aplicaciones útiles y productivas. Un curso de filosofía debe, por eso, estar orientado a familiarizar a los jóvenes con el espíritu y las tendencias del siglo y la realidad que vivimos. En estas circunstancias, la filosofía en América tiene que ser política y moral en su objeto, ardiente y profética en sus instintos, republicana en su espíritu y su destino, sintética y orgánica en sus métodos, y positiva y realista en sus procedimientos. Así entendida y ateniéndose a los métodos rigurosos del filosofar, la filosofía conducirá a América al progreso y a la felicidad, que Alberdi entiende como ligados al progreso y la felicidad de la humanidad.
El optimismo decimonónico en la perfectibilidad de la convivencia humana, de signo todavía ilustrado, subyace, sin duda, a las posiciones de estos pensadores y actores políticos, quienes apuestan, en el fondo, por la capacidad de las burguesías nacionales para conducir a nuestras sociedades hacia el progreso y la felicidad. Solo que para ello, nuestros promotores de la independencia de pensamiento no solo han tenido que valerse de categorías y metodologías occidentales para definir la felicidad y el progreso, sino que, además y principalmente, por su afán fundacionalista, no supieron hacerse cargo de la historia de opresión que nos venía de la conquista y la colonización y que poblaba su propio presente.
4.3.2 La escuela escocesa de Thomas Reid (1710-1796) y su filosofía del sentido común encontraron en José Joaquín de Mora (1783-1864) -un intelectual y educador liberal español que anduvo por América (Argentina, Chile, Perú, Bolivia) largos años- a un elocuente difundidor. Redactando documentos políticos, componiendo poemas, escribiendo sátiras, asesorando a los gobiernos en temas jurídicos y educativos, y, principalmente, impartiendo cursos de filosofía y publicando libros, de Mora se encargó de difundir la idea básica de la Escuela Escocesa de que hay un sentido en todo hombre que garantiza, a través de la evidencia, tanto las verdades teóricas como las prácticas en los campos de la lógica, la moral y la religión, consiguiéndose de esta manera superar el escepticismo[38] y abrirse al conocimiento de la realidad. En su obra Cursos de lógica y ética según la Escuela de Edimburgo (publicada en Lima en 1832), de Mora considera a esta escuela como la cuna de la nueva rehabilitación del espíritu humano porque ofrecía a los hombres sedientos de verdad un punto de apoyo en medio de tantas incertidumbres, una base firme en medio de tantas vacilaciones y un medio satisfactorio para combinar los adelantos de la filosofía con las creencias en que está interesado nuestro porvenir y que son el alma de la civilización[39].
Importa subrayar que la acogida que la Escuela Escocesa tuviera en nuestra América revela la búsqueda de seguridades, principalmente en las áreas de la filosofía práctica y la teoría del conocimiento, en esa “lucha de doctrinas” o “lucha por el sentido” para, como hemos señalado arriba, reconstruir la estructura interna de poder sobre la base de la seguridad, o modificarla dando primacía a la libertad y la igualdad.
4.3.3 La teoría de la ideología y el sensismo o sensualismo constituyen también fuente de inspiración para no pocos de nuestros filósofos y pensadores de la época. El rioplatense Juan Crisóstomo Lafinur (1797-1824)[40], desde el periodismo, la creación literaria, la actividad política y la filosofía, participa activamente en la secularización del conocimiento, dando primacía a la inducción y los métodos experimentales, en la difusión de la educación laica y en la institucionalización de la democracia. Fortalece la enseñanza de las teorías de Copérnico, Kepler, Galileo y Newton, y enfatiza la importancia de la matemática y la física en la educación pública, entendiendo estas disciplinas como civilizatorias de la nueva nación. En su curso de filosofía, se adhiere fervorosamente a las teorías de los filósofos franceses Pierre J. G. Cabanis[41] (materialista, fisiologista) y Destutt de Tracy[42] (estudioso de la formación de las ideas), y con ellos cree que es posible comprender y organizar la sociedad desde las ciencias naturales (la fisiología y la formación de las ideas), como se comprendía la naturaleza desde las leyes enunciadas por el mecanicismo de la ciencia moderna. Lafinur, en cuanto a la formación de las ideas, se atiene al empirismo de Locke[43] y al sensismo de Condillac[44]. En ellos busca las bases naturales de la moral y el derecho, acercándose, además, a Rousseau para buscar en el “contrato social” el fundamento de la justicia. Considera, por otra parte, que la libertad es el supremo de los valores por ser la más profunda necesidad del hombre. Para definir al yo y la conciencia, se aparta de las ideas metafísicas sobre las formas sustanciales y se atiene a lo concreto y fenoménico, pero, contradiciéndose a sí mismo, defiende luego la inmortalidad del alma, acogiéndose para ello al dualismo –res extensa / res cogitans- de Descartes. Le interesaba a Lafinur proveer a la nueva nación de un sentido de perfección y destino ético que hicieran posible la convivencia humana sobre la base de una moral laica. En materia religiosa Lafinur se inclina al deísmo racionalista secularizado: Dios no es ya providente ni remunerador, sino motor eterno, inteligencia suprema y causa primera del sistema mecánicamente racional del universo.
Además de Lafinur, destacan en Argentina Manuel Fernández Agüero (-1848) y Diego Alcorta (-1842) y, en México, José María Luis Mora (1794-1850).
De Fernández Agüero[45], un clérigo español convertido al iluminismo, cabe destacar que, como profesor de filosofía en Buenos Aires en 1822, se dedica a difundir las teorías de Destutt de Tracy, Capmany[46], Condillac, Voltaire y Blair[47]. En su libro Principios de Ideología (1824-1826), expone las ideas de estos autores en tres partes. La primera, Lógica o ideología elemental, se ocupa de los conceptos, los juicios y el razonamiento, siguiendo a Condillac y Destutt de Tracy. La segunda, Metafísica o ideología abstractiva, estudia al hombre considerándolo biológicamente y dando una importancia especial a las sensaciones, para tratar luego sobre la vida afectiva, el placer y el dolor, y el deber, siguiendo principalmente a Cabanis. Y en la tercera parte, Retórica o ideología oratoria, se ocupa del lenguaje y del arte de hablar, ateniéndose a las enseñanzas de Capmany y Blair. Importa subrayar que su enseñanza iluminista provocó pronto la oposición decidida de los sectores partidarios de la escolástica tradicional, quienes consiguieron alejarlo de la educación.
Diego Alcorta (1801-1842)[48], médico, filósofo y político, formado, como tantos otros intelectuales argentinos de la época, en el Colegio Unión del Sud y catedrático de ideología en la Universidad de Buenos Aires, entiende la ideología, siguiendo a Condillac, Cabanis y Destutt de Tracy, como una disciplina filosófica que se ocupa de las ideas y las sensaciones a través del análisis de las facultades y de las ideas por ellas producidas. Las ideas son para Alcorta una mezcla de formas lógicas, hechos psicológicos y categorías gnoseológicas. En su Curso de Filosofía (18 ), divide las lecciones en metafísica (estudio del entendimiento humano), lógica (análisis de los procederes del entendimiento) y retórica. Como hiciera Cabanis, Alcorta considera que, así como el hígado segrega bilis, el cerebro humano produce sensaciones, conceptos y juicios. Para Alcorta, la filosofía es, ante todo, estudio del entendimiento humano y sus procederes[49]. Alcorta es considerado como el maestro por excelencia de la generación romántica. De él resalta José Mármol, en Amalia, su virtud patricia, su conciencia humanitaria y su pensamiento filosófico. Con su Disertación de la manía aguda (1827),
Alcorta inicia los estudios de las patologías mentales en Argentina, siguiendo de cerca a los estudiosos franceses de la locura[50].
José María Luis Mora, teólogo, filósofo, historiador, periodista y político mexicano, trató de mermar el poder político, epistémico e ideológico del clero, propugnando el desarrollo de la educación pública y laica desde convicciones liberales. Con fe indesmayable en las potencialidades de la razón, pensaba que la educación era el medio más adecuado para construir la conciencia cívica de las generaciones jóvenes. Crea, para ello, el Colegio de la Ideología. El progreso y la libertad dependen, para Mora, del seguimiento acertado de los dictámenes de la razón[51]. Pero es precisamente la razón la que nos advierte, como subraya en su Discurso sobre la necesidad de fijar el derecho de ciudadanía y hacerlo esencialmente afecto a la propiedad[52], de que “La igualdad mal entendida ha sido siempre uno de los tropiezos más peligrosos para los pueblos inexpertos que por primera vez han adoptado los principios de su sistema libre y representativo.” Esa igualdad ha sido para México un semillero de errores y un manantial de desgracias, porque lleva a confundir al sabio con el ignorante. “ El mayor de los males que en nuestra República ha causado esta peligrosa y funesta palabra, ha consistido en la escandalosa profusión con que se han prodigado los derechos políticos, haciéndolos extensivos y comunes hasta las últimas clases de la sociedad.” Para reconstruir el edificio social es necesario que “el Congreso general fije las condiciones para ejercer el derecho de ciudadanía en toda la República y que por ellas queden excluidos de su ejercicio todos los que no pueden inspirar confianza ninguna, es decir, los no propietarios.” Y, después de referirse a principios generales sobre estado y república, reitera que la condición fundamental para el ejercicio de la ciudadanía es, sin duda, la propiedad o “posesión de los bienes capaces de constituir por sí mismos una subsistencia desahogada e independiente; al que tiene estos medios de subsistir le llamamos propietario y de él decimos que debe ejercer exclusivamente los derechos políticos.” Larroyo considera a Mora un discípulo de la ideología y el sensismo porque se propone en sus obras, entre las que sobresalen Catecismo político de la federación mexicana (1831) además de su voluminosa historia de México, “determinar con exactitud del grado de influencia que tengan o puedan tener las causas morales, los resortes del amor de la felicidad pública, o los cálculos del interés individual en el orden de los sucesos …”[53]. A juzgar, sin embargo, por el mencionado discurso, Mora es partidario de un liberalismo restringido en el que tiene singular relieve el principio de la seguridad.
Hay otros seguidores de la teoría de las ideologías que simplemente mencionará aquí como el mexicano Luis Alamán (1792-1853) o el guayaquileño José Joaquín Olmedo (1780-1847). Este último, siguiendo la huella de Destutt de Tracy escribió un libro titulado Principios de ideología elemental (1824), que circuló ampliamente por nuestra América, y tradujo la primera epístola del Ensayo sobre el hombre del humanista deísta inglés Alexander Pope.
4.3.4 La presencia del enciclopedismo y el liberalismo en el pensamiento de inicios de las repúblicas fue tan extendida como heterogénea, como son heterogéneas las ideas de los autores de la célebre Enciclopedia y de los propios liberales, especialmente en asuntos filosóficos y teológicos. Entre los autores en los que inspiran, si no imitan, nuestros filósofos y pensadores hay deístas como Voltaire y Alexander Pope, prerrománticos como Rousseau, católicos como el abate Mallet, materialistas como Holbach, hilozoístas como Diderot, etc.
La asimilación de las ideas enciclopedistas y liberales renovó, sin duda, el ambiente intelectual de nuestros países, antes y después de la constitución de las repúblicas, en varios sentidos: aceleró el debilitamiento de la escolástica tradicional en cuanto legitimadora del orden colonial, fortaleció el acercamiento a las ciencias y la valoración de las técnicas, impulsó las aspiraciones a la autonomía política y económica, facilitó la institucionalización del republicanismo, contribuyó a fortalecer la educación laica y, en general, a extender la educación, debilitó las creencias y promovió la secularización de los valores, e incluso, en su expresión más avanzada, alimentó los sueños de construcción de la subjetividad en perspectiva liberadora e igualitaria. No se puede desconocer, sin embargo, que filosofía de las luces y el liberalismo atemorizaron a no pocos, especialmente a aquellos que entendieron la Revolución Francesa y, particularmente, el jacobinismo como un producto “natural” de la prédica liberal e ilustrada, y que vieron en los movimientos de indígenas y esclavos una amenaza a la estructura interna del poder material y simbólico.
Me referiré aquí solo a algunos de los propagadores de las ideas enciclopedistas y liberales.
Entre los seguidores moderados de los enciclopedistas destaca en el Perú José Baquíjano y Carrillo (1751-1817)[54], quien se mueve entre la fidelidad a la corona y la denuncia de los abusos de los funcionarios peninsulares. Pieza clave de su pensamiento es su conocido Elogio al virrey Jaúregui (1781)[55]. En él recurre a términos como luces, oscuridad, razón, ilustración, progreso, felicidad, virtud, justicia, beneficencia, equidad, patria, nación, etc. que recoge del vocabulario ilustrado. Asevera que no basta la cuna para garantizar el comportamiento virtuoso del gobernante; es necesaria, sobre todo, la virtud. El rey “… no sólo debe el cetro al orden del nacimiento, y al clamor de las leyes, sino a la libre, y gustosa aceptación de los pueblos …”. Critica, por otra parte, a los “fieros conquistadores” que adornan sus victorias con la ruina que ellos mismos han producido, porque “El hombre no ensalza, sino lo que es útil a la humanidad.” Frente a los desmanes que se producen en América, Baquíjano confía que “la vida del ciudadano es siempre preciosa y respetable” y que “las armas que sólo rinden el miedo, en secreto se afilan”. Pondera, después, la importancia de la educación porque, con ella, “La ignorancia desaparece y … vaticina una sólida piedad.” “El silvestre habitante de los bosques, asiduo compañero de las fieras, sale de ese letargo que con ellas lo asemeja … El inculto y tenaz enemigo de los muros y villas, se reduce y sujeta al abrigo y defensa de las leyes …”. Pero añade que Jáuregui, al facilitar la labor de los misioneros, contribuye a extender la religión “ … por la paz con que humaniza y domestica al infiel indio …”. Sentencia después que “… el bien público deja de serlo, si se establece y funda contra el voto y opinión del público …”, porque “ … el pueblo es un resorte, que forzado más de lo que sufre su elasticidad, revienta destrozando la mano imprudente que lo oprime y sujeta.” Un gobierno atenido a la búsqueda de la felicidad de los vasallos alienta la agricultura, vivifica el comercio, promueve la educación y contribuye a la prosperidad de todos. Un monarca sabio previene que en la enseñanza se depuren las preocupaciones de los partidos, las extravagancias de las sectas y “… los envejecidos absurdos de la escuela.”, ordenando que “ … olvidando el servil respeto que de edad en edad se ha transmitido para esos antiguos dioses de la filosofía y la moral, sólo se atienda al clamor de la razón y la evidencia.” Con los nuevos vientos, “El filósofo sujeta al examen todo lo que tiene vida, sentimiento y existencia.”, observa las plantas, las flores y los frutos, espía a la naturaleza y, en fin, estudia al hombre para registrar la estructura y disposición de sus órganos, la contextura y disposición de sus partes, el equilibrio de sus fluidos y humores, las capacidades de su espíritu, con el que el hombre juzga, combina, reflexiona y somete las pasiones a “los sagrados derechos de la razón ultrajada.”[56]
En Ecuador y Perú, destaca, además, José Joaquín Olmedo (1780-1847), jurista, político y poeta guayaquileño, que defendió con éxito en las Cortes de Cádiz la supresión de la mita y participó en la redacción de las primeras constituciones en Perú y Ecuador. Desde un optimismo liberal e ilustrada, Olmedo de adhiere con fervor a “la abolición de la mita y de toda servidumbre personal de los naturales de América, conocidos hasta hoy con el nombre de indios.”[57] porque considera que dicha abolición es “equitativa, humanísima, justa y justificada.” Para argumentar su posición se refiere a los grandes males que encierra la mita, a fin de que las Cortes, “procediendo con las luces necesarias, tengan mayor satisfacción de hacer el bien conociéndolo mejor.” Desde el inicio de las encomiendas se extendió la idea de la ineptitud, indolencia y pereza de los indios, consideración que no se corresponde la grandeza de las obras que realizaron ni con la calidad de sus manufacturas. Y, efectivamente, el indio se fue haciendo inepto, indolente y perezoso porque sudaba para otros y no se beneficiaba del fruto de su trabajo. Los “señores de mitayos” han cometido mil abusos, pero en lo único que han acertado es en no haber enseñado nada a los indios porque “dándoles más luces los habrían hecho más desgraciados.” Es ya ahora de abolir la mita, como los reclaman “la humanidad, la filosofía, la política, la justicia y los mismos eternos principios sobre que reposa nuestra Constitución.” Se detiene luego en probar que el argumento de que haya muchas y muy buenas leyes sobre la mita es una falacia, porque cuantas más leyes haya en una república más corrupta es ésta, y porque lo que es sí malo, injusto y contrario a la equidad no se convierte con las leyes en bueno, justo y equitativo. “¿De qué sirven las leyes sin costumbres?”, se pregunta retóricamente. Por otra parte, no es cierto que, sin la mita, las minas se quedarían sin trabajadores. Si se diese libertad a los trabajadores “Yo creo y aseguro-dice con convencimiento- que jamás faltará quien las trabaje. ¿Hasta cuándo no entenderemos que sólo sin reglamentos, sin trabas, sin privilegios particulares pueden prosperar la industria, la agricultura, y todo lo que es comercial, abandonando todo el cuidado de su fomento al interés de los propietarios?” Además, la injusticia de la explotación se funda en que “la mita se opone directamente a la libertad de los indios, que nacieron tan libres como los reyes de Europa. Es admirable, Señor, que haya habido en algún tiempo razones que aconsejen esta práctica de servidumbre y de muerte; pero es más admirable que haya habido reyes que la manden, leyes que la protejan, y pueblos que la sufran.” Porque la mita, el trabajo forzado, es no sólo injusta sino inútil para la prosperidad, ya que aniquila a la población trabajadora, como de hecho ha ocurrido en América. Se deben, pues abolir las “leyes mitales” porque la constitución nos obliga a “conservar y proteger la libertad civil, la propiedad y los derechos de todos los individuos que componen la nación.” “Señor, aquí no hay medio, o abolir la mita de los indios, o quitarles ahora mismo la ciudadanía que gozan justamente.” La justicia, la humanidad, la política aconsejan y mandan imperiosamente la abolición de la mita y de toda servidumbre personal de los indios, y la derogación de todas las leyes mitales, porque, aunque se diga que las Leyes de Indias son sabias, “para mí -dice finalmente Olmedo- no son sabias sino las leyes que hacen felices a los pueblos.”
De Vicente Rocafuerte (1783-1847) hemos anotado ya que buscó hacer de las nuevas naciones una comunidad de principios, intereses, paz, orden, economía y prosperidad, y que promovió, además, la emancipación mental de América. El quiteño Rocafuerte, viajero impenitente por Europa y Norteamérica, frecuenta los salones de la nobleza y la realeza europeas, se cultiva en música y literatura, lee y relee a Montesquieu, Rousseau y el abate Raynal, practica el periodismo en varios países, interviene directamente en política y es una especie de “paseante ilustrado” que propaga sus ideas en cenáculos, periódicos y ensayos. Publicó el Discurso sobre las mitas en América de Olmedo, añadiéndole un prólogo, “A los indios americanos”. Entre otros trabajos, publica: Ideas necesarias a todo pueblo americano independiente, que quería ser libre (1821), Bosquejo ligerísimo de la Revolución de México, desde el grito de Iguala hasta la proclamación imperial de Iturbide (1822), Ensayo Político (1823), Cartas de un americano sobre las ventajas de los gobiernos republicanos federativos (1827) y Ensayo sobre la "Tolerancia Religiosa.(1831). En sus escritos, Rocafuerte pone de manifiesto su fe en la democracia y exhorta a los pueblos y a los gobernantes a atenerse a sus principios.
En De la libertad de los antiguos, comparada con la de los modernos (artículo publicado en el periódico Argos en 1820)[58], Rocafuerte asevera que, en el “mundo moderno” un hombre se siente libre cuando no está sujeto sino a las leyes, puede manifestar sus opiniones en lo no prohibido por la ley, escoger el modo de vida y la profesión que quiera, disponer a su antojo de su propiedad, siempre que en nada de esto cause perjuicio a los demás, establecerse donde guste, reunirse con quien le plazca, influir sobre la administración pública, “en una palabra cuando tiene el derecho de hacer y decir todo lo que no se oponga a una ley expresa, y sobre todo está seguro de que la autoridad no le ha de molestar sino en este caso, y que le ha de proteger contra los que atenten a este su derecho: esta convicción íntima se puede decir que es el alma y la esencia de la libertad individual.” Entre los antiguos, por el contrario, “la libertad consistía en ejercer colectiva, pero directamente, muchas atribuciones de la soberanía”, pero, al mismo tiempo, se admitía como compatible con la libertad la más completa sujeción del individuo a la autoridad del todo, ya que “las leyes fijaban las costumbres, y como nada hay que no esté enlazado con las costumbres, las leyes lo fijaban todo.” Entre los modernos, el individuo es enteramente independiente. Y esto se debe a que “gracias a los progresos de las luces”, las sociedades nacionales, más extensas y menos agresivas que las antiguas, “componen una sociedad homogénea” que ha sustituido la guerra por el comercio entre los pueblos. “Debía, pues, llegar una época en que el comercio sucediese a la guerra, y nosotros estamos ya en ella”. Se advierte ahora, primero, que los ciudadanos tienen menos influencia en las decisiones de los gobiernos; segundo, que, liberados los esclavos, los hombre libres tienen que dedicar más tiempo al trabajo; y tercero, que la atención al comercio deja menos tiempo para el ocio, añadiéndose a ello que el comercio “inspira a los hombres un grande amor a la independencia individual, socorriendo sus necesidades, satisfaciendo sus deseos, y procurándoles nuevos placeres sin necesidad de la autoridad, cuya intervención causa siempre incomodidad y violencia.” Dada esta situación, el hombre moderno dispone de menos tiempo para la política y, por tanto, es preferible un sistema representativo, siempre que este garantice la libertad y la seguridad.
En Chile, sobresale la prédica del fraile Camilo Henríquez (-1825), de la Orden de San Camilo, quien estudiara en Lima con el ilustrado padre Isidoro de Celis. Henríquez, predicador, periodista, ensayista y autor de obras dramáticas y de poesía lírica, escribió, con seudónimo, la célebre Proclama de Quirino Lemáchez (1811), fundó el periódico Aurora de Chile (1812), bajo el convencimiento de que prensa es el “precioso instrumento de la ilustración universal”, y pronunció el sermón en la instalación del primer Congreso Nacional.
Veamos la principales ideas de la mencionada Proclama de Quirino Lemáchez[59]. Comienza entendiendo la aspiración a la libertad como el “deseo único y sublime de las almas fuertes, principio de la gloria y dichas de la República, germen de luces, de grandes hombres y de grandes obras, manantial de virtudes sociales, de industria, de fuerza, de riqueza”. Porque, como muestra la historia reciente de Estados Unidos y otros pueblos, “La libertad, ni corrompe las costumbres ni trae las desgracias, pues estos hombres libres son felices, humanos y virtuosos.” Con la disolución de la monarquía, los aristócratas se nombraron sucesores en la soberanía que habían usurpado. Pero, les dice a los chilenos, “vosotros no sois esclavos: ninguno puede mandaros contra vuestra voluntad. ¿Recibió alguno patentes del cielo que acrediten que debe mandaros? La naturaleza nos hizo iguales, y solamente en fuerza de un pacto libre, espontánea y voluntariamente celebrado, puede otro hombre ejercer sobre nosotros una autoridad justa, legítima y razonable. Mas no hay memoria de que hubiese habido entre nosotros un pacto semejante. Tampoco lo celebraron nuestros padres.” Las antiguas provincias subyugadas por la monarquía, ahora son libres porque “Ninguna de ellas recibió algún derecho de la naturaleza para dominar a las otras, ni para obligarlas a permanecer unidas eternamente. Al contrario, la misma naturaleza las había formado para vivir separadas.” Y Chile lo hará así porque goza ya de una gran población de hombres robustos, de una naturaleza ubérrima y del cobre de sus minas. “Estaba, pues, escrito, ¡oh pueblos!, en los libros de los eternos destinos, que fueseis libres y venturosos por la influencia de una Constitución vigorosa y un código de leyes sabias; que tuvieseis un tiempo, como lo han tenido y tendrán todas las naciones, de esplendor y de grandeza; que ocupaseis un lugar ilustre en la historia del mundo, y que se dijese algún día: la República, la potencia de Chile, la majestad del pueblo chileno.” Para ello es necesario que nuestros legisladores sean sabios “si habéis de tener una Constitución sabia y leyes excelentes, las habéis de recibir de manos de los filósofos, cuya función augusta es interpretar las leyes de la naturaleza, sacarlos de las tinieblas en que los envolvió la tiranía, la impostura y la barbarie de los siglos, ilustrar y dirigir los hombres a la felicidad.” Ellos, los filósofos, saben que los primero es defender los derechos humanos y luego establecer la separación de poderes legislativo, gubernativo y judicial, para conservar la libertad de los pueblos, como quería el abate Raynal. Como reza el dicho tradicional: “Los hombres fueran felices si los filósofos imperaran o fuesen filósofos los emperadores". Pero a la ilustración del entendimiento hay que unir “las virtudes patrióticas, adorno magnífico del corazón humano, el deseo acreditado de la libertad, la disposición generosa de sacrificar su interés personal al interés universal del pueblo.”
En México, las ideas de la Enciclopedia estaban ya presentes en los círculos intelectuales en la segunda mitad del siglo XVIII. Ellas alimentaron los procesos de autonomización e independencia, aunque con las características especiales que resalta el filósofo Luis Villoro en el texto citado. Urgida por conmoción revolucionaria, la inteligencia mexicana se ve convocada a intervenir en el proceso independentista y lo hace más a través de manifiestos, artículos periodísticos y ensayos políticos e históricos que a través del análisis filosófico. La mirada sobre la propia experiencia histórica se hace entonces ineludible, y ello obliga, por un lado, a la liberación de las concepciones heredadas que servían para legitimar el orden colonial y, por otro, a proveer de enjundia histórico-filosófica a las aspiraciones y movimientos de liberación. Como antecedente inmediato de este proceso, Villoro señala que la “clase media ilustrada” (profesionales liberales y clero medio y bajo), coincidiendo con las aspiraciones de los propietarios rurales criollos, se siente desplazada de la alta administración colonial. Para justificar sus demandas recurre, con cierto eclecticismo, a tres fuentes principales de inspiración: el jusnaturalismo racionalista (Grocio, Puffendorf e Heinecio), que liga fácilmente con el “pactismo” suareciano de los jesuitas ilustrados (Francisco Xavier Alegre), el pensamiento ilustrado español (Gaspar Merchor de Jovellanos, Francisco Xavier Martínez Marina) y las ideas francesas (Rousseau, Montesquieu, Voltaire y la Enciclopedia).
Frente a los acontecimientos de 1808 surgen dos corrientes: la de los funcionarios y comerciantes de origen europeo, y la de los miembros criollos de las corporaciones como los ayuntamientos. Los primeros acusan a los segundos de abolir unilateralmente el “pacto social” entre el rey y la nación, mientras que los segundos (Jacobo de Villaurrutia, Francisco Primo de Verdad y Ramos, Juan Francisco Azcárate y Melchor de Talamantes) aducen que el pacto sigue vigente pero, dada la ausencia del rey, la soberanía ha regresado a la nación. El “pacto social” al que se aluden es el que se hizo entre la corona y los conquistadores, antepasados de los criollos. Y la nación no es el pueblo, como en el caso de la “voluntad general” de Rousseau (a quien, por lo demás, los criollos ilustrados asociaban al jacobinismo), sino “los notables”, es decir los representantes de los estamentos y corporaciones (ayuntamientos o cabildos seculares y eclesiásticos, el tribunal supremo, la milicia, la nobleza, etc. ) que constituían el cuerpo social según la perspectiva organicista de la tradición española. Por tanto, “el pueblo” del que en realidad están hablando los criollos es el representado en los ayuntamientos, es decir los “hombres honrados” que tienen cierta educación y posición en cada villa, con exclusión, por cierto, de indios y castas, o, en palabras del licenciado Verdad “las autoridades constituidas”. Por otra parte, el fundamentación en la historia no va más allá de la conquista, para el caso de América, mientras que, para el caso de España, se remonta a las “cartas magnas” y a las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio (siglo XIII).
Pero a las reformas criollas sucede en 1810 la revolución de campesinos, trabajadores mineros y plebe urbana. Aunque sus voceros suelen proceder de la “ciudad letrada”, la radicalización de la acción revolucionaria obliga a los portavoces a pasar del inicial “ayuntamentalismo” a la aceptación de ideas agraristas, indigenistas y de igualitarismo social (Hidalgo y Morelos). En Hidalgo “la voz común de la nación” ya es la de los cabildos o “cuerpos constituidos”, sino la de los campesinos indios que lo aclaman. En este contexto, subraya Villoro, la voz de la nación es ya la “voluntad de las clases populares”. “Los decretos de Hidalgo no hace sino expresar esta soberanía efectiva. La abrogación de los tributos que pesaban sobre el pueblo, la supresión de la esclavitud y de la distinción de las castas, son señal de la desaparición de las desigualdades sociales. Incluso se dicta la primera medida agraria: la restitución a las comunidades indígenas de las tierras que les pertenencían.”[60] Pero el influjo de las ideas populares se hace más patente en Morelos, quien opta por un humanitarismo igualitarista y cristiano. Deben abolirse los privilegios e incluso repartirse las propiedades grandes para pasar a un sistema de igualdad y justicia social en el que la única distinción entre las personas sea la que hay entre el vicio y la virtud. Lo que se busca, entonces, es un orden económico de pequeña propiedad y de igualdad social que debería reemplazar a la gran explotación minera y rural, que es el origen de las desigualdades. Es decir, el fundamento de la rebelión ya no es el “pacto colonial” entre la corona y los conquistadores, sino la necesidad de deshacer la explotación social y “racial” inaugurada con la conquista y continuada durante el coloniaje. La guerra de independencia adquiere, así, una nueva orientación: revertir en todos los sentidos la sujeción inaugurada por la conquista y la explotación llevada a cabo durante la etapa colonial.
Pero la posibilidad de encuentro entre las aspiraciones populares y las demandas criollas se vio interrumpida por el movimiento de Agustín de Iturbide y sus afanes imperiales. El pueblo, se decía, no estaba aún maduro para la democracia. A ella se llega no por saltos, sino por un lento proceso de maduración, como ocurre en el mundo físico. De la maduración del pueblo se encargará el imperio. Habiendo terminado la revolución popular y habiendo perdido los “letrados” el contacto con el pueblo, el espacio de lucha de estos será el Congreso. En él se enfrentan a Iturbide, desde una posición liberal que pretende construir la nueva sociedad a partir de un proyecto racional y liberador que se opone al pasado irracional y esclavizante. Cualquier progreso, sostienen, debe originarse en la “anticipación racional del futuro”. “La fe en la fuerza de las deliberaciones de un congreso democrático para cambiar la realidad está ligada a la confianza en la razón libre como motor real del desarrollo”, resume Villoro. La educación será, sin duda, el motor principal de ese progreso. Y, así, los letrados criollos tratan de construir la realidad desde una posibilidad proyectada racionalmente. Los iturbidistas, por el contrario, sostienen que es necesario acoplarse a la realidad para pensar desde ella la posibilidad. De esta manera se inaugura un debate político-filosófico que se desarrollará a lo largo del siglo XIX tanto en México como en buena parte de las nuevas repúblicas. Pero en ese debate entre liberales y conservadores no se oirán ya, o solo esporádicamente, las voces de aquellos –pueblos aborígenes y esclavos- a quienes también las repúblicas, amainados los vientos revolucionarios, mantuvieron en la condición de subalternos.
En Perú se desarrolló un ardoroso debate en la Sociedad Patriótica (creada por San Martín en enero de 1822) para responder, entre otras, a la pregunta “¿Cuál es la forma de gobierno más adaptable al Estado Peruano, según su extensión, población, costumbres y grado que ocupa en la escala de la civilización?[61] El objeto de la sociedad era “… discutir todas las cuestiones que tengan un influjo directo o indirecto sobre el bien público …”, recurriendo para ello a “… todo el poder actual que tiene la filosofía en el mundo…”, dice textualmente el decreto de creación. Participaron en la Sociedad no pocos pensadores y políticos como Hipólito Unanue, Manuel Pérez de Tudela, Toribio Rodríguez de Mendoza, Javier de Luna Pizarro, José Ignacio Moreno, José Gregorio Paredes y Francisco Javier Mariátegui, además del promotor de la Sociedad, Bernardo Monteagudo. Se distribuye a los miembros en cuatro secciones: 1ª agricultura, artes y comercio; 2ª ciencias físicas y matemáticas; 3ª filosofía especulativa; y 4ª bellas letras. Desde el inicio, Luna Pizarro sostuvo que la Sociedad no era el espacio apropiado para decidir la forma de gobierno ya que esa tarea les correspondía a los diputados del Congreso. En defensa de la posición monarquista, Moreno arguye que toda forma de gobierno está expuesta a abusos y que “… el mayor de todos los males [es] la oclocracia [el gobierno de la plebe, etimológicamente, de la hez]; y tras ésta la anarquía, en que suele degenerar la democracia.” Dado el bajo estado de civilización en el Perú -sigue argumentando Moreno-, es preferible, por razones filosóficas y políticas, la monarquía. Entre los opositores al monarquismo destaca Pérez de Tudela, quien aduce que “ … la esencia de la sociedad civil está en la libertad de los societarios, en la seguridad de su fortuna, en su igualdad ante ley …”. Se pronuncia a favor de una forma de gobierno en la que los poderes estén divididos, porque en el Perú no faltan las luces e incluso los indígenas y los esclavos aspiran a la libertad. “Hay, pues, heterogeneidad en los colores: no en el espíritu, no en el carácter, no en el deseo de la felicidad común”. Desde las páginas de periódicos de la época, se suma a la polémica José Faustino Sánchez Carrión para sentenciar “… república queremos, que solo esta forma nos conviene.”[62] “Es preciso, que la constitución, sobre la que deba quedar librada la república, conserve ilesas … la libertad, seguridad y propiedad, de modo que nunca jamás se perturbe su ejercicio…”. Aboga, igualmente, por la división de poderes por ser esta para la regulación de la sociedad tan importante como las leyes de Kepler para graduación de los movimientos celestes.
4.3.5 En este cruce de perspectivas filosóficas, levantó también su voz la escolástica tradicional a través, inicialmente, del caraqueño Pedro Gual (1783-1862, teólogo, político independentista y diplomático), el guayaquileño José Ignacio Moreno (1767-1841, teólogo, jurista y maestro universitario) y Vicente Solano, principalmente[63], y, poco más adelante, Bartolomé Herrera, para el caso del Perú. Moreno, a quien acabamos de referirnos, es sin duda uno de los sostenedores del tradicionalismo político-filosófica[64], pero todos ellos fueron ardorosos defensores de Tomás de Aquino contra toda idea filosófica que pudiera subvertir la concepción tomista del mundo. Moreno estudió la carrera sacerdotal y las ciencias jurídicas en Lima y participó activamente en la vida política y académica en Perú. Desempeñó la cátedra de leyes y cánones en la Universidad de San Marcos y contribuyó a la reforma de los estudios en el Convictorio de San Carlos. Moreno sigue los pasos de la “ilustración católica” (Feijoo y Jovellanos) y el providencialismo de Bossuet, se adhiere inicialmente a la política de “sumisión y concordia” promovida por el virrey Abascal, pero luego se incorpora a la propuesta independentista y, declarada la independencia, forma parte de la Sociedad Patriótica de Lima. Como acabamos de ver, en la polémica sobre la forma de gobierno más conveniente para el Perú, Moreno defiende ardorosa y argumentativamente la monarquía, porque considera que solo con la monarquía, de signo cristiano, es posible recomponer las fracturas que la rebelión laicista ha producido en nuestras sociedades. Se adelanta, así, a la prédica conservadora cristiana que Bartolomé Herrera se encargará después de difundir en el Perú desde el mencionado Convictorio de San Carlos, el púlpito, la prensa escrita y el parlamento. Y hay que añadir, enriqueciendo la información de Larroyo, que la influencia del providencialismo de Herrera en el proceso del pensamiento conservador en el Perú es, sin duda alguna, notablemente más significativa que la del presbítero José Ignacio Moreno.
En la misma línea de apologética del escolasticismo puede mencionarse a Félix Reyes Ortiz (1828-1884) en Bolivia y Clemente Jesús Munguía, obispo de Michoacán, en México. Tanto en ellos como en la mayor parte de los neoescolásticos de América Latina la influencia del tradicionalista español Jaime Balmes (1810-1848) es, sin duda, decisiva.
Bibliografía
Ballón, José Carlos (ed. y coord..). La complicada historia del pensamiento filosófico peruano. Siglos XVII y XVIII. Lima: UNMSM/UCS, 2011, 2 t.
Baquíjano y Carrillo, José. “Elogio del excelentísimo señor don Agustín de Jáuregui y Aldecoa … virrey, gobernador y capitán general de los reinos del Perú, Chile, etc.”. En: Colección documental de la Independencia del Perú. T. I. Los ideólogos. Vol. 3°: José Baquíjano y Carrillo. Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1976.
Baquíjano y Carrillo, José. “Elogio del excelentísimo señor don Agustín de Jáuregui y Aldecoa … virrey, gobernador y capitán general de los reinos del Perú, Chile, etc.”. En: Colección documental de la Independencia del Perú. T. I. Los ideólogos. Vol. 3°: José Baquíjano y Carrillo. Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1976, p. 65-95. 65-95.
Carrera Damas, Germán (ed.). Historia de la América Andina. Vol. 4: Crisis del régimen colonial e independencia. Quito: UASB/LIBRESA, 2003, p. 357-412.
Hernández, Camilo. “Proclama de Quirino Lemáchez”. En: Martínez, Melchor. Memoria histórica sobre la revolución de Chile. Valparaíso, 1848. En: http://www.auroradechile.cl/newtenberg/681/article-2352.html
Jiménez Rueda, Julio. Historia de la literatura mexicana. México: Ediciones Botas, 1946.
Jocelyn-Holt Letelier, Alfredo. “Caracterización del ambiente ideológico”. En: Carrera Damas, Germán. Historia de América Andina. Vol. 4: Crisis del régimen colonial e independencia. Quito: UASB/LIBRESA, 2003, p. 57-78.
Kempff Mercado, Manfredo. Historia de la filosofía en Latino-América. Santiago de Chile: Zig-Zag, 1958.
Kohn Loncarica Alfredo G. y Federico Pérgola. “Bicentenario del nacimiento de Diego Alcorta. Primer pensador filosófico argentino”. Médicos y medicina en la historia. Verano 2001-2002, vol. I, n° 1.
Lamanna, E. Paolo. Historia de la filosofía.T. II: El pensamiento de la Edad Media y el Renacimiento. Buenos: Hachette, 1960.
Larroyo. Francisco. La filosofía iberoamericana. Historia. Formas. Temas. Polémica. Realizaciones. México: Porrúa, 2ª. ed. 1979. La 1ª edición es de 1969.
Leguía y Martínez, Germán. Historia de la Emancipación del Perú: el Protectorado. Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1972. 7 t., t.5, p. 99-136.
León Portilla, Miguel. Estudios de historia de la filosofía en México. México: UNAM, 1973.
López Soria, José Ignacio. El pensamiento de José Baquíjano y Carrillo. Lima: Separata de “Historia y Cultura”, n° 5, 1971. 90 p.
Mahieu, Eduardo T. Diego Alcorta :Dissertation sur la manie... aiguë?. Contribution au 6ème Congrès de l'Association Europeénne pour l'Histoire de la Psychiatrie. Paris, le 22 Septembre, 2005.
Mejía Valera, Manuel. Fuentes para la historia de la filosofía en el Perú. Lima: UNMSM, 1963.
Méndez Bejarano, Mario. Historia de la filosofía en España. Cap. XVII. El siglo de las luces. Par. V, La Escuela Escocesa.
Mora, José María Luis. El observador (de la República mexicana). 14 de abril de 1830. Reproducido en Obras sueltas. Segunda edición. México: Editorial Porrúa, 1963. 630-39. [Versión digital preparada por Marina Herbst.]
Copy right: José Luis Gómez-Martínez.
Moreno, Rafael. “La filosofía moderna en la Nueva España”. En: De la Cueva, Mario y otros. Estudios de historia de la filosofía en México. México: UNAM, 2ª. ed. 1973, p. 145-202.
Olmedo, José Joaquín de. Discurso sobre la abolición de las Mitas en las Cortes de Cádiz. 12 de cctubre de 1812.
Parfait, Blanca. Archivo Filosófico Argentino. Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires. Centro de Estudios Filosóficos Eugenio Pucciarelli.
Peña, Javier. Universalismo moral y derecho de gentes en Francisco de Vitoria. Revista de Estudios Histórico-Jurídicos. Sección Historia del Pensamiento Jurídico y Político. XXVIII (Valparaíso, Chile, 2006), pp. 289 – 310.
Pérez de la Cruz , Rosa Elena. Historia de las ideas filosóficas en Santo Domingo durante el siglo XVIII. México: UNAM, 2000.
Rocafuerte, Vicente. De la libertad de los antiguos, comparada con la de los modernos. "El Arcos" Periódico político, científico y Literario,. n° 17, el jueves 5 de octubre de 1820.
Roig, Arturo Andrés. Esquemas para una historia de la filosofía ecuatoriana. Quito: Pontificia Universidad Católica del Ecuador, 1977.
Salazar Bondy, Augusto. Historia de las ideas en el Perú contemporáneo. Lima: Moncloa Ed., 2ª. ed. 1967. 2 t.,
Salazar Bondy, Augusto. La filosofía en el Perú. Panorama histórico. Washington: Unión Panamericana, 1954.
Tamayo Vargas, Augusto y César Pacheco Vélez (comp..). Colección documental de la Independencia del Perú. T. I: Los ideólogos. Vol. 9°: José Faustino Sánchez Carrión. Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1974, p. 366 y ss.
Torchia Estrada, Juan Carlos. Filosofía y colonización en Hispanoamérica. México: UNAM/IIF/CIALC, 2009.
Varela Dominguez de Ghiodi, Delfina. “Prefacio”. En: Lafinur, Juan Crisóstomo. Curso filosófico (dictado en Buenos Aires en 1819). Buenos Aires: Instituto de Filosofia, Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, 1938.
Villoro, Luis. “Las corrientes ideológicas en la época de la independencia.” En: León Portilla, Miguel y otros. Estudios de historia de la filosofía en México. México D.F.: UNAM, 2ª. ed.1973, p.203-241.
Zea, Leopoldo. El pensamiento latinoamericano. México: Ariel Seix Barral, 1976.
Zea, Leopoldo. Filosofía de la historia americana. México: Fondo de Cultura Económica, col. Tierra Firme, 1987.
Zea, Leopoldo. Filosofía latinoamericana, Editorial Trillas, 2ª ed., México, 1987.
[1] Larroyo. Francisco. La filosofía iberoamericana. Historia. Formas. Temas. Polémica. Realizaciones. México: Porrúa, 2ª. ed. 1979. La 1ª edición es de 1969. Kempff Mercado, Manfredo. Historia de la filosofía en Latino-América. Santiago de Chile: Zig-Zag, 1958. Mejía Valera, Manuel. Fuentes para la historia de la filosofía en el Perú. Lima: UNMSM, 1963. Salazar Bondy, Augusto. La filosofía en el Perú. Panorama histórico. Washington: Unión Panamericana, 1954. Zea, Leopoldo. El pensamiento latinoamericano. México: Ariel Seix Barral, 1976. Filosofía de la historia americana, Fondo de Cultura Económica, col. Tierra Firme, México, 1987. Filosofía latinoamericana, Editorial Trillas, 2ª ed., México, 1987. Roig, Arturo Andrés. Esquemas para una historia de la filosofía ecuatoriana. Quito: Pontificia Universidad Católica del Ecuador, 1977. León Portilla, Miguel. Estudios de historia de la filosofía en México. México: UNAM, 1973. Torchia Estrada, Juan Carlos. Filosofía y colonización en Hispanoamérica. México: UNAM/IIF/CIALC, 2009. Pérez de la Cruz , Rosa Elena. Historia de las ideas filosóficas en Santo Domingo durante el siglo XVIII. México: UNAM, 2000.
[2] Mejía Valera, p. 62
[3] Amedié de Frezier, Charles de la Condamine, Alejandro Malaspina, Hipólito Ruiz y José Antonio Pavón, Tadeo Haencke, De Jussieu, Jorge Juan y Antonio de Ulloa y, ya a comienzos del XIX, Alexander von Humboldt y Aimé J. A. Goujaud (Bonpland).
[4] Pedro Peralta y Barnuevo, Cosme Bueno, Isidoro de Celis, José Eusebio de Llano Zapata, Ignacio de Castro, Hipólito Unanue, José Baquíjano y Carrillo, Pablo Olavide, Diego Cisneros, José Gregorio Paredes y Vicente Morales Duárez. Mejía y Valera, cap. III, La Ilustración en el Perú, p. 61-109.
[5] Larroyo, p. 73.
[6] Augusto Salazar Bondy, sin embargo, considera que el surgimiento “simple y llano” de la filosofía en el Perú ocurrió en los últimos lustros del siglo XIX porque antes “la filosofía no alcanzó el status de forma independiente del saber, supeditada como estuvo ora la religión y a la teología, ora a las ideologías político-sociales.” Salazar Bondy, Augusto. Historia de las ideas en el Perú contemporáneo. Lima: Moncloa Ed., 2ª. ed. 1967. 2 t., t.1, “Introducción”.
[7] Roig, p. 45.
[8] Moreno, Rafael. “La filosofía moderna en la Nueva España”. En: De la Cueva, Mario y otros. Estudios de historia de la filosofía en México. México: UNAM, 2ª. ed. 1973, p. 145-202, p.
[9] Kempff Mercado, Manfredo. Historia de la filosofía latino-americana. Santiago de Chile:Zig-zag, 1958, p. 76.
[10] Los estudios superiores en Argentina comenzaron con la creación, por los jesuitas, del Collegium Maximum de Córdoba en 1610, convertido en universidad en 1622. Con la expulsión de los jesuitas en 1767, la universidad pasa a ser regentada por los franciscanos.
[11] Larroyo, p. 74.
[12] Kempff, p. 100.
[13] Pérez de la Cruz, p. 23.
[14] Pérez de la Cruz, p. 73.
[15] Lamanna, E. Paolo. Historia de la filosofía.T. II: El pensamiento de la Edad Media y el Renacimiento. Buenos: Hachette, 1960, p. 183.
[16] Lamanna Op. Cit. p. 193.
[17] Seguimos aquí la concisa exposición de las ideas de Vitoria que hace Javier Peña, profesor de filosofía moral en la Universidad de Valladolid, en: Universalismo moral y derecho de gentes en Francisco de Vitoria. Revista de Estudios Histórico-Jurídicos. Sección Historia del Pensamiento Jurídico y Político. XXVIII (Valparaíso, Chile, 2006), pp. 289 – 310. Ver en:
http://www.restudioshistoricos.equipu.cl/index.php/rehj/article/view/443/419.
[18] Un acercamiento a este debate puede verse en: Ballón, José Carlos. “Juan Pablo Viscardo y Guzmán. Entre Suárez y Rousseau.” En: Ballón, José Carlos (ed. y coord..). La complicada historia del pensamiento filosófico peruano. Siglos XVII y XVIII. Lima: UNMSM/UCS, 2011, 2 t., t. 2, p. 705-734.
[19] Vuelvo a José Carlos Ballón por ser el trabajo más reciente a este respecto. Ballón, José Carlos. “Introducción”. En: Ballón, José Carlos (ed. y coord..). Op. Cit. t. 1, p. 13-137.
[20] Como Francisco Ruiz Lozano (1662-1677), Juan Ramón Coninck (1623-1709) y sobre todo José Eusebio Llano Zapata (1721-1780) e Hipólito Unanue (1755-1833), para el caso del Perú.
[21] Como Vitorino González Montero, Pedro Joseph Bravo de Lagunas, Pablo de Olavide, Juan Pablo Viscardo y Guzmán, Toribio Rodríguez de Mendoza, José Baquíjano y Carrillo y Vicente Morales Duárez, en el Perú.
[22] Pérez de la Cruz. Historia de las ideas filosóficas en Santo Domingo durante el siglo XVIII. México: UNAM, 2000, p. 71-76.
[23] Carrera Damas, Germán. “República monárquica o monarquía republicana”. En: Carrera Damas, Germán (ed.). Historia de la América Andina. Vol. 4: Crisis del régimen colonial e independencia. Quito: UASB/LIBRESA, 2003, p. 357-412,.
[24] Carrera Damas, p. 359.
[25] Carrera Damas, p. 366.
[26] Carrera Damas , p. 372.
[27] Jocelyn-Holt Letelier, Alfredo. “Caracterización del ambiente ideológico”. En: Carrera Damas, Germán. Historia de América Andina. Vol. 4: Crisis del régimen colonial e independencia. Quito: UASB/LIBRESA, 2003, p. 57-78, p. 69.
[28] Algunos ejemplos: Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII de Bernardo Monteagudo (Charcas, 1809); Memorial de agravios de Camilo Torres (1809); Proclama de la ciudad de la Plata (1809); Catecismo político atribuido a Jaime Zudañez (1810). Traducciones como la del Contrato Social de Rousseau (Mariano Moreno, 1810), Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke (1810).
[29] Jocelyn-Holt, p. 74.
[30] Villoro, Luis. “Las corrientes ideológicas en la época de la independencia.” En: León Portilla, Miguel y otros. Estudios de historia de la filosofía en México. México D.F.: UNAM, 2ª. ed.1973, p.203-241, p. 214-232.
[31] Larroyo, p. 33 y p. 81 y ss.
[32] Kempff Mercado, p. 96.
[33] Villoro, p. 203.
[34] Larroyo, p. 81-82.
[35] Larroyo, p.82.
[36] Larroyo, p. 83.
[37] Citado en Larroyo, p. 84. Sobre Alberdi, véase también: Kempff, p. 103 y 105-106.
[38] Larroyo, p. 84-85.
[39] Méndez Bejarano, Mario. Historia de la filosofía en España. Cap. XVII. El siglo de las luces. Par. V, La Escuela Escocesa. En: http://www.filosofia.org/aut/mmb/hfe1705.htm
[40] Prefacio de Delfina Varela Domínguez de Ghioldi a: Lafinur, Juan Crisóstomo. Curso filosófico (dictado en Buenos Aires en 1819). Buenos Aires: Instituto de Filosofia, Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, 1938. En: http://www.archivofilosoficoargentino.info/biografialafinur.pdf.
[41] La obra más importante de Pierre Jean George Cabanis es Relaciones entre lo físico y lo moral (1802),
[42] De Antoine Louis Destutt de Tracy le interesó Elementos de la ideología (1817-18).
[43] Especialmente en : Ensayo del entendimiento humano (1690).
[44] Especialmente en sus obras: Essai sur l'origine des connaissances humaines (1746) y Traité des sensations (1754). En su Logique ou les premiers développements de l'art de penser (1780), Condillac se propone hacer ver que todos los conocimientos provienen de los sentidos y, más propiamente, de las sensaciones.
[45] Ver: Blanca Parfait. Archivo Filosófico Argentino. Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires. Centro de Estudios Filosóficos Eugenio Pucciarelli. En:
http://www.archivofilosoficoargentino.info/faguero.pdf
[46] Antonio de Capmany y Montpalau (1742-1813), filósofo, historiador y político español, diputado liberal en las Cortes de Cádiz, es autor, entre otros libros, de Discursos analíticos sobre la formación y perfección de las lenguas (1776) y Filosofía de la elocuencia (1776).
[47] El ministro de la Iglesia de Escocia, Hugh Blair (1718-1800), maestro de retórica y bellas artes en la Universidad de Edimburgo, es autor de Lectures on Rhetoric and Belles Lettres (1783) y es considerado como un sobresaliente teórico del discurso escrito.
[48] Kohn Loncarica Alfredo G. y Federico Pérgola. Bicentenario del nacimiento de Diego Alcorta. Primer pensador filosófico argentino. Médicos y medicina en la historia. Verano 2001-2002, vol. I, n° 1. En:
http://www.fmv-uba.org.ar/Portada/Revista01/Bicentenario.pdf
[49] Larroyo, p. 86-87.
[50] Mahieu, Eduardo T. Diego Alcorta :Dissertation sur la manie... aiguë?. Contribution au 6ème Congrès de l'Association Europeénne pour l'Histoire de la Psychiatrie. Paris, le 22 Septembre, 2005. En : http://electroneubio.secyt.gov.ar/Diego_Alcorta.htm
[51] Jiménez Rueda, Julio. Historia de la literatura mexicana. México: Ediciones Botas, 1946, p. 164-165.
[52] El observador (de la República mexicana). 14 de abril de 1830. Reproducido en Obras sueltas. Segunda edición. México: Editorial Porrúa, 1963. 630-39. [Versión digital preparada por Marina Herbst.] En: http://www.ensayistas.org/antologia/XIXA/mora/mora6.htm
Copy right: José Luis Gómez-Martínez.
[53] Larroyo, p. 86.
[54] López Soria, José Ignacio. El pensamiento de José Baquíjano y Carrillo. Lima: Separata de “Historia y Cultura”, n° 5, 1971. 90 p.
[55] Baquíjano y Carrillo, José. “Elogio del excelentísimo señor don Agustín de Jáuregui y Aldecoa … virrey, gobernador y capitán general de los reinos del Perú, Chile, etc.”. En: Colección documental de la Independencia del Perú. T. I. Los ideólogos. Vol. 3°: José Baquíjano y Carrillo. Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1976, p. 65-95.
[56] Para fundamentar sus aseveraciones, Baquíjano recurre a los clásicos (Homero, Herodoto, Jenofonte, Séneca, Tácito, Cicerón, Marco Antonio, Lucano, Virgilio, Horacio, Terencio, Plutarco, Tibulo, Plinio, Quintiliano), a autores franceses (Marmontel, Le Franc, Fenelon, Linguet, Raynal, Milot, Molinier), y cita también a Maquiavelo, Erasmo de Rotterdam, Vives, Feijoo y no pocos historiadores antiguos y modernos, especialmente de España y Francia.
[57] Discurso de José Joaquín de Olmedo sobre la abolición de las Mitas en las Cortes de Cádiz. 12 de Octubre de 1812. En: http://www.efemerides.ec/1/marzo/1_3mita.htm
[58] Fuente: Este artículo fue tomado de la Colección Rocafuerte, Volumen X, Rocafuerte y la República de Cuba editada en Quito, Mayo 17 de 1947. Es una reproducción del No. 17 de "El Arcos" Periódico político, científico y Literario del Jueves 5 de Octubre de 1820.
En: http://www.efemerides.ec/1/mayo/vr.htm
[59] Esta proclama fue dada a conocer, con el anagrama Quirino Lemáchez, por el P. Melchor Martínez en su Memoria histórica sobre la revolución de Chile, Valparaíso, 1848, p. 314.17. Según el mismo historiador, la Proclama circuló en los primeros días de 1811 y estaba destinada a promover la elección de representantes al primer Congreso Nacional. Se reproduce de la obra de Martínez, con algunas alteraciones de puntuación indispensables para facilitar la lectura.
En: http://www.auroradechile.cl/newtenberg/681/article-2352.html
[60] Villoro, p. 221.
[61] Leguía y Martínez, Germán. Historia de la Emancipación del Perú: el Protectorado. Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1972. 7 t., t.5, p. 99-136.
[62] Tamayo Vargas, Augusto y César Pacheco Vélez (comp..). Colección documental de la Independencia del Perú. T. I: Los ideólogos. Vol. 9°: José Faustino Sánchez Carrión. Lima: Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1974, p. 366 y ss.
[63] Larroyo, p. 88 y ss.
[64]José Ignacio Moreno y la ilustración católica. En: http://www.google.com.pe/url?sa=t&rct=j&q=jose%20ignacio%20moreno%20altuve&source=web&cd=2&sqi=2&ved=0CCIQFjAB&url=http%3A%2F%2Fdialnet.unirioja.es%2Fservlet%2Ffichero_articulo%3Fcodigo%3D2860805%26orden%3D0&ei=9MigTq3hNtSDtgfYwt2qBQ&usg=AFQjCNHKieoHInfntr6J2ms6gi-NnpP5QQ
No hay comentarios:
Publicar un comentario