José Ignacio López Soria
Escrito inédito de 2004.
Preámbulo necesario
Cuando repaso las propuestas de ley universitaria, parece, si se exceptúa el anteproyecto del Ministerio de Educación, que nada hubiese pasado en el Perú y en el mundo en los últimas décadas. Con mayor o menor acierto, la mayoría de las propuestas abunda en lo de siempre, con algunos adornos de escasa trascendencia. Parecería que no se quisiese tomar conciencia cabal de que las condiciones laborales, educativas, científicas, culturales, comunicacionales, ideológicas, etc. están cambiando sustancialmente. A la luz de esos .cambios en proceso se hace necesario pensar una normativa que permita a la educación adecuarse a los signos de los tiempos. De otra manera se estaría legislando para una realidad en camino a la desaparición o simplemente inexistente.
Para proceder con orden me referiré, primero, someramente a los cambios. Presentaré luego las consecuencias que de ellos se derivan para la educación en general. Y finalmente dejaré apuntadas algunas sugerencias sobre la educación superior.
Los signos de los tiempos
Si algo caracteriza a nuestro tiempo es una cierta opacidad o falta de transparencia de las perspectivas. El mundo de seguridades del que venimos está en proceso de desmoronamiento. No se vislumbran en el horizonte liderazgos nuevos con la capacidad para construir consensos y proponer un orden societal que permita la realización de la posibilidad humana. Vivimos, por tanto, una época de “después de”, en el sentido de que las seguridades de las que venimos se están disolviendo pero no acertamos todavía a diseñar los perfiles nítidos de la sociedad del futuro.
Sabemos, sin embargo, que esa sociedad del futuro –y ahora el futuro comenzó ayer- tendrá que vérselas con las consecuencias de las tendencias que están ya presentes en la actualidad y nos invitan a asumirlas consciente y responsablemente.
Me refiero, por enumerar algunas de esas tendencias, a la sociedad de la información, el conocimiento, la virtualización y la transparencia; la reafirmación de la pertenencia cultural, la interculturalidad y la convivencia de diversidades; la globalización no sólo de la economía sino de las formas de vida, las nociones de vida buena, la disponibilidad de mundos simbólicos, la acreditación de las competencias profesionales, el uso de la violencia, etc.; la recomposición de la relación tiempo/espacio; la desterritorialización de la soberanía, la justicia, la solidaridad, las vinculaciones y lealtades y la aparición de nuevas formas de ciudadanía; la recomposición de las jerarquías tradicionales tanto en el trabajo como, en general, en la sociedad; la empleabilidad o gestión individual de las propias capacidades, la movilidad generalizada, la artificialidad y acelerado cambio de los recursos disponibles, etc.
La presencia simultánea y no precisamente armoniosa ni convergente de éstas y otras tendencias en la actualidad obligan proceder con cautela en el terreno de la legislación educativa. Habría que embarcarse en una legislación que encauce pero no frene el dinamismo de la sociedad, que dé forma a este abigarrado mundo de procesos con la provisionalidad que exigen los tiempos.
La educación que se avecina
Las tendencias a las que me he referido exigen, en primer lugar, que la educación del futuro sea diacrónica y ubicua. Se van borrando los límites entre el tiempo para la formación y el tiempo para el trabajo, y la formación deja de ser lo propio de una determinada etapa de la vida para convertirse en una actividad permanente. Irá, así, perdiendo sentido la distinción que todavía hacemos entre formación inicial y continua, y se irán borrando las barreras entre las etapas formativas. Por otra parte, se multiplican los lugares para el aprendizaje y se difuminan los límites entre escuela y puesto de trabajo. Habrá, por tanto, que repensar la relación entre espacio de aprendizaje y espacio de trabajo, lo que obligará a un cruce interinstitucional al que no estamos acostumbrados.
Como principios educativos se van imponiendo: la centralidad del aprendizaje (aprender a aprender) en desmedro de la actual centralidad de la enseñanza; la interactividad entre educador o facilitador y educando o participante en el proceso de aprendizaje, y entre el educando y los medios de aprendizaje; la personalización del proceso de aprendizaje o adecuación a las condiciones concretas -físicas, psíquicas, sociales, culturales, regionales, etc.- del educando, sea éste un individuo o un grupo humano, lo que conlleva el respeto a su diversidad; el cultivo del espíritu crítico o capacidad, aprendida y practicada en el aula, para mantener una actitud electiva frente a los saberes y conocimientos acumulados y para elaborar dialógicamente y proponer otros
Frente a los currículos actuales, caracterizados por el fragmentarismo, la rigidez, la centración en los contenidos, la secuencialidad de los cursos, y el divorcio entre enseñanza e investigación, los currículos futuros serán preferentemente: holísticos o integradores de conocimientos y competencias para capacitar en la gestión de procesos complejos; flexibles para adaptar al educando a los cambios y a la provisionalidad de los logros y habilitarle para aprender a aprender; organizados en módulos certificables y acumulables, cada uno de los cuales es, de alguna manera, terminal porque tiene valor de empleabilidad; diseñados según el enfoque de adquisición de competencias o conjunto de conocimientos, procedimientos y actitudes socialmente identificados como necesarios para un determinado desempeño ético, cívico o laboral; referencialmente globalizados u orientados a preparar al educando para asumir el globo como marco de referencia ética, cívica y laboral, y capacitarle, por tanto, no sólo para competir con ventaja sino para no perderse en la multiplicidad y convivir con la diversidad, respetándola, gozando de ella y asumiendo la multiculturalidad, la cercanía de lo extraño, la multiciudadania, la responsabilidad internacional, la variedad de lealtades e identidades, etc.; e informacionales para desarrollar en el educando la capacidad de manejarse con destreza en el abigarrado mundo de la información aprendiendo a generarla, buscarla, seleccionarla, procesarla, etc.. Finalmente, los currículos tienden cada vez más a incorporar en el proceso de aprendizaje, en dosis acordes con la edad del educando, la investigación o capacidad para, con el auxilio del maestro o facilitador, seguir creativamente la huella de temas predeterminados.
Esta orientación de los currículos suele ir de la mano con metodologías de aprendizaje que enfatizan el trabajo en equipo, el teletrabajo, el uso intensivo de las nuevas tecnologías de la información y la telecomunicaciones, etc.
Los cambios, finalmente, se van dando en un contexto en el que la certificación y la titulación institucionales ya no son suficientes para garantizar la calidad de los aprendizajes. La sociedad necesita confiar tanto en la institución que facilita los aprendizajes como en la calidad de los aprendizajes adquiridos. Para ello es necesario incorporar la cultura de la autoevaluación y pasar por la evaluación de instituciones autorizadas para evaluar y acreditar conforme a estándares prefijados.
Educación superior
En el contexto descrito arriba comienzan a perder sentido las distinciones rígidas entre los niveles educativos. La educación tiende a convertirse en un proceso continuo de apropiación de competencias de menor a mayor complejidad, pero también de adquisición de competencias nuevas para adaptarse a los cambios del proceso social.
En el caso concreto de la formación profesional, mucho de lo que hasta ahora teníamos como sólido comienza a disolverse en al aire. Se disuelve la formación centrada en la adquisición de contenidos para recentrarse en la apropiación de competencias; se aleja el tratamiento de realidades físicas para aprender a tratar con virtualidades; se debilita el señorío indiscutido de la presencialidad para dar cabida al aprendizaje a distancia; se reorienta la formación hacia la capacitación para la gestión de las propias competencias (empleabilidad), perdiendo su orientación hacia un empleo determinado; se desmorona la organización del currículo en cursos sucesivos para reorganizarse en módulos convergentes con valor inmediato en el mundo del empleo; se elaboran los módulos formativos en función de la demanda laboral, perdiendo así la formación su centración en la oferta educativa; los centros de formación facilitan la apropiación de competencias de diversos grados de complejidad y, por tanto, se borran los límites entre educación superior no universitaria y universitaria; los centros formativos buscan especializarse en un determinado sector de la actividad humana más que en un “nivel” de la formación; etc.
A la luz de estas previsiones, la legislación debería facilitar el cambio y hasta promoverlo, en lugar de insistir en la rigideces que caracterizan al sistema educativo tradicional. Nada más inapropiado, por tanto, que mantener la separación rígida entre educación superior no universitaria y universitaria, propiciando incluso que cada una de ellas se rija por leyes específicas. Siguiendo el espíritu de la nueva Ley General de Educación, la ley de educación superior debería ser una y única, con las especificaciones que corresponda para que se puedan establecer módulos y paquetes modulares de diversos grado de complejidad que dan lugar a diferentes certificaciones y titulaciones.
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