José Ignacio López Soria
Comentario con motivo de la conferencia del Prof. Dr. Jürgen Bähr (Geographisches Institut, Christian-Albrechts-Universität Kiel, Alemania) sobre “La ciudad latinoamericana y Lima. La construcción de un modelo. Vigencia y perspectivas”. Acto organizado por Cuatro-urbes, con la colaboración de la Embajada de Alemania, Goethe Institut y revista Urbes, en el Goethe Institut de Lima, el 23 de marzo de 2005. Publicado en: Ur[b]es. Revista de ciudad, urbanismo y paisaje. Lima, vol. 3, ene-dic.2006, p. 29-36 (Apareció en noviembre 2007).
Como saben bien mis amigos, incluidos los que me reiteran la invitación a participar en eventos como este, en el tema de la ciudad no me desenvuelvo como pez en el agua. Me reduciré, por tanto, a dejar sueltas algunas reflexiones sin otra pretensión que alimentar el debate sobre la vida y las formas urbanas en la ciudad moderna.
Mi perspectiva no es la de un experto en temas urbanos sino la de alguien que, desde la vida cotidiana, enriquecida por la reflexión filosófica, sufre y goza la ciudad como espacio de convivencia y de supervivencia, como mundo abigarrado de formas, como encuentro de sistemas simbólicos, como competencia entre nociones de vida buena, como juego de lenguajes que hablamos y por los que somos hablados, como reducto de vigencias premodernas, como lugar privilegiado para la enunciación, el diseño y la realización del proyecto moderno, como horizonte de expectativas postmodernas, como albergue del hombre problemático, como operadora de rememoración histórica, etc.
De estas diversas miradas a la ciudad voy a fijarme concretamente en la relación entre la vida y las formas urbanas, para continuar, desde la filosofía, la reflexión iniciada por el Prof. Bähr con su clara y documentada presentación de la historia de la forma de la ciudad latinoamericana.
Para comenzar quiero dejar indicado que el tema de la forma y de su relación con aquello que conforma preocupa desde antiguo a la filosofía. El problema de la relación materia/forma recorre la historia de la filosofía y motiva, en su versión más general, que los griegos y sus concretas expresiones que la dialéctica materia/forma y vida/forma alrededor de este tema se ha tejido buena parte del pensamiento filosófico.
Pero dejemos a los filósofos con sus preocupaciones para ocuparnos de la ciudad. La ciudad premoderna se caracterizaba por un manifiesto predominio de las formas sobre la vida. El mundo formal estaba de tal manera diseñado que la vida no podía desenvolverse sino sometiéndose a formas predefinidas (estamentos sociales infranqueables, perfiles ocupacionales definidos, usos y costumbres segmentados, tradiciones constructivas y urbanísticas, sistemas fijos de intercambio, etc.). Había poco espacio para el ensayo, y todo intento de creación de formas nuevas era sospechoso de subversión del orden formal establecido. En la ciudad premoderna se vivía en un mundo esencialmente prescriptivo en el que era difícil, si posible, cultivar, como quería Goethe, “afinidades electivas”. La urbanidad, entendida como apropiación de las formas de vida urbanas, estaba relativamente asegurada. Los sistemas de control y vigilancia y los de apropiación de los valores, normas, perfiles y competencias urbanas se encargaban de que los ciudadanos o pobladores urbanos asumiesen y se apropiasen de los usos y costumbres de la ciudad y se amoldasen a sus formas.
Para convertirse en moderna, la ciudad necesitó descomponer el orden de la ciudad premoderna, derribando murallas, si era el caso, reasignando funciones e imaginando y diseñando espacios nuevos que pudiesen albergar nuevas formas de vida. La ciudad moderna se constituye, así, en el lugar privilegiado para el desencuentro entre la vida y las formas, y para la coexistencia, no necesariamente armónica, de una variada gama de formas. Permítanme desarrollar un poco esta idea.
En la ciudad moderna el poblador mantiene con respecto a las formas urbanas una libertad que no le era permitida en la aldea ni en la ciudad premoderna. Al hablar de las formas me refiero tanto a las urbanísticas, constructivas y arquitectónicas, como a las representativas, simbólicas, lingüísticas, éticas, religiosas, jurídicas, productivas, de intercambio y propias de la vida cotidiana. El poblador urbano moderno vive en un mundo electivo en el que él mismo tiene con frecuencia que inventarse sus propias formas para darle medida, orientación y sentido a su vida.
De esta condición esencialmente electiva de la vida urbana moderna con respecto a las formas se derivan no pocas consecuencias. Mirando el problema desde los individuos, advertimos que éstos son asumidos como libres en un entorno en el que los caminos no están trazados de antemano. A los pies del poblador urbano nacen mil caminos formales. Tiene que elegir frecuentemente varios de ellos e incluso diseñar sus propios caminos. De aquí deriva la problematicidad esencial del poblador urbano, lo que en términos lukácsianos se llama “el hombre problemático”.
Para representar literariamente al hombre problemático fue necesario que se crease un nuevo género literario, la novela. La novela es la forma literaria urbana por excelencia. La ciudad no es el entorno propicio para el nacimiento y desenvolvimiento del héroe épico y sus afanes demiúrgicos, ni del héroe trágico y sus pelea agónica con los dioses y el destino. No es raro, por tanto, que la épica y la tragedia sobrevivan sólo como rememoración de un pasado que lo sentimos como nuestro pero ya como pasado. El hombre problemático es refigurado principalmente por la novela y, en parte, la lírica y la dramática. La lírica se aferra a la subjetividad y la dramática da forma a los conflictos intersubjetivos, pero es la narrativa, y particularmente la novela, el género que asume al hombre problemático enteramente y refigura, como ninguna otra forma literaria, su esencial problematicidad. Por eso no es raro que la novela haya surgido con la ciudad moderna.
En el contexto de conformación de la ciudad moderna surgió la novelística mayor latinoamericana: La ciudad y los perros, La casa verde y Conversaciones en la catedral de Vargas Llosa, Un mundo para Julius de Bryce Echenique, La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de Mamá Grande, La mala hora, y Cien años de soledad de García Márquez, Pedro Páramo y La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, Rayuela de Julio Cortázar, Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infantes, Coronación de José Donoso y El siglo de las luces, de Alejo Carpentier. Con estas obras comienza en América Latina la novela urbana propiamente tal.
La narrativa latinoamericana anterior, y ciertamente la peruana, era todavía regionalista, costumbrista, folklorista, paisajista y centrada en tipos pintorescos. Acompañando a los intensos procesos de urbanización y de industrializacion, que entonces se dieron en nuestra América, y en cuyo diseño y ejecución empeñaron sus mejores capacidades ingenieros, arquitectos, y urbanistas, aparece la forma novela como expresión ella misma y refiguración artística de la moderna vida urbana. Había, pues, sin que nadie se lo hubiese propuesto, una cierta comunidad de inquietudes y perspectivas entre creadores literarios, por un lado, e ingenieros, arquitectos y urbanistas, por otro. Todos ellos, desde sus respectivos ejercicios profesionales y desde alternativas ideológicas que podían ser hasta contrapuestas, habían sido ganados por el “proyecto de la modernidad” y estaban empeñados en llevarlo a cabo, acondicionando unos el territorio y racionalizando las estrategias y los procesos de producción y de intercambio, y otros construyendo mundos simbólicos, desarrollando juegos de lenguaje y refigurando creativamente los dolores de parto y el alumbramiento de la moderna sociedad urbana en el mundo latinoamericano.
No estoy diciendo, por cierto, que la novela sea el “reflejo” de la vida urbana. Lo que sostengo es que la novela es un componente esencial de la vida urbana, al igual que la ciudad como espacio de convivencia de diversidades y forma de ocupación del territorio, la industrialización como manera de producir bienes y servicios, el libre mercado como espacio privilegiado de intercambio y distribución, la democracia representativa como forma de gestión macrosocial y tratamiento racional de las diferencias, la escuela como sistema para la producción y difusión de conocimientos, construcción de ciudadanía y formación de expertos, los mass media como instrumentos de comunicación, información y expresión, los partidos políticos como sistemas de convergencia de ideales y de participación en el poder, y las agrupaciones empresariales y sindicales para la representación de intereses. Todos estos elementos constituyen la vida urbana y contribuyen, cada uno a su manera, a construir la modernidad.
En la tarea, compartida por ingenieros, arquitectos, urbanistas y literatos, de construir urbanidad y modernidad, la novela desempeña una función de primera importancia. Primero y principalmente, hace que el lenguaje urbano moderno, el lenguaje de nuestra vida cotidiana, adquiera status artístico. Y cuando hablo de lenguaje no me refiero sólo a las palabras, nuestras palabras, que pueblan la narrativa; me refiero también a la pragmática y los juegos de lenguaje a través de los cuales construimos simbólicamente la realidad, tomamos conciencia de ella, trascendemos el mundo de lo dado y comunicamos nuestros sentimientos, esperanzas, frustraciones, angustias y quereres. Es el lenguaje que hablamos y por el que somos hablados. Si con los urbanistas, arquitectos e ingenieros la ciudad tiene quien la construya, con los novelistas la ciudad en América Latina tiene, finalmente, quien la escriba.
Pero, además de lenguaje urbano, la novela es exploración y refiguración simbólica de los diversos modos de vida que pueblan la ciudad moderna. Modos de vida que se caracterizan por haber pasado o estar pasando de un mundo esencialmente prescriptivo, de normas preestablecidas y tipos humanos diseñados por las tradiciones, a otro preferentemente electivo, en el que los individuos tienen que elegirse a sí mismos, negociar dialógicamente su propia identidad y moverse con destreza en la enorme variedad de oportunidades y amenazas de la vida urbana. Este es el hombre problemático, el tipo humano característico de la novela, un hombre sin diseño previo, con conciencia de su propia contingencia y a cuyos pies nacen mil caminos, el hombre abierto y libre que refigura y conforma la novela.
Como los urbanistas pioneros que derrumbaron las murallas y rediseñaron el espacio para dar cabida a la ciudad moderna, o como los ingenieros que reestructuraron los procesos productivos para introducir racionalidad y eficiencia, los literatos se vieron también necesitados, en lo formal, de salirse de los moldes narrativos clásicos y de embarcarse en la experimentación de nuevas formas literarias. Y para hacerlo con acierto tuvieron que desplegar profesionalismo, coraje civil y una adhesión inquebrantable a la libertad individual.
Desde los años 60, la época para América Latina de gestación de la ciudad e introducción de la modernidad, ha corrido mucha agua bajos los puentes del mundo. La realidad, para expresarlo en términos nietzscheanos, se nos ha vuelto representación y fábula; el conocimiento es cada vez hermeneusis, interpretación; los grandes discursos están perdiendo sus seguridades y solideces; la ciudad se ha poblado de diversidades que pugnan por decir su palabra; las identidades locales y regionales llenan los espacios públicos y exigen nuevas tipos de ciudadanía; asoman formas trasnacionales de lealtad, solidaridad, convivencia, intercambio y organización racional del poder, por un lado, y de fundamentalismos, neomisionerismos, gendarmería y barbarie, por otro, que desconocen y trascienden los viejos moldes de los estados-nación y de sus organizaciones multinacionales y nos llevan cada vez más a todos a tener el mundo como marco obligado de referencia, incluso en nuestra vida cotidiana.
El tipo humano mejor equipado para hacer frente a este nuevo contexto es, sin duda, el hombre problemático de la ciudad, refigurado por la novela, un hombre que sabe de desarraigos, al que no le asusta la provisionalidad de lo dado, que construye y negocia su identidad en intercomunicación con los otros, asume la diversidad como oportunidad de enriquecimiento, gestiona racionalmente las diferencias, entiende como profesionalismo una renovación permanente de sus propias competencias, defiende con coraje civil sus nociones de vida buena, conserva lealtad a su comunidad electiva y hace de la libertad la piedra angular del desarrollo de la personalidad y de la construcción de una sociedad justa.
Después de este excursus literario, vuelvo al abigarramiento de formas en la vida urbana, pero mirado ahora no desde el individuo sino desde los colectivos humanos. La ciudad en general, y particulamente, la ciudad latinoamericana, es el locus por excelencia de la coexistencia de las diversidades. Lo advertimos no sólo en la variedad de formas constructivas, urbanísticas y arquitectónicas que pueblan nuestras ciudades y que responden a perspectivas muy disímiles de poblamiento y apropiación del territorio, sino en la riqueza y heterogeneidad de sistemas simbólicos, juegos de lenguajes, nociones de vida buena, costumbres y usos cotidianos, estrategias de sobrevivencia, ideas regulativas, sistemas de organización social, oferta formativa, vinculaciones, lealtades, identidades, etc. En este mundo abigarrado de formas no es fácil saber a qué atenerse. La identidad, por ejemplo, no es algo que al poblador urbano le venga dado de antemano. Necesita negociarla, a veces en diálogo y a veces en competencia con otros. El peligro de perderse en la multiplicidad está siempre al acecho. Y no es tampoco fácil conducir cuerdamente los destinos de la ciudad. Primero , porque esos destinos no preexisten a la decisión de las personas; hay que construirlos en diálogo y argumentando racionalmente las propias nociones de ciudad buena. Segundo, porque gestionar la ciudad es esencialmente administrar diferencias, articular diversidades sin excluirlas ni marginarlas, propiciar escenarios en los que podamos todos vivir juntos siendo diferentes. Tercero, porque se requiere que los conductores faciliten y promuevan una pedagogía del reconocimiento de las diversidades. Y cuarto, porque exige que los pobladores urbanos se apropien de los principios básicos de la urbanidad. En resumen, la conducción de nuestras ciudades consiste esencialmente en la gestión racional de las diversidades.
La consideración de la ciudad como encuentro de diversidades y de la gestión urbana como administración racional de las diferencias lleva necesariamente a un replanteamiento de la problemática del desborde, tan traída y llevada por urbanistas, sociólogos y economistas urbanos. Más que como un problema de los pobladores, el desborde habría que aprender a leerlo como una incapacidad de las formas urbanas tradicionales para conformar la diversidad de la vida urbana. Nuevamente estamos ante la problemática relación entre la vida y las formas en la ciudad. No hay duda de que las formas son imprescindibles para convivir racionalmente y saber a qué atenerlos en todos los dominios de la vida. Pero cuando ellas no son capaces de dar forma y sentido a la vida, o cuando lo hacen desconociendo las diferencias y homogeneizando las diversidades, es evidente que estamos ante un problema para cuya solución racional se requiere del concurso tanto de la vida como de las formas.
Diré, para terminar, que si bien la ciudad moderna, especialmente la latinomericana, es la tierra más propicia para los desencuentros entre la vida y las formas, y para la coexistencia, frecuentemente conflictiva, de formas heterogéneas, también es la ciudad moderna el mejor laboratorio no sólo para ensayar espacios de encuentro entre la vida y las formas, sino para descubrir y desarrollar las potencialidades de convergencia de las formas, aprender a tratar cuerdamente las diversidades, asumir positivamente los desbordes, y preparar al hombre problemático para vivir en la aldea global que se avecina. En el ocaso de la vida urbana, en la decadencia de la urbanidad, en el desborde de las dimensiones institucionales de la civilidad, se anuncia, pues, una nueva primavera: el orto de formas más adecuadas y versátiles para conformar la enorme riqueza de la vida contemporánea.
Dependerá en gran medida de nosotros, los pobladores urbanos, y especialmente de ustedes, los urbanistas, convertir la decadencia en emergencia, la irracionalidad en expresiones inexploradas de racionalidades alternativas, en fin, el desborde en semillero de nuevas formas de vida capaces de proveer de forma y de sentido a las expectativas, quereres, temores y alegrías del poblador urbano contemporáneo.
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