(Carta a Alfredo Barnechea)
Inédito no publicado por Caretas, sept.2011
Estimado Alfredo:
Con la lucidez que muchos te reconocemos, en tu artículo “El mito de la interculturalidad” (Caretas, set. 1), trazas un dibujo de la “sociedad líquida” en la que vivimos con el que, si excluyo algunas expresiones, coincido en gran medida. ¿Quién puede disentir del mensaje principal de que los conflictos sociales se deben a la existencia de problemas políticos y económicos no resueltos? Pero el asunto de la interculturalidad, que te sirve casi de pretexto para hilar tu reflexión, tiene mayor enjundia que la que supones en tu nota.
Ya el término “mito”, que incluyes en el título, transmite una voluntad de descarte de la interculturalidad como vía razonable para pensar en serio los problemas estructurales y buscarles soluciones viables. No entro en el tema del mito porque quiero centrarme en la interculturalidad, pero no puedo dejar de anotar que también nosotros, los “modernos”, nos hemos valido de la potencialidad movilizadora de los mitos para comprometernos con proyectos que exploraban dimensiones nuevas de la posibilidad humana y la convivencia social. Como bien dices, recordando a Bauman, las sociedades se nos han vuelto “líquidas, y ello se pone de manifiesto precisamente en el descrédito en el que han caído los mitos movilizadores y sus narrativas en la modernidad tardía. Aunque tampoco esto es tan simple, porque la licuefacción social es el reverso de la solidificación de otros ámbitos del poder.
Pero vayamos a la interculturalidad. Coincido contigo en que hay “culturalistas” que, fieles aún a viejos reduccionismos explicativos, ven en la interculturalidad el remedio para todos nuestros males. Pero recuerda también que no faltan reduccionistas que buscan las causas y los remedios de nuestros desequilibrios exclusivamente en el mundo de la economía o de la política.
Como bien sugieres, lo que realmente está en juego en los conflictos sociales es un asunto de poder. Pero el poder –y tú lo sabes de sobra- tiene varias dimensiones, entre las cuales hay una relación de co-pertenencia. Si bien las dimensiones económicas y políticas del poder son medulares, no lo es menos la dimensión simbólica o, si prefieres, cultural. Porque es precisamente el mundo simbólico -con sus expresiones artísticas, ideológicas, éticas, religiosas, epistémicas, historiográficas, etc.- el que provee de sentido y legitimidad al ejercicio del poder político y económico. Entre estas tres formas del poder se tejen intrincadas relaciones que no son fáciles de desmadejar. Y ciertamente en los conflictos sociales a los que aludes en tu artículo están presentes las tres dimensiones.
Sabemos bien que el poder colonizador recurrió a la Inquisición, a la extirpación de idolatrías y a otras formas de violencia simbólica y de construcción de subjetividad para hacer viable la colonización. El proyecto criollo de emancipación, en su mejor versión, echó mano de los instrumentos del liberalismo republicano (dignidad de las personas, participación ciudadana, educación homogeneizadora, etc.) para intentar construir, con los avatares que conocemos, una sociedad de individuos con obligaciones y derechos idealmente iguales.
La interculturalidad es, en primer lugar, una convocatoria a todos a tomar conciencia de que tanto el proyecto colonizador como el republicano de ayer y de hoy están montados sobre una violencia cultural y simbólica que, por cierto, acompaña y facilita la violencia económica y política que ejercemos sobre las poblaciones originarias y afrodescendientes. De hecho, la inclusión en la sociedad a la que llamamos moderna pasa por una neutralización de las pertenencias culturales de los incluidos. La ganancia con la inclusión exige la pérdida de componentes tan importantes para la realización personal y colectiva como la lengua, las creencias, las nociones de vida buena, las vinculaciones sociales, la relación con el territorio, etc. Dudo de que estas pérdidas puedan ser compensadas con “cheques netos” a favor de los perdedores. La “consulta previa”, a la que ahora estamos obligados por ley, no se agota en un regateo de compensaciones. La filosofía que anima a esa consulta es la del reconocimiento de la dignidad del “otro” y de la valía de su cultura. El reconocimiento del derecho del “otro” a participar, como colectivo social, en la construcción de consensos es una de las manifestaciones, aunque no la única posible, de esa filosofía.
La interculturalidad, por otra parte, es mucho más que un expediente para la identificación y la resolución de conflictos. La perspectiva intercultural propone al Estado y, en general, al poder la reconciliación con la diversidad cultural, lingüística y de formas que vida que enriquece a la sociedad peruana. Acostumbrados a mirar la diversidad como desventaja, venimos esforzándonos desde antiguo en la construcción de homogeneidad. Por eso no es raro que veamos la ciudad como un vehículo “de unificación cultural”, cuando, en realidad, en sociedades multiculturales como la nuestra, la ciudad es también y principalmente un espacio de encuentro de diversidades.
Finalmente, pero no en último lugar, la perspectiva intercultural apunta a la construcción de una convivencia digna, enriquecedora y hasta gozosa de las diversidades que nos constituyen como comunidad histórica. Y en ese proceso, la equidad es a lo económico y la participación es a lo político como la interculturalidad es al mundo simbólico. Sin estos tres componentes caminando de la mano es difícil pensar en una gestión de los conflictos que no solo apague fuegos, sino que contribuya a reestructurar los términos de la convivencia.
José Ignacio López Soria
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