José Ignacio López Soria
Publicado en: La República, Lima, 3 abr. 2012, p. 5, como comentario al artículo de Nelson Manrique, “Ciencia y fe”, en: http://www.larepublica.pe/columnistas/en-construccion/ciencia-y-fe-27-03-2012
Extraída del recetario del pensamiento moderno, Nelson Manrique ofrece en “Ciencia y fe” (La República, 27/03) una lección de la historia de la relación entre teología, filosofía y ciencia, y entre Iglesia y Estado. La conclusión a la que llega no podía ser otra: a la universidad le toca el ejercicio libre de la razón (filosofía y ciencia) y a los seminarios la exploración teológica.
Muchos coincidimos con la defensa que hace la Universidad Católica de su perfil institucional y su autonomía y, ciertamente, con la idea de que el ejercicio libre y crítico de la razón es esencial en el quehacer universitario. Pero esa defensa no puede llevar a vulgarizar el debate intelectual recurriendo al “catecismo” moderno para descalificar las pretensiones del cardenal y la curia romana. Proceder así es dar armas al “enemigo” y liberar a la universidad de un poder para dejarla presa de otro.
Se dan armas al “enemigo” porque uno de los argumentos del cardenal es que la PUCP ha abandonado su tradición católica por seguir los dictados del modernismo. Sin quererlo, mi amigo Nelson, desde la lógica del racionalismo moderno, fortalece la posición del cardenal porque su narración desemboca en el arrinconamiento de lo sagrado y la descalificación de la creencia religiosa como algo propio del mundo premoderno. Esta visión unilineal de la historia reduce la realidad a dos dimensiones, lo natural y lo humano, dejando lo sagrado en el rincón de los recuerdos. Y, además, empobrece las dimensiones de lo humano, privilegiando la razón a costa de los sentimientos, la imaginación y las creencias.
Por otra parte, la historia narrada por Nelson está orientada a fundamentar la autonomía del quehacer universitario con respecto a los mandatos del poder eclesial. En este caso, el fin que se busca, defender la autonomía, termina conformando (dando forma y contenido) a la narración histórica. Esta manera de narrar la historia es hija predilecta de la racionalidad teleológica a la que nos tiene acostumbrados el pensamiento occidental. Y, así, la narración que Manrique nos presenta queda presa del poder simbólico y epistémico de la racionalidad moderna. Se pasa, por tanto, del poder omnímodo ejercido por los teólogos y la jerarquía eclesiástica al dominio absoluto de la ciencia moderna y sus cultores.
Un par de anotaciones, para terminar. La primera y principal es que lo humano, lo natural y lo sagrado son dimensiones de la realidad y, por tanto, la universidad no puede ser ajena a ninguna de ellas. No son pocas las universidades que cultivan la teología y que lo hacen explorando lo sagrado con rigurosidad teórica y espíritu crítico. Una aproximación a las reflexiones de Rahner, Küng o nuestro Gustavo Gutiérrez o a las prácticas de la Universidad Ruiz de Montoya bastan para advertir que el saber de lo sagrado y la religiosidad pueden habitar, con derecho pleno, los predios universitarios y dialogar con los otros saberes. El problema no está en los saberes y prácticas religiosas sino en los dogmatismos que a veces los acompañan. Y el dogmatismo puede darse, y se da, tanto en la teología como en la filosofía y en la ciencia.
Segunda anotación. Lo que no puede ocurrir es que la universidad renuncie a la autonomía: la libertad para teorizar y ejercer la crítica en contextos libres de violencia y no atravesados por los poderes establecidos. Pero la violencia puede venir no solo de una corporación externa (estados, iglesias, partidos políticos, gremios empresariales, patronatos, etc.), sino de los poderes internos, y, más sutilmente, de las racionalidades dominantes. Para ser consecuentes con el principio de la autonomía, los universitarios peruanos debemos admitir que la rendición de cuentas a la sociedad es la otra cara de la libertad que, con razón, exigimos, y, segundo, reconocer que somos adictos a una racionalidad, la de la modernidad occidental, y descuidamos, si no subestimamos, la enorme riqueza de racionalidades que nos constituyen como comunidad histórica.
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