José Ignacio López Soria
El presente texto, con ligeras modificaciones, fue presentado en el foro “Cultura, desarrollo y gobierno de la ciudad” (26 de agosto de 2010), organizado por la Universidad Científica del Sur, con el apoyo del Centro de Altos Estudios Universitarios (CAEU) de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI). Publicado en: Construyendo Nuestra Interculturalidad. Revista cultural electrónica. Año 7, Nº 6/7, nov. 2011. Lima-Perú. http://www.interculturalidad.org/
En escritos anteriores me he referido a la ciudad como agenciadora de historia y como locus por excelencia de la coexistencia de diversidades. Voy a tratar aquí de relacionar estas dos perspectivas, la primera temporal y la segunda espacial, para terminar reflexionando sobre la ciudad como espacio/tiempo intercultural, y el gobierno urbano como gestión de la convivencia de diversidades. Pero antes tengo que decir algo sobre la modernidad porque con ella la ciudad se convierte en el modo privilegiado del habitar.
Si algo caracteriza al proyecto moderno es su afán de racionalización tanto de las esferas de la cultura (los mundos del conocimiento, de las normas y de la representación simbólica y del lenguaje) como de los subsistemas sociales (los dominios de la producción, el intercambio, el aprendizaje, la seguridad, la gestión de la convivencia, etc.) y de la vida cotidiana (la subjetividad, la identidad). La racionalidad, en perspectiva moderna, lleva implícita una homogeneización del espacio y el tiempo, homogeneización que se hace recurriendo a la abstracción, es decir despojando tanto a los lugares como a las sucesiones de sus particularidades para reducirlos a los conceptos abstractos de espacio y de tiempo. Gracias a esta abstracción, la modernidad puede apropiarse racionalmente del territorio, organizar las formas de poblamiento, gestionar la convivencia humana, sistematizar la producción y el intercambio, institucionalizar los modos de aprendizaje, construir subjetividades, atribuir identidades, encauzar las expectativas y hasta disponer del pasado y proyectar el futuro. Para afrontar esta compleja tarea con garantías de éxito, la modernidad se provee de un discurso metanarrativo o englobante, el discurso de la modernidad, que se presenta como dotado de validez universal.
Para aclarar esta idea e ir ya entrando al tema que me interesa proponer aquí, pondré un ejemplo. El concepto de “ciudadano” se refería originalmente al habitante de la ciudad y se distinguía del concepto de “lugareño”, que se atribuía los pobladores del mundo rural. La ciudad es ya un espacio y no un lugar, y en ese espacio el tiempo se entiende como una sucesión homogénea, predecible y racionalmente medible de momentos y no como una sucesión de acontecimientos naturales. Y es en el ámbito de la ciudad en donde surge el concepto de “ciudadanía”, referido ya no solo al hecho de habitar en la ciudad sino al derecho de los habitantes urbanos a participar por igual en la toma de las decisiones que tienen que ver con la organización y gestión de la convivencia.
La extensión de este derecho a los habitantes de otros lugares pasa necesariamente por la “ciudadanización”, es decir por la apropiación de las competencias del habitante de la ciudad por parte de los pobladores rurales, como, por ejemplo: saber leer y escribir, tener una cédula de identidad expedida por el Estado, tener debidamente registradas las propiedades en los “registros públicos”, etc. Para acceder a la ciudadanización, el poblador no urbano –por lo general, en nuestro caso, perteneciente a otra cultura- tiene que dejar en el camino sus pertenencias culturales (su lengua ante todo, y con ella sus costumbres, valores, creencias, expectativas, etc. ), porque, como la ciudad, la ciudadanía no puede gestionarse sino desde la homogeneización. El ejemplo más evidente de esta condición homogénea es la máxima “un ciudadano un voto”, que está en la base de la democracia representativa. Dicho de otra manera, “todas las personas somos iguales ante la ley”, lo que significa que la ley nos interpela en nuestra abstracta condición de ciudadanos.
No sé si ha quedado clara la idea, pero lo que quiero decir es que la homogeneización está en la base de la vida moderna y, consiguientemente, en la gestión de la convivencia tanto en el ámbito nacional como en el urbano. Esto significa que la modernidad nos provee de una serie de estrategias y herramientas para gerenciar las diferencias entre seres supuestamente homogéneos, pero, en el fondo, no sabe cómo gestionar la diversidad, especialmente la diversidad cultural.
Ocurre, sin embargo, que en los últimos tiempos, especialmente en países como el nuestro, compuestos de diversas lenguas y culturas, es decir, de maneras diversas de habitar y de hacer la experiencia del vivir, se ha producido lo que yo llamo la “liberación de las diferencias” o “toma de la palabra por las diversidades”. Y este fenómeno puebla ya no solo el campo sino incluso la ciudad. Hasta no hace mucho tiempo, el “otro” no era para “nosotros” un alter ego, otro “yo”, sino alguien “a” quien hablar o “de” quien hablar pero no alguien “con” quien hablar y, menos aún, “por” quien sentirnos hablados.
Explicaré un poco esta idea antes de referirme a la gestión de la convivencia de
diversidades. Considerar al otro como alguien “a” quien hablo o “de” quien hablo pero al que no permito hablar, es tanto como reducirlo a la condición de cosa, cosificarlo (“reificarlo”, decimos en filosofía, o “subalternizarlo” dicen hoy los antropólogos). Ejemplos característicos de esta condición eran los esclavos y los siervos, “a” quienes se hablaba para darles órdenes o “de” quienes se hablaba, pero no se les permitía hablar. Entender al otro como un alter ego equivale, en primer lugar, a considerarle igual a mí y, por tanto, dotado de los mismos derechos, deberes y competencias que yo, lo cual no es poco, pero no es todavía suficiente. Digo que no es suficiente porque esta consideración del otro como alter ego, por una parte, equivale a definirlo desde mí, es decir desde fuera de él mismo, sin esperar a que él mismo se presente, lo cual constituye una forma de violencia, y, por otra, la atribución al otro de mi propia “yoidad” apunta hacia la homogeneización, y ésta lleva, en el mejor de los casos, a la inclusión, es decir, a un conjunto de acciones para que el otro acceda a mi mundo, dando por supuesto que mi mundo es el único portador de la verdad, el bien y la belleza para todos. Es necesario trascender esta noción de alter ego para entender al otro como perteneciente a y portador de otra cultura y otro horizonte de sentido que tienen la misma dignidad que los míos. Esta posición última es la que me permite no sólo hablar “con” el otro sino sentirme hablado “por” él. Y en el sentirse hablado por el otro está la mayor fuente de enriquecimiento.
¿A qué convocan estas reflexiones con relación a la ciudad? Lo primero que hay que decir es que este pensamiento no le viene a la filosofía de sí misma sino de la realidad, aunque esa realidad no sea sino lenguaje. Lo que quiero decir es que lo propio de la filosofía es pensar, pero lo importante para ella es pensar lo que más merece ser pensado, aquello que nos convoca al pensamiento. Lo que convoca al pensamiento es lo que nos constituye como personas, y lo que nos constituye como personas es precisamente la convivencia mediada por el lenguaje.
A continuación hay que anotar que, hoy más que nunca, la convivencia está poblada, especialmente en las ciudades, por muchas voces que quieren decir su palabra. La ciudad se ha convertido en el locus privilegiado de la convivencia de diversidades y de juegos de lenguaje. Los diversos horizontes de significación y sus prácticas discursivas, portadores de diferentes nociones de vida buena y de una variada gama de expectativas, estaban antes afincados en lugares dispersos, pero se están encontrando hoy en el espacio urbano. Esta presencia, mirada desde los instrumentos tradicionales del urbanismo moderno, ha sido calificada de “desborde” y vista como un serio impedimento para la gestión racional y homogeneizante del poblamiento urbano. Sobre ella se han escrito miles de páginas en las que abundan términos como “barriadas”, “barrios marginales”, “barrios populares” y, últimamente, “conos”. Términos todos ellos que, de una u otra manera, remiten a la relación centro/fuera, que la modernidad heredara de la premoderna “villa” amurallada.
Wiley Ludeña, notable pensador de la ciudad, nos ha hecho caer en la cuenta de que, en el caso de Lima, para continuar con el urbanismo a la moderna, el centro fue, en primer lugar, descentrado, trasladado a lo que antes era “periferia”, San Isidro y Miraflores, y, luego, sustituido por varios centros ubicados en los distritos. De Lima puede decirse hoy que es una ciudad “policéntrica”, constituida por varios centros que, por lo general, no se hablan entre sí.
En la continuación de esta tradición de “no hablarse entre sí” de los componentes de la sociedad peruana, manifiesta hoy claramente en las ciudades, está para nosotros, creo yo, el problema de mayor trascendencia histórico-filosófica. Porque esta tradición es heredera, para decirlo en términos acuñados por Aníbal Quijano, de la colonialidad del poder y del saber, que va de la mano con la “racialización” de las relaciones sociales y la construcción de subjetividades e identidades subalternizadas. Por el camino de no hablarnos entre nosotros no llegaremos nunca a pensarnos como una comunidad histórica, ni conseguiremos que la ciudad sea albergue enriquecedor de diversidades.
Mientras los pobladores, los urbanistas, los constructores y los que conducen la ciudad persistamos en “ghetizar” la ciudad, en hacer de ella un conjunto desarticulado de ghetos, mientras sigamos pensando la ciudad en término de dentro y de fuera, no podremos “encasar”, convertir en albergue, el espacio urbano y seguiremos transitando por él sin habitarlo, como quien se encuentra desguarnecido en mundo que le es “ancho y ajeno”.
Porque el concepto habitar, aunque ya lo hayamos olvidado, remite a cultivar, a cuidar con esmero, a sentirse poseedor del espacio urbano pero también poseído por el lugar habitado. Apunto a algo que no puedo desarrollar ahora, pero quiero dejar anotado. El hombre no es otra cosa que ser-en-el-mundo, y ser-en-el-mundo equivale a habitar. Es decir, en el modo de habitar nos jugamos nuestra esencia como seres humanos. No es que, por una parte, seamos y, por otra, habitemos el mundo; nuestro ser no tiene otra esencia que habitar el mundo. De ahí la enorme importancia de pensar el habitar, porque al pensarlo nos estamos pensando a nosotros mismos.
Las reflexiones anteriores son solo sugerencias para pensar la ciudad como un dentro sin fuera, como albergue, como un conjunto de lugares “encasados” que nos convoca a realizar en plenitud la posibilidad humana. En el contexto urbano actual, atravesado de diversidades y poblado de muy diferentes voces, la realización de la posibilidad humana pasa por la consideración de la diversidad como una ventaja, una oportunidad para hablar con el otro y sentirse hablado por él, para aprender a vivir juntos siendo diferentes, viendo la diferencia como una fuente de gozo y de dinamismo individual y social.
Yo sé que esto no es fácil porque, aun cuando lo quisiéramos, no disponemos de herramientas conceptuales y metódicas para gestionar acordadamente el habitamiento digno y gozoso de las diversidades. Herederos como somos de una tradición, al mismo
tiempo, marginalizante y homogeneizadora, nos sabemos diestros en marginar y homogeneizar, pero nos sentimos desamparados cuando nos vemos ante la urgencia de gerenciar el encuentro digno entre lo diverso. Quienes pensamos estos temas recurrimos a un concepto, el de interculturalidad, que remite ya no sólo a la tolerancia de la diferencia sino a la consideración del otro y sus pertenencias culturales como una fuente de gozo. No podemos ir mucho más allá, pero sí somos conscientes de que la apuesta por la interculturalidad como principio para gestionar la convivencia nos obliga a un debilitamiento de nuestras seguridades, a una provincialización de nuestros saberes y creencias, a una renuncia al universalismo al que nuestra propia tradición nos tiene acostumbrados, porque estamos convencidos de que solo desde estas actitudes es posible prestar oído atento a la voz del otro.
La ciudad es ya, de hecho, un espacio intercultural. Falta que lo sea de derecho. En gestionar la convivencia urbana de tal manera que el hecho sea reconocido y promovido como derecho está, digo yo, el reto principal que tenemos todos, pero especialmente quienes aspiran a conducir los destinos de la ciudad.
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