José Ignacio López Soria
La República. Lima, 17 oct. 2006, p. 14.
Está en debate, como sabemos, la posibilidad de legalizar la pena de muerte o la castración para prevenir o castigar la violación sexual, con asesinato, de niños. Prescindiendo del (ab)uso político y mediático que pueda hacerse de asunto tan trascendental, en el mencionado debate las posiciones a favor o en contra giran alrededor de cuatro tipos de argumentación: la eficacia o ineficacia para prevenir esos delitos, las consecuencias internacionales que se derivarían de la aprobación legal de esas formas de represión, la compatibilidad o incompatibilidad con la legislación vigente y la concordancia o inconcordancia con doctrinas religiosas. Sólo algunos articulistas, como recientemente el jesuita educador Ricardo Morales Basadre, se atreven a pensar el problema a partir del análisis de la sociedad en la que vivimos, con los ojos puestos en la comunidad que podríamos y deberíamos construir. Se echa de menos la participación en el debate de parte de médicos, siquiatras y sicólogos para ilustrar sobre los efectos físicos y psíquicos de las castraciones.
Desde la perspectiva de una ética racional, tanto la pena de muerte como la castración (física o química) son éticamente inadmisibles por razones que tienen que ver con la dignidad y los derechos de la persona y con la racionalidad de la convivencia humana. Por tanto, esos usos de la violencia son irracionales e inmorales, aunque fueran eficaces para prevenir el delito, inocuos con respecto a las relaciones internacionales, compatibles con la legislación vigente, concordantes con determinadas interpretaciones de las creencias y hasta exigibles por una opinión pública manipulada.
No voy a argumentar mi posición desde el recurso a la dignidad y los derechos de la persona porque es evidente por sí mismo para quien no se deja conducir por intereses mezquinos, creencias (o interpretaciones de ellas) aberrantes, sentimientos vengativos o exaltación de la irracionalidad.
Una sociedad (moderna) es racional cuando, respetando y promoviendo la dignidad y los derechos de la persona, se rige por normas que son elaboradas en contextos libres de violencia. Estas normas se convierten en obligaciones para los miembros de la comunidad y, legítimamente, a la comunidad le asiste el derecho de crear instituciones encargadas de prevenir y castigar racionalmente el quebrantamiento de las normas sociales.
Pero si la sociedad quiere seguir siendo dignamente vivible, los medios que debe utilizar para prevenir y castigar el delito tienen que ser racionales, que, por cierto, pueden ser tan severos como la cadena perpetua. Éticamente no es lícito reprimir con medios irracionales ningún tipo de violencia, por más repudiable que ésta pueda ser, como la de los terroristas de ayer o la de los violadores y asesinos de niños de hoy. La obligación de abstenernos de usar medios irracionales para prevenir y castigar los delitos es parte del costo que, aunque sea impopular y caro emocional y económicamente, es necesario pagar para vivir en sociedades dignas. La vida en sociedades dignas nos reporta muchas ventajas, pero también algunos costos como tener que utilizar la legalidad contra quienes echan mano de otro tipo de armas o respetar los derechos humanos de aquellos que los violan o levantar cárceles y sostener por años o por toda la vida a quienes delinquen.
No deja de ser moral y socialmente preocupante que líderes de opinión, políticos, gobernantes, legisladores y hasta un obispo pretendan “legalizar” el uso irracional de la violencia para prevenir y castigar la violación con asesinato de niños. Cabe preguntarse qué tipo de sociedad estamos construyendo. ¿Queremos, acaso, una sociedad en la que la irracionalidad no sólo sea patrimonio de individuos perversos y producto de condiciones sociales poco favorables para una vida digna, sino que, además, quede instalada en el cuerpo normativo que rige nuestra convivencia?
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