José Ignacio López Soria
Publicado en: La República. Lima, 31 dic. 2004, p. 16.
El ministro de justicia en Francia y el obispo Bambarén en el Perú han puesto en la agenda pública el tema de la castración química contra los violadores sexuales. El debate promete ser acalorado tanto en el verano peruano como en el invierno europeo..
Nótese que mientras que en Francia la propuesta surge de un sector del Estado laico, en el Perú, una vez más, es la Iglesia la que pretende sugerir o dictar las normas de la convivencia. Esta diferencia en el punto de partida no sólo dice mucho de las respectivas sociedades –laica la una y eclesiastizada la otra- sino que, además, condiciona de alguna manera las posiciones en el debate.
Por mi parte, voy a abordar el tema desde una perspectiva ética. La castración, sea física o química, es parte de una tradición de mutilación del cuerpo que es tan antigua como la humanidad. Hasta hoy hay pueblos que cortan las manos a los ladrones o practican la ablación del clítoris a las niñas. Quiérase o no, quienes hoy proponen métodos químicos para eliminar la potencialidad sexual de los violadores se inscriben en esta misma tradición represiva, aunque crean que la química los diferencia de la barbarie de la mutilación física. Por este camino, que hereda no poco del tradicional menosprecio del cuerpo, se llega fácilmente a justificar la intervención en la parte corporal que sea necesaria para reprimir la perversidad, la crueldad, la avaricia, etc. y, finalmente, a la manipulación genética para producir seres humanos hechos a la medida del poder.
Entendida como castigo al violador o como mecanismo de autodefensa de la sociedad ante el delincuente, la castración se contradice con la ética porque atenta contra la integridad corporal y la dignidad humana, principios éticos que regulan la convivencia racional y que recogen las constituciones y las leyes. Los derechos que se derivan de estos principios son válidos, aunque nos duela, incluso para quienes los conculcan y abusan de ellos.
Otra es, sin embargo, la situación ética cuando lo que está en juego no es sostener la sociedad carcelaria del “vigilar y castigar” (Foucault) sino curar enfermedades u ordenar comportamientos para facilitar la convivencia social. En este caso, es fundamental la decisión del individuo que se somete, consciente y voluntariamente, a un proceso de curación de un mal o de regulación de potencialidades que le impiden convivir racionalmente con otros seres humanos.
Una adecuada apropiación de los principios éticos que rigen en una sociedad suele ser suficiente para que los individuos nos comportemos “correctamente”, es decir conforme a lo razonablemente esperado. Cuando esa apropiación –por razones fisiológicas, psicológicas, sociológicas, etc.- no se produce, la sociedad tiene, en primer lugar, la obligación de revisar sus códigos y sus prácticas, para corregir lo corregible, y de proveer a las individuos de los medios para que se apropien de esos principios; pero tiene también, en segundo lugar, el derecho a protegerse impidiendo los comportamientos incorrectos a través de procedimientos no reñidos con la ética.
Estos procedimientos cambian con el tiempo, en función, entre otras cosas, de los medios disponibles y racionalmente aceptables para proteger a la sociedad de quienes delinquen. Éticamente, por tanto, no está excluida la posibilidad de recurrir a medios químicos para proteger a la sociedad, con tal de que esos medios, primero, no atenten contra la integridad y la dignidad de las personas; segundo, sean aplicados con la aceptación consciente del “paciente”; y tercero, no produzcan más efecto que el necesario para curar la enfermedad o regular el comportamiento hasta el nivel considerado “normal”.
Vista, pues, como castigo al delincuente y como procedimiento para anular totalmente su capacidad sexual, la castración química es, como la mutilación física, éticamente inamisible. Sin embargo, no repugna a la ética que la sociedad, con las debidas cautelas y bajo el control de los expertos en curar (que no son ni curas ni jueces) pueda poner a disposición de quienes lo necesiten medios, incluso químicos, para regular su propio comportamiento y sus inclinaciones antisociales.
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