Publicado como "Incluimos carta de San Antonio" en: La República, Lima, 29/8/2011, p. 6, columna Observador. Mirko Lauer .
Amigo Mirko:
En tu nota “Todo incluido” (La República, sábado 25.08) afirmas que el término “inclusión” terminará significando “lo que la práctica concreta le dicte”. Es cierto que la práctica del lenguaje provee de sentido a los términos, pero es también cierto que las palabras construyen realidad y orientan la acción humana.
El término “inclusión” llega a la esfera política principalmente por dos vías: la práctica de las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), dedicadas a hacer lo que el Estado debería hacer y no hace; y las demandas de participación en los beneficios de la acción estatal por parte de los sectores sociales “excluidos”. Ya esta procedencia enmarca el concepto y la práctica de la inclusión en el ámbito del Estado, por eso no es raro que se entienda este término como un procedimiento y un pedido de “más Estado” (escuelas, servicios de salud pública, etc.). Pero ni el término ni su práctica cotidiana apuntan a la construcción de otro modelo de Estado. Es más, no es infrecuente que la inclusión sea entendida como una condición necesaria para la sostenibilidad del tipo de Estado y de sociedad que tenemos.
Y esto no es raro, porque el concepto “inclusión”, si atendemos a su etimología, es una camisa de fuerza para la acción social y política. El término castellano “incluir” viene del latín includere, que significa encerrar y se usaba para referirse, por ejemplo, a encarcelar a alguien, insertar una frase de una persona en el discurso de otra, ahogar la voz del otro e incluso cortarle la respiración. Fiel a ese origen, el castellano entiende por incluir “Poner una cosa dentro de otra o dentro de sus límites”, lo cual implica que lo puesto (cosa, palabra o persona) es sacado del mundo que le es propio para ser incorporado a un mundo que le es ajeno. En toda acción de inclusión hay, pues, un componente de violencia física o simbólica, aunque se venda como una manera de mitigar los conflictos sociales.
Llevada a la práctica social y política, la inclusión equivale a traer al otro a mi propio mundo. Y esta supuesta ganancia no ocurre sin pérdida para el incluido, porque en el proceso de inclusión “el otro” se ve obligado a dejar en el camino sus propias pertenencias (culturales, territoriales, lingüísticas, etc.) y hasta su propia subjetividad.
¿Nos cruzamos, entonces, de brazos a la espera de que la acción del Estado y el “chorreo” económico lleguen espontáneamente a todos? Evidentemente que no, pero no creo que la inclusión sea, en nuestro caso, el mejor camino hacia una gestión verdaderamente justa de la convivencia.
José Ignacio López Soria
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