José Ignacio López Soria
Texto inédito.
Los envites, propuestas y provocaciones de Lyotard[1] son frecuentemente, y no sin razón, asociados al talante postmoderno de su pensamiento[2]. Es más, no son pocos los que consideran la publicación de La condition postmoderne en 1979 como el tañido de campanas que convocó al debate modernidad/postmodernidad. De hecho, dos participantes de primer nivel en este debate, Habermas y Vattimo, se sienten convocados por las provocaciones de Lyotard y dicen pronto su palabra, el primero en El discurso filosófico de la modernidad, y el segundo en El fin de la modernidad, publicados ambos en 1985.
Antes de analizar el contenido de ese talante postmoderno, veamos, aunque sea someramente, cómo se fue gestando a lo largo de los años.
El camino desde Marx a las perspectivas postmodernas que recorre Lyotard conoce, como ha indicado Jacobo Muñoz[3], tres momentos: i) la participación en el grupo de Socialisme ou barbarie, ii) mayo del 68, y iii) el procesamiento del cumplimiento o fracaso de las promesas de mayo del 68.
Socialismo o barbarie
El nombre de Jean-François Lyotard comienza a aparecer en los círculos intelectuales parisinos en los años 50, ligado al círculo de Cornelius Castoriadis que publicaba Socialisme ou barbarie y Pouvoir ouvrier. El grupo estaba afiliado a la 4ª Internacional y, como es de esperar, centraba sus tiros en la crítica del estalinismo calificándolo de dominio de la burocracia, capitalismo de estado y contrarrevolucionario. En estas apreciaciones, el grupo de la revista Socialisme ou barbarie no pasaba de coincidir con la mayor parte de los izquierdistas heterodoxos de la época. Su propuesta quedaba claramente expresada en el título mismo de su revista: no había sino dos alternativas, sin posibilidad alguna de posición intermedia, o socialismo o barbarie.
De la crítica a la ortodoxia estalinista y a las rigideces del partido bolchevique, los del grupo de Socialisme ou barbarie, fueron derivando a la crítica de otras corrientes del socialismo. De aquí a la revisión total tanto de las prácticas de los partidos obreros como de las teorías marxistas no había sino un paso que dieron pronto Castoriadis y su grupo. Frente a la ortodoxia, el burocratismo y el dirigismo ponían ellos el espontaneísmo, la democracia directa y un toque de catastrofismo apocalíptico, sin renunciar, no obstante, a organizar racionalmente la vida humana a través de una gestión adecuada de la economía y el estado.
En este marco no es raro que preocupen al grupo temas como los siguientes: la relación entre la clases y sus organizaciones, el trabajo humano y su reapropiación por los trabajadores, el rechazo de todo tipo de reformismo, la crítica al modelo soviético, la democracia directa de los trabajadores, el carácter radicalmente discontinuo del socialismo con respecto al capitalismo, la burocratización como característica de la vida moderna, y la alienación de la vida en las sociedades modernas. Como puede advertirse, las preocupaciones del grupo iban mucho más allá de la mera crítica del "socialismo realmente existente". Ya entonces asoma en algunos miembros del grupo, ciertamente en Lyotard, la tendencia a trascender el debate socialismo burocrático / socialismo democrático para aventurarse en una reflexión sobre la modernidad en su conjunto.
Esta aventura teórico/práctica lleva a Lyotard, aunque no sólo a él, a ir abandonando el marxismo como marco de referencia teórica y a analizar el presente desde nuevas perspectivas teórico-metódicas.
Mayo de 1968
El movimiento de mayo de 1968 -última ola revolucionaria europea del siglo XX- se gesta en este ambiente de descrédito tanto del marxismo ortodoxo como de las corrientes supuestamente heterodoxas pero igualmente rígidas y excesivamente institucionalizadas.
Lyotard, con perfil propio en la ola revolucionaria de esos días, presenta un programa contra el saber dominante y sus formas, la universidad burocrática, la relación dirigentes/dirigidos, la representación indirecta, el enfrentamiento del estado a la sociedad, el divorcio entre los partidos y las masas, la burocratización, la organización carcelaria del trabajo, la miseria de las formas de la vida cotidiana, es decir contra el edificio entero de la explotación, la alienación y la opresión. Pasa , por tanto, de la crítica de la economía, que centra la mirada en la contradicción capital/trabajo, a crítica del sistema total. Lyotard percibe mayo del 68 no como una simple crisis sino como el inicio de un nuevo período histórico. El movimiento ha puesto en cuestión no sólo el régimen político sino el sistema social, la completa organización de la vida, y todos los valores de las sociedades modernas, sean del Este o del Oeste
El objetivo que Lyotard se proponía al participar en los avatares de mayo del 68 era cambiar la vida. Ya entonces buscaba la aproximación a una utopía radical que bien podría caracterizarse como exaltación de los valores básicos (liberación de las fuerzas productivas, apropiación de ellas por todos, superación de la división del trabajo, respecto a minorías de todo tipo, desarrollo de capacidades creadoras de todos, emancipación respecto a toda forma de opresión) y abandono de la concepción racionalista de la sociedad y la historia (interpretación de éstas en términos de categorías económicas, sociales y políticas). A estas reflexiones se añade una caracterización de la vida moderna como miserable porque, si bien es cierto que las sociedades avanzadas han desterrado la miseria material, han surgido en ellas otras formas de miseria: urbana, psíquica, comunicacional, sexual, ideológica.
La propuesta político-filosófica del Lyotard de mayo del 68 se orienta a un objetivo raigalmente moderno, la reapropiación del mundo, pero ahora esta "ceremonia de reapropiación del mundo" se reviste de caracteres lúdicos y renuncia al ideal de la eficacia en el operar y de la consistencia en el discurso y en la práctica política o filosófica. La argumentación contra la inconsistencia del discurso político o filosófico del adversario le parece a Lyotard un arma propia de una batalla por la razón, por la unidad de lo múltiple, por la unificación de lo diverso. Comienza entonces a desarrollarse en Lyotard la crítica a la razón y su empeño unificador, y al sujeto trascendental de la filosofía clásica. La vertiente crítica del pensamiento ilustrado no escapa tampoco a sus dardos. La idea de "superación", tan cara a la visión occidental de la historia, el constructo tesis-antítesis-síntesis, que hegelianos de izquierda y derecha respetan por igual, y el carácter dual de la realidad (posición/negación, sujeto/objeto, etc. ) son otros tantos puntos en los que la reflexión lyotardiana comienza a tomar distancia de las posiciones modernas. No se trata ya sólo de la crítica a la teoría y la praxis socialistas porque reproducían, de manera invertida, los procedimientos de sus enemigos de clase al pretender crear una sociedad con líderes, jerarquías, escuelas, discursos y directivas burocráticas, sino de la maduración de dos nuevos componentes de su aproximación teórica a la realidad: el convencimiento de que el socialismo no conseguirá superar al capitalismo y la toma de distancia con respecto a la racionalidad moderna en su conjunto.
Mayo de 1968 deja, pues, a un Lyotard desilusionado con respecto a ideas fuerza que sostuviera anteriormente y ávido de nuevos horizontes hacia donde orientar su búsqueda.
Post mayo 1968
En pocos pensadores como en Lyotard puede hablarse de una época de "después de" con respecto a los movimientos de mayo de 1968. Lyotard, como pocos, los vivió por dentro y, por eso, su resaca, como ha señalado acertadamente Jacobo Muñoz, le llevó a una inusitada efervescencia de producción intelectual: Economie libidinale, 1974; Instructions païennes,1977; Rudiments païens, 1977; Les transformateurs Duchamps, 1977; Récits tremblants, 1977. Recordando esos años Lyotard hablará de etapa de desesperación, debida principalmente a la toma de conciencia de que los grandes relatos -y el más significativo para el Lyotard de entonces era el marxista- habían perdido todo valor y toda autoridad. La consecuencia filosófica era obvia: había desaparecido el fundamento de la legitimidad.
Si no era ya dable atribuir al socialismo la capacidad de destruir y "superar" el capitalismo, ¿no quedaba sino la resignación ante lo inevitable? Lyotard está ahora convencido, después de acercarse al psicoanálisis, de que no se puede destruir el capitalismo oponiéndole una fuerza contraria pero del mismo género, es decir racional. Para minar sus bases hay que deshacer su fuerza pulsional, sus cargas energéticas, con golpes imprevistos y no planificados. Lo que destruye al capitalismo es la deriva del deseo, la pérdida de carga libidinal. El deseo de los jóvenes no se carga en el dispositivo capitalista. Los jóvenes -se refiere evidentemente a los de mayo del 68 y sus alrededores- no se reconocen ni conducen como fuerza de trabajo asumible como valor de cambio. Y la sociedad capitalista es una en la que los valores (nación, familia, estado, propiedad, profesión, educación, etc. ) no son sino parodias de un único valor, el valor de cambio. No hay nada, no se cree en nada. Nihilismo total, pero este nihilismo contiene la afirmación más completa: liberación potencial de las pulsiones en relación a la ley del valor, en relación a todo el sistema
Lyotard, sin embargo, no se interesa ya en traducir esta nueva posición en una propuesta de organización política porque desconfía de las viejas formas de organización. Todas ellas, aunque se piensen de izquierda, se instalan en la superficie social y son recuperadas por el sistema. La revolucionariedad, si tiene todavía algún sentido, consiste sólo en golpear, permanentemente pero de manera asistemática y no planificada, al sistema, sin instalarse nunca, porque toda instalación es conservadora. Con la disolución de los discursos de emancipación y el descrédito del carácter teleológico de la historia no es ya posible contar con un criterio válido para distinguir cuándo una instalación es justa o injusta. La única opción digna es la no instalación.
En esta etapa de "efervescencia intelectual" el recurso a Freud se hace cada más frecuente y decisivo en Lyotard. Puede afirmarse que la lectura que hace de la contemporaneidad es hecha en clave freudiana. Le interesan sobre todo las pulsiones humanas y ninguna corriente ha sabido como el psicoanálisis poner de relieve la plasticidad y movilidad de dichas pulsiones.
A la luz del acercamiento a Freud sigue su polémica con el marxismo, en un proceso que le va convenciendo cada vez más de que el sistema teórico de Marx no le ofrece ya estrategias revolucionarias acordes con las necesidades del mundo contemporáneo. Es la cuestión de la subjetividad, que la contemporaneidad ha vuelto a replantar, la que lleva a Lyotard a acercarse a Freud.
Como buen discípulo del estructuralismo, Lyotard sabía ya que el sujeto no era ni el sujeto teórico del saber absoluto, ni el sujeto práctico de la ciencia, ni el lugar idóneo de la libertad. Ya el estructuralismo se había encargado de disolver la pretendida solidez del sujeto clásico. Los estructuralistas atribuyen importancia al signo o significante, dejando eclipsado el sujeto como autor del signo. El signo no remite, pues, ni a un sujeto trascendental ni a un objeto material (fáctico) determinado, sino a otros signos, siendo el sujeto resultado del juego de signos. El sentido hay que buscarlo en esas relaciones formales (estructuras) entre signos, no en sujetos dadores de sentido ni en hipotéticos correlatos objetivos del objeto formal como tal. Se provee, así, de protagonismo al código, único a priori en cuanto sistema de significación que subyace a los signos, desde el cual se puede dar razón tanto de los sujetos como de los objetos. Desde esta perspectiva, los ideales legitimadores del discurso filosófico se quedan sin fundamento. El estructuralismo no se pretende filosofía sino ciencia; se traslada de la esfera de la legitimidad a la de la objetividad y quiere refundar las ciencias humanas priorizando la metodología y expulsando al sujeto, que era precisamente el tema fundamental de las ciencias humanas desde el XVIII.
El deseo como piedra angular
El postestructuralismo que nace de este suelo no intenta repensar las condiciones de posibilidad de otro discurso legitimador, sino más bien mostrar que todo discurso remite a un mecanismo de poder (Foucault) y encarna dispositivos de deseo (Deleuze, Guattari, Lyotard); que ningún discurso de deseo ni mecanismo de poder está sujeto a una subjetividad constituyente ni a una individuación estable; que ningún dispositivo de saber tiene su lugar idóneo en una cadena teleológica de significados universales; que la represión del deseo no puede interpretarse como “condition humaine”; y que la primacía de la palabra sobre la lengua no implica recuperación alguna de hipotéticas intenciones de restablecer la primacía del sujeto fundador.
Lyotard se inserta en el marco de esa filosofía del deseo que, desde Nietzsche, entiende a éste como potencia positiva, creadora. La tradición occidental consideraba desde el antiguo el deseo como falta, herida o carencia. Desde esta perspectiva se piensa que la ley, al prohibir el desorden y prescribir el orden, supone la preexistencia de un deseo quebrantador del orden. A esta concepción clásica del deseo le sale al paso Lacan con su inducción del deseo a partir de la ley: el deseo consiste en desear lo prohibido, en transgredir la ley. Producida la transgresión de lo prohibido y desaparecida la prohibición desaparece el deseo.
Los filósofos del deseo, apartándose de la tradición occidental, ven las cosas de otra manera. El deseo no es privación ni carencia sino que es productivo, constructivista, pero actúa sólo por flujos, por partículas emitidas esporádicamente y con diversa intensidad. No hay ni sujeto ni objeto del deseo, sino sólo flujos de pulsiones inconscientes en un determinado campo social. No hay, por tanto, individuación fuerte, sub-jectum (algo permanente que subyace a lo que acontece) sino sólo acontecimientos, puntos de encuentro, entrecruzamientos, relaciones cinemáticas entre elementos no formados, en vez de estructura y forma. Se trata no ya de sujetos sino de individuaciones dinámicas a-subjetivas que constituyen los agenciamientos colectivos. En el proceso de abandono de Marx y de acercamiento a Freud, Lyotard descubre, pues, el deseo (cargas energéticas) como lo que da forma y mantiene a las instituciones.
Pero el deseo no existe aisladamente sino agenciado. El deseo no puede ocurrir al margen de un determinado agenciamiento, busca siempre nuevas conexiones, nuevos agenciamientos que son su lugar natural. Los agenciamientos son los devenires sociales, la simbiosis o simpatía o funcionamiento en la interrelación. Esa máquina social o agenciamiento colectivo es de dos tipos: agenciamiento de efectuación (organización y reorganización de cosas y cuerpos que se penetran y mezclan, se transmiten afectos, etc.) y agenciamiento de enunciación(conjunto de signos que se organizan y reorganizan en nuevas formulaciones, enunciados y regímenes de enunciados). Los enunciados no son enunciados por un sujeto (sujeto de la enunciación), sino producto necesario de un superior agenciamiento que pone en juego a poblaciones, multiplicidades, territorios, devenires, afectos y acontecimiento que se entrecruzan. La unidad real mínima no es la palabra, ni la idea, ni el significante, sino el agenciamiento. Los enunciados y estados de cosas son piezas y engranajes de dicha unidad. De ese agenciamiento reciben su significado y las reglas de su uso. Ese agenciamiento es el único "transcendental".
Este pluralismo de los juegos del lenguaje , con la insistencia en la pragmática del lenguaje, es el antecedente inmediato de dos ideas básicas del Lyotard posterior: la sustitución del contrato social único, como instrumento de validez general, por una multiplicidad de contratos localmente determinados, y la paralela defensa de la diversidad y especificidad irreductible de los juegos del lenguaje y de las formas de vida. Los lenguajes y formas de vida son inconmensurables desde fuera de ellos, no se los puede reducir a juego común alguno. Toda reconciliación forzada entre ellos, como toda reducción a un patrón común, es una forma de totalitarismo.
No cabe, pues, aspiración legítima a una verdad objetiva o a un valor ético o estético debidamente fundados desde los cuales juzgar el valor de verdad, de bien o de belleza de algo que no pertenezca a la cultura o al juego del lenguaje desde los cuales uno juzga.
Además del pluralismo de los juegos del lenguaje, Lyotard anticipa ya en esta etapa su acercamiento al arte desde una perspectiva psicoanalítica con reflexiones que apuntan, sin intención alguna de sistematicidad, a una estética libidinal. El arte es percibido no como significante, portador de una significación que el estructuralista trataba de descubrir, sino como espacio figural que permite, e impulsa, que la energía fluya libremente fuera del control inhibidor del yo. El cuadro pictórico abre caminos que recobran movimiento sólo gracias al ojo que lo mira. Se abre, así, paso una concepción de-construccionista del arte que entiende las revoluciones artísticas en términos de transgresión de órdenes cosificados y que atribuye a lo que llama la actividad artística postclásica -es decir no perteneciente al sistema de integración social- la tarea de de-construir todo lo que se presenta como orden, mostrando que debajo de ese orden late lo que el orden mismo reprime. El arte debe situarse, pues, fuera del sistema. A Lyotard no le interesa ya el significante, como a la ortodoxia estructuralista, sino lo figural.
La condición postmoderna
La reflexión sobre el cambio de época viene de antiguo en Lyotard. La hemos visto asomar en los escritos inmediatamente posteriores a mayo del 68. Pero es , sin duda alguna, en 1979, con la aparición de La condición postmoderne, cuando las reflexiones cuajan en un texto que desata un polémica que dura hasta hoy y en la que participan los más reconocidos exponentes del pensamiento filosófico contemporáneo de Occidente.
Para tener una idea más acabada del pensamiento de Lyotard con respecto al tema modernidad/postmodernidad hay que referirse no sólo a La condición postmoderna (1879)[4] sino a Le différend (1983), La postmodernidad explicada a los niños (1986) y L'inhumain. Causeries sur le temps (1988).
Antes de acercarnos a las posiciones sostenidas por Lyotard en estos trabajos veamos, aunque sea someramente, el escenario en el que ellas nacen y se desarrollan. La mayor parte de ese escenario está ocupada por la informática y las telecomunicaciones. Se desarrollan cada vez más los estudios sobre e investigaciones sobre el lenguaje con el objetivo de conocer la mecánica de su producción y de establecer compatibilidades entre lenguaje y máquina informática[5]. Se incrementan los estudios sobre "inteligencia artificial", unidos a investigaciones muy finas sobre la estructura y el funcionamiento del cerebro y de los mecanismos de la vida. Se extienden tanto los estudios como las aplicaciones de la biotecnología y de la ingeniería genética. Se hacen denodados esfuerzo por informatizar las sociedades y telecomunicarlas. Los avances de las tecnologías para elaborar, acumular, procesar y transmitir la información obligan a la práctica científica a muy serias transformaciones y nos plantean a todos nuevas e importantes cuestiones epistemológicas, éticas, jurídicas, políticas y estéticas. Estas transformaciones son leídas, desde la perspectiva postmoderna, como desmoronamiento o disolución de los grandes discursos y sus fundamentos. Se entra, por tanto, en una etapa de crisis generalizada de la legitimidad.
En 1979 Lyotard se enfrenta a este escenario convencido de que la dialéctica se había disuelto en energética, los conceptos medulares del pensamiento ilustrado (sujeto, representación, significante, signo y verdad) habían perdido su aura y su capacidad de proveer de sentido, la teleología histórica no era más sostenible y se había perdido la confianza en cualquier forma de resolución de las escisiones modernas en una futura sociedad emancipada. No eran ya posibles ni la autotransparencia ni la autoreconciliación en las que consistía esencialmente la promesa ilustrada.
La condición postmoderna es una obra de corte epistemológico. Su objetivo declarado es analizar el estatuto del saber en las sociedades avanzadas, es decir en sociedades en las que la ciencia se ha convertido en la primera fuerza productiva, el conocimiento ha sido traducido a cantidades de información en circulación cada vez más amplia, y el saber y el poder se confunden en una unidad indisoluble.
El tema que atraviesa todo el libro es, sin embargo, el de la legitimación. En las sociedades premodernas la función legitimadora, cohesionadora y unificante) era desempeñada por los metarrelatos de orden mítico o religioso. En las sociedades modernas esta función es desempeñada por el discurso de "la" racionalidad , que vehicula una razón totalizadora enmascarando el deseo de unidad, de reconciliación. A este discurso debe adecuarse cualquier discurso particular que aspire a ser legítimo. El discurso de "la" racionalidad se reviste de diversas formas: ilustrada (emancipación de la ignorancia y de la servidumbre por la vía del conocimiento y de la igualdad), especulativa (realización de la idea universal por la dialéctica de lo concreto), marxista (emancipación de la pobreza y alienación por el desarrollo tecnoindustrial y la sociedad libre), de sistemas (propio de los estructuralistas y de los teóricos de sistemas como Luhmann); de las teorías del consenso dialógico (Apel y Habermas). Todas estas formas del discurso moderno comparten a la aspiración a la universalidad, a la validez universal, postulando un medio homogéneo de la racionalidad situado por encima de todos los discursos particulares. Todos remiten a un futuro que se ha de producir: el progreso, las luces, la igualdad, la libertad, la emancipación, el comunismo, etc. Todos ofrecen un marco proyectivo en el que ordenar racionalmente la infinidad de acontecimientos y su proceso (la historia universal). La sociedad y cultura postmodernas con aquellas en las que la cuestión de la legitimidad se plantea de un modo nuevo, por fuera de los grandes relatos de legitimación.
La tesis central de Lyotard es que el pluralismo de los juegos del lenguaje y de las formas de vida es irreductible, y por tanto, el carácter irreductiblemente local de todo discurso, acuerdo y legitimación.
Con una mirada todavía heredera de la moderna división de la historia en etapas, Lyotard comienza identificando la postmodernidad con el estado de la cultura de después de las transformaciones que afectaron las reglas de los juegos de la ciencia, la literatura y las artes a partir del final del siglo XIX. De estas transformaciones le interesa su relación con la crisis de los relatos. A partir de este interés considera postmoderna la incredulidad en relación a los metarrelatos de legitimación del saber y del poder. Va naciendo así una visión que se basa más en una pragmática de las partículas del lenguaje que en una antropología newtoniana. A los afanes sistematizadores de estructuralistas y teóricos de sistemas, Lyotard opone su preferencia por la dispersión de las partículas y la heterogeneidad de los elementos.
Pero un problema salta enseguida a la vista en cuanto se dejan de lado los metarrelatos y se aventura uno por los caminos de la multiplicidad, la dispersión y la heterogeneidad: ¿en dónde encontrar la fuente de la legitimidad? Los catorce capítulos que componen La condición postmoderna son un intento de respuesta a esta pregunta. Desde la introducción, sin embargo, se nos adelanta que ni el criterio de operatividad, que cree fundar la verdad científica en la optimización de los "desempeños" del sistema, ni el consenso obtenido -a lo Habermas- por discusión para cimentar el vínculo social, son respuestas adecuadas a esta interrogante. Lo que significa que la propuesta de Lyotard, que parte del reconocimiento y la aceptación de la heterogeneidad de los juego del lenguaje, se desarrolla en debate fundamentalmente con la pretensiones neosistematizantes de la acción comunicativa y de la teoría de sistemas.
Lyotard parte del análisis de las mutaciones ocurridas en el estatuto del saber científico y en la legitimación del vínculo social como consecuencia del advenimiento de la sociedad post-industrial y de la cultura postmoderna. El campo de análisis es el saber en las sociedades informatizadas; el problema, la legitimización del saber y del vínculo social; y el método o procedimiento, la enfatización de los datos del lenguaje y, más concretamente, su aspecto pragmático.
Establecidos el campo, el problema y el procedimiento, Lyotard contrapone las alternativas moderna y postmoderna a la naturaleza del vínculo social. Para entenderla la naturaleza del vínculo social en la alternativa moderna hay que partir de las representaciones que la sociedad contemporánea tiene de sí misma. Estas representaciones son tributarias de dos modelos: el funcionalista y el marxista. El elemento vinculante en el primero tiene que ver con la necesidad de autorregulación sistémica y la optimización de los desempeños, mientras que en el segundo está referido al principio de la lucha de clases. He aquí la alternativa ante la que nos coloca la cultura moderna: homogeneidad o dualidad intrínsecas de lo social, funcionalismo o criticismo del saber. Decidir por lo uno o por lo otro no sólo es difícil sino arbitrario.
Al descomponerse los grandes relatos modernos de legitimación que se originan en las alternativas mencionadas y al perder su carácter de vinculantes se producen la disolución del vínculo social y la transformación de las colectividades sociales en masas compuestas de átomos individuales. En esta masa el individuo queda referido sólo a sí mismo, pero no está aislado sino colocado en una textura de relaciones más compleja y móvil que nunca. Los hilos de este tejido son los circuitos de comunicación, quedando el individuo colocado o descolocado en posiciones por las que pasan mensajes de naturaleza diversa. Interpelado por estos mensajes, el individuo queda reducido a la condición de remitente, destinatario o referente de mensajes.
En este contexto, los juegos del lenguaje adquieren una importancia especial como método de enfoque del problema de la legitimación. Constituyen ellos el mínimo de relación exigido para que haya sociedad y, por tanto, la cuestión del vínculo social se resuelve en los ellos.
Después de estas reflexiones, Lyotard trata de caracterizar las formas del saber en las sociedad avanzadas, interesándose en la pragmática del saber narrativo y del saber científico más que en su naturaleza.
Para abordar esta asunto es preciso distinguir entre saber, ciencia y conocimiento. El conocimiento es el conjunto de enunciados denotativos o que describen objetos y son susceptibles de ser declarados verdaderos o falsos. La ciencia es un subconjunto del conocimiento. Aunque consta también de enunciados denotativos, la ciencia incluye dos condiciones nuevas: sus objetos tienen que ser accesibles recursivamente y debe poder decidirse de sus enunciados sin pertenecen o no al lenguaje que los expertos consideran como pertinente. Recursividad y pertinencia son, pues, dos elementos que la ciencia añade al conocimiento. Por su parte, el saber incluye no sólo enunciados denotativos, del conocimiento o de la ciencia, sino también prescriptivos, valorativos, etc. Se trata no sólo de saber sobre algo, sino también de saber-hacer, saber-vivir, saber-escuchar, etc. Por tanto, el saber tiene que ver no sólo con la verdad sino también con la eficiencia, la justicia, la felicidad, la belleza, y consiguientemente, sus enunciados son juzgados como buenos o malos según los criterios que los interlocutores de aquel que sabe consideran pertinentes.
La cultura que concede preeminencia a la forma narrativa no tiene ninguna necesidad de procedimientos especiales para autorizar sus relatos. Éstos poseen esta autoridad por sí mismos. El pueblo se limita a actualizarlos al contarlos, oírlos o hacerlos contar y, por tanto, se coloca espontáneamente en la condición vinculante de narrador, oyente o referente. Así, la narrativa popular se constituye en vinculante, en legitimante. Los relatos definen criterios de competencia e ilustran sobre su aplicación, y, de esta manera, determinan lo que se tiene derecho a decir y a hacer en la cultura, y, al ser también parte de esa cultura, se legitiman a sí mismos.
La pragmática del saber científico es muy diversa a la del saber narrativo. La diversidad radica, en primer lugar, en la existencia de dos momentos diferentes, el de la investigación y el de la enseñanza, y, en segundo lugar, en la manera como en cada uno de estos momentos se constituyen el remitente, el destinatario y el referente.
La pragmática del saber científico se caracteriza por: exigir el aislamiento de un juego del lenguaje, el denotativo, con exclusión de los otros; no tener la capacidad de vincular a todos los miembros de una sociedad puesto que no todos son profesionales de la ciencia, y éstos son los únicos a los que el discurso científico está destinado; requerir una competencia que versa sólo sobre la posición del enunciador, en el caso del juego de investigación; no pretender extraer ninguna validez de lo que es relatado; implicar una temporalidad diacrónica, es decir una memoria y un proyecto.
El saber científico, por otra parte, no puede saber ni hacer saber que él es el verdadero saber sin recurrir a otro saber, el relato, que para el saber científico es el no-saber. El saber científico no puede legitimarse como tal sino a través del saber narrativo. Pero el saber narrativo moderno, que sirve de legitimación del saber científico, tiene como sujeto a un pueblo que ya no es el del las sociedades tradicionales, puesto que recurre al consenso como señal de legitimación y a la deliberación como modo de normativización.
En este contexto, dos son las grandes versiones del relato de legitimación: una política (napoleónica) y otra filosófica (humboldtiana). La primera, enraizada en la tradición francesa, tiene por sujeto a la humanidad como héroe de la libertad y puede, por tanto, ser considerada como el relato de las libertades. El saber tiene que pasar al pueblo. Se atribuye una importancia especial al estado al que se le encarga la misión de formar al pueblo y enrumbarlo hacia el progreso. La segunda, afincada en la tradición alemana, se adhiere al principio "buscar la ciencia en sí misma", pero se orienta también hacia la formación espiritual y moral de la nación e incluye la crítica al estado y a la sociedad como componente esencial.
Pero en la sociedad y cultura contemporáneas la cuestión de la legitimidad se plantea ya en otros términos. El gran relato, tanto el especulativo como el de emancipación, ha perdido toda credibilidad. Esta pérdida se ha manifestado claramente con la Segunda Guerra Mundial , pero los gérmenes de esta deslegitimación de los grandes relatos modernos vienen de antiguo. Se expresaron ya de manera pregnante en Nietzsche. La legitimación se ha convertido en un mero juego del lenguaje y, por tanto, no hay ya ningún lenguaje, ni el especulativo o científico ni el de emancipación o crítico, que pueda legitimar a los otros. Es más, el propio sujeto social está también sometido a este proceso de disolución. No hay un vínculo social definido sino una especie de textura hecha de juegos de lenguaje que obedecen regals diferentes. El principio de unitotalidad o de síntesis bajo la autoridad de un metadiscurso del saber es ya inaplicable. Incluso la nostalgia por la relato perdido ha desaparecido para la mayoría de las personas.
¿Se sigue de aquí que estemos destinados a la barbarie? Lyotard piensa que no puesto que quedan aún, como recurso realista de legitimación, la propia práctica del lenguaje y su interacción comunicacional.
Legitimación del saber científico. A diferencia de la investigación y la enseñanza modernas que fundan su legitimación en sus respectivos desempeños, el saber postmoderno es una investigación de inestabilidades que se legitima en la paralogía. Es decir, no se mide por el desempeño sino por lo contrario. No avanza gracias al positivismo de la eficiencia sino a la invención de lo ininteligible y paralógico. Al interesarte por lo que está al límite del sistema y no es sistematizable (los conflictos de información no completa, los fragmentos, las catástrofes, las paradojas, lo indecible, los "quanta", etc.), el saber postmoderno es discontinuo, catastrófico, no rectificable y paradójico. No produce, por tanto, lo conocido sino lo desconocido. Su legitimación no tiene nada que ver con el mejor desempeño sino con la diferencia comprendida como paralogía.
¿Qué utilidad puede tener un tal saber? Sólo una, dirá Lyotard, pero fundamental: la generación de ideas, de nuevos enunciados, la producción de nuevos "lances", puesto que, no existiendo método científico válido, el tener ideas constituye el éxito supremo para un cientista.
¿Es posible fundar la legitimación en la paralogía? Antes de responder a esta interrogante es preciso distinguir entre innovación y paralogía. La innovación obedece todavía a exigencias de eficiencia del sistema, es decir está presa del sistema. La paralogía, por el contrario, es un lance que rebasa los límites del sistemas y cuya importancia es muchas veces desconocida en lo inmediato. En la pragmática científica se advierte que lo creativo es el disenso y no el consenso, el desordenamiento de la razón y no la investigación sistemática hecha desde la perspectiva de un determinado paradigma. Dado que las reglas a las que se atiene la discusión de enunciados denotativos no son enunciados denotativos sino prescriptivos, la actividad diversificante o paralógica en la pragmática científica actual tiene por función revelar estas prescripciones o presupuestos del saber científico y hacerlas aceptables. Y este procedimiento es aceptable simplemente por produce nuevas, nuevos enunciados.
Legitimación del discurso de emancipación. El problema aquí es más difícil porque la pragmática del discurso social es un enmarañado de clases de enunciados heteromorfos (denotativos, prescriptivos, valorativos, de desempeño, de representación, técnicos,etc, ).
No se puede establecer reglas comunes para todos estos juegos del lenguaje ni tampoco un consenso, aunque sea sólo temporal, porque los juegos de lenguaje son heteromorfos y las reglas pragmáticas heterogéneas.
No se puede establecer reglas comunes para todos estos juegos del lenguaje ni tampoco un consenso, aunque sea sólo temporal, porque los juegos de lenguaje son heteromorfos y las reglas pragmáticas heterogéneas.
Si lo que existe es heterogeneidad y disenso, no parece posible ni prudente, como quiere Habermas, poner la solución al problema de la legitimación en la búsqueda de consensos obtenidos en diálogos argumentativos. Habermas sigue pensando que la humanidad, como sujeto colectivo universal, procura su emancipación común por medio de la regularización de los lances permitidos en todos los juegos de lenguaje y que la legitimidad de un enunciado cualquiera reside en su contribución a esta emancipación. Habermas no tiene en cuenta que el consenso se ha vuelto un valor anticuado y sospechoso. La justicia, sin embargo, no lo es. Es preciso, por tanto, llegar a una idea y a una práctica de la justicia que no estén relacionadas con el consenso. Lyotard propone dos pasos para ello: el reconocimiento del heteromorfismo de los juegos de lenguaje, y la aceptación de que el consenso -sobre las reglas que definen cada juego y los lances que en él se hacen- debe ser local, obtenido de los jugadores efectivos, y sujeto a una eventual anulación. El paradigma de la pragmática que de aquí se deriva es el contrato temporal por su ambivalencia: se adecua, por ser un instrumento flexible, a las exigencias de operatividad del sistema, pero, por otra parte, reconoce los juegos de lenguaje y asume la responsabilidad de sus reglas y sus efectos, el principal de los cuales es el que valida la adopción de dichas reglas, la búsqueda de la paralogía.
Con respecto a la informatización de la sociedad, Lyotard considera que ella es también ambivalente: puede constituirse en instrumento de control y reglamentación del sistema de mercado y del propio saber, pero puede también servir a los grupos de discusión ofreciéndoles las informaciones que necesitan para decidir sobre un punto con conocimiento de causa. Ninguna de estas dos posibilidades está excluida. Se trata sólo de inclinar la balanza en el sentido de la segunda alternativa. Y esto es, cree Lyotard, muy fácil: basta que el público tenga acceso libre a las memorias y a los bancos de datos. Se apunta, así, a una política en la que sean igualmente respetados el deseo de justicia y el de lo desconocido.
Si la tesis central de La condition postmoderne es, como hemos dicho, que el pluralismo de los juegos del lenguaje y de las formas de vida es irreductible, es decir el carácter irreductiblemente local de todo discurso, acuerdo y legitimación, la consecuencia no puede ser sino atribuir una importancia clave a la paralogía y al disenso para legitimar tanto el saber como el juzgar y el valorar. Pero el disenso y la paralogía no son entendidos como una nueva piedra angular sobre la que construir otro sistema sino como una necesaria actitud de vigilancia indeterminada frente a la atmósfera de indeterminación que nos envuelve. Esta actitud supone, además, una clara resistencia contra la pseudo-racionalidad impuesta por el capitalismo y contra el principio del desempeño, y a favor del disenso (en el proceso de construcción de los conocimientos), de las justas disociaciones (para resistir a los totalitarismos presentes) y de la activación de los diferendos (para los que reclaman justicia). Y todo ello en una coyuntura de desaparición de los intelectuales (no hay ya discurso ni sujeto transcendental desde el que mirar lo real) y los partidos.
[1] Jean-François Lyotard (1924-1999). Filósofo francés. Trabajó entre Francia y Estados Unidos.
[2] Obras importantes: La fenomenología (1954); ¿Por qué filosofar? (1964); Discours, figure (1971); Dérive a partir de Marx et Freud (1973); Des dispositifs pulsionnels (1973); Économie libidinale (1974); Instructions païennes (1977); Rudiments païens (1977); Les transformateurs Duchamps (1977); Récits tremblants (avec Jacques Monroy) (1977); Le mur du Pacifique (1977); La condición postmoderna (1979); Rejouer le politique (1981); Les fins de l'homme (1983); La diferencia (1983); Tombeau de l'intellectuel et autres papiers (1984); La postmodernidad (explicada a los niños) (1986); L'enthousiasme. La critique kantienne de l'histoire (1986); Heidegger et "les juifs" (1988); L'inhumain (1988); La guerre des Algériens. Écrits 1956-1963 (1989); Abc (1989); Pérégrinations (1990); Leçons sur l'Analytique du sublime (1991); Lecture d'enfance (1991)
[3] Introducción: la alternativa del disenso. En: Lyotard, Jean-François - ¿Por qué filosofar? Cuatro conferencias. Barcelona, Paidós, 1989. Pág. 9-78.
[4] Me ocupé por primera vez de presentar a Lyotard en un seminario que tuvo lugar en Lima en febrero de 1990. Ver: Tres entradas al debate sobre la modernidad (Lyotard, Habermas, Heller). In: Urbano, Henrique (comp.) - Modernidad en los Andes. Cusco, CERA Bartolomé de Las Casas, 1991. Pág. .37-59. Recogemos aquí partes importantes de este texto.
[5] Barbosa, Wilmar do Valle - Tempos pós-modernos. In: Lyotard, Jean-François - O póst-moderno. Río de Janeiro, J.O. Editora, 3ª. Ed. 1988. P. VII-XIII
Un ensayo enciclopédico cargado de sentido. ¿Qué mas puede esperarse del académico?
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