José Ignacio López Soria
Con pocos días
de diferencia, han aparecido dos libros que recogen los sueños y las
realizaciones de los portadores del proyecto moderno de la segunda mitad del
siglo XX en el Perú. José Matos Mar, conocido antropólogo, continúa sus
investigaciones sobre la formación de los barrios populares de Lima en Perú: Estado desbordado y sociedad nacional
emergente. Historia corta del proceso peruano: 1940-2010 (Lima: Editorial
Universitaria / Universidad Ricardo Palma, 2012), y el arquitecto Elio Martuccelli, en Conversaciones con Adolfo Córdova (Lima:
Instituto de Investigación de la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Artes / UNI,
2012) da cuenta de las aspiraciones y emprendimientos de un grupo de
profesionales (arquitectos y urbanistas, principalmente) empeñados en afincar
en el Perú el proyecto moderno, dialogando con uno de sus más comprometidos
actores.
Me ocuparé de
cada uno de estos libros por separado y dejaré para el final algunas
anotaciones generales, pero anoto desde el inicio que los abordo juntos porque
los temas estudiados por los autores mencionados se dan al mismo tiempo y en el
mismo espacio, aunque, lamentablemente, con débiles relaciones entre los
sujetos colectivos a los que los libros se refieren.
La modernidad popular
Matos Mar, siguiendo
exploraciones anteriores, reúne en su nuevo y voluminoso texto (573 páginas) abundante
y minuciosa información sobre el proceso de poblamiento de los barrios
populares de Lima e interpreta el desborde que ello produce como la emergencia,
desde abajo, de una sociedad moderna, con todas las competencias para, por fin,
sentar las bases definitivas del anhelado y siempre postergado Estado-nación.
El libro entero,
fruto de la “apasionante aventura de comprender el Perú”, está organizado desde
dos categorías básicas, “desbordamiento” y “emergencia”, con otra que las
envuelve y fundamenta, “progreso”. A partir de estas categorías conceptuales,
el autor teje un discurso que, por un lado, da cuenta detallada y fundamentada
de la historia peruana de los últimos 70 años, privilegiando el proceso de
“provincialización” de Lima y, con menor detalle, el surgente protagonismo de
las regiones, y, por otro lado, ensaya una interpretación de estos complejos
fenómenos, con una manifiesta y explícita voluntad política. Y, así,
descripción, explicación, interpretación y proposición política se entremezclan
fecundamente en una narrativa enriquecida con fotografías de época, variadas
anécdotas y frecuentes pinceladas autobiográficas e historias de la vida
cotidiana.
La descripción está especialmente presente
en los capítulos medulares y más extensos del libro, el 2° y el 3°, que tratan
sobre la migración del campo a la ciudad de 1940 a 1990 (capítulo 2°), y de las
transformaciones ocurridas, especialmente en Lima, entre 1990 y 2010 (capítulo
3°) como consecuencia de esa migración y de otras variables como la
globalización y la regionalización.
Basada, principalmente, en investigaciones del autor y sus alumnos, la
abundante información ofrecida viene acompaña de fotos, cuadros estadísticos,
gráficos, mapas y recuadros narrativos que airean el texto, aligeran la lectura
y facilitan la comprensión. Importa anotar que dicha información no se queda en
lo cuantificable; explora, además, las creencias, expectativas, costumbres y
valores de los nuevos pobladores urbanos, así como la resistencia de los
pobladores tradicionales, e introduce el territorio como un personaje más, y no
solo como escenario, en el dúplice proceso de desbordamiento y emergencia. Otro
elemento que enriquece la estrategia informativa y es poco usual en los
estudios de ciencias sociales consiste en introducir biografías breves de los
protagonistas y aun de gente de a pie de los procesos narrados, así como
historias cortas de las organizaciones y de los liderazgos colectivos que se
van formando en la lucha por el territorio, el acceso a los bienes sociales y
el ejercicio de la ciudadanía. Estamos,
pues, ante una manera de entender la información y de procesarla que, lejos de la usual
frialdad objetivista de los estudios sociales, nos aproxima a los rostros y a
los usos y costumbres de los estudiados. El objeto de estudio se vuelve él
mismo sujeto de la narración y portador de la esperanza de progreso que el
libro se propone explícitamente transmitir. La acertada diagramación contribuye
a facilitar la lectura, jugando con imágenes, cuadros, fotos y colores.
La matriz explicativa del dúplice proceso de desborde/emergencia proviene de
la ya vieja idea de que en el Perú la “nación” (en este caso, las naciones) y
el Estado no se han encontrado nunca. Si el “desborde” es la manifestación
fehaciente del desencuentro, la
“emergencia” es la portadora potencial del encuentro. Esta matriz, cuyas
limitaciones conoce muy bien el autor, viene del dualismo o binarismo que,
heredado de la división colonial entre “república de españoles” y “república de
indios”, es reformulado luego, ya avanzado el siglo XIX y en el marco del
evolucionismo darwinista y del positivismo, como civilización/barbarie y, más
tarde, como tradición/modernidad. Este mismo dualismo se manifiesta como oposición
entre el “Perú oficial” y el “Perú real” o “Perú profundo” en el debate políticos
e intelectual de los años 20 del pasado siglo, es narrado en los años 60 y 70
como “desarrollo” y “subdesarrollo”, y, finalmente, después de varios lustros
de crecimiento económico sin “chorreo”, retomado en la actualidad como
exclusión/inclusión para poder formular políticas de inclusión que atiendan las
demandas de los “condenados de la tierra” (Franz Fanon) o secularmente
excluidos.
No voy a entrar
en profundidades, pero quiero dejar anotado que esta matriz explicativa, cuyos
orígenes se remontan a la narrativa judeo-cristiana de la historia de la
salvación, está bajo el paraguas de la
idea, ya secularizada, de progreso y de la concepción unilineal y teleológica
de la historia humana, según la cual los pueblos avanzan de un “estado de
naturaleza” a otro “de civilización” a través de etapas definidas que el
proyecto de la modernidad, en su optimista versión ilustrada, se ha encargado de
caracterizar. Esta versión binarista y unilineal de la historia humana deja de
lado tal vez lo más importante: la articulación intrínseca entre los dos polos
concernidos, como subraya frecuente y acertadamente Aníbal Quijano y, a su
manera, adelantaron los portadores de la “teoría de la dependencia”, entre
cuales estuvo precisamente José Matos.
Para escapar de
las limitaciones que la mencionada matriz explicativa conlleva de suyo, Matos Mar
recurre a una estrategia discursiva poco común: da cuenta de los hechos -la
ocupación de espacios urbanos, las demandas de inclusión, la celebración de
festividades, etc.-, pero fija, además, su mirada en las potencialidades
performativas (productoras de realidad) tanto de los discursos como de las
acciones de los nuevos pobladores urbanos. Me explico. En el libro que
comentamos, lo narrado no son hechos consumados sino “gestas” (término que se
repite con mucha frecuencia), y esta diferencia remite al carácter fundador de
esos hechos, a su potencialidad como iniciadores de procesos que van más allá
del acto mismo de ganar un terreno, construir una vivienda, acceder a los
servicios urbanos o ejercer a plenitud la ciudadanía. Ya el concepto mismo de
“gesta”, propio del ámbito de la épica heroica, deja ver la perspectiva demiúrgica
(creadora de un mundo nuevo) que Matos explora en los hechos narrados. Por eso,
más que el análisis de las causas digamos “objetivas” de los hechos, es decir
el estudio detallado de aquellos procesos que obligaron a los pobladores del
campo a abandonar su tierra y trasladarse a las ciudades, el autor fija la
mirada en la voluntad de progreso y en la apuesta por la transformación social
que animan a los migrantes. Y, así, el migrante no es presentado como objeto de
expulsión del campo sino como sujeto que se apropia de la ciudad y es portador,
además, de una potencialidad demiúrgica, creadora de un mundo otro. Para ello
es necesario hacer ver que el migrante no solo se instala en la ciudad y logra,
con luchas mil, beneficiarse de sus servicios, sino que la enriquece con un
bagaje “milenario” (y este término tampoco es fortuito) de lenguas, creencias,
formas de vida, nociones de vida buena, tradiciones y valores como
reciprocidad, solidaridad, etc. Y en proceso de posesión de la ciudad por los
nuevos pobladores se inicia, piensa Matos Mar, un camino sin retorno hacia una
reconciliación definitiva del Perú con su rica diversidad étnica, cultural y
lingüística, o, si se prefiere, hacia un encuentro definitivo entre el Estado y
la nación.
Ese camino -y
estamos ya en la interpretación- conduce
a algo que no lograron los incas, ni los conquistadores, ni el Estado peruano
independiente: poner las bases de una real sociedad nacional que tienda a
integrar, sin desconocerlas, las pluralidades que contiene, a propiciar una
identidad común sin eliminar las diferencias, a articular el territorio
propiciando la complementariedad entre los diversos pisos ecológicos y
sembrándolo de vías longitudinales y transversales, a lograr la participación
ciudadana de todos los pobladores, a dejar atrás la pobreza y la
discriminación, y a superar la escisión histórica entre sociedad y Estado. Por
eso el “desborde”, al minar los cimientos del orden establecido y poner al
descubierto sus debilidades e inconsistencias, es leído por Matos como
“emergencia”, como una gesta de creación de un Perú otro, que, enraizado
en tradiciones milenarias, se habla de
tú a tú con los portadores urbanos de la modernidad a la occidental y hasta se
atreve a incorporarse sin renunciamientos al concierto planetario. Diríase que
en el Perú de la emergencia, entre tematizado y soñado por Matos, se realiza lo
mejor de las intenciones de los civilizadores de antaño, de los
independizadores y modernizadores decimonónicos, de los nacionalistas y
desarrollistas de ayer, y de los propulsores actuales de la inclusión social,
pero despojándolos a todos de sus contenidos de violencia.
Esta optimista interpretación,
heredera también ella de la ideología del progreso, privilegia el protagonismo
de un sujeto colectivo, el migrante urbano con sus redes vecinales, provinciales y hasta internacionales,
haciendo de él el portador de la antorcha del desarrollo a escala urbana,
regional, nacional e incluso planetaria.
Ese sujeto colectivo se diferencia de los otros, anteriores o coetáneos, al
menos en dos aspectos esenciales: lucha sin desmayo, pero no endiosa a la
violencia como partera de la historia, y promueve no solo el logro de
beneficios económicos y servicios sociales, sino el encuentro fecundo de sociedad
nacional y Estado, expresado en aspectos como el acceso pleno al ejercicio de
la ciudadanía, la construcción de identidades heterogéneas pero abiertas a la
integración, la eliminación de las muchas formas de discriminación y la
presencia activa de las diversas lenguas y culturas que enriquecen a la
sociedad peruana.
Dos palabras
sobre la proposición política. Dijimos al comienzo que el
libro de José Matos no oculta su intencionalidad política. Ella queda de
manifiesto especialmente en la introducción, en el último capítulo y en reflexiones
finales, pero la obra entera es una convocación a comprometer nuestras
capacidades en la “hazaña modernizadora” portada por los nuevos pobladores
urbanos, que desembocará en el encuentro definitivo entre sociedad nacional y
Estado. Esta posibilidad se da en un contexto marcado por la toma de la palabra
por las diversidades culturales que pueblan el Perú, el despertar de las
regiones, las tendencias hacia la integración latinoamericana, la ineludible
presencia de las nuevas ciencias y tecnologías, y los procesos de
globalización. Se trata, por cierto, de una “hazaña” con la que hay que
comprometerse, de una “gesta” demiúrgica que es concebida desde la idea
remozada del progreso. El autor comienza afirmando que “El drama histórico del Perú fue no haber podido constituir una sociedad
nacional” (p. 25), y termina
aseverando que lo que nos toca hoy, para acabar de construir ese Estado-nación
de nuevo tipo que se viene postulando desde antiguo y que, según Matos Mar,
está ya emergiendo en el desborde, es conjugar al unísono crecimiento económico
y desarrollo social y humano en un modelo de sociedad que articule
aprovechamiento y tratamiento responsable de la naturaleza, que potencie la
convivencia enriquecedora de las culturas y pueblos que nos constituyen como
comunidad histórica, que elimine la pobreza, la discriminación y el centralismo, y que nos abra a una
participación digna en los espacios macrorregionales y planetarios.
El proyecto está
ya en ejecución, pero su diseño no se ha trazado en el tablero de un arquitecto
ni en la computadora de un planificador, sino en el hacer ciudad, ejercer la
ciudadanía y promover el desarrollo económico por parte de los ya no tan nuevos
pobladores urbanos. Falta, sin embargo, termina afirmando Matos Mar, el
compromiso decidido del poder político. El poder económico no le preocupa tanto
porque está cambiando de manos y mudándose de distrito. Y el poder simbólico de
los “milenarios” pueblos originarios habita desde hace años la “ciudad
letrada”.
La modernidad profesional
Al final de su
segunda conversación con Elio Martuccelli, Adolfo Córdova anota que “… recordar
es una manera de volver a vivir.” (p. 99). Y, efectivamente, en Conversaciones con Adolfo Córdova, el
recuerdo no consiste en el mero registro de lo vivido, sino más bien en traer a
la presencia un pasado que habita nuestro propio presente, recurriéndose para
ello al diálogo, la forma expresiva más propia de la convivencia porque hace
posible incluso darles voz a quienes no pueblan ya el presente.
Después de describir
brevemente el contenido del libro a dúo de Martuccelli/Córdova, reflexionaré
sobre las tensiones que se advierten en el proceso de introducción de la
modernidad en arquitectura y urbanismo.
Como descripción del libro señalo que este se
abre con un estudio, “Tiempo en el espacio. La arquitectura, el urbanismo, la
acción política y el proyecto modernizador”, en el que Martuccelli traza un
marco general que facilita la comprensión de los recuerdos testimoniales de
Córdova. Vienen luego las tres conversaciones, que incorporan, aunque de
pasada, a otros interlocutores como Oswaldo y Pilar Núñez Carvalho, Abel
Hurtado y algunos alumnos. Termina el libro con una coda y un epílogo, ambos de
Córdova, y está enriquecido con fotografías y dibujos de Córdova y sus obras,
de la Facultad de Arquitectura y sus alumnos de antaño, y de los libros
escritos por Adolfo y las revistas que dirigió o en las que participó
activamente.
Los testimonios
de Córdova se refieren tanto a los avatares de la formación en arquitectura y
urbanismo y a la osadía de un puñado de jóvenes que se atrevieron a enmendarles
la plana a sus profesores e incluso a levantar el puño contra el poder, como al
ejercicio profesional de los arquitectos y urbanistas, a las regulaciones, orientaciones
y políticas públicas sobre el urbanismo y las construcciones, a los esfuerzos
por introducir una gestión racional y planificada del territorio, a la avidez
de saberes nuevos, al deseo siempre
insatisfecho de asomarse a nuevos horizontes filosóficos y expresivos, a la
exploración de respuestas a las demandas habitacionales y culturales de los
sectores populares del campo y de la ciudad,
al emprendimiento de proyectos políticos cocinados en cenáculos de intelectuales,
a la intención de airearse con los vientos de renovación que soplaban más allá
de nuestras fronteras, al empeño por hacer que convivan enriquecedoramente las
diversas manifestaciones del espíritu, a la búsqueda de conmilitones en la
geografía latinoamericana, al debate sin tapujos y hasta sarcástico y juguetón
con los neoconservadores de la política, las artes, el urbanismo y la
arquitectura, etc. Y todo ello transmitido en una narrativa coloquial,
salpicada de acontecimientos, nombres y anécdotas, y enriquecida con el
testimonio de lo vivido intensamente y con una variada muestra gráfica.
El texto se deja
leer con facilidad y agrado, y de él que se puede recoger no poca información
para la reconstrucción de la historia reciente de la arquitectura, el
urbanismo, las artes y la política en el Perú.
Inicios mis reflexiones anotando que leo el texto
de Martucelli/Córdova más como un hablarse de la modernidad a sí misma que como
un hablar sobre la modernidad. Y en ese hablarse de la modernidad advierto una
primera tensión, la que hay entre el “cuidar
de sí y de la ciudad” y el
“conocerse a sí mismo”, que queda instalada en el mundo de los
profesionales de la modernidad. El hecho de haber recurrido al diálogo como
forma expresiva remite a una tradición que, a los occidentales, nos viene de la
Grecia antigua y que está directamente relacionada con la ética y con el
autocercioramiento, el cuidar de sí y de la ciudad y el descubrimiento de la
verdad como “des-olvidar”, como un traer a la presencia lo que yace en el
olvido. Y lo que yace en el olvido es lo vivido, por eso recordarlo, como
sabiamente anota Córdova, es volver a vivir, explorar dimensiones del pasado
que constituyen nuestro propio presente. Esa exploración despoja a lo pasado de
su simple estado de haber sido para traerlo a la presencia y enriquecer el
horizonte axiológico, epistémico y simbólico de lo que está siendo. De esta
manera, a través del recuerdo, se le da dignidad al pasado y densidad histórica
al presente. Y, así, los personajes del pasado que pueblan el texto –desde don
Ricardo de Jaca Malachowski hasta quienes se nos fueron ayer, como Carlos
Williams y Santiago Agurto, además de Marquina, Bianco, Velarde, Hart-Terré,
Seoane, Grau, Winternitz, Belaúnde, los Salazar Bondy, Miró-Quesada Garland,
Pérez Barreto, Gilardi, Neira y tantos más- participan también de un diálogo en
el que, además, dicen su palabra, a través de los autores, otros urbanistas, arquitectos, filósofos,
artistas, literatos y estudiosos peruanos de ayer y de hoy. Y a los lejos, se
deja sentir el eco de las voces de los maestros Le Corbusier, Gropius, Wright,
Mies van der Rohe, Aalto y hasta Saint Exupéry, Sartre, Proust, Hesse, Neruda,
Vallejo, Kafka y Joyce, entre otros muchos.
Me pregunto si
este fecundo diálogo que Córdova y Martucelli protagonizan está orientado a
“ocuparse de sí y de la ciudad”, como quería Platón, o a “conocerse a sí mismo”
para analizar en qué medida uno asume como norma la verdad transmitida por los
maestros, como postulaban los estoicos. Mi respuesta provisional es que algunos
de nuestros modernos -como Córdova, Williams, Agurto y los Salazar Bondy, por
ejemplo- recogieron las dos dimensiones del diálogo –la epistémica, conocerse a sí mismos, y la
ética, ocuparse de sí y de la ciudad-, mientras que algunos de los principales
mentores –como el caso emblemático de Luis Miró-Quesada Garland (Cartucho)-
prefirieron inicialmente la versión
cognoscitiva del diálogo (descubrir en sí mismos la verdad aprendida de los
maestros) para aplicar la normativa moderna a la construcción de la ciudad,
pero absteniéndose de intervenir en la gestión de la polis como lugar del
habitar.
Lo que quiero
decir con esta primera anotación es que, desde el inicio, quedó instalada en el
seno mismo del proyecto moderno de la arquitectura y el urbanismo la tensión
entre ética y epistemología, una tensión -emparentada con la que hay entre
habitar y construir- que anuncia la que luego se daría entre cultura y política, y que, a su manera, asomó
en el debate Miró-Quesada / Sebastián Salazar Bondy sobre abstracción y
compromiso en el arte.
Encuentro,
además, una segunda tensión, la que se da entre forma y función. Como los modernos de todos los tiempos, los
nuestros se vieron también a sí mismos como demiurgos, hacedores de un mundo
otro, en diálogo con los mensajes que les venían principalmente tanto de la Carta de Atenas (1943) y de L'Esprit Nouveau de Le Corbusier como de la
Bauhaus de Gropius y Mies van der Rohe y la arquitectura orgánica de Wright, e
inspirándose también en las formas y el mundo simbólico del Perú antiguo. Ese
mundo otro se hacía de viviendas familiares, conjuntos habitacionales,
edificaciones comerciales y administrativas, parques y trazado urbano, etc.
pero tenía, además, que estar poblado por objetos –como sillas, mesas, utilería
en cerámica y vidrio y mobiliario urbano- que pudiesen dialogar con el diseño
arquitectónico o urbanístico que los albergaba. Era necesario, además, para
diseñar y construir ese mundo otro, no solo aprovechar la variedad de
materiales que las nuevas tecnologías ponían al alcance, sino proponer y
difundir los diversos lenguajes de la modernidad (literario, artístico,
filosófico, arquitectónico, urbanístico, etc.) para constituir horizontes de
sentido e imaginarios colectivos que facilitasen la hegemonía de la propuesta
modernizadora. No es raro, por tanto, que los arquitectos que iniciaron el
camino hacia la modernidad en clave ilustrada se juntasen pronto con literatos,
artistas, filósofos, músicos, ingenieros y científicos sociales, ni que juntos
organizasen veladas culturales de diverso tipo (musicales, literarias,
filosóficas, etc.) y que hasta se atreviesen a lanzar un manifiesto, recurrir
al periodismo y embarcarse en la publicación de la revista Espacio.
Se trataba de constituir una vanguardia cuyo recurso
fundamental era, en definitiva, el lenguaje con sus diversas formas expresivas.
Desde el lenguaje era posible dar forma a lo nuevo y así proveer de
racionalidad a la realidad, pensaban los modernos ateniéndose al principio,
enunciado por Sullivan y recogido por Wright y los padres del modernismo
arquitectónico, de que la forma sigue a la función. La nueva realidad
necesitaba de un nuevo lenguaje para volverse inteligible y racionalmente
agenciable. Crear o adaptar ese lenguaje para dar forma a las nuevas
aspiraciones y demandas y gestionar desde él la realidad era el objetivo básico
de nuestra vanguardia.
Se adhieren, así, nuestros modernos a los viejos
ideales ilustrados del progreso, pero ya
en la versión decimonónica del funcionalismo que venía de la Filosofía zoológica de Lamarck y que se
emparentaba con el evolucionismo darwiniano. Probablemente no conocían que un
ilustre ingeniero peruano de comienzos del siglo XX, José Balta, había dicho
textualmente, ya en 1913, que “la
función crea el órgano”, debiendo entenderse en este caso por función la
exigencia de civilización que planteaba la realidad, y por órgano la ingeniería
en cuanto forma racional de respuesta a esa exigencia.
Para llevar a
cabo ese ideal, nuestros modernos tenían no solo que articular y consolidar su
propia “Agrupación Espacio”, carente de un liderazgo claro y decidido, sino
ganarse a los vacilantes del El
arquitecto peruano (la revista de Fernando Belaúnde) y enfrentarse a
quienes, desde la otra orilla, pugnaban por mantener las viejas maneras de
hacer arquitectura y ciudad, aunque revestidas ya de formas nuevas provistas
por el neoindigenismo ambiental y la colonialidad rediviva. Ardua tarea, diría
yo, para un grupo empeñoso de profesionales e intelectuales que no contaba con
más armas que el optimismo de la voluntad de cambio y la destreza en el manejo
de los juegos de lenguaje.
También a este
respecto, en la Agrupación Espacio y sus alrededores quedó instalada una
tensión de difícil agenciamiento entre
lenguaje y realidad. La realidad, a pesar de sus evidentes rasgos tradicionales,
estaba articulada a la modernidad pero en la condición de subalternidad y bajo
la lógica instrumental del proyecto moderno. El lenguaje propuesto por nuestra
vanguardia se atenía, por el contrario, a la lógica emancipatoria de la
modernidad. ¿Pero cómo hacer, desde una profesión de fe en el principio de que
la forma (el lenguaje) sigue a la función (la realidad) para que la forma cree
una realidad nueva y no se limite simplemente a hacer inteligible y gestionable
la realidad establecida? ¿Bastaba con explorar las dimensiones de la realidad
que eran no legibles con los lenguajes tradicionales, como lo comenzó a hacer
diestramente José Matos con sus estudios sobres las barriadas, que anticipaban
ya sus posteriores reflexiones sobre el desborde del Estado y la emergencia
popular? ¿O había que embarcarse, a contrapelo del principio básico del
funcionalismo, en una operación realmente demiúrgica de alumbramiento de una
realidad otra, llevando al lenguaje de la liberación a actuar como partera?
¿Bastaba, acaso, el lenguaje para emprender esa tarea? ¿No había que liberar a
la forma (el lenguaje) de su religamiento a la función (la realidad) para
convertirla en realmente liberadora? ¿No estaba, acaso, el lenguaje de nuestros
modernizadores atravesado también por las dinámicas del poder?
El
entrampamiento en esta y otras tensiones agotó las energías de nuestros
modernos de la Agrupación Espacio y su entorno y llevó a buena parte de sus
miembros, temprana o tardíamente, a tener que vérselas abiertamente con el
poder. El diálogo Martuccelli/Córdova abunda en testimonios a este
respecto.
Las tensiones
anteriores terminan concretándose en una tercera, la existe que entre cultura y política. No pocos de
nuestros modernos, como dije al inicio, eran conscientes de haberse situado en
la encrucijada entre el cuidar de sí y de la ciudad (ética y política) y
conocerse y expresarse a sí mismos (cultura). Es más, su ámbito inicialmente
preferente de intervención, el mundo de la cultura, era ya de suyo un campo de
batalla por el sentido. Pero en este caso, por la presencia preponderante de
arquitectos y urbanistas en las huestes de la modernidad, la pugna se refería
ya no solo al mundo simbólico y a los juegos de lenguaje sino a la necesaria
transformación de la realidad a través de la gestión del territorio y la dación
de forma racional al espacio. Ya en la batalla por el sentido, el grupo de los
modernos chocó con el poder en su dimensión simbólica y constructora de
subjetividad, pero este choque se hizo más estruendoso y se extendió a otras
dimensiones cuando se vieron afectados los intereses. Y evidentemente hacer
arquitectura y ciudad desde la racionalidad moderna y empeñarse en llevar cabo
una manera nueva de gestionar el territorio y el habitar, removió los cimientos
de los poderes ya no solo simbólicos sino sociales, políticos y económicos del
establecimiento.
Ante esta
situación, el grupo profesional de los modernos fue tomando conciencia de las dificultades
para lograr su propósito inicial sin intervenir directamente en política. El
proceso de esta toma de conciencia y de búsqueda afanosa de caminos de salida
de este entrampamiento se constituyó en un semillero de alternativas,
enrumbadas todas ellas hacia la intervención política en clave modernizadora.
Las fuentes de inspiración para este nuevo emprendimiento fueron varias, desde
el socialismo occidental y la social-democracia hasta el social-cristianismo y
un liberalismo tibio adornado con toques de la vieja ideología del mestizaje.
Se construyeron, así, varias opciones políticas (Movimiento Social Progresista,
Democracia Cristiana, Acción Popular), con un innegable airea de familia entre
ellas, o, como diría Goethe, con evidentes “afinidades lectivas” que Córdova se
encarga de recordarnos. Fueron, por otra parte, surgiendo liderazgos ahora ya
más definidos, aunque el único que se consolidó políticamente fue el de
Fernando Belaúnde. En el fondo, sin embargo, todos estos emprendimientos,
aunque relativamente diferenciados entre sí,
buscaban ser los portadores políticos de las demandas de los pobladores
urbanos y, en algún caso, el de Acción Popular, de los intereses de la
burguesía industrial urbana.
Pero, además de
las afinidades, había también en el sector de los profesionales de la
modernización diferencias sustantivas. Para mí, lo sustancial no estuvo en las
maneras diversas de hacer modernidad sino en la concepción misma del proyecto
moderno. Me fijaré solo en los dos extremos: el Movimiento Social Progresista y
Acción Popular. Reelaborando mensajes que le venían de los logros y las
limitaciones de la Agrupación Espacio, el Movimiento Social Progresista asume
la modernidad como un proyecto integral que tiene que ver tanto con la esferas
de la cultura como con los subsistemas
sociales, la construcción de la subjetividad y la vida cotidiana. No se trataba
solo de construir ciudad y de gestionar racionalmente el territorio, sino de
transformar, en clave moderna y de manera plena, las estructuras básicas del
habitar. En el caso de Acción Popular, por el contrario, la modernidad es
asumida como un conjunto, no siempre articulado, de programas de modernización
del Estado y de algunos aspectos de los subsistemas sociales. Hasta podría decirse
que Acción Popular tenía puesta su mirada más en el construir que en el
habitar, más en la lógica instrumental que en la lógica emancipadora de la
modernidad. Esta lectura y esta práctica recortadas del proyecto moderno son
las que, finalmente, se impusieron y abrieron un camino que, después del
paréntesis reformista de Velasco y de la deriva sin rumbo de García, desembocó,
bajo los ojos vigilantes de organismos multilaterales, en el neoliberalismo,
para el que la modernidad no es ni siquiera un programa sino un asunto de
disciplina fiscal y financiera. Y, así, la narrativa englobante y liberadora de
la modernidad, de la que fueran portadores nuestros profesionales modernos de
mediados del siglo pasado, termina, como predijera tempranamente Max Weber, encerrada
en la “jaula de hierro” de la disciplina fiscal.
Coincidencias y diferencias
Si nos atenemos
a lo que los libros aquí comentados nos narran, podemos afirmar que, desde
inicios de la segunda mitad del siglo XX, comenzando incluso con el gobierno de
Bustamante y Rivero (1945-1948), se fueron constituyendo en el Perú dos “nuevos”
sujetos colectivos portadores de modernidad: los provincianos que comenzaron a
poblar las ciudades, especialmente Lima, y un grupo empeñoso de profesionales,
intelectuales y artistas ya de antiguo urbanos. Estos dos sujetos colectivos se
encuentran en la ciudad, pero la
ciudad es para ellos no solo el escenario más propicio sino la actora
protagónica de los proyectos de transformación de las condiciones de existencia
social en clave modernizadora. He aquí una primera coincidencia entre ambos
grupos. Esta compartida atribución de protagonismo a la ciudad tiene, por
cierto, que ver con las migraciones de las que Matos Mar da cuenta
minuciosamente, pero está también relacionada con la paulatina conformación de
un lenguaje urbano que, heredero la racionalidad moderna, va instalándose en
los ámbitos profesionales, artísticos, científico-técnicos, filosóficos y hasta
políticos, y haciendo posible que la ciudad se hable a sí misma. En la
elaboración y socialización de ese lenguaje, la Agrupación Espacio desempeñó el
papel de semillero de alternativas y la literatura, especialmente la narrativa,
se encargó de dar categoría artística al lenguaje urbano moderno y de refigurar
simbólicamente los dolores de parto del hacer ciudad a la moderna.
En el hacer
ciudad se advierten, sin embargo, diferencias
significativas entre los sujetos colectivos mencionados. Para los nuevos
pobladores urbanos, el hacer ciudad, como José Matos subraya reiteradamente, responde
a la búsqueda de oportunidades y a demandas acumuladas de justicia, equidad y participación
ciudadana, mientras que para los profesionales de la modernidad, como queda de
manifiesto en las conversaciones entre Córdova y Martuccelli, de lo que se
trata es de racionalizar el habitamiento y de dotar a los habitantes urbanos de
lenguajes apropiados para que puedan hablarse a sí mismos, a lo que hay que
añadir la preocupación por proveer a los nuevos pobladores de la ciudad de
viviendas y espacios de convivencia dignos. No es raro, por tanto, que Matos lea
optimistamente el desborde en términos de emergencia de una sociedad nueva y
hasta de un nuevo pacto social, ni que los profesionales, con similar
optimismo, vean en la racionalización de los lenguajes para construir ciudad como
la vía de acceso hacia la modernidad.
En uno y otro
caso, el optimismo tiene, en el fondo, el mismo origen y choca con las
mismas limitaciones. Con respecto a las limitaciones diré solamente que tanto
el lector de la emergencia –téngase en cuenta que Matos fue cercano a la
Agrupación Espacio y miembro conspicuo del Movimiento Social Progresista- como
los racionalizadores prestaron escasa atención a lo que estaba ocurriendo más
allá de los linderos de la ciudad, en el mundo rural y en los circuitos
transnacionales del capital, y, por otro lado, tuvieron poco en cuenta que eso
que estaba ocurriendo tenía también sus representantes en la propia ciudad.
En cuanto al
origen del optimismo, creo que en ambos casos es la vieja idea de progreso, una idea por la que venían ya
doblando las campañas desde inicios del siglo XIX y de cuyas cenizas nació la
de desarrollo y luego la de subdesarrollo. Dentro de este horizonte de sentido,
asumido como normativo, la potencialidad para transformar el desborde popular en
reconciliación definitiva Estado/sociedad es atribuida no ya a una clase social
con perfiles definidos sino a ese conglomerado variopinto de los nuevos
pobladores urbanos; mientras que los profesionales del lenguaje (arquitectónico,
urbanísticos, artísticos, etc.) se atribuyen a sí mismos la capacidad de
introducir la racionalidad en la articulación del territorio y,
principalmente, en la construcción y
gestión de la ciudad. En el primer caso, el progreso se entiende, principalmente,
como satisfacción de demandas de servicios públicos y crecimiento económico; en
el segundo, el progreso se piensa como racionalización de las maneras de hacer país
y ciudad y de proveer a sus hacedores de herramientas teóricas y simbólicas para
diseñar ese proceso y darle capacidad expresiva. Podría decirse que a los
primeros les sobraba movimiento y les faltaban organizaciones permanentes e
ideas regulativas, y a los segundos les sobraban propuestas reguladoras y les
faltaban liderazgos decididos y acogida
social. La presencia, al mismo tiempo y en el mismo espacio, de este conjunto
de variables podría ser haber sido leída como anuncio de desasosiego si se
hubiese producido el encuentro fecundo entre ellas. La primera tentativa de
encuentro, la que protagonizó Belaúnde, en el ámbito político con Acción
Popular y en el social con Cooperación Popular, terminó siendo un “parto de los
montes”. Como en la fábula de Esopo, las señales de desasosiego y
estremecimiento terminaron dando a luz a un ratoncillo que no le hizo mella
alguna al sistema. Poco después, sin embargo, un segundo intento, el de
Velasco, recogiendo viejas demandas expresadas ahora con el nuevo lenguaje de
la teoría de la dependencia, sí se propuso construir las bases de un
Estado-nación moderno. Los “progresistas” populares de la “periferia” urbana
oscilaron entre el apoyo entusiasmado y la reticencia, si no la oposición, con respecto a las reformas del gobierno
militar, mientras que los profesionales, especialmente los que habían
participado en el Movimiento Social Progresista prestaron sus capacidades, que
no eran pocas, para el diseño y la realización del proyecto reformista de
Velasco (Matos estuvo entre los que se abstuvieron). Pero, independientemente
de las debilidades del proyecto velasquista, que las tuvo, los tiempos no daban
para pensar en Estados-nación. El progreso, vestido ya de desarrollismo, era
hechura no tanto de las burguesías “nacionales” cuanto de los centros de
control y acumulación del capital para terminar de construir el sistema-mundo,
articulando, en la condición de subordinadas, las economías de la periferia. Desde
la perspectiva del progreso convertido en desarrollo, la satisfacción de las
demandas populares no podía ser ya sino consecuencia del crecimiento económico,
y el bienintencionado racionalismo de los profesionales no daba para a escapar
del predominio de la racionalidad instrumental que subyace a la dogmática del
crecimiento.
En cualquier caso, lo
cierto es que, sumada a procesos no considerados en los libros comentados, la
acción de los nuevos pobladores urbanos y de los profesionales de la
racionalidad moderna contribuyó significativamente a urbanizar el país y, en
vieja expresión de José Matos, a “ruralizar la ciudad”. Para terminar, me
pregunto retóricamente, porque sé que esta pregunta no puede tener respuesta,
¿qué sería el Perú hoy si de veras hubiesen trabajado de consuno estos dos
actores sociales? Sí se puede, sin
embargo, afirmar que el hecho de que esa co-operación no se produjera se suma a
la lista de “oportunidades perdidas” que puebla desde antiguo nuestra historia.
Que importante es que estos conocimientos puedan difundirse de manera pública y felicito al Dr Lopez Soria por tan importante accion.
ResponderEliminarMe quedan dudas y cuestionamientos luego de leer el artículo con respecto a los arquitectos de la llamada arquitectura moderna en el Perú
¿Es posible denominarlos modernos solo porque se introdujo a imitación las formas venideras de la arquitectura europea de 20 años atras? Se entiende que hay un nuevo aire , nuevas ideas , una busqueda de tecnología y racionalidad , pero ¿era logico que estas se hallan escogido desde la imitacion formal? ¿cual fue el aporte como objeto arquitectonico en cada caso? Salvo la Facultad de Arquitectura-UNI, los escritos de Cartucho Miro Quezada , la casa Wiracocha y algun otro intento por reinterpretar nuestro legado cultural no encuentro razones tangibles (llamese obra arquitectonica) que refleje la motivación ,el pundonor , la rebeldía ideológica de los arquitectos mencionados en el artículo.
De igual modo puede haber arquitectura moderna en una sociedad que aun no es moderna hasta el dia de hoy.
¿Es necesario ser moderno ( llamese ruptura con el pasado) en un país que su mayor riqueza esta ubicada en ese escenario?
Gracias por tan importante medio de difusión como este blog
Estimado amigo anónimo:
ResponderEliminarTe contesto tarde porque he tenido problemas con mi computadora.
Gracias por la felicitación. Recuerda que doy cuenta de dos perspectivas de modernización, la de los profesionales urbanos y la de los sectores populares. La primera se expresa, como dices bien, en algunas obras de arquitectura y en trazados urbanísticos; la segunda se manifiesta en las llamadas "barriadas". Pero, además del fruto constructivo y urbanístico (que no es abundante, si excluimos las barridas), los modernizadores de uno y otro lado abrieron perspectivas nuevas en política, ideología, arte, cultura, educación, etc. Desde entonces, Lima no es lo que fue hasta entonces e incluso el Perú cambió sustantivamente en la segunda mitad del siglo XX: se inició un proceso fallido de industrialización, la vieja oligarquía terrateniente perdió poder, se hicieron presentes en la política las clases medias y populares ... aunque también es cierto que, desde finales de siglo, la burguesía de las finanzas, la minería moderna y las transnacionales se hicieron del poder que mantienen hasta ahora.
Me alegra que mi reflexión te haya provocado preguntas y dudas. De eso se trataba.
José Ignacio López Soria