REVISTA
DE CRÍTICA LITERARIA
LATINOAMERICANA
Año XLV, No 89. Lima-Boston, 1er semestre de 2019, pp. 11-33
BUSCANDO LA PERUANIDAD EN 7 ENSAYOS
José Ignacio López Soria
Universidad Nacional de Ingeniería, Lima
Resumen
Después de presentar la estructura conceptual, la perspectiva ética
y el compromiso político
desde los que se escriben
los textos incluidos
en 7 Ensayos, se analiza
lo que Mariátegui entiende, critica y propone como “peruanidad”. En vez
de seguir el esquema del libro, se procede
conforme a las etapas de la historia
del Perú, considerándose en cada caso el proceso
de constitución de la sociedad, las fuentes de provisión
de sentido y la representación política. Desde el inicio, el autor
supone que la nación peruana,
la peruanidad, es una realidad
inacabada. Los trabajos incluidos en 7 Ensayos son
todos ellos aportes
de aspectos y perspectivas para enriquecer esa realidad
y hacerla justa y equitativa.
Palabras clave:
Mariátegui, 7 Ensayos, nación
peruana, “peruanidad”.
Abstract
After presenting the
conceptual structure, ethical
perspective, and political commitment pertaining to the perspective from which the 7 Essays are written, I analyze and criticize what Mariátegui proposes as “Peruvianness”. Instead
of following the
outline of the book, I proceed chronologically throughout the stages of Peru’s history, considering, in each case:
the process of societal constitution, the sources for the provision of meaning, and the political representation. From
the beginning, the author assumes
that the Peruvian
nation, “Peruvianness”, is an unfinished reality. The works
included in 7 Essays are all
contributions of aspects and perspectives to enrich that reality and make it fair and equitable.
Keywords: Mariátegui, 7 Essays, Peruvian nation,
“Peruvianness”.
1. Introducción
Principalmente
en 7 Ensayos de interpretación de la realidad
peruana (1928), pero también
en otros trabajos, como en los artículos luego reunidos en Peruanicemos al Perú1, José Carlos Mariátegui califica al proyecto nacional peruano
de deformado e inacabado, y convoca a rediseñarlo y a comprometerse con su realización. Antes de dar cuenta
de los detalles de esa concepción de la peruanidad y de la mencionada
convocatoria, en lo que consiste
lo esencial de los escritos mencionados, propondré algunas
consideraciones previas acerca
de la perspectiva mariateguiana de abordaje de estos temas
y, por tanto, sobre la metodología utilizada, la forma
expresiva, el horizonte de significación en el que se inscriben las categorías conceptuales que organizan la visión,
y la finalidad que el autor se propone lograr
con sus ensayos. Procederé así porque considero que conocer este andamiaje, que el
autor mismo se encarga de hacer explícito, es fundamental para
comprender su visión
del Perú y sentirse comprometido con la tarea a la que
convoca.
Sobre Mariátegui y su obra son innumerables los estudios publicados. En este caso concreto, sin desmerecer lo mucho que ya se ha
indagado, me atendré exclusivamente a los textos
mismos de Mariátegui, organizando –según las
categorías conceptuales que explico en el
parágrafo siguiente– el contenido que
me interesa resaltar
de 7 Ensayos en
tres apartados: la “dación de forma” a la sociedad, la “provisión de sentido” a través de las expresiones simbólicas, y la “puesta
en escena” o representación política.
2.
Consideraciones preliminares
En
esta primera parte voy a referirme a las categorías histórico- filosóficas que sirven de soporte a los ensayos de
Mariátegui y, en general, al horizonte de sentido en el que ellos se inscriben.
Es evidente que 7 Ensayos no es una aséptica radiografía de la época ni un conjunto
de estudios históricos sobre diversos aspectos de la realidad peruana.
Veo en 7 Ensayos una aproximación herme- néutica a cómo esa realidad ha llegado a ser lo que es;
un análisis, de trazo
fino y grueso a la vez, de cómo se articulan sus diversos
1 Dada la frecuencia con que citaremos
estos dos libros, nos referiremos a ellos en las notas
de la manera siguiente: 7 Ensayos
de interpretación de la realidad peruana: 7E; Peruanicemos al Perú: PP. En el texto
mismo, nos referiremos al pri- mero
abreviando el título a 7 Ensayos.
componentes para constituir una realidad
multiforme e inacabada; una presentación, axiológicamente vinculada, de la lucha agónica
en- tre los elementos crepusculares y los aurorales que ella contiene; y, en fin, una convocación a comprometerse con esa lucha
del lado de las
fuerzas aurorales que están ya presentadas y no solo presentes tanto en
el ámbito poblacional y socioeconómico como
en el horizonte de
significación y en la escena política.
Enlazar todas estas facetas
de la realidad y del mundo de la vida no
parece posible sino a través
del ensayo, esa forma expresiva que se mueve con
soltura entre la ciencia, el arte y la retórica, y que, como expresa
Mariátegui, recurriendo a Nietzsche2, permite expresar ideas, sentimientos y quereres con trazos sueltos que,
sin pretenderlo, se convierten en un libro. De hecho, así ocurrió, como el propio autor
lo da a conocer en más de una oportunidad, en el caso
de 7 Ensayos.
Esta manera de aproximación y de incorporación a la realidad his- tórica, con la mirada puesta no en reconstruirla al modo de la histo- riografía ad usum, sino en pensarla conceptualmente, sentirla viven- cialmente, refigurarla artísticamente, transformarla políticamente y
hasta soñarla exige no solo
diligencia cognoscitiva (que
contrasta con la pereza
mental criolla), sino una sensibilidad moral (PP 30), un po-
sicionamiento ético-político, un “imperioso mandato
vital”, todo lo cual
es ajeno al positivismo ambiental que postula el carácter axioló- gicamente desvinculado del trabajo historiográfico. De sí mismo,
Ma- riátegui dice: “Soy,
por una parte,
un modesto autodidacta y, por otra, un
hombre de tendencia o de partido,
calidades ambas que yo he sido
el primero en revindicar más celosamente” (PP 145).
Cuando la mirada a la realidad trata de trenzar
articuladamente las perspectivas cognoscitiva, sensitiva, volitiva,
artística, ética y política lo que interesa no son tanto
los dramatis personae (PP 58),
el mundo de la escenificación política
y sus actores, cuanto lo que Mariátegui llama “el argumento de la historia” (PP 58),
las raíces de los procesos
his- tóricos, el “lirismo” (PP 63)
de hacer historia,
el “derrotero espiritual”
2 “Gelöbnis. Ich will keinen Autor mehr lesen,
dem man anmerkt, er wollte ein Buch machen: sondern nur jene,
deren Gedanken unversehens ein Buch wurden”. En Nietzsche, Friedrich (1880). Der Wanderer und sein Schatten. Aforismo
121. [Traducción personal
libre: Promesa. Yo no quiero más leer a ningún autor del que se nota que quiso hacer un libro, sino solo a aquel cuyos pensamientos
se conviertan de manera imprevista en un libro].
de un pueblo
(PP 141) y su “valores signos”
(PP 145). Presentando el libro De la vida inkaica
de Valcárcel, que se publicara
en 1925, Mariá- tegui sostiene que el valor interpretativo del libro no queda mellado por su lirismo. La tesis de la objetividad de la historia –sentencia Ma-
riátegui sin asomo de rubor–
es deleznable, artificial y ridícula. Las mejores reconstrucciones históricas están repletas
de lirismo. “La his-
toria, en gran proporción, es puro subjetivismo y, en algunos
casos, es casi poesía”
(PP 63). Lo que interesa es la visión
abarcadora, no el detalle; interesa el espíritu
que anima a una época. Ese espíritu
es el alma de la tradición, pero entendiendo por tradición no un conjunto de reliquias que hay que conservar en los museos,
sino una heredad, un patrimonio, un conjunto
de mensajes que nos vienen
de nuestros antepasados3, nos constituyen como comunidad histórica y nos invi- tan a una permanente renovación (PP 117). Por
eso, “La facultad de pensar la historia
y la facultad de hacerla
o crearla, se identifican. El revolucionario tiene del pasado
una imagen un poco subjetiva acaso, pero animada y viviente… Quien no puede imaginar el futuro, tam- poco puede, por lo general, imaginar
el pasado” (PP 119). El pro- fundo
respeto que a Mariátegui le inspira la tradición es lo que le mueve a rechazar a los tradicionalistas, los pasadistas, aquellos
que entienden la tradición como algo inamovible, como herencia de pre-
ceptos, como fuente de legitimación del orden existente y, por tanto, como fundamento de la idea
regulativa de que lo que es (el orden existente) coincide con lo que debe ser (el orden de existencia).
El término que
acabamos de mencionar, “dramatis personae”
(ac- tor), alude a lo que llamamos “la política”, es decir, la representación
visible de los efectos del pactum subjectionis (pacto de sujeción), en ter- minología de los albores de
las teorías modernas de la democracia (Vitoria, “De la potestad civil”, 1-35; Suárez,
“Tratado de las leyes y de
Dios legislador”, T. III, cap.
I y ss.), o la mise en scène, la puesta en escena de la gestión
de la convivencia social, en términos de la filo- sofía política actual (Lefort
39). En cualquier caso, la política es en- tendida como “representación” escénica
de intereses y pasiones no siempre visibles para el espectador. De
hecho, dirá Mariátegui, el
3 Recogemos del filósofo
italiano Gianni Vattimo
la idea del pasado como conjunto de mensajes con los que dialogar en el presente. Vattimo trata de este
tema en muchas de sus obras. Ver,
por ejemplo, “El fin de la modernidad” (108).
criollo se ha habituado, por pereza mental,
a prescindir del argumento
de la historia para contentarse con el conocimiento de sus dramatis
personae (los personajes de la escena
política). Más que los actores
y que la representación misma, a Mariátegui le interesan las
raíces de la formación social peruana, los verdaderos artífices
de esa gesta, los valores emblemáticos que los animaron y el derrotero espiritual que
siguieron, y todo ello con la manifiesta intención de proveer
de sen- tido a su compromiso político. Es decir,
en terminología de Schmitt
(53 y ss.) y de Lefort (39), aquello que le interesa
a Mariátegui en 7 Ensayos y en los trabajos reunidos en Peruanicemos al Perú es
el ámbito de “lo
político” o de la mise en forme (la
dación de forma)
de lo social4 y su mise en sens
(provisión de sentido). Dicho a su manera, lo que le preocupa es cómo desde
la economía se construye lo social, porque “Razonar sobre economía es siempre razonar
políticamente, pero pa- sando de lo formal a lo sustancial” (PP 136).
Aplicando estas categorías a los trabajos
de 7 Ensayos advertimos que cuatro de ellos
(los referidos a la economía, el indio, la tierra y la
organización territorial) están preferentemente relacionados con la conformación o dación de forma a la sociedad, es decir con el mundo de “lo político” o pactum societatis, la manera de organizar la sociedad
y de articular las relaciones sociales, mientras que los otros
tres ensa- yos (los
referidos a educación, religiosidad y literatura) están más re- lacionados con la mise en sens, el mundo simbólico provisor de sentido. Conviene añadir que el ensayo “Regionalismo y centralismo” cabe también en la categoría de la
“puesta en escena” (mise en scène) o
mundo de la política por
sus frecuentes referencias a la relación entre organización territorial y poder. Por lo demás,
también en el resto de los
ensayos se encuentran anotaciones sueltas sobre
la política. Pero no
deja de ser significativo que un hombre
como Mariátegui no de-
dique un solo ensayo a “la política”
en el sentido de “puesta
en es- cena”, aunque
ninguno de los ensayos deja de ser político.
Para Mariátegui, entre los tres ámbitos
mencionados (conforma- ción de la sociedad, provisión de sentido
y organización política) hay
4 Lo que en terminología de los inicios
de la filosofía política moderna
(Vito- ria, Suárez) se llamaba
pactum societatis o pactum unionis
(pacto de unión
para cons- tituir la sociedad). Es sabido que la filosofía política moderna viene de muchos autores, entre los que sobresalen
Maquiavelo y Hobbes.
evidentemente
una relación. No pocos de sus trabajos están precisa- mente dedicados
a desentrañar esa relación. Pero no lo hace bajo la
pareja categorial causa/efecto, que terminaría desembocando en el reduccionismo mecanicista de la de teoría
del reflejo, sino más bien desde la perspectiva de la categoría, sugerida pero no explicitada, de copertenencia, que supone una relación
mutuamente performativa pero no jerarquizada entre las tres dimensiones de lo social.
Supuestas estas anotaciones
generales, veamos ahora bajo qué orientaciones
teórico-metódicas se acerca
y se incorpora Mariátegui
a la
realidad peruana. En primer lugar, advierte que el horizonte
de sentido de su época está atravesado por visiones solo parciales de la
realidad peruana. Del Perú, dice, tenemos estudios
parciales de ex- ploración histórica, pero “no
tenemos todavía ningún
trabajo de sín- tesis” (PP 33).
Consciente de esta
falencia, la nueva
generación se ha propuesto unir esfuerzos y capacidades para
poner en marcha
un pro- grama de estudios sociales
y económicos. “El proyecto en gestación
quiere que algunos intelectuales, movidos
por un mismo
impulso his- tórico, se asocien en el estudio
de las ideas
y de los hechos sociales y económicos. Y que apliquen el método científico al examen de los
problemas peruanos” (PP 55).
Por método científico entiende Mariá-
tegui aquel que atribuye importancia al mundo de la economía. La economía no lo explica
todo, pero sí las raíces
de una formación so- cial. “No es posible
–dice– comprender la realidad peruana
sin buscar y sin mirar el
hecho económico” (PP 61). En el hecho
económico Mariátegui ve la clave para entender las diversas fases
del proceso histórico. Pero
en el mundo de la economía lo realmente importante es el trabajo, el “capital
humano”, como se muestra claramente en Norteamérica, en donde más
que al oro
el progreso se debe al empe-
ñoso trabajo de judíos, puritanos y místicos expulsados de Europa (PP 67-71). La nominación de esos trabajadores haciendo referencia
a sus creencias permite suponer
que para Mariátegui el móvil para
el trabajo productor de progreso no está en el afán de acumulación de riqueza (la
auri sacra fames de
Weber, 8 y 52), sino
en postulados éticos enrizados en creencias religiosas.
En
nuestro caso, las interpretaciones de la historia
del Perú pres- cinden de la economía. Los historiadores se ocupan solo
de los agen- tes de la política
criolla (dramatis
personae), como si ellos fueran
los forjadores de la realidad. “No
se esfuerzan por
percibir los intereses
o pasiones que
el personaje representa. Mediocres caciques, ramplo- nes gerentes de la política criolla
son tomados como
forjadores y ani- madores de una realidad
de la cual han sido modestos y opacos ins- trumentos. La pereza mental del
criollo se habitúa
fácilmente a pres- cindir del argumento de la historia
peruana: se contenta con el cono- cimiento de sus dramatis personae” (PP 58).
Frente a esta historiografía, hija de un positivismo más ideológico
que metódico, la nueva generación, portadora de signos aurorales, acoge el materialismo histórico para comprender la historia desde
el hecho económico. Mariátegui está convencido de que “en el plano económico se percibe siempre
con más claridad
que en el político el sentido y el contorno de la política, de sus hombres
y de sus hechos” (7E 25). Busca,
por ejemplo, la subestructura feudal
de la historia co-
lonial (PP 100-103) y analiza cómo esa base se mantiene
durante la República. Por otra parte, se atiene al realismo
y trata de ofrecer vi- siones totalizadoras, siguiendo el camino abierto
por Francisco Gar- cía Calderón, Víctor Andrés
Belaúnde, Manuel Vicente Villarán y
José Antonio Encinas, pero va más allá que estos pensadores en cuanto que se pregunta
por el Perú de antes de la Conquista e incor-
pora al indio y su entorno andino
como agente y escenario de la for- mación nacional.
En
cuanto a la acentuación de la importancia de la economía
en la historia, es significativo el avance logrado por César Antonio
Ugarte (v. Bibliog.), pero el resultado –piensa
Mariátegui– es todavía demasiado medido, demasiado prudente, no denuncia la subsistencia
de la subestructura feudal ni la falta
de interés de la burguesía feuda- lizada por el desarrollo industrial, y, además, el autor considera unila- teral la interpretación marxista de la historia (PP 100-103).
Si
el trabajo de Ugarte es una señal
de que algo comienza a cam-
biar, los estudios y posicionamientos de Luis E. Valcárcel, Hilde- brando Castro
Pozo, Jorge Basadre,
Julio C. Tello,
Abelardo Solís, Pedro Zulen,
Dora Mayer y Luis Alberto
Sánchez, en el terreno de las ciencias
sociales y la crítica literaria, son valorados por Mariátegui
como ejemplos de una generación que, dialogando críticamente con el pasado, explora
posibilidades de construir un futuro diferente. Eso mismo se advierte
en el mundo de la creación literaria, en el que se
recuerdan la socarronería de R. Palma, las denuncias de Clorinda Matto y el verbo
encendido de González
Prada y se sostiene, además,
que la literatura que asoma con López Albújar
y Eguren y se fortalece con Valdelomar, Falcón, Spelucín, Adán, Vallejo, Portal
y tantos más va
configurando un nuevo
mundo simbólico que recoge la voz de los
que estuvieron siempre presentes, pero nunca fueron presentados5. Este vanguardismo “busca para su obra materiales más genuinamente
peruanos, más remotamente antiguos” (PP 74), pero
también más re- volucionarios porque se adhiere
a la idea de que, frente a los nacio- nalismos ramplones y retrógrados, “Lo más nacional
de una literatura es siempre lo más hondamente revolucionario” (PP 76). Siendo el Perú todavía “un
concepto por crear” (PP 121) y siendo
necesario superar las limitaciones que el medio
impone, Mariátegui considera que el nacionalismo que la nueva
generación quiere construir es un nacionalismo que,
por un lado, incorpora al indio, al pasado incaico y al mundo andino,
y, por otro, se alimenta
de cosmopolitismo y de
ultramodernismo, recoge sin crítica la creatividad de la construcción europea de nación, admira
el espíritu emprendedor de los hacedores de la América anglosajona, juzga
con displicencia la cortedad de miras
de nuestros colonizadores y sus seguidores criollos y condena
sin am- bages sus prácticas opresivas, y, finalmente, huyendo
de abstraccio- nes inocuas
y de retóricas intrascendentes, confiesa abiertamente que
“el idealismo social
para ser práctico, para no agotarse
en un esfuerzo romántico y anti-histórico, necesita apoyarse concretamente en una clase y en
sus reivindicaciones” (PP 82).
Como puede advertirse, el horizonte de sentido que rodea a Ma-
riátegui es visto por este
como constituido por fuerzas crepusculares, que están estancadas en el pasado
colonial, y por nacientes fuerzas aurorales que valoran la etapa prehispánica de la historia peruana, in-
corporan al indígena y al mundo andino
en su visión del Perú,
buscan enriquecerse con perspectivas
artísticas e histórico-filosóficas de más allá del mundo hispánico, y ven en la respuesta a las aspiraciones de los trabajadores el camino para
concretar los afanes
de renovación.
5 Recojo la idea de la diferencia entre estar presente
y estar o ser presentado de Badiou (63).
3.
Componentes de la peruanidad
3.1. Incanato
Parece innecesario recordar que el
poco desarrollo, no fortuito, por cierto, de los estudios
de la época entonces llamada
“prehispá- nica” y hasta
“prehistórica” hace que
Mariátegui no pueda
extenderse en lo relativo al Perú antiguo.
En cuanto a la puesta en forma de
la sociedad incaica apunta solamente que la economía, base
de la formación social, “brotaba
es- pontánea y libremente del suelo y la gente peruanos” (7E 13). Es cierto que “la organización colectivista, regida por los Inkas, había
enervado en los indios el impulso individual, pero había desarrollado extraordinariamente en ellos […] el hábito
de una humilde
y religiosa obediencia a su deber
social” (7E 13). De hecho, “el trabajo colectivo, el esfuerzo común, se empleaban fructuosamente en fines sociales” (7E 13) por la “tendencia natural de los indígenas al comunismo” (7E
15). El Perú de entonces era una formación social esencialmente agra- ria, comunitaria y socialista. La tierra, de donde vienen
todos los bie- nes, era la madre común. Puede
hablarse, por tanto, de un comu- nismo agrario (7E 54)
asentado sobre dos pilares: la propiedad colec- tiva sobre las tierras,
aguas, pastos y bosques, y la tradición del trabajo
comunitario.
La provisión de sentido viene de un colectivismo
teocrático y
materialista (7E 164), sostenido por creencias mágicas, panteístas, animistas y totémicas, que Mariátegui interpreta más como un con-
junto de preceptos morales o ideas regulativas del comportamiento que como
una metafísica. La religiosidad y sus prácticas son gestio- nadas desde
el Estado y sostienen una disciplina social
que se mani- fiesta en prácticas y ritos de carácter agrario,
artístico y curativo. Se puede, por tanto,
afirmar que “el culto estaba
subordinado a los in-
tereses sociales y políticos del Imperio” (7E 165), que “la religión no era sino uno de los aspectos de esta organización [social y política]” (7E 169). Desde
este espíritu panteísta, agrarista y más proclive a la
cooperación que a la guerra,
no es raro que la dominación sobre los
vencidos no supusiese la eliminación de dioses y ritos locales,
sino más bien su incorporación al pantheon
del imperio y sus prácticas ri- tuales. En esta articulación entre el mundo simbólico y la dinámica del poder está precisamente la
capacidad del primero para desem-
peñar la función
de legitimación del orden existente y de provisión de sentido a las prácticas sociales.
Con
respecto a la política
o puesta
en escena del orden social,
lo único que destaca Mariátegui, recogiéndolo de Valcárcel, es que, pese al dominio hispánico, aún siguen “intactas… las raíces de la sociedad inkaica” (7E 215).
Esas raíces son todavía los “naturales cimientos biológicos” (7E 215) para crear un nuevo orden, un
orden más pe- ruano, más
auténtico, una unidad
nacional asentada “sobre
un sólido cimiento de justicia social”
(7E 216) y una mayor relevancia del po- blador
indígena y su espacio, la sierra andina.
Mariátegui no sueña en restaurar el imperio de los incas.
Pero lo que sí hace es, primero, buscar en el Incario el origen de la peruani- dad; segundo, incorporar en su conformación de manera plena
tanto el espacio andino
como la herencia
de la civilización incaica, las
tra- diciones locales y, muy especialmente, al indígena; y, tercero, recoger para su proyecto de nación socialista el espíritu asociativo, laborioso y cooperador del poblador andino.
3.2. Colonia
Lo
primero que Mariátegui señala es que “la Conquista escinde la historia del Perú” (7E 13),
“Interrumpió bruscamente el proceso au- tónomo de la nación quechua” (7E 37, nota 1). En el ámbito de la conformación social, los conquistadores destruyeron la forma de sociedad establecida y atentaron contra
el espíritu colectivista que la sostenía, y, así, “Rotos
los vínculos de su unidad,
la nación se disolvió
en comunidades dispersas” (7E 13). Esta destrucción de la institucio- nalidad vigente
y de las formas básicas
de la vida social facilitó la im- plantación de la feudalidad y, con ella, del pillaje
y la explotación a través de una “empresa militar y eclesiástica más que política y eco- nómica” (7E 14).
Comienza, así, una
organización de tipo
feudal para la explotación de
la tierra y de la minería sobre la base del trabajo servil y luego esclavo
en beneficio del colonizador y de la corona es- pañola.
El componente hispánico autor de esta “hazaña” no es un verda-
dero colonizador; no llega, como
el pionero puritano, para apropiarse de
la tierra que él mismo puede cultivar, acumular conocimientos prácticos y llevar una vida ascética que le permita
reinvertir parte sus- tantiva de su ganancia. España no aporta
verdaderos colonizadores
sino caballeros del “Medioevo católico” (7E 170), que “convirtieron la minería, con la práctica de las mitas,
en un factor de aniquilamiento del capital humano y de
decadencia de la agricultura” (7E 61).
De España llegan soldados, además de clérigos, cortesanos y doctores, ávidos todos ellos de enriquecerse pronto
explotando directamente al indígena
y luego al esclavo africano, o viviendo de la provisión de legitimidad y de legalidad a esa explotación. Solo los dominicos y principalmente los jesuitas supieron
aprovechar y explotar sabida- mente “la tendencia natural
de los indígenas al comunismo” (7E 15) y su disponibilidad y capacidad para el aprendizaje de técnicas pro- ductivas y para la adecuación a formas de vida atenidas
a normas. El arrinconamiento de estas experiencias impidió que se echaran las ba-
ses de la burguesía industrial. Se prefirió la explotación de recursos
agotables, como la minería, y, en cuanto
a la agricultura, la propiedad comunitaria indígena pasó a manos
de españoles y criollos, converti- dos en encomenderos. Se crean, así los grandes
fundos “cultivados por los indios bajo una organización feudal” (7E 64).
La
sociedad que los españoles fueron
constituyendo explota los recursos mineros andinos, le resta importancia a la agricultura, le atri- buye centralidad a la costa
e implanta la feudalidad. Esos cambios no quedaron sin consecuencias en las formas
de vida y en la salud de la
población aborigen. La feudalidad despiadada,
denuncia Mariátegui, “destruyó la sociedad [comunidades] y la economía inkaicas, sin sus- tituirlas por un orden
capaz de organizar progresivamente la produc- ción.” (7E, 45) o “por una economía de mayores rendimientos” (7E 55). Terminó
imponiéndose una organización social de tipo feudal
con injerto de elementos esclavistas, que valora más
los recursos na- turales que el trabajo
humano y que
no se atiene a las
formas iniciales del naciente capitalismo moderno. En el caso concreto del
Perú, Es- paña aportó
medievalismo, no modernidad: “sobre los residuos dis- persos, sobre los materiales disueltos
de la economía y la sociedad
inkaicas, el Virreinato había edificado un régimen aristocrático y feu- dal” (7E 110-111).
¿Cómo legitimar y proveer de sentido a una formación social
en
la que conviven sin entenderse indígenas y conquistadores, a los que se
añaden esclavos y gentes de diversas castas?
Mariátegui se refiere a tres fuentes de legitimación: la educación, la religión y la literatura. La educación, destinada
a los hijos de la aristocracia española
e
incaica, estaba destinada esencialmente a la formación de funciona-
rios, clérigos y doctores para gestionar el sistema, proveerle de nor- mas y legitimar el sometimiento, contribuyendo, así, a la conforma-
ción y sostenimiento de una sociedad feudalizada.
La
religión, pese a que Mariátegui considera que puede ser una
fuente de creatividad, renovación y progreso (pioneros americanos, místicos españoles, reducciones jesuíticas) y de denuncia de abusos
(Las Casas), los españoles la utilizaron para
destruir cultura, obstruir rebeldía, fortalecer sometimiento y legitimar poder.
Y es que los pre- dicadores no llegaron de la España
aguerrida de la Conquista, sino
de la España de la Inquisición, la decadencia, la molicie y el ocio
sensual, es decir, de una España teocrática que legitima el latifundio bajo el
ropaje de la protección de la encomienda. Se trataba ya de un catoli-
cismo que, “como concepción de la vida
y disciplina del
espíritu, ca- recía de aptitud para crear en sus colonias
elementos de trabajo
y de riqueza” (7E 177).
Lo que sí supo fue adaptar la prédica cristiana
y poner el énfasis
en cultos y ritos para
facilitar tanto la cristianización
como la legitimación del orden
existente, aunque ello
significase que el culto
católico quedase superpuesto “a los ritos
indígenas, sin ab- sorberlos más que a medias” (7E 163). Se consigue, así, aunque sea “a
medias”, revestir de legitimidad a una sociedad
feudalizada que nace de la España
con la “más retrasada y anémica estructura capita- lista …” (7E 178).
La
literatura de la época,
con muy pocas
excepciones, se ocupa igualmente de legitimar el naciente
orden feudal y de proveerle de
sentido. Es sabido que el fortalecimiento de la lengua
vernácula y la construcción de nacionalidad son dos
fenómenos articulados, pero en el Perú esta relación es más compleja
por el carácter problemático,
borroso e impreciso de los conceptos de nación y de literatura nacio- nal. En el habla, predomina el dualismo quechua-español, y ello “hace de
la literatura nacional
un caso de excepción” (7E 236). Durante la Colonia, la literatura fue
española, pero de baja calidad
por su carácter imitativo, y, consiguientemente, poco
idónea para proveer
de sentido a la compleja realidad
que se estaba
constituyendo. Solo aquella
lite- ratura en la que se dan la mano las dos culturas
consigue llegar a ni-
veles estéticos relevantes y refigurar artísticamente el conflicto que subyace a la compleja
constitución de la nacionalidad. Por eso Garci- laso “es, históricamente, el primer ‘peruano’, si entendemos la ‘perua-
nidad’ como una formación social,
determinada por la conquista y la
colonización española” (7E 237). Del otro lado,
la creatividad artís- tica indígena de entonces
se expresaba preferentemente a través de las artes gráficas
y de una inicial literatura lírica.
En
general se puede
decir que, para
Mariátegui, el orden
social y político instalado por los conquistadores careció de fuentes
convin- centes de legitimación y, por tanto, de provisión de sentido
para el desarrollo de la vida
social. Esto se debió, primero, a que lo que había que legitimar, el orden feudal, se batía en retirada frente
al surgente orden burgués,
y, segundo, a que la función legitimadora quedó en manos de un catolicismo medieval, una educación señorialista y una literatura pobre e imitativa.
Lo
que Mariátegui dice sobre la forma política de la etapa colo- nial es muy poco, tal vez porque considera que con el término “feu- dalidad”, está dicho lo esencial. Anota,
por otra parte,
que política- mente la centralidad se atribuye a la costa,
pero Lima no tiene raíces hondas, es hija de la conquista. El regionalismo que
surge también es postizo, feudal, no emanado
de la gente y de las tradiciones autócto- nas. Para ser auténtico tendría que enfatizar no la
oposición capi- tal/provincias, sino la dualidad Perú
costeño-español / Perú serrano- indígena, realidad esta mucho más
profunda porque incorpora no solo el territorio, sino el poblador y las relaciones sociales que subya- cen a ello. En esta línea, Mariátegui deja establecido que “la unidad peruana está por hacer;
y no se presenta como un problema
de arti- culación y convivencia, dentro
de los límites
de un Estado único, de varios antiguos pequeños estados
o ciudades libres.
En el Perú el pro- blema de la unidad es mucho más
hondo, porque no hay aquí que resolver una pluralidad de tradiciones locales
o regionales, sino
una dualidad de raza,
de lengua y de sentimiento, nacida de la invasión y la conquista del Perú autóctono por
una raza extranjera que no ha conseguido fusionarse con la raza indígena ni
eliminarla ni absor- berla” (7E 206).
3.3. República
El inicio de la puesta en forma de la sociedad republicana hay que explorarlo en la tendencia de los productores criollos y españoles a liberarse del monopolio hispánico con el apoyo del
capitalismo in- glés, manufacturero y librecambista. Se perseguía conseguir la libe-
ración para intercambiar productos naturales del
suelo y del
subsuelo por máquinas y manufacturas. Ello
los lleva a adherirse a ideas de las
revoluciones americana y francesa, pero
en el fondo, el movimiento independentista es más fruto
del desarrollo capitalista que de la filo-
sofía y la literatura ilustradas. En nuestro caso,
este fenómeno se hace
menos evidente que en otros países, como en los atlánticos, por “la
subsistencia de tenaces
y extensos residuos de feudalidad” (7E 19),
lo que lleva al naciente Perú republicano a entrar en una etapa que lo diferencia y desvincula del proceso histórico de otros pueblos
de Su- damérica.
La
peruanidad comienza, así,
a construirse como
desvinculación con respecto a España y como diferenciación con respecto a los paí- ses vecinos. Pero en lo económico la organización y la estrategia de funcionamiento siguen siendo
similares: se pasa
del oro y la plata
al guano y al salitre, y de ahí a la concesión de los ferrocarriles, pero sin salir del
modelo exportador y sus vaivenes. No obstante, el mero asomo al modelo burgués
llevó a la conveniencia de la liberación de los esclavos y a la incorporación de coolíes chinos.
Los beneficiarios internos de este modelo
híbrido de organización económica fueron constituyendo la primera clase
burguesa capitalista en el Perú,
que se organizó en el Civilismo y acentuó la centralidad de la costa,
lo que hizo aún más profundo
el dualismo sierra
indígena / costa criolla
y, por tanto, agudizó “el conflicto que hasta ahora constituye nuestro mayor problema histórico” (7E 23). Mariátegui se lamenta
de que en el Perú no se haya producido un avance más orgánico y
seguro, lo que podría haber
ocurrido “si en vez de una mediocre
metamorfosis de la antigua
clase dominante, se hubiese operado
el advenimiento de una
clase de savia
y élan nuevos” (7E 23).
La clase dominante, me- diocre y rentista,
fue derrotada en la guerra con Chile, pero ello no
liquidó el pasado. En la reconstrucción postbélica siguieron predo-
minando los intereses particulares.
En
las primeras décadas
del siglo XX se fortalecen el desarrollo
industrial y el dominio del
capital financiero, y se asienta
el poder de Estados Unidos. En nuestro
país, se fortalece
un tanto la burguesía,
pero siguen coexistiendo tres economías diferentes: la feudal,
la co- munitaria indígena
en los Andes y la burguesa timorata
en la costa. La construcción de la peruanidad se encuentra, por
tanto, con tres formas diversas de sociedad, la feudal, la comunitaria y la burguesa,
asentadas sobre bases
económicas igualmente diversas
(minera, en manos extranjeras, y agraria). Pero el Perú
sigue siendo un país agra- rio: la agricultura ocupa
a 4/5 partes de la población, la indígena; gran parte de las tierras
de cultivo en la costa
están dedicadas a la agricul- tura de exportación y no de alimentación en latifundios con relacio-
nes de producción semifeudales; y las mejores
tierras de la sierra están en manos de latifundistas feudales.
En este conglomerado de sistemas de
propiedad y de formas y relaciones sociales de producción, lo rural feudalizado y lo urbano moderno están tan separados que no
se fecundan mutuamente. Cunde la pobreza
y es clamorosa la ausencia de “capitanes de indus-
trias” (7E 33). Los dueños productores se dejan avasallar por los co- merciantes extranjeros porque pesa sobre ellos la herencia
colonial que les impide
apropiarse de los elementos morales,
psicológicos y políticos del burgués emprendedor. Porque, anota Mariátegui, “el ca- pitalismo no es sólo
una técnica; es además un espíritu. Este
espíritu, que en los países anglosajones alcanza su plenitud, entre nosotros es exiguo, incipiente, rudimentario” (7E 34, nota 11).
El
gran ausente en la construcción republicana de la peruanidad
es el indio. Su agenda
no fue incluida
en las miras del proceso
eman- cipador ni en la posterior
construcción de la República. “La pobla-
ción […] indígena, no tenía en la revolución una presencia directa, activa.
El programa revolucionario no representaba sus reivindicacio- nes” (7E 68). Es, por tanto, imprescindible,
afirma una y otra vez Mariátegui, incluir al indio y su agenda en la construcción de la pe- ruanidad. De la exclusión de los indígenas son responsables los hace-
dores de la Independencia porque,
aunque teóricamente abrieron
el camino para la emancipación política y social del indígena, mantuvie- ron la estructura económica y favorecieron la implantación del
gamo- nalismo que es hijo legítimo del feudalismo colonial. Por eso, la
reivindicación del indígena como productor de valor económico, par- ticipante activo en la vida
política y portador de valores culturales hay que plantearla en el plano
social, político y especialmente económico, y no sólo, como se acostumbra, en el plano
filosófico, cultural, étnico o moral. La experiencia histórica muestra que sin la disolución del feudo
no puede funcionar un derecho liberal.
Y nuestra República, en lugar de atenerse al
liberalismo, ha tolerado la continuación del
feudalismo y ello ha empobrecido aún más a los indígenas y ha
“aletargado
y debilitado las energías de la raza”
(7E 47). La incorpo- ración plena del indígena en el diseño
y la construcción de una perua-
nidad de signo progresivo es un asunto
inseparable de la liquidación
de la feudalidad en la agricultura. Esa liquidación, sin embargo, no necesariamente equivale a dividir
la propiedad, porque
deben respe- tarse los derechos de las comunidades. Dado que el espíritu comuni- tario y cooperativo es signo progresivo, la comunidad no es un obs-
táculo al progreso económico-social, sino sólo cuando está bajo el latifundismo feudal.
La comunidad es útil desde
el punto de vista pro- ductivo porque “mantiene vivos
en el indio los estímulos morales ne-
cesarios para su máximo rendimiento como trabajador” (7E 87). Lo que importa es desprendernos de la feudalidad porque mientras ella continúe habrá una evidente contradicción entre política
y economía, lo que hará impensable la peruanidad e irrealizable un proyecto na- cional que incluya a todos.
En resumen, pensando en el proyecto
de construcción de la na- ción y de afirmación de la peruanidad, el latifundio serrano, rentista y feudalizado, es un obstáculo, incluso para el desarrollo capitalista. Atenta también
contra los intereses nacionales el latifundio costeño que se desentiende de sus trabajadores y sólo se ocupa
de cultivar productos agrícolas exportables. Para que la economía contribuya a construir nación
hay que desterrar el laisser faire y
desarrollar “una po- lítica social de nacionalización de las grandes
fuentes de riqueza”
(7E 101).
De
la provisión de sentido
a la libertad de comercio se encargó
inicialmente la propia
burguesía comercial, movida
más por intereses económicos individuales que por ideales
políticos. Los ideólogos de la Emancipación y de inicios
de la República sí se apropiaron de la
filosofía de las luces y se adhirieron al liberalismo, pero la sociedad siguió estando feudalizada. Es decir, se adoptaron principios igualita- rios, pero no se practicaron.
En
educación subsistió “como en casi todas las cosas, la menta- lidad colonial” (7E 106), aunque
ligeramente afectada por la influen- cia francesa, primero, y la norteamericana, después. La educación si- guió legitimando el desencuentro entre
indígenas y criollos, y contri- buyendo a
construir un Perú de los colonizadores, más que de los regnícolas. De hecho, “el sentimiento y el interés
de las cuatro
quintas partes de la población no juegan casi ningún rol en la formación de
la nacionalidad y de sus
instituciones” (7E 106). Por eso, la educación
no tiene un espíritu nacional, sino colonial y colonizador, es decir, legitimador y proveedor de sentido del
orden existente. En ese orden siguen predominando las humanidades, y se siguen
dejando de lado la
educación técnica, el trabajo útil y “una orientación democrática, destinada a franquear el acceso a la cultura
a todos los individuos” (7E 107). La educación continuó
formando clérigos, intelectuales y burócratas para gestionar y legitimar “los
fueros y privilegios del or- den colonial” (7E 115). Se acercó, es cierto, la educación a las nuevas corrientes francesas
funcionales al desarrollo capitalista, pero no supo
incorporar las prácticas y los valores
de los pueblos anglosajones más relacionados con el progreso, el industrialismo y el liberalismo apren- didos en el ámbito de la ética
protestante. En cualquier caso, nuestra
educación “tiene el vicio fundamental de su incongruencia con las necesidades de la evolución de la economía
nacional y de su olvido de la existencia del factor
indígena” (7E 116), dos falencias que la inhabilitaron para colaborar con eficiencia a la formación de una pe- ruanidad progresiva y omnicomprensiva.
Sólo en las primeras
décadas del siglo XX ocurren
en educación cambios significativos para el desarrollo capitalista e incluso
para el diseño y construcción de una peruanidad otra. Mariátegui se refiere a la
mayor influencia norteamericana, al empeño de M. V. Villarán por expandir la enseñanza popular
y la formación técnica, y a las reformas
universitarias. Sobresale, en relación con una posible peruanidad nueva, la reforma universitaria iniciada en Córdoba
en 1918. Esta re-
forma respondía a un nuevo
espíritu de la juventud, de una juventud con esperanzas mesiánicas, sentimientos revolucionarios y pasiones místicas, y dispuesta a unir fuerzas
con el movimiento obrero y a mi-
rar el proceso en perspectiva latinoamericana. El protagonismo de este proceso
lo desempeña la clase media
urbana profesionalizada. Si la
reforma demoliberal pensaba
la peruanidad en términos de demo-
cracia, progreso y desarrollo capitalista, los reformistas de Córdoba y sus
seguidores peruanos concebía la nacionalidad en términos igual- mente progresistas, cercanos al socialismo y proclives a la constitu- ción de la comunidad indoamericana, aunque no se consiguiera, por falta de liderazgo y de perseverancia, la formulación de
demandas equivalenciales de estudiantes y proletarios.
En el debate sobre la educación
entre civilismo aristocrático (Deustua) y del
civilismo demoliberal (Villarán), Mariátegui sale en apoyo de las posiciones de Villarán
afirmando que “el destino del hombre es la creación. Y el trabajo
es creación, vale
decir liberación. El hombre
se realiza en su trabajo”
(7E 152). El Perú tiene que ser
“una sociedad heredera del espíritu
y la tradición de la sociedad in- caica
en la que el ocio
era un crimen y el trabajo, cumplido amorosa- mente, la más alta virtud”
(7E 155). La sociedad
moderna es una
so- ciedad de productores y, por tanto,
la educación debe
dar preferencia a la formación técnica
y extenderla a las clases
populares y muy espe-
cialmente a los indígenas.
No
es difícil imaginar
que la jerarquía eclesiástica se pusiese del lado de los conservadores y del feudalismo ambiental para justificar el orden establecido, en el que la propia
Iglesia gozaba de no pocos privilegios. En el Perú
no hubo estado
laico, ni laicización. “El libe- ralismo peruano,
débil y formal
en el plano económico y político, no podía
dejar de serlo
en el plano religioso” (7E 189). Se produce, así, una
disfuncionalidad en el proceso del diseño y hacimiento del pro-
yecto de nación: lo poco que en el mundo
social y político
apuntaba hacia la construcción de la modernidad encontraba en el mundo sim- bólico manejado por la jerarquía eclesiástica una firme resistencia a la laicización y a la secularización de los valores
y las prácticas sociales.
El anticlericalismo de González Prada
le hizo poca mella a esta situa- ción, pues se situó más en el terreno
literario que en el económico- social. Y al socialismo de corte mariateguiano le interesan las estruc-
turas económicas y sociales, aunque
con respecto a las creencias reli- giosas considere, como Sorel, que “los actuales
mitos revolucionarios o sociales” (7E 193) pueden movilizar la conciencia como
lo hacían antes los mitos religiosos.
El
análisis del aporte
de la literatura a
la legitimación o la crítica del orden que se instala con la Republica es tan atractivo para Mariá- tegui que el autor de 7 Ensayos
cumple al inicio
del trabajo sobre
la literatura con advertir
al lector que su posición
no es imparcial porque
obedece a preocupaciones filosóficas, políticas y morales de las que no
quiere desprenderse. Sin dejar de ser estética, su posición es polí-
tica, y “la política en mí es filosofía y religión” (7E 231). Está con- vencido, por otra parte,
de que “para una interpretación profunda del
espíritu de una literatura, la mera erudición literaria no es suficiente.
Sirven más la sensibilidad política y la clarividencia histórica” (7E
247) porque hay que saber percibir las
relaciones entre literatura y política, economía y la vida en su totalidad.
Mariátegui distingue tres tipos de literatura en
el Perú republi- cano: la colonial, sometida aún a los cánones de la literatura española; la cosmopolita, que acepta la influencia de otras culturas; y la nacio- nal, que se abre
en los últimos lustros y recoge vivencias y tradiciones
peruanas, incluyendo las autóctonas.
Como es fácil de suponer, el primer tipo, que se mantiene hasta avanzado el siglo XX, es funcional a la feudalidad. El segundo tipo, la
literatura cosmopolita, se anuncia con Gónzalez Prada.
Después de afirmar que la “peruanidad está aún por definirse, por precisarse to- davía” (7E 255), Mariátegui considera que González Prada
es el es- critor menos español,
menos colonial y, por eso,
“su literatura anun- cia precisamente la posibilidad de una literatura peruana. Es la libera-
ción de la metrópoli. Es,
finalmente, la ruptura
con el Virreinato” (7E 255). González Prada no dejó un programa, pero sí una conciencia
del Perú, un germen del
nuevo espíritu nacional al exaltar el espíritu
de lucha y la apertura
a nuevos horizontes. Fue ejemplo de explora-
dor de nuevos modos y espacios expresivos que luego visitarían no pocos escritores. De aquí se perfila la posibilidad de pensar la perua-
nidad en un horizonte abierto
de significación en el que cabe todo
lo profundamente humano.
El último tipo de literatura, el
nacional, irrumpe con las nuevas
generaciones, Valdelomar y el grupo Colónida, y lo hacen
no como revolución, sino como insurrección contra el academicismo y la retó- rica oligárquica, prefiriendo el
naturalismo y la sinceridad. Pero el
grupo Colónida se quedó en la protesta contra el imitacionismo de lo hispánico, sin llegar a la afirmación. Otro grupo, sin embargo, el de
la revista Nuestra Época (Mariátegui, Falcón,
Ugarte, Gibson, Vallejo y otros) se adhirió
a las nuevas corrientes políticas, incluida la del so-
cialismo, redescubrió la cantera de nuestro pasado
autóctono y, sin abandonar su sensibilidad cósmica, se lanzó al diseño y construcción
de una nueva peruanidad en clave modernista y socialista al mismo
tiempo. De estos escritores destaca
Vallejo, “el poeta
de una estirpe, de una raza”
(7E 309), un poeta
en cuya obra “se encuentra, por pri- mera vez en nuestra literatura, sentimiento indígena virginalmente ex- presado” (7E 309).
Mariátegui llama “nacional” a esta literatura porque se alimenta
de la tradición y de la historia del Perú, incorpora
lo popular y lo indí- gena, y mira con optimismo al futuro. Está,
pues, surgiendo un grupo
joven que recoge el sentir
del pueblo, del mundo indígena
y del so- cialismo internacional, y que se alimenta también
de las ideas y emo- ciones contemporáneas. Se toma, así,
conciencia de que “la nueva peruanidad es una
cosa por crear.
Su cimiento histórico tiene que ser indígena. Su eje descansará quizá en la piedra andina,
mejor que en la
arcilla costeña. Bien.
Pero a este trabajo de creación, la Lima renova- dora, la Lima inquieta, no es ni
quiere ser extraña” (7E 254). Esta generación no se aparta
de la experiencia religiosa porque sabe que “una
revolución es siempre
religiosa” (7E 264), hasta
“el comunismo es esencialmente religioso” (7E 264), si por religión entendemos no un conjunto de ritos, sino
un espíritu movilizador, un élan vital –a lo
Bergson– que lleva a la exploración de nuevos horizontes desde la perspectiva
del amor y la justicia.
A
estas corrientes, que
sueñan con una
nueva peruanidad, se suma
el indigenismo literario que “traduce un estado de ánimo, un estado
de conciencia del Perú nuevo” (7E 328),
llevando a la literatura el problema indígena que está ya en la política, la economía y la socio- logía. Se trata de un indigenismo de perfil nacionalista, pero alejado del criollismo y estimulado por corrientes cosmopolitas.
Al analizar estas corrientes “Se
constata, casi uniformemente, desde hace tiempo, que somos una nacionalidad en
formación. Se percibe ahora, precisando ese concepto, la subsistencia de una duali- dad de raza y de espíritu. En todo caso,
se conviene, unánimemente, en que no hemos
alcanzado aún un grado elemental siquiera de fusión de los elementos raciales
que conviven en nuestro suelo y que com-
ponen nuestra población” (7E 330). En conseguir esa fusión y no en el
variopinto mestizaje está,
para Mariátegui, el ideal de la nueva
pe- ruanidad, pero insertando en el programa la liquidación de la feudali- dad, la reivindicación del indio y de su historia, y la orientación del progreso por las
vías del socialismo. No se piense,
sin embargo, que la
nacionalidad nueva que Mariátegui nos propone resulta
de una ope- ración biológica. Lo que importa
es que convivan, hasta fusionarse enriquecedoramente valores culturales, energías progresivas y princi- pios éticos diversos, nacidos
de nuestra propia historia y recogidos
del ámbito internacional. Este es el mestizaje al que apunta
la nueva
literatura. Mariátegui termina considerando que
“Por los caminos universales, ecuménicos, que tanto se nos reprochan, nos vamos acer- cando cada vez más a nosotros
mismos” (7E 350).
Como hemos visto para
las etapas anteriores, Mariátegui se ocupa poco de la puesta en escena o ámbito de la política
de la sociedad republicana, porque para
él el partido principal se juega en el campo socioeconómico y no en el de la
política a la vieja usanza. Por eso sostiene
que lo importante es el problema
del indio y la cuestión agra- ria, más que la forma
de gobierno. No obstante, deja
anotado que con la
República el poder
político quedó en manos de caudillos militares, más atentos a sus intereses que a la institucionalización de la convi- vencia. El uso despótico
del poder político
se hizo hermano gemelo del latifundismo, frecuentemente a costa
de las comunidades indíge-
nas y del propio desarrollo capitalista. Después del caudillaje militar, se hizo del poder
la casta terrateniente, es decir, “el menos nacional, el menos peruano de los
factores que intervienen en la historia del Perú independiente” (7E 135). Vinieron luego los debates
entre libe- rales y
conservadores en los que el acento estuvo puesto más en la dualidad federalismo/liberalismo que
en la oposición centralismo/re-
gionalismo. La organización siguió siendo departamental, descono- ciéndose que el departamento es fruto de una decisión
política, mien- tras que la
región tiene más arraigo, raíces más profundas, porque tiene tradición, historia, carácter, gente y hasta lengua propias.
La organización departamental ha mantenido y hasta ahondado la
dualidad costa criolla
/
sierra indígena, y ha fortalecido la centralidad de Lima. Esto ha contribuido a que la raza y la lengua
indígenas se concentren en la
sierra, y, por tanto, es en la sierra donde “se con- ciertan todos
los factores de una regionalidad si no de una nacionali- dad” (7E 206). Mariátegui se inclina
por una organización territorial basada en regiones, más que en departamentos, debiendo tenerse en cuenta que el Perú,
desde antiguo, se ha articulado en lo económico transversalmente más que longitudinalmente. En cualquier caso, lo
que importa, visto el asunto
en la perspectiva de construir la peruani- dad, es que la regionalización contribuya a “asegurar y perfeccionar
su unidad dentro de una convivencia más orgánica y menos coerci- tiva. Regionalismo no quiere
decir separatismo” (7E 207). Es preciso, por
tanto, tomar conciencia de que
la unidad peruana está por hacer y no se presenta como
un problema de articulación y convivencia, dentro de los límites de un Estado
único, de varios antiguos pequeños estados o
ciudades libres. En el Perú el problema de la
unidad es mucho más hondo,
porque no hay aquí que resolver una pluralidad
de tradiciones locales
o regionales, sino
una dualidad de raza, de lengua y de
sentimiento, nacida de la invasión
y la conquista del Perú autóctono por una
raza extranjera que no ha conseguido fusionarse con la raza indígena ni eli-
minarla ni absorberla (7E 206).
Durante toda esa etapa,
que llena buena
parte del primer
siglo re- publicano, la mayoría de la población
estaba presente en el ámbito económico-social, pero no
representada en la escena política. “La clase
proletaria carecía de reivindicaciones y de ideología
propias” (7E 199).
Pero hoy aparece
una ideología que se preocupa
del indio y, además,
estos van adquiriendo gradualmente espíritu y conciencia
de clase y, así, “surge
una corriente o tendencia nacional que se siente solidaria con la suerte del
indio. Para esta corriente la solución del
problema de indio es la base de un programa de renovación o recons-
trucción peruana” (7E 199). Este es hoy el tema
capital. El programa que incluye este tema es más nacional que cualquiera anterior, porque lo realmente prioritario es el problema
del indio y la cuestión
agraria. Por tanto, el asunto del regionalismo debe enfrentarse teniendo
en cuenta lo anterior. “Una descentralización, que no se dirija hacia
esta meta, no merece ya ser ni siquiera discutida” (7E 201). Si bien es cierto que la descentralización es importante,
lo más urgente es la desgamonalización. Porque para
Mariátegui, como repite
mil veces “la redención, la salvación del indio, he ahí el problema y la meta de
la renovación peruana” (7E 215). Así lo entienden los “hombres nue- vos” de la sierra y de la costa,
los que quieren que el Perú “repose sobre sus naturales cimientos biológicos” (7E 215), los que se empe-
ñan en “crear un orden
más peruano, más autóctono” (7E 215), por- que son conscientes de que “a la nueva
generación le toca
construir, sobre un sólido cimiento de justicia social, la unidad
peruana” (7E 216). Una unidad
que tendrá el indio como
autor de su propia reden- ción (7E 49)
en la medida en que
sus agrupaciones se vayan comuni- cando entre sí y afirmando entre
ellas una “vinculación nacional” (7E 49);
se trata de una unidad
que revalora la cultura indígena e incorpora al indio
como presentado en el escenario político y no sólo como presente en el mundo
de la producción; una unidad
moderna, indus- trializada, progresiva, que no necesariamente atribuirá a Lima la
centralidad
que le otorgaron los conquistadores y que las
posteriores clases dominantes no se atrevieron a desconocer. La nación
peruana, la peruanidad, a la que Mariátegui aspira
y con cuya construcción está vitalmente comprometido es de hechura socialista y democrática, y se concreta en las estructuras y relaciones sociales
que conforman la sociedad, en el rico
mundo de la representación simbólica que provee de sentido
a la acción humana, y en la escena política.
Pero el proceso de hacimiento de esa realidad
permanece siempre abierto al sueño, al mito, al élan vital y a la energía creadora
que ani- man el espíritu de
los demiurgos.
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