José Ignacio López Soria
Publicado en:
+Memoria(s). Revista Académica
del Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social. Lima, (1), p.
265-271, 2017 (Apareció en 2018).
Como
es sabido, el término reconciliación
tiene una larga historia; está relacionado tanto con la tradición religiosa
como con la política. En el mundo de las creencias católicas, la reconciliación
del hombre con Dios es condición de la salvación, mientras que en el ámbito
político la conciliación de los intereses individuales y los grupales era la
condición de la convivencia pacífica entre los ciudadanos de la polis griega,
como debía serlo el encuentro entre sociedad civil y Estado modernos, según la
concepción hegeliana. Pero en este artículo, mi objetivo no es dar una clase de
filosofía política, sino ofrecer algunas reflexiones sobre la reconciliación en
el Perú.
El
tema de la reconciliación se puso en agenda entre nosotros con motivo de la
creación de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR). Se sabe que
inicialmente, la CVR iba a ser solo, como en otros países, comisión de la
verdad, pero luego se incluyó la reconciliación, y se hizo por iniciativa y
presión del sector social (católico) que había sido más permisivo con el abuso
de la violencia contra el terrorismo. Que la reconciliación haya entrado en la
agenda pública en ese contexto y haya sido promovida por ese sector de la
sociedad lleva a que esta rica categoría de la convivencia humana sea entendida
en términos de “perdón” y se aplique preferentemente a aquellos que, habiendo
estado de un lado, el de la represión, hayan cometido abusos (“pecados”). La
reconciliación es, así, entendida como resultado o consecuencia del perdón de
unos hacia otros y, en general, de la sociedad hacia los que han abusado de la
violencia. Si se trata de los subversivos, se añade a ello la idea de
“arrepentimiento” como condición para recibir, como en la “confesión”, el
perdón de los abusos cometidos. Frecuentemente nos escandalizamos de que, cumplida
su condena, salga de la cárcel un terrorista sin señal alguna de arrepentimiento.
Es decir, hemos envuelto el asunto de la reconciliación dentro de la malla de
las creencias y ritos cristianos de signo conservador, con lo cual hemos
empobrecido el concepto de reconciliación mismo y hemos debilitado el aspecto medular
de la CVR, el de la verdad, que se centró en dar cuenta de la violencia relacionada
con el terrorismo de las últimas décadas, pero haciendo referencia a los
problemas estructurales de justicia e institucionalidad que afectan de antiguo
a la sociedad peruana. Digo esto último porque si se entiende la reconciliación
solo como referida a los abusos cometidos durante la época el terrorismo,
entonces también la verdad de los abusos de la violencia se agota en la
referencia a los actos mismos realizados durante esos años, quedando debilitada
la idea -reiterada por la CVR- de que la verdad de lo ocurrido remite a
condiciones históricas estructurales de la nuestra sociedad.
Es
preciso, por tanto, recuperar, aunque sea en trazos gruesos, el sentido
profundo del concepto (secularizado) de reconciliación desde la perspectiva de nuestra
propia experiencia histórica.
En
la modernidad, el concepto de reconciliación está estrechamente ligado al de reconocimiento. Se parte de la
constatación de que los seres humanos, aunque diferentes, viven siempre
asociados por razones que van desde afinidades electivas hasta las diferentes
formas de coerción y dominación. Cuando el colectivo se constituye
electivamente, se conocen las diferencias, y la gestión exitosa de la convivencia
se pone o bien en la articulación de las mismas manteniéndose como diferentes (en
lo que consiste el verdadero reconocimiento), lo que es muy raro en sociedades
grandes y complejas, o bien en su paulatina homogeneización hasta que las
diferencias vayan quedando difuminadas, al menos formalmente. En el proceso de
debilitamiento de las diferencias juega un papel no menor la idea de la
universalidad concebida a partir del ámbito de lo sagrado (todos los hombres
son hijos de Dios) o de lo profano (todas las personas son igualmente dignas
por pertenecer a la especie humana). Cuando la convivencia, como ocurre muy
frecuentemente, se constituye coercitivamente, es decir, cuando es resultado del
ejercicio de la violencia de unos hombres sobre otros o de unos pueblos sobre
otros (y este es nuestro caso), entonces se conocen también las diferencias,
pero no se reconocen como valores respetables y, por tanto, se articula la
convivencia de tal manera que unas personas queden estructural y
definitivamente subordinadas a las otras. Esto es a lo que los actuales
estudios culturales llaman “subalternidad”.
Debe
tenerse bien en cuenta, a partir de las reflexiones iniciales de Weber (1979) y
de los estudios contemporáneos de Zygmunt Bauman (2000), que lo que hoy llamamos
modernidad dura -aquella que
irrumpió con los “descubrimientos”, conquistas y colonizaciones y que se
objetivó en la constitución de los imperios y luego de los estados-nación- se
caracterizó, entre otras cosas, por la normalización tanto de las esferas de la
cultura (el conocimiento, la legitimación y la representación simbólica), como
de los subsistemas sociales e incluso de la construcción de la subjetividad y
la atribución de identidad. A esa normalización se la llama “racionalización” autorreferencial
porque se tiene a sí misma como fundamento y, por tanto, no tiene ya necesidad
de recurrir a lo sagrado para atribuirse solidez y legitimidad. El proceso al
que aludimos es enormemente complejo y se extiende a lo largo de varios siglos,
comenzando con los asomos de la era moderna, avanzado el siglo XV. Puede, sin
embargo, afirmarse, especialmente a partir de las reflexiones de Adorno (2005)
y sus colegas de la Escuela de Frankfurt, que esa racionalización se tradujo en
dos tipos de racionalidad, la emancipadora, que atribuye centralidad al ser
humano y trata de liberarlo -en su vida individual y social- de las trabas premodernas,
y la instrumentalizadora, que reifica o cosifica a las personas y a los pueblos
convirtiéndolos en medios para que otros alcancen sus fines a través de las diversas
formas de dominación.
En
el Perú sabemos bien que la
sociedad, con características territoriales, poblacionales, políticas y
culturales diversas a las actuales, existía antes de las conquistas y
colonizaciones hispánicas, y se atenía a normativas (en plural) autóctonas. Con
respecto al tema que aquí nos interesa, lo que estas conquistas y
colonizaciones aportaron fue precisamente el “desconocimiento” del valor de esas
normativas y, en general, de las formas de vida y de organización social y
política preexistentes. El orden autóctono fue siendo sometido a (o sustituido
por) el orden impuesto por los conquistadores. Lo importante es que este nuevo
orden obedecía a una lógica diversa, a una racionalidad exclusivamente
instrumental que entiende lo autóctono en general solo como medio para
conseguir los fines propuestos por la colonización, fuesen estos materiales
(extracción de recursos naturales, explotación, enriquecimiento, etc.) o
“espirituales” (“civilización”, cristianización, etc.). A este respecto, no hay
diferencia sustancial entre la perversidad del explotador inclemente y la
caridad del predicador bondadoso.
La
eliminación y extirpación de lo preexistente o su mantenimiento, atribuyéndosele
otra función y resignificándolo para que quedase incorporado a la nueva lógica,
eran los instrumentos preferidos de dominación. Se va construyendo así un patrón de poder y de saber, tendencialmente global, que, según la
concepción de Aníbal Quijano (2014), tiene tres características principales: a)
atribución de centralidad a Europa en todos los aspectos (epistémicos,
axiológicos, económicos, políticos, culturales …), lo que lleva a la
desvalorización de la “periferia”; b) articulación de las diversas formas de
trabajo (desde la salarial hasta la esclavizada) y sus productos en beneficio
del capital; y c) utilización del
concepto de raza como “criterio” de codificación de valor de los seres humanos (y
sus culturas, capacidades y producciones), considerando de mayor valor a los
blancos y poniendo a los demás en diversos escalones de subalternidad.
Este
patrón “civilizacional”: a) va “dando forma” a una sociedad basada en el
desconocimiento y la desvaloración de lo autóctono (el mundo de “lo político”);
b) elabora una cultura, “provisora de sentido”, acorde con esas actitudes
básicas; y c) organiza la gobernanza o “puesta en escena” del poder político
(el mundo de “la política) para asegurar la implantación del patrón de
dominación y “vigilar y castigar” (Foucault, 1998) cualquier desviación,
resistencia o rebeldía contra el nuevo orden.
No
vamos a entrar en una debate al respecto, pero sabemos bien que la independencia y la instauración de la
república no significaron un cambio sustantivo en la “dación de la forma” y
“provisión de sentido” a nuestra sociedad, aunque sí son evidentes los cambios
en la “puesta en escena” de la vida política al pasarse de la monarquía
colonial a la forma republicana. A los problemas estructurales ya existentes
por la imposición de un orden colonial sobre lo autóctono se suma ahora la
desadecuación entre el orden republicano, de un lado, y, del otro, la
continuación de la colonialidad en la conformación de la sociedad, en el
horizonte de significación y provisión de sentido y en la construcción de la
subjetividad. Nada de estos quedan sin consecuencias en la política. Esta
situación hace que el Estado republicano -en la mayor parte de su actuación-
haya desempeñado el papel de sostenedor de una conformación social y de un
mundo simbólico atravesados de colonialidad.
De
las reflexiones anteriores se puede colegir que la falta de reconocimiento de lo autóctono (tanto de las personas como
de sus capacidades, expresiones culturales y producciones) ha sido una
constante desde los inicios de la conquista hasta nuestros días. Ello no
significa, sin embargo, que las poblaciones autóctonas se hayan fácilmente
resignado a la condición de subalternidad que el sistema les atribuía. Desde el
inicio se conocen múltiples manifestaciones de resistencia, desde las que tienen
que ver con la conformación de la sociedad y las relaciones sociales hasta las
culturales y simbólicas, sin dejar de lado las propias del mundo de la
política.
Como
consecuencia de esta resistencia y, en general, de la creatividad de los
diversos pueblos que habitan nuestro territorio, el Perú es un país multidiverso que, sin embargo,
arrastra de antiguo la tradición de eliminar la diversidad, arrinconarla o
articularla generando subalternidad, explotación y dominación.
A
estas formas de desconocimiento del valor de la diversidad se ha añadido
recientemente otra, la inclusión,
convertida hoy en política de Estado y saludada por muchos como un signo de
progreso por su condición de estrategia para cerrar brechas, de evidente
injusticia, relacionadas con educación, salud, salario, servicios públicos,
etc. No se tiene en cuenta, sin embargo, que incluir significa encerrar,
concretamente, encerrar al otro en nuestro propio mundo, obligándole o
induciéndole a desprenderse, en el proceso de inclusión, de sus propias
pertenencias (lingüísticas, culturales, laborales …) como condición necesaria
para ser incluido. Además de este despojo, se le obliga -y esta es la condición
suficiente- a apropiarse de otros lenguajes, horizontes de sentido, competencias,
capacidades y formas de vida para garantizar el éxito de la inclusión. Para
ello se parte -aunque sea de manera no necesariamente consciente ni
malintencionada- del no reconocimiento del otro como portador de dignidad y de
valores, y, además, del no reconocimiento de uno mismo como perteneciente al (o
al servicio del) sector social que impuso y mantiene ese patrón de poder y de
saber que produce subalternización y exclusión. Una vez más, con las políticas
de inclusión se trata de curar las patologías (efectos) que el orden social
imperante produce, dejándose intactas las causas.
Una
verdadera reconciliación en nuestra
sociedad debería comenzar por el reconocimiento de la diversidad (étnica, lingüística,
cultural, territorial…), en el sentido de tomar conocimiento de ella y, muy
especialmente, de valorarla, de considerarla una ventaja, una oportunidad (en
sentido del kairós griego) de
enriquecimiento mutuo y de gozo. Deberíamos cuidar con esmero esa diversidad,
procurando que despliegue todas sus potencialidades en una interrelación digna
(y, por tanto, justa), enriquecedora y gozosa entre sus componentes. En vez de recurrir,
a la antigua, a estrategias de marginación, explotación, racialización, etc.,
o, a la moderna, a políticas de inclusión y homogeneización, tendríamos que aprender,
como diría Alain Touraine (1997), a
vivir fructífera y gozosamente juntos siendo diferentes. Ello supone que
estamos dispuestos a despojarnos de los elementos de violencia de nuestras
propias tradiciones y a gestionar acordadamente los disensos y los conflictos,
que, naturalmente, seguirán presentándose.
Como
hemos dicho, la reconciliación que aquí se propone tiene que ver con problemas
estructurales que nos vienen de antiguo y, precisamente por ello, no se agota
en el perdón por abusos recientes de la violencia ni –lo que es más importante-
en el reconocimiento del derecho a la diferencia. Se refiere, además y no lateralmente,
a la producción y distribución de los bienes sociales y, por tanto, ni es ni
puede ser ajena a la justicia. Como ha argumentado Nancy Fraser (2006), en
debate con Axel Honneth, sin justicia
distributiva no es posible una verdadera reconciliación, pero esta incluye
además el reconocimiento del otro como portador de dignidad y de valores. Aunque
se trate de conceptos diversos, entre reconciliación, reconocimiento y
redistribución hay una estrecha relación de copertenencia. La gestión de esa
relación de manera cuerda y justa es la base para una convivencia digna, enriquecedora y gozosa -aunque no exenta de
conflictos- de las diversidades que constituyen nuestra sociedad.
Bibliografía
Adorno, Th. W.
2005 Dialéctica
negativa. La jerga de la autenticidad. Madrid: Akal.
Bauman, Zygmunt.
2003 Modernidad
líquida. Buenos Aires: FCE.
Foucault, Michel.
1998 Vigilar
y castigar. Nacimiento de la prisión. México: Siglo XXI. 27ª ed.
Fraser, Nancy
& Axel Honneth.
2006 ¿Redistribución
o reconocimiento? Un debate político-filosófico. A Coroña / Madrid: Fundación Paideia Galiza F/ Morata
Quijano, Aníbal.
2014 Colonialidad del poder, eurocentrismo y América
Latina. En Cuestiones y horizontes.
Antología esencial. De la dependencia histórico-estructural a la
colonialidad/descolonialidad del poder. Buenos Aires: Clacso. p. 777-832.
Touraine, Alain.
1997 Pourrons-nous vivre ensemble? Egaux et différents. Paris: Fayard.
Weber, Max.
1979 La
ética protestante y el espíritu del capitalismo. Barcelona: Península. 5ª.
ed.
No hay comentarios:
Publicar un comentario