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Lima, Peru
Filósofo e historiador. Nace en España en 1937 y llega al Perú como jesuita en 1957. Formación: humanidades clásicas y literatura, filosofía e historia. Especialización sucesiva: narrativa latinoamericana, filosofía moderna, filosofía de la existencia, historia de la emancipación peruana, pensamiento lukacsiano, historia de la ingeniería peruana y filosofía de la interculturalidad Profesor de la UNI (y rector 1984-89) y otras instituciones académicas en Perú, Budapest, Brasil y Túnez. Autor de 26 libros, 70 colaboraciones en obras colectivas y 150 artículos en revistas. Actualmente dirige el Centro de Historia UNI y es profesor de postgrado en la Universidad Nacional de Ingeniería. Participa activamente en el debate intelectual peruano desde la sociología de la literatura, el marxismo lukacsiano, las perspectivas postmodernas y la filosofía de la interculturalidad. En su libro "Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna" propone, como horizonte utópico de la actualidad, la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades que enriquecen a la sociedad peruana. Contacto: jilopezsoria@gmail.com

27 oct 2021

Reconciliación, reconocimiento y redistribución

 

José Ignacio López Soria

Publicado en:

+Memoria(s). Revista Académica del Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social. Lima, (1), p. 265-271, 2017 (Apareció en 2018).

 

Como es sabido, el término reconciliación tiene una larga historia; está relacionado tanto con la tradición religiosa como con la política. En el mundo de las creencias católicas, la reconciliación del hombre con Dios es condición de la salvación, mientras que en el ámbito político la conciliación de los intereses individuales y los grupales era la condición de la convivencia pacífica entre los ciudadanos de la polis griega, como debía serlo el encuentro entre sociedad civil y Estado modernos, según la concepción hegeliana. Pero en este artículo, mi objetivo no es dar una clase de filosofía política, sino ofrecer algunas reflexiones sobre la reconciliación en el Perú.

El tema de la reconciliación se puso en agenda entre nosotros con motivo de la creación de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR). Se sabe que inicialmente, la CVR iba a ser solo, como en otros países, comisión de la verdad, pero luego se incluyó la reconciliación, y se hizo por iniciativa y presión del sector social (católico) que había sido más permisivo con el abuso de la violencia contra el terrorismo. Que la reconciliación haya entrado en la agenda pública en ese contexto y haya sido promovida por ese sector de la sociedad lleva a que esta rica categoría de la convivencia humana sea entendida en términos de “perdón” y se aplique preferentemente a aquellos que, habiendo estado de un lado, el de la represión, hayan cometido abusos (“pecados”). La reconciliación es, así, entendida como resultado o consecuencia del perdón de unos hacia otros y, en general, de la sociedad hacia los que han abusado de la violencia. Si se trata de los subversivos, se añade a ello la idea de “arrepentimiento” como condición para recibir, como en la “confesión”, el perdón de los abusos cometidos. Frecuentemente nos escandalizamos de que, cumplida su condena, salga de la cárcel un terrorista sin señal alguna de arrepentimiento. Es decir, hemos envuelto el asunto de la reconciliación dentro de la malla de las creencias y ritos cristianos de signo conservador, con lo cual hemos empobrecido el concepto de reconciliación mismo y hemos debilitado el aspecto medular de la CVR, el de la verdad, que se centró en dar cuenta de la violencia relacionada con el terrorismo de las últimas décadas, pero haciendo referencia a los problemas estructurales de justicia e institucionalidad que afectan de antiguo a la sociedad peruana. Digo esto último porque si se entiende la reconciliación solo como referida a los abusos cometidos durante la época el terrorismo, entonces también la verdad de los abusos de la violencia se agota en la referencia a los actos mismos realizados durante esos años, quedando debilitada la idea -reiterada por la CVR- de que la verdad de lo ocurrido remite a condiciones históricas estructurales de la nuestra sociedad.

Es preciso, por tanto, recuperar, aunque sea en trazos gruesos, el sentido profundo del concepto (secularizado) de reconciliación desde la perspectiva de nuestra propia experiencia histórica.

En la modernidad, el concepto de reconciliación está estrechamente ligado al de reconocimiento. Se parte de la constatación de que los seres humanos, aunque diferentes, viven siempre asociados por razones que van desde afinidades electivas hasta las diferentes formas de coerción y dominación. Cuando el colectivo se constituye electivamente, se conocen las diferencias, y la gestión exitosa de la convivencia se pone o bien en la articulación de las mismas manteniéndose como diferentes (en lo que consiste el verdadero reconocimiento), lo que es muy raro en sociedades grandes y complejas, o bien en su paulatina homogeneización hasta que las diferencias vayan quedando difuminadas, al menos formalmente. En el proceso de debilitamiento de las diferencias juega un papel no menor la idea de la universalidad concebida a partir del ámbito de lo sagrado (todos los hombres son hijos de Dios) o de lo profano (todas las personas son igualmente dignas por pertenecer a la especie humana). Cuando la convivencia, como ocurre muy frecuentemente, se constituye coercitivamente, es decir, cuando es resultado del ejercicio de la violencia de unos hombres sobre otros o de unos pueblos sobre otros (y este es nuestro caso), entonces se conocen también las diferencias, pero no se reconocen como valores respetables y, por tanto, se articula la convivencia de tal manera que unas personas queden estructural y definitivamente subordinadas a las otras. Esto es a lo que los actuales estudios culturales llaman “subalternidad”.    

Debe tenerse bien en cuenta, a partir de las reflexiones iniciales de Weber (1979) y de los estudios contemporáneos de Zygmunt Bauman (2000), que lo que hoy llamamos modernidad dura -aquella que irrumpió con los “descubrimientos”, conquistas y colonizaciones y que se objetivó en la constitución de los imperios y luego de los estados-nación- se caracterizó, entre otras cosas, por la normalización tanto de las esferas de la cultura (el conocimiento, la legitimación y la representación simbólica), como de los subsistemas sociales e incluso de la construcción de la subjetividad y la atribución de identidad. A esa normalización se la llama “racionalización” autorreferencial porque se tiene a sí misma como fundamento y, por tanto, no tiene ya necesidad de recurrir a lo sagrado para atribuirse solidez y legitimidad. El proceso al que aludimos es enormemente complejo y se extiende a lo largo de varios siglos, comenzando con los asomos de la era moderna, avanzado el siglo XV. Puede, sin embargo, afirmarse, especialmente a partir de las reflexiones de Adorno (2005) y sus colegas de la Escuela de Frankfurt, que esa racionalización se tradujo en dos tipos de racionalidad, la emancipadora, que atribuye centralidad al ser humano y trata de liberarlo -en su vida individual y social- de las trabas premodernas, y la instrumentalizadora, que reifica o cosifica a las personas y a los pueblos convirtiéndolos en medios para que otros alcancen sus fines a través de las diversas formas de dominación.  

En el Perú sabemos bien que la sociedad, con características territoriales, poblacionales, políticas y culturales diversas a las actuales, existía antes de las conquistas y colonizaciones hispánicas, y se atenía a normativas (en plural) autóctonas. Con respecto al tema que aquí nos interesa, lo que estas conquistas y colonizaciones aportaron fue precisamente el “desconocimiento” del valor de esas normativas y, en general, de las formas de vida y de organización social y política preexistentes. El orden autóctono fue siendo sometido a (o sustituido por) el orden impuesto por los conquistadores. Lo importante es que este nuevo orden obedecía a una lógica diversa, a una racionalidad exclusivamente instrumental que entiende lo autóctono en general solo como medio para conseguir los fines propuestos por la colonización, fuesen estos materiales (extracción de recursos naturales, explotación, enriquecimiento, etc.) o “espirituales” (“civilización”, cristianización, etc.). A este respecto, no hay diferencia sustancial entre la perversidad del explotador inclemente y la caridad del predicador bondadoso.

La eliminación y extirpación de lo preexistente o su mantenimiento, atribuyéndosele otra función y resignificándolo para que quedase incorporado a la nueva lógica, eran los instrumentos preferidos de dominación.  Se va construyendo así un patrón de poder y de saber, tendencialmente global, que, según la concepción de Aníbal Quijano (2014), tiene tres características principales: a) atribución de centralidad a Europa en todos los aspectos (epistémicos, axiológicos, económicos, políticos, culturales …), lo que lleva a la desvalorización de la “periferia”; b) articulación de las diversas formas de trabajo (desde la salarial hasta la esclavizada) y sus productos en beneficio del capital;  y c) utilización del concepto de raza como “criterio” de codificación de valor de los seres humanos (y sus culturas, capacidades y producciones), considerando de mayor valor a los blancos y poniendo a los demás en diversos escalones de subalternidad.           

Este patrón “civilizacional”: a) va “dando forma” a una sociedad basada en el desconocimiento y la desvaloración de lo autóctono (el mundo de “lo político”); b) elabora una cultura, “provisora de sentido”, acorde con esas actitudes básicas; y c) organiza la gobernanza o “puesta en escena” del poder político (el mundo de “la política) para asegurar la implantación del patrón de dominación y “vigilar y castigar” (Foucault, 1998) cualquier desviación, resistencia o rebeldía contra el nuevo orden.

No vamos a entrar en una debate al respecto, pero sabemos bien que la independencia y la instauración de la república no significaron un cambio sustantivo en la “dación de la forma” y “provisión de sentido” a nuestra sociedad, aunque sí son evidentes los cambios en la “puesta en escena” de la vida política al pasarse de la monarquía colonial a la forma republicana. A los problemas estructurales ya existentes por la imposición de un orden colonial sobre lo autóctono se suma ahora la desadecuación entre el orden republicano, de un lado, y, del otro, la continuación de la colonialidad en la conformación de la sociedad, en el horizonte de significación y provisión de sentido y en la construcción de la subjetividad. Nada de estos quedan sin consecuencias en la política. Esta situación hace que el Estado republicano -en la mayor parte de su actuación- haya desempeñado el papel de sostenedor de una conformación social y de un mundo simbólico atravesados de colonialidad.

De las reflexiones anteriores se puede colegir que la falta de reconocimiento de lo autóctono (tanto de las personas como de sus capacidades, expresiones culturales y producciones) ha sido una constante desde los inicios de la conquista hasta nuestros días. Ello no significa, sin embargo, que las poblaciones autóctonas se hayan fácilmente resignado a la condición de subalternidad que el sistema les atribuía. Desde el inicio se conocen múltiples manifestaciones de resistencia, desde las que tienen que ver con la conformación de la sociedad y las relaciones sociales hasta las culturales y simbólicas, sin dejar de lado las propias del mundo de la política.

Como consecuencia de esta resistencia y, en general, de la creatividad de los diversos pueblos que habitan nuestro territorio, el Perú es un país multidiverso que, sin embargo, arrastra de antiguo la tradición de eliminar la diversidad, arrinconarla o articularla generando subalternidad, explotación y dominación.

A estas formas de desconocimiento del valor de la diversidad se ha añadido recientemente otra, la inclusión, convertida hoy en política de Estado y saludada por muchos como un signo de progreso por su condición de estrategia para cerrar brechas, de evidente injusticia, relacionadas con educación, salud, salario, servicios públicos, etc. No se tiene en cuenta, sin embargo, que incluir significa encerrar, concretamente, encerrar al otro en nuestro propio mundo, obligándole o induciéndole a desprenderse, en el proceso de inclusión, de sus propias pertenencias (lingüísticas, culturales, laborales …) como condición necesaria para ser incluido. Además de este despojo, se le obliga -y esta es la condición suficiente- a apropiarse de otros lenguajes, horizontes de sentido, competencias, capacidades y formas de vida para garantizar el éxito de la inclusión. Para ello se parte -aunque sea de manera no necesariamente consciente ni malintencionada- del no reconocimiento del otro como portador de dignidad y de valores, y, además, del no reconocimiento de uno mismo como perteneciente al (o al servicio del) sector social que impuso y mantiene ese patrón de poder y de saber que produce subalternización y exclusión. Una vez más, con las políticas de inclusión se trata de curar las patologías (efectos) que el orden social imperante produce, dejándose intactas las causas.

Una verdadera reconciliación en nuestra sociedad debería comenzar por el reconocimiento de la diversidad (étnica, lingüística, cultural, territorial…), en el sentido de tomar conocimiento de ella y, muy especialmente, de valorarla, de considerarla una ventaja, una oportunidad (en sentido del kairós griego) de enriquecimiento mutuo y de gozo. Deberíamos cuidar con esmero esa diversidad, procurando que despliegue todas sus potencialidades en una interrelación digna (y, por tanto, justa), enriquecedora y gozosa entre sus componentes. En vez de recurrir, a la antigua, a estrategias de marginación, explotación, racialización, etc., o, a la moderna, a políticas de inclusión y homogeneización, tendríamos que aprender, como diría Alain Touraine (1997),  a vivir fructífera y gozosamente juntos siendo diferentes. Ello supone que estamos dispuestos a despojarnos de los elementos de violencia de nuestras propias tradiciones y a gestionar acordadamente los disensos y los conflictos, que, naturalmente, seguirán presentándose.

Como hemos dicho, la reconciliación que aquí se propone tiene que ver con problemas estructurales que nos vienen de antiguo y, precisamente por ello, no se agota en el perdón por abusos recientes de la violencia ni –lo que es más importante- en el reconocimiento del derecho a la diferencia. Se refiere, además y no lateralmente, a la producción y distribución de los bienes sociales y, por tanto, ni es ni puede ser ajena a la justicia. Como ha argumentado Nancy Fraser (2006), en debate con Axel Honneth, sin justicia distributiva no es posible una verdadera reconciliación, pero esta incluye además el reconocimiento del otro como portador de dignidad y de valores. Aunque se trate de conceptos diversos, entre reconciliación, reconocimiento y redistribución hay una estrecha relación de copertenencia. La gestión de esa relación de manera cuerda y justa es la base para una convivencia digna, enriquecedora y gozosa -aunque no exenta de conflictos- de las diversidades que constituyen nuestra sociedad.

Bibliografía

Adorno, Th. W.

2005    Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad. Madrid: Akal.

Bauman, Zygmunt.

2003    Modernidad líquida. Buenos Aires: FCE.

Foucault, Michel.

1998    Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. México: Siglo XXI. 27ª ed.

Fraser, Nancy & Axel Honneth.

2006    ¿Redistribución o reconocimiento? Un debate político-filosófico. A Coroña /       Madrid: Fundación Paideia Galiza F/ Morata

Quijano, Aníbal.

2014    Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina. En Cuestiones y horizontes. Antología esencial. De la dependencia histórico-estructural a la colonialidad/descolonialidad del poder. Buenos Aires: Clacso. p. 777-832.

Touraine, Alain.

1997    Pourrons-nous vivre ensemble? Egaux et différents. Paris: Fayard.

Weber, Max.

1979    La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Barcelona: Península. 5ª. ed.

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