José Ignacio López Soria
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Para comenzar
Creo que sobre la pandemia se ha dicho todo lo decible.
Supongo, por tanto, que la invitación que se me hace a participar en la última
sesión de este coloquio no es para añadir información ni para enriquecer
“protocolos” orientados a reconstruir el ayer o a idear la esperada “nueva
normalidad”. Quiero suponer que se me invita simplemente a pensar, es decir, a elaborar
conceptos dejándome convocar por lo que creo que apunta a un mundo otro a partir de lo que la pandemia pone al descubierto.
Lo primero que la pandemia hace más visible es esa inmensa montaña de ruinas deja a su paso la historia cuando “avanza” impulsada por los ventarrones del progreso. En nuestro caso, por poner solo algunos ejemplos, la informalidad laboral, la “inseguridad” alimentaria y las enormes brechas educativas y de salud son hijas legítimas, aunque no reconocidas, del modelo de progreso que nos hemos (o nos han) trazado.
Pero la pandemia no pone solo ante los ojos las debilidades estructurales (de hechura) que nos aquejan de antiguo. Nos hace ver también esa inmensa riada de solidaridades, lealtades, profesionalismo y generosidad que brota espontáneamente de miles de peruanos y peruanas anónimos y que nadie acierta a encauzar debidamente. La pandemia nos pone, además, de manifiesto que vivimos en un mundo de enorme complejidad, que la complejidad es ya nuestro hábitat natural y que, por consiguiente, la postura más sabia es la perplejidad, entendida no como duda ni indecisión, sino como escucha atenta de esa complejidad y no para simplificarla ni para homogeneizar sus componentes, sino para gestionarla con cordura haciendo de la diversidad una fuente de enriquecimiento y de gozo. El coronavirus nos ha hecho ver, diré finalmente, el carácter ahora ya ineludiblemente global de la condición humana. No me refiero a la globalización impulsada por el mercado –esa ya la conocíamos-, sino a la globalidad, la toma de conciencia de que la perspectiva global es no solo necesaria sino enriquecedora del pensar y del hacer humanos. En la lucha contra el virus, el aprendizaje de experiencias de diversas latitudes y la estrecha colaboración entre científicos son solo dos ejemplos positivos de la aludida globalidad.
Frente a esta situación no es fácil la tarea que les espera a la epistemología, la ética, el derecho, la política … y hasta a nuestra vida cotidiana y a las maneras de entender y construir nuestra propia identidad. El estado de perplejidad al que acabamos de aludir no supone renunciar a satisfacer la necesidad de saber a qué atenerse. Lo que sí supone es desconfiar de viejas seguridades, pero no para construir otras supuestamente más sólidas que las anteriores, sino para echarse a pensar, a escuchar al otro, a recoger y a producir herramientas teóricas y prácticas para, reitero, gestionar con cordura, sin empobrecerla y en beneficio de todos, la rica complejidad que nos envuelve y constituye.
En lo que sigue hago una somera exploración en tres campos (humanidad, socialidad y mundanidad), para terminar con la enunciación de una propuesta (plenitud).
Humanidad
Entiendo aquí “humanidad” no como el conjunto de los seres humanos, sino como aquello que nos caracteriza y nos define a los seres humanos. Sobre el tema se han escrito millones de libros. En el caso de la cultura occidental, la inmensa mayoría de ellos, especialmente desde el Renacimiento hasta nuestros días, pone el énfasis en la individualidad. Se define, así, al ser humano como un individuo que tiene tales y cuales propiedades y potencialidades. Desde este punto de partida se habla luego de identidad, personalidad, libertad, originalidad, derechos, responsabilidades, etc. La filosofía moderna recurrió incluso a una ficción para explicar el origen de la sociedad política: dio por supuesto que los hombres vivían en pequeños núcleos familiares hasta que un buen día, para defenderse más que para apoyarse, se reunieron en sociedad y acordaron despojarse del derecho a autogobernarse para entregar el poder sobre todos a una única persona o a un grupo selecto de personas, etc. Lo que interesa de esta narrativa es la consideración del individuo como célula inicial de toda forma de asociación.
Esta perspectiva, que conocemos como individualismo y que ha penetrado profundamente en nuestra conciencia, le resta importancia a un componente esencial de la vida humana, la comunitariedad. No hay individuo sin comunidad, como no hay comunidad sin individuos. Pero la comunidad preexiste con respecto a cada persona, y esa comunidad tiene un lenguaje, una forma de vida, una cultura, etc. todo lo cual constituye a la persona sin anular su individualidad. Lo que hay entre individuo y comunidad es una relación de copertenencia conformativa y mutuamente enriquecedora. Por eso dejó acertadamente dicho el filósofo alemán Karl Jaspers que “allí donde soy yo más mí mismo ya no soy solo mí mismo.” Los demás están en mi propia yoidad. Dimensión esta, la de nuestra conformación comunitaria, que un exceso de individualismo ha dejado en la penumbra y no fortuitamente, por cierto.
Socialidad
Cuando asumimos efectivamente que somos individuos
comunitarios, advertimos no solo que vivimos en sociedad, sino que somos seres
sociales que compartimos dimensiones fundamentales de nuestras vidas
(territorial, histórica, lingüística, cultural, axiológica, etc.). Todo ello
nos viene dado como una heredad que necesita seguir siendo cultivada.
Que nuestro ser sea social implica que, además de los derechos individuales deberíamos considerar derechos sociales, comunitarios o colectivos. De los individuales no me ocupo porque de ellos somos muy conscientes. Me limito a manifestar, primero, que deberíamos poner más énfasis en la universalización de los derechos a la alimentación, la salud y la educación, y, segundo, que coincido con quienes sostienen que la eutanasia (la muerte digna) es también un derecho humano.
De los derechos colectivos subrayo la importancia de tres de ellos, los territoriales, los lingüísticos y los culturales. No desarrollo más la idea, pero sostengo que los tres son componentes esenciales de la vida humana. Sin ellos, no hay albergue para el hombre, sino ajenidad; no hay condiciones para el despliegue pleno de la posibilidad. Por eso considero que, después de la vida misma, lo peor que se le puede quitar a un pueblo es su territorio, su lengua y su cultura. De ahí, el carácter abismal del daño que producen las conquistas y colonizaciones. Dejan a los colonizados sin fundamentos, al bordo del abismo. Pero no solo ellas. También los procesos de construcción de estados-nación (y el nuestro no es una excepción) barren con las diversidades o no les prestan la atención que merecen porque las consideran obstáculos en el camino hacia la homogeneización y el desarrollo.
Otra es la situación cuando los pueblos cultivan con esmero la diversidad, no se quedan en simplemente tolerarla, soportarla. Se produce, entonces, una convivencia enriquecedora y gozosa de diversidades (étnicas, lingüísticas, laborales, territoriales, de racionalidades, etc.). A eso es a lo que llamamos interculturalidad.
Como es fácilmente imaginable, lo que acabamos de decir, que no es otra cosa que tomarse en serio la socialidad que nos constituye, hace más compleja la convivencia humana y, consiguientemente, pone en el orden del día el estado de perplejidad al que nos hemos referido arriba. Si, por tener en cuenta la diversidad, la vida misma se hace más compleja y si esa complejidad se ve incrementada (yo diría enriquecida) por la globalidad, el problema que se nos plantea de inmediato es el de la gobernanza. ¿Cómo gestionar enriquecedoramente la convivencia humana? ¿Nos bastan los conceptos, prácticas y seguridades de las tradiciones democráticas? Yo diría que no, y mucho menos los de las monarquías y aristocracias. Es preciso, una vez más, echarse a pensar para buscar procedimientos que aseguren una articulación enriquecedora entre lo colectivo y lo individual, entre las diversidades que componen las sociedades, entre lo nacional y lo global, etc. Creo, incluso, que hay que ir más allá de los procedimientos para repensar el concepto mismo de soberanía. Dejo apuntada, pero solo apuntada, la idea de que la soberanía no la tienen los Estados sino los pueblos, las comunidades, y que ella no es transferible. Lo que hacen los pueblos es atribuir temporalmente funciones gubernamentales a individuos o colectivos humanos según procedimientos que habría que estudiar muy bien para asegurar las articulaciones a las que acabamos de aludir.
Mundanidad
Nos hemos referido ya a la globalidad como perspectiva necesaria para saber a qué atenernos en un mundo, en gran medida, globalizado. Lo que quiero ahora subrayar es que ese mundo es nuestro territorio, un hábitat compartido por una inmensa variedad de comunidades, a todas las cuales les asiste el derecho a existir y desplegar sus potencialidades.
Desde antiguo conocemos que somos seres en el mundo, habitantes. Pero, en nuestro caso, ser en el mundo no significa solo estar en el mundo, como si hubiésemos sido puestos en el mundo sin ser de él. Nosotros somos seres del mundo y con el mundo. El mundo es nuestro hogar, nuestro albergue, nuestro compañero de viaje. Un compañero de viaje que nos provee de recursos para la vida y que, como nosotros, necesita de cuidados.
Como las personas y las comunidades, el mundo es también portador de derechos, al menos del derecho a su propia existencia y, por tanto, del derecho a reproducirse en su diversidad, tanto más cuanto que de esa reproducción depende la vida de su compañero de viaje, el hombre. Ello lleva a pensar en la necesidad de entender la relación hombre/mundo no al viejo estilo, como explotación del segundo por el primero, sino como una convivencia dinámica que naturalmente habría que diseñar y explorar caminos para llevarla a cabo.
Si el mundo es albergue de esa inmensa y trenzada diversidad de comunidades que lo pueblan, ¿a quién le toca cuidarlo y proveer de gobernanza a la globalidad? ¿Pueden acaso llevar a cabo semejantes tareas las actuales formas de gobierno, hechas a la medida de los estados-nación, atenidas a ideales nacionalistas y herederas del ideal de explotación de la naturaleza? ¿Basta con que los estados-nación constituyan organismos internacionales (que, en realidad, son generalmente interestatales) para ocuparse del cuidado y la gobernanza del mundo? Yo creo que no. Sin embargo, podría recogerse lo mejor de sus saberes y experiencias y, especialmente, de las organizaciones con perfil global de la sociedad civil para pensar instancias globales con capacidad de decisiones vinculantes en relación con el medio ambiente y el aseguramiento de los derechos a la salud, la alimentación y la educación básica. Estas instancias son en realidad espacios de articulación dialógica y vinculante de diversidades, según ámbitos (regional, continental, global).
Plenitud
En las reflexiones anteriores sé que me codeo con la utopía, pero ¡pobre de nosotros el día que nos dejemos encerrar en la jaula de hierro del realismo! Lo dije desde el comienzo: me propongo pensar en un mundo otro. Y en esa línea considero que los conceptos de progreso, desarrollo y crecimiento han agotado su capacidad movilizadora.
En sus buenos tiempos, en los días de las revoluciones industriales, la idea de “progreso” impulsaba hacia un mejoramiento tanto del mundo de la cultura (el conocimiento, la legalidad, la ética, el lenguaje y lo sistemas simbólicos) como de los subsistemas sociales (producción, gobierno, mercado, educación, etc.) e incluso de la vida cotidiana. El concepto original se empobreció cuando el capitalismo financiero lo sustituye por el de “desarrollo” para referirlo casi exclusivamente a algunos subsistemas sociales que necesitaban modernizarse (economía y estado, principalmente). Pero el concepto de desarrollo se encontró pronto tan acorralado que se intentó mejorar su presentación llamándolo “desarrollo sostenible” y hasta amigable para con la naturaleza. Vinieron luego las oleadas de la globalización del mercado y con ella se impuso el concepto de “crecimiento”, referido preferentemente a la economía ligada al mercado internacional; lo demás vendría por añadidura o por “chorreo”. El “crecimientismo” nos trajo otro aporte, la competencia (la derrota del otro), como camino preferido hacia al crecimiento.
Mi idea, que dejo aquí solo sugerida, es que nos iría mejor si nos atuviésemos, nacional y globalmente, al concepto de plenitud, que apunta al despliegue pleno de las posibilidades humanas, individuales y comunitarias, a sabiendas de que somos seres con el mundo y con otros y que, aunque no se ignora la presencia de conflictos, se considera la convivencia de diversidades como fuente de enriquecimiento y de gozo.
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