José Ignacio López Soria
Miró Quesada
Rada, F. (ed.).
Los cien años de Francisco Miró
Quesada Cantuarias.
Lima: CIAC/El Comercio, 2018, p. 77-90.
Introducción
Si
añado “apuntes” al título es porque dejaré aquí solo ideas sueltas sobre el
trabajo teórico por articular racionalidad y política, desarrollado por Francisco
Miró-Quesada Cantuarias en las primeras décadas de la segunda mitad del siglo
XX. Con el término “apuntes” quiero decir, además, que el proyecto de Miró
Quesada de proveer de densidad racional a la política (o “racionalizar la
política”, como él mismo dice) debería ser estudiado con la profundidad que
merece, especialmente cuando advertimos que si algo caracteriza a la política
de las últimas décadas es precisamente el predominio de la irracionalidad.
De
los muchos escritos de Miró Quesada me fijaré en Las estructuras sociales. Ensayos de divulgación (1961) y Humanismo y revolución (1969). Este
último libro reúne ensayos de entre 1955 y 1968. Podrían ser trabajados con
provecho otros textos de la época como los dos tomos de La otra mitad del mundo (1959) y el folleto La ideología de Acción Popular (1964) que contribuyó a elaborar.
Antes
de centrarme en la propuesta de Miró Quesada me referiré, en trazos gruesos, al
contexto en el que ella se produce.
Sobre el contexto
Resumiendo
aportes de la ya abundante literatura sobre las dimensiones económica, social,
cultural, política, etc. de la vida peruana de mediados del pasado siglo XX, he
apuntado en otros escritos que se trata de una época marcada por un fenómeno medular: el desmoronamiento del
patrón oligárquico y sus diversas manifestaciones y los intentos de asentar una
matriz de desarrollo más acorde con los procesos de modernización que se
extienden por el mundo con el triunfo del liberalismo y el socialismo frente al
“asalto a la razón” -expresión del filósofo húngaro György Lukács[1] (1972)- protagonizado por nazis
y fascistas. Con respecto a esa
modernización el patrón oligárquico no es ya funcional.
Adviértase
que hablamos de “modernización” y no de “modernidad”,
es decir, no se trata ya de llevar a cabo plenamente el proyecto ilustrado de
la modernidad, que se expresa en una
presencia decisiva de la racionalidad tanto en las esferas de la cultura como en
los subsistemas sociales y en el mundo de vida. La modernización consiste, más
bien, en una racionalización de las formas de administración de la convivencia
social a través de un Estado profesionalizado y gestionado -para los liberales-
desde una democracia representativa efectivamente ampliada. Consiste, además, en
una normalización racional de algunos otros subsistemas sociales, como el de la
economía (industrialización, bancarización …), el poblamiento (urbanización),
la provisión de competencias para la participación ciudadana y la incorporación
al mundo laboral (formación escolarizada), la articulación territorial
(infraestructura vial), etc. A ello hay que añadir que la modernización supone
también, en relación con el mundo de la vida, la construcción de un sujeto consumidor
y políticamente activo. Algunos autores, especialmente Marshall Berman (2011:
82) en Todo lo sólido se disuelve en el
aire, añaden el concepto de modernismo
para referirse a la expresión cultural del proceso de la modernidad. Pero en la
época de la que nos ocupamos, como anota Daniel Bell (1977: 48) en Las contradicciones culturales del
capitalismo, la búsqueda cultural ha abandonado la racionalidad funcional a
la modernización y se ha lanzado a explorar y expresar dimensiones nuevas de la
experiencia humana. En el mundo del arte esa exploración se llama modernismo,
en filosofía se llama existencialismo. En ambos casos, la racionalidad moderna
ve disminuidos sus poderes. En el ámbito de la filosofía surge paralelamente la
analítica, una manera de pensar filosóficamente que sale por los fueros de
razón y ve el mundo con ojos más pragmáticos que la filosofía de la existencia.
Francisco Miró Quesada será entre nosotros un entusiasta cultivador de la
corriente analítica.
Decíamos
que el Perú de mitad del siglo XX se caracteriza por estar en una época de
tránsito del patrón oligárquico a otro más clásicamente burgués: concentración del capital en la industria
urbana, democracia representativa tomada en serio, acercamiento de las masas al
estado de bienestar, extensión de una educación entendida como potenciación de
capacidades y provisión de competencias ciudadanas y laborales, etc. Componente
de este proceso es el cultivo del modernismo y sus diversos ámbitos
(literatura, artes plásticas, arquitectura, etc.) por parte de los
intelectuales, un cultivo que en literatura venía de antiguo (González Prada,
Valdelomar, Vallejo, ...) y que tuvo en la Agrupación Espacio -reunida en la
segunda mitad de la década de 1940 alrededor de Luis Miró Quesada Garland- una
expresión particularmente significativa. En filosofía, el ambiente de búsqueda
se manifiesta en la opción de nuestros filósofos por diversas perspectivas.
Algunos ejemplos: Francisco Miró Quesada cultiva la perspectiva analítica,
Augusto Salazar Bondy propone una teoría de los valores cercana al socialismo
democrático, Alberto Wagner de Reyna difunde el existencialismo heideggeriano,
etc. Por otra parte, se hace en el mundo intelectual un esfuerzo significativo
por salir del entrampamiento al que nos había conducido la supuesta
contradicción entre andino/global, indigenismo/hispanismo, tradición/modernidad,
etc. Los intelectuales de la época se abren sin rubor a lo uno y a lo otro,
como ha demostrado recientemente Luis Rebaza Soraluz (2017: 47) en De ultramodernidades y sus contemporáneos.
Lo
que me interesa subrayar es que, en la época mencionada, la búsqueda de cambios
se advierte no solo en el ámbito económico (del modelo oligárquico centrado en
la exportación sin valor agregado, con concentración del capital en muy pocas
manos, a desarrollo basado en industria urbana), sino en la rearticulación y
poblamiento del territorio, la constitución más precisa de los sectores
sociales (proletariado urbano, campesinado, capas medias urbanas, burguesía industrial
urbana), la búsqueda de participación ciudadana, la ampliación de los servicios
públicos, la valoración de las culturas, las variadas formas de expresión
artística, la búsqueda de nuevos horizontes para el pensamiento, las nuevas
propuestas políticas, etc. Debilitados o desparecidos los “marcadores de
certeza”, lo que está en juego en esos años, para expresarlo en terminología de
Claude Lefort (2004: 38-39), es tanto la mise
en forme (la dación de forma a la sociedad o mundo de “lo político”), como
la mise en scène (puesta en escena o
mundo de “la política”) y la mise en sens
(provisión de sentido) a la naciente sociedad. En la concreción de esta renovación
que afecta tanto a la conformación de la sociedad y las relaciones sociales
cuanto a la vida política y al mundo simbólico, Francisco Miró Quesada participa,
como filósofo, tratando de proveer de sentido a la praxis transformadora, y,
como político, interviniendo activamente en la escena política.
El aporte del “hombre sin teoría”
La clave para interpretar los ensayos contenidos en Humanismo y revolución la propone el propio Miró Quesada en el prólogo a dicho libro. Los escritos incluidos en él, aunque elaborados en diversos años, son todos “como hitos en el camino, etapas en el esfuerzo continuado de hallar un nuevo tipo de fundamentación -más riguroso y más claro- para la praxis política.” (Miró Quesada, 1969: 8). Y con respecto a “El hombre sin teoría”, anota que “es el primer ensayo de fundamentación ideológica que hemos intentado. Lo hemos incluido porque es el punto de partida de nuestra trayectoria ideológica. Es, podría decirse, la vía negativa hacia el humanismo.” (Miró Quesada, 1969: 8), la eliminación de prejuicios teóricos que prepara el camino “para comprender la verdadera significación de una ideología centrada en el hombre.” (Miró Quesada, 1969: 9), el verdadero humanismo.
Las
ideas de “El hombre sin teoría” se inscriben, sin mencionarlo, en ese clima de
escepticismo de mediados de la década de 1950 que sería pronto tematizado por
Daniel Bell (2015: 78-79) en El final de
la ideología[2].
Se trata de un escepticismo que, en nuestro caso, expresa la desconfianza de
los hombres de la época ante los frutos de racionalismo europeo, “desde el
liberalismo del laisser faire hasta el nazismo y el marxismo.”
(Miró Quesada, 1969: 74). Se vive una
época de búsqueda, de desorientación, de “desilusionado vivir”, dirá Miró
Quesada citando a Ortega y Gasset, y, para ser más preciso, añadirá el propio Miró
Quesada, se trata de “la época del desilusionado teorizar.” (1969: 74). Pero,
aun en estas circunstancias, es preciso seguir preguntándose uno mismo qué
hacer. Una posibilidad es reconstruir las viejas teorías y adaptarlas a nuevas
exigencias. Otra posibilidad es elaborar teorías nuevas que permitan dar
respuesta a las preguntas apremiantes de la actualidad. “Y nosotros, los
hombres del desilusionado teorizar, como los hombres de otras épocas, al vernos
en aprietos, estamos pensando también en ampliar o inventar teorías.” (1969:
75) Pero ahora somos conscientes de que nuestros posicionamientos teóricos no
son tan sólidos como para universalizarlos. Nos atenemos generalmente a las
teorías implícitas y espontáneas que nos vienen dadas con el lenguaje, del que
no podemos prescindir. De lo que sí podemos prescindir es de las teorías
elaboradas con fines cognoscitivos específicos y referidas a hechos. De las
teorías sobre los hechos podemos hacer caso omito, pero no de los hechos
mismos. Y el hecho más importante es que los hombres existen y que frente a
ellos uno puede ser cruel o solidario. “En esta actitud de crueldad o de
solidaridad el hombre despliega todas sus posibilidades.” (1969: 83). La vida
humana entera se define según estas dos actitudes: lo demoníaco consiste en
valerse de una teoría para legitimar el afán de hacer sufrir a los demás,
mientras que la santidad radica en sacrificarse para impedir que los demás
sufran. “Este es el gran hecho, el formidable hecho de la condición humana a
través de la historia.” (1969: 84). Lo fundamental es, pues, lo siguiente: “Hay
hombres que luchan contra el hombre, hay hombres que luchan por el hombre. Este
hecho brinda dos posibilidades, dos caminos elegibles: o bien se decide
explotar al hombre o bien se decide defenderlo.” (1969: 84-85)
Sobre
este hecho básico de la vida humana se puede teorizar. Se puede, por ejemplo,
explicar este fenómeno -dirá Miró Quesada pensando, sin duda, en el socialismo-
a partir de las estructuras y las dinámicas sociales. Pero, sea verdadera o
falsa esta explicación, “el hecho es que hay hombres que luchan por dominar a
los demás y otros que luchan para impedir que los dominen.” (1969:85) Para
ponerse de un lado o del otro no se necesitan teorías, aunque hay quienes
recurren a ellas para justificar su comportamiento demoníaco o solidario. Es
más, es preferible no basarse en teorías para no tener que cargar luego con las
consecuencias imprevistas que de ellas se deriven en el futuro. Lo que se
necesita es la decisión de ponerse del lado del bien, que “es lo único que da
sentido a la historia y a la marcha sin horizontes de la humanidad.” (1969:87)
Es decir, no es necesaria una teoría que atribuya un determinado sentido a la
historia. Lo que importa, aquello que convierte en raigalmente ético el
comportamiento, es la decisión, independiente de todas las teorías, de luchar
por hombre y no contra él. Frente a la multitud de teorías que tratan de
orientar y explicar el comportamiento, lo realmente significativo es el hecho
de la condición humana y la decisión de ponerse del lado de los que luchan por
el hombre o de los luchan contra el hombre.
Para orientarse en el mundo, afirma Miró Quesada, basta con participar
de una teoría espontánea y solo implícita en el obrar. Desde esta perspectiva,
se cae en la cuenta de un dato primordial: la división de los hombres en dos
grupos, el de los que luchan contra el hombre (explotadores) y el de los que
luchan por el hombre (liberadores). En esta bipolaridad consiste lo esencial de
la condición humana a través de toda la historia de la humanidad. Quedan, por
tanto, solo dos posibilidades: defender al hombre o explotarlo. Optar por una
de ellas es fruto de una decisión personal. Para quien, siguiendo la lógica de
la racionalidad liberadora, opta por la primera, la tarea es dura y el final
imprevisible, pero es la única opción digna, la única que se funda en una
evidencia indiscutible y que, por lo mismo, abre la posibilidad de unión de
todos los hombres.
El
ensayo del Miró Quesada desilusionado de la teoría comienza y termina con un
verso, pletórico de significación, de Manuel Scorza: “Mientras alguien padezca
/ la rosa no podrá ser bella” (Miró Quesada, 1969: 59 y 89.
El
renunciamiento de Miró Quesada a teorizar (sin menoscabo de su clara posición
del lado de los que quieren luchar por el hombre y no contra él) expresa no
solo el debilitamiento general de las ideologías tradicionales a mediados del
pasado siglo XX, sino la manifiesta ausencia en nuestro caso de una propuesta
seriamente liberal. El autoritarismo oligárquico, mantenedor del modelo de
exportación primaria, tenía su expresión en el gobierno de Odría; la oligarquía
financiera estaba agrupada alrededor de Prado; desde la década de 1920, el
aprismo y el socialismo se disputaban la representación de las capas medias y
de los sectores populares del campo y la ciudad. Nótese, además, que los
partidarios y sostenedores de Odría y de Prado son convocados no por ideologías
sino por intereses crudos (hablar de “odriísmo” y de “pradismo” me perece un
exceso), mientras que a los apristas y socialistas los convocan ideologías claramente
definidas. Lo que quiero decir con esta anotación es que entre los intereses
oligárquicos y las propuestas de los sectores medios y populares se advierte la
ausencia de una propuesta de veras liberal que, además de expresar los
intereses, expectativas e ideales de la emergente burguesía comercial
industrial urbana, se muestre como portadora de un ideal de progreso social,
económica y culturalmente inclusivo que le permita legitimarse e identificar
demandas comunes con los grupos sociales subalternizados. El escepticismo
teórico de Miró Quesada puede ser leído como una manifestación de esa ausencia de
liberalismo clásico y, al mismo tiempo, como un llamado a la necesidad de
proveer de teoría política a una decidida apuesta solidaria por el hombre.
Hacia la afirmación ideológica
Es
lógico que un hombre como Francisco Miró Quesada, quien, a pesar del
escepticismo primigenio, había decidido lucha por el hombre y no contra él, se
incorporase a este movimiento, un tanto generacional, con la mejor de sus
capacidades, precisamente la de teorizar. De ello dan muestra algunos de los
escritos incluidos en el libro Humanismo
y revolución, elaborados después del mencionado ensayo “El hombre sin
teoría”, y varios otros trabajos, de entre cuales nos fijaremos aquí en Las estructuras sociales (1961).
Del
abandono del escepticismo para buscar la verdad y ponerla al servicio de una
política racional es también una prueba manifiesta la participación de Miró
Quesada tanto en la elaboración de la ideología del Partido Acción Popular como
en el compromiso político con los proyectos de este partido. Ya Belaúnde había
adelantado, con el lema “el Perú como doctrina”, que la aspiración esencial de
la joven agrupación política era, por un lado, distinguirse del capitalismo de
enclave y del socialismo “importado”, y, por otro, acabar con las dicotomías entonces
usuales (hispanismo/indigenismo; costa/sierra; Lima/provincias, tradición/modernidad)
para pensar un Perú moderno, basado en la industria urbana, articulado a través
de una extensa red vial, enriquecido con sus tradiciones ancestrales, y dispuesto
a construir gradual y planificadamente un futuro diferente. En buena parte de
estas miras, las propuestas de Acción Popular eran cercanas a las del
Movimiento Social Progresista y de la Democracia Cristiana, y hasta podría
decirse -como se advertiría después- que eran parecidas, en más de un aspecto, a
las ideas sobre la seguridad nacional que se estaban elaborando en el Centro de
Altos Estudios Militares.
Francisco
Miró Quesada, siguiendo tradiciones enraizadas en la historia de la filosofía
política, ve en el humanismo la posibilidad de proveer de fundamento y densidad
filosófica a su decisión de pasar del “desilusionado teorizar” al compromiso
ético de racionalizar la acción política. No es gratuito que parta, por tanto,
de la interpretación del humanismo como “el reconocimiento del valor de la
condición humana y la decisión de realizarlo.” (Miró Quesada, 1969: 91). Repasando
la historia, advierte, sin embargo, que los grupos de poder minimizan el valor
de las mayorías e, incluso, consideran a los miembros de estas como medios o
instrumento para su afirmación en el poder. Frente a esta situación, el
humanista reconoce en todos los hombres la dignidad y nobleza de su condición
humana y lucha por su liberación total y definitiva. De donde se deriva que por
humanismo hay que entender “el movimiento en favor de esta lucha (…) el
movimiento integrado por todos aquellos que luchan individualmente o agrupados
en partidos políticos para transformar la sociedad y el mundo todo en una
morada del hombre.” (1969: 93). El humanismo lleva, por tanto, a una actitud de
rebeldía frente a los abusos de los poderosos y a una actitud de afirmación y
construcción de una sociedad diferente. Para ello, en el caso del mundo occidental,
nos valemos del “libre análisis racional”. (1969: 95) que nos lleva a
considerar que la verdad no depende de los poderosos sino de leyes objetivas,
universales e inmutables. Por eso se puede afirmar “que los argumentos
esgrimidos por los poderosos y sus secuaces para justificar su privilegio no
son sino débiles falacias.” (1969: 96).
Frente
a las posiciones tradicionales que reafirman la validez de la sociedad del
privilegio, insurge la propuesta de la “sociedad ideal”, que pone en el centro
la condición humana de todos y cada uno de los hombres. Se trata, por tanto, de
una sociedad que, para expresar esta misma idea en términos de Taylor, pone en
el centro ya no el privilegio o el honor sino el reconocimiento de igual
dignidad para todo ser humano (Taylor, 1995: 225-256). El hombre, sostenía Kant
y recoge Miró Quesada, es un fin en sí mismo y no un medio o instrumento de
otros hombres. A partir de esta consideración, no es racionalmente admisible
oponerse a la transformación de aquellos tipos de sociedad que impiden el desarrolle
en plenitud de la posibilidad humana. “Solo hay una motivación que puede dar
sentido a la historia política y poner en marcha a las grandes mayorías: la
libertad final, la forjación de una sociedad racional o justa en donde todos
los hombres puedan ser fines en sí…” (Miró Quesada, 1969: 99). El humanismo,
que propone estas ideas, es una concepción revolucionaria porque plantea una
nueva sociedad. Y “cuando la concepción humanista de la vida, del hombre y de
la sociedad se transforma en ideología, la praxis política que esta ideología
exige es una praxis revolucionaria.” (1969:101) que lleva a cambiar las
estructuras sociales, políticas, económicas y culturales, en una lucha que no
debe cesar hasta que se alcance la liberación de todos los hombres.
A
partir del principio fundante del humanismo, que enuncia que todo hombre es un
fin en sí mismo y no un medio, es fácil deducir por simple raciocinio que el
poder debe emanar no del privilegio sino del pueblo y que la sociedad que se
busca construir debe estar compuesta por individuos solidarios y antirracistas,
debe oponerse a todo imperialismo o dominio de una nación sobre otra, tiene que
impedir que existan explotadores y explotados e incluso constituirse en una “sociedad
sin clases” (Miró Quesada, 1969: 105).
En
el ensayo que estamos comentando, “La ideología humanista”, y en varios más de
los ensayos incluidos en Humanismo y
revolución, Miró Quesada sigue elaborando filosofía política desde una
perspectiva en la que resalta el esfuerzo por introducir la razón en la
reflexión y la praxis políticas. Nosotros dejamos aquí esta expresión de su
trabajo para presentar sus ideas en otro texto de la época, Las estructuras sociales, de 1961.
Teoría y práctica
Como
en sus escritos anteriores, el autor aplica en este nuevo trabajo el método
analítico al estudio de los problemas sociales, evitando el uso de proposiciones
inverificables y tratando de disolver los prejuicios de los sectores dominantes
frente al concepto de estructura. Se trata, por otra parte, de un trabajo que
recoge lo sostenido por el autor en el debate periodístico de la época. Para
evitar malentendidos y refiriéndose al concepto de estructura y de
transformación estructural, Miró Quesada anota en el prólogo que “Muchas
personas creen que se trata de conceptos disolventes y peligrosos que pueden
llevar al caos o la pugna sangrienta.” (1965: 18). Pero, en realidad, son
conceptos provistos por el avance científico para entender la realidad de los
países más retrasados y encauzar su transformación. Es cierto, sin embargo,
-dirá el autor en el prólogo a la edición de 1965, cuando era ya evidente que
el reformismo acciopopulista se había estrellado contra el muro reaccionario de
apristas y odriístas- que el libro es “una de las últimas etapas en una larga
polémica sostenida por elementos de diversos grupos contra el pensamiento
conservador y reaccionario del Perú.” (1965: 181).
Miró
Quesada entiende la sociedad como una estructura que se compone de grupos
sociales que desempeñan roles diferentes y complementarios. Si bien la
diferencia de roles puede generar desagradables oposiciones, la complementariedad
salva esas oposiciones y se comporta como un llamado a la conciliación de los
diversos grupos sociales. El carácter necesario de esa complementariedad
evidencia por sí mismo la arbitrariedad de la lucha de clases. Pero, de hecho, esta lucha existe y es
necesario explicarla. Para ello se recurre al concepto de “tensiones estructurales”
que el autor entiende como las tensiones que existen entre los fines
perseguidos por los miembros de los diversos grupos sociales en función de su
situación estructural y de las dificultades para lograr esos fines. Así, por
ejemplo, entre la aspiración de los obreros a conseguir mejores salarios y el
deseo de los empresarios de obtener mayores ganancias se produce una tensión
estructural cuando uno de los conjuntos no respeta las normas establecidas.
Interviene entonces el Estado para obligar, por el convencimiento o la fuerza, a
respetar las normas. Si no se llega a buen puerto, la tensión puede amenazar
con derrumbar la estructura. Viene, entonces, el momento de las concesiones y,
con ellas, de la transformación de la estructura.
Ocurre,
por otra parte, que la existencia de grupos sociales basados en la posesión o
no de los medios de producción contribuye a definir y hasta agudizar la
conciencia de clase. Cuando esta conciencia de clase se agudiza, se hace más
difícil encontrar soluciones pacíficas a las tensiones estructurales.
En
cualquier caso, la clase dominante no debería tenerle temor al concepto de
transformación estructural. Se trata de una categoría que había sido ya acogida
por los grupos políticos emergentes, y que había sido incorporada en los
análisis de la realidad latinoamericana que hacían tanto la Alianza para el
Progreso, como las conferencias de presidentes y la Comisión Económica para
América Latina y el Caribe. En el Perú, Acción Popular había hecho de la
transformación estructural una consigna para el enrumbar losd pasos hacia la
sociedad justa, porque consideraba, además, que los cambios socioeconómicos
eran condición necesaria para el buen funcionamiento de la democracia política.
Estos cambios debían traducirse en el impulso a la industrialización, pasando
por una transformación profunda de la estructura agraria.
La
teoría, en este caso, aquella que apunta a la disolución de las tensiones
sociales y a la construcción de una sociedad más justa, es heredera de los
ideales del proyecto de la modernidad ilustrada, pero expresado ya en los términos
del industrialismo decimonónico. Se
trata, por tanto, de pasar del irracional capitalismo primitivo, del que hasta
entonces era víctima la sociedad peruana, a la racionalidad del capitalismo
moderno que supone la presencia, no siempre armoniosa, de tres lógicas: la
lógica de las libertades, expresada en el asentamiento de la democracia
representativa y en el ejercicio pleno de las libertades individuales; la
lógica del bienestar, que se concreta en el acceso equitativo a los servicios y
bienes de consumo producidos por un subsistema productivo preferentemente
industrializado; y, la que podríamos llamar, “la lógica de la ganancia
normada”, es decir, aquella ganancia que se consigue sin violar las leyes de la
convivencia y los principios éticos.
Para
lograr este objetivo, apunta Miró Quesada, el ideal es situarse en un punto
medio entre quienes ven toda transformación estructural como un atentado contra
el orden establecido (reaccionarios) y quienes consideran dicha transformación
como una necesidad histórica que hay que llevar a cabo a través de la lucha de
clases (comunistas). La búsqueda de una alternativa a estos dos extremos lleva
a Miró Quesada a considerar que lo aconsejado por las teorías contemporáneas es
un proceso de “rectificaciones” para aminorar las tensiones y aproximarse, así,
paulatina pero firmemente al anhelado desarrollo. La solución para reducir las
tensiones estructurales a un mínimo imperceptible y nada peligroso está en
seguir las vías del capitalismo desarrollado, incrementando la productividad con
la introducción de innovaciones tecnocientíficas (como en Alemania, Inglaterra,
Estados Unidos, Australia o Canadá) o adoptando el modelo de los países
nórdicos de Europa en donde socialismo y capitalismo se confunden y pierden sus
características diferenciales.
La
propuesta de Miró Quesada apunta hacia una especie de domesticación del
capitalismo salvaje o, si se prefiere, a una suerte de “racionalización” del
“impulso adquisitivo” o auri sacra fames
(sagrada/maldita hambre de oro) a la que se refiere Weber (1979: 52) en su
conocido libro La ética protestante y el
espíritu del capitalismo. Siete años antes de que estalle la “revolución”
de las Fuerzas Armas en 1968, que se define a sí misma como “ni capitalista ni
comunista”, Miró Quesada propone un tipo de sociedad capitalista y socialista
al mismo tiempo, entendiendo por capitalismo el canadiense o el alemán, y por
socialismo el sueco o noruego, basados ambos en una suerte de “estado de
bienestar” (concepto entonces naciente) que diluye las tensiones estructurales respondiendo
adecuadamente a las necesidades sociales.
Hemos
anotado que en la edición de 1965 de Las
estructuras sociales, Miró Quesada añade un prólogo y un capítulo. En ellos
se reitera la aseveración inicial de que hay dos grupos sociales básicos: el de
los que están por el cambio de las estructuras y el de los que están en contra
de ese cambio. Estos últimos, en el Perú, son los que han venido beneficiándose
del primitivo capitalismo imperante, la vieja oligarquía. Del otro lado está la
surgente burguesía industrial urbana, un grupo que no le teme a las
“rectificaciones” que el país necesita. Este sector llevó a Belaúnde al
gobierno de la nación, haciendo que el poder pasara “del grupo tradicionalmente
dominante que había orientado lo resortes estatales en defensa de sus intereses
a hombres que representaban al pueblo y que se habían comprometido a realizar
una revolución democrática.” (Miró Quesada, 1965: 182) Pero la proyectada
revolución democrática estaba siendo frenada por la coalición parlamentaria
(apristas y odriístas), lo que abonaba el terreno para la insurgencia
comunista. Por eso era necesario “meditar muy seriamente sobre el proceso de
transformación estructural iniciado por el nuevo gobierno [el de Fernando
Belaúnde] y sobre sus posibilidades de cumplirlo porque de estas posibilidades
depende el futuro de la democracia en el Perú.” (Miró Quesada, 1965: 183). Esta
necesidad de meditar lleva al autor, a pesar de que se sabe políticamente
implicado en el asunto, a proponer un último capítulo para contribuir “a que el
lector utilice sus facultades de análisis para formar sus juicios y tomar sus
decisiones en relación a los acontecimientos políticos de la hora actual…”
(Miró Quesada, 1965: 185). Si estas ideas “contribuyesen a racionalizar la política y a liberarla cada vez más de los factores
pasionales que tanto daño han hecho en el pasado, consideraremos que nuestro
libro no ha sido inútil.” (Miró Quesada, 1965: 185. El resaltado en negritas es
nuestro).
En
un breve escrito de 1982 sostuve, y me ratifico en ello, que si algo
caracteriza a la trayectoria de Francisco Miró Quesada es su búsqueda
indesmayable del “ideal de vida racional”. Se advierte ese afán tanto en su
reflexión filosófica como en su compromiso político. Hasta puede decirse que la
búsqueda afanosa de ese ideal explica el escepticismo raigal de “el hombre sin
teoría”, la rebeldía antioligárquica del joven filósofo, el compromiso con los
postulados ideológicos –que él mismo contribuyó a formular- del acciopopulismo,
su posterior distanciamiento de la praxis política del partido y el
afincamiento permanente en un irrenunciable humanismo. Es finalmente este
afincamiento en el humanismo lo que le permite no contaminarse con las claudicaciones
de las dirigencias políticas y seguir luchando por el hombre ya no desde la
participación política directa sino desde el periodismo y la filosofía.
Bibliografía
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(2004). La incertidumbre democrática.
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López Soria, José
Ignacio (1982). Los heterodoxos de Acción Popular: Miró Quesada. La República, Opinión, viernes 1 de
octubre de 1982, p. 11.
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trayectoria del irracionalismo desde Schelling hasta Hitler. Barcelona:
Grijalbo.
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Rebaza Soraluz,
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contemporáneos. México: Fondo de Cultura Económica.
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Weber, Max (1979).
La ética protestante y el espíritu del
capitalismo. Barcelona: Península.
[1] El título en alemán, Die Zerstörung der Vernunft, pone el
énfasis en la destrucción de la razón, mientras que el título en húngaro, Az ész trónfostása, habría que
traducirlo como “destronización” de la razón.
[2] La edición en castellano empobrece
el título, que en el original inglés es: The
End of Ideology. On the Exhaustion of Political Ideas in the Fifties.
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