José Ignacio López Soria
Publicado en:
Quéhacer? Revista de DESCO, n° 4. Segunda
época, oct-dic. 2019.
Lo que voy a desarrollar
aquí es más una reflexión sobre nuestra historia que una exposición histórica
propiamente tal. Me atreveré, por tanto, a presentar enunciados sin detenerme a
probar su fundamento historiográfico.
En los albores del Perú independiente,
el Convictorio de San Carlos, sabiamente dirigido por Toribio Rodríguez de
Mendoza, era un semillero de liberalismo. Exponente señero de esta perspectiva
política y social fue Faustino Sánchez Carrión, a través de sus conocidos escritos
e intervenciones políticas. Pero el terreno cultivado con esmero por el “El
solitario de Sayán” fue transitado en el siglo XIX solo por personalidades
sueltas, como Francisco Javier Mariátegui, Benito Laso, Francisco de Paula
González Vigil (este último en su farragoso estilo) y pocos más. Se impuso
pronto la perspectiva de otro director del Convictorio, Bartolomé Herrera,
continuador de las propuestas conservadoras del primer debate sobre la forma de
gobierno más conveniente para el Perú. Herrera, desde el púlpito, el aula, la
curul, el ensayo y otros medios, difundió una perspectiva providencialista y
elitista para revalorar la conquista y la colonización, tratar de sentar las
bases ideológicas del tradicionalismo peruano y legitimar el copamiento del
poder por los herederos y sostenedores de la colonialidad.
Fuera de ciertas huellas
en algunas acciones y expresiones legales y hasta constitucionales, el
liberalismo del siglo XIX peruano quedó rezagado, mortecino, enclenque, incapaz
de dejar asentadas tradiciones liberales en alguno de los componentes básicos de
la vida en sociedad: las estructuras y relaciones sociales (el mundo al que la
actual filosofía política llama “lo político”), las variadas expresiones del
mundo simbólico (provisoras de sentido y de legitimación a las acciones
sociales y políticas) y “la política” propiamente tal (encargada de
escenificar, representar y articular intereses para normar y hacer llevadera la
convivencia).
Es
cierto que el tradicionalismo providencialista tuvo más éxito que el
liberalismo, pero es también cierto que, en general, el mundo simbólico e
ideológico de la sociedad “letrada” de la primera mitad del XIX (que incluye
arte, literatura, pensamiento, memoria histórica, etc.) fue tan pobre que no
hubo manera de proveer de una legitimidad convincente a las formas de
convivencia, ni fue posible construir consensos duraderos ni lealtades
permanentes. La inestabilidad en “la política”, eso que conocemos como golpes
de Estado, militarismo y asalto permanente al poder, no es solo fruto de
ambiciones incontroladas y de la “sagrada hambre de riqueza” (Weber), sino la
expresión escenificada, por un lado, de la ausencia de solidez y cortedad de
miras en el diseño y construcción de “lo político”, y, por otro, de la pobreza
del mundo simbólico “oficial”, el tenido en cuenta para legitimar y proveer de
sentido a la acción social y política.
Desde
mediados del XIX, por circunstancias conocidas, se fue formando y haciéndose
visible una nueva categoría social, la de los profesionales con formación
escolarizada y secularizada (médicos, arquitectos, ingenieros y técnicos; los clérigos,
abogados, militares y literatos venían de antes). Antiguos y modernos se
unieron alrededor de dos publicaciones periódicas emblemáticas, El Progreso Católico (antiguos) y La Revista de Lima (modernos), y desde
ellas y otros medios pugnaron unos, los antiguos, por mantenerse en el poder
material y simbólico, y otros, los modernos, por fortalecerse corporativamente
y abrirse paso en el espacio público. El proceso, pese al batacazo de la guerra
con Chile, fue madurando a lo largo de la segunda mitad del XIX y primeras
décadas del XX y se consolidó, por ejemplo, para el caso de los ingenieros,
arquitectos y técnicos, con la creación de escuelas técnicas y de ingeniería, la
formación de cuerpos oficiales de ingenieros y de asociaciones privadas (como
la Sociedad de Ingenieros del Perú) y el surgimiento de nuevas instituciones,
entre las que sobresale el Ministerio de Fomento. Órganos de expresión
fundamentales de este sector fueron los boletines de las escuelas, organismos
públicos y del nuevo ministerio y, muy especialmente, Informaciones y Memorias, la publicación mensual de la Sociedad de
Ingenieros del Perú. Mientras esto ocurría en el ámbito de los ingenieros,
arquitectos y técnicos, en el mundo de la salud se producían igualmente
procesos de modernización empujados por médicos de sólida formación y anchura
de miras. Tanto unos como otros tuvieron que dar una pelea sostenida para que
la sociedad y el Estado confiaran en los profesionales.
La
etapa de institucionalización y modernización que se abrió con la
(desacertadamente llamada) “República Aristocrática” no es pensable sin la
presencia de los profesionales e instituciones a los que acabo de aludir. Médicos,
ingenieros, arquitectos y técnicos comenzaron a ocupar puestos públicos, contribuyeron
a mejorar algunos servicios del Estado, impulsaron y facilitaron la inversión
privada, se esforzaron por articular el territorio y dotarlo de
infraestructura, participaron en los debates sobre la incorporación de
migrantes y, algunos de ellos, fueron llamados a hacerse cargo de ministerios y
a participar en las elecciones de representantes. La política comenzó a
“tecnificarse”, a adquirir el rostro de la profesionalidad, compuesta esta por
miembros “con apellido” y por gente de capas medias. Hasta puede uno
aventurarse a dejar sugerido que la profesionalidad fue abriendo y construyendo
un tipo de mundo (“lo político”) diferenciado del de “la política”. Constituyó,
sin embargo, un problema no debidamente enfrentado el hecho de que los
profesionales portadores de la modernidad arrastrasen, además, no pocas
vigencias tradicionales. Lo tradicional se manifestó en la primacía que se dio
al liberalismo económico por sobre el liberalismo en lo social, político y
cultural. Quedó, por eso, como herencia un liberalismo trunco, inmaduro, empobrecido,
cristianizado, una modernidad sin aristas que no solo toleraba a la tradición
colonial, sino que convivía armoniosamente con ella, mientras explotaba,
inmisericorde, al llamado “Perú tradicional”. Por esta y otras razones, me
atrevería a rebautizar esta época poniéndole el nombre de “Modernidad Trunca”,
una modernidad que consolida el sometimiento del llamado “Perú real” o “Perú
tradicional” al “Perú oficial” o “Perú moderno”.
En
este entorno, la conciencia de que se tenía una modernidad a medio hacer,
deliberadamente incompleta, llevó a muchos –ingenieros, intelectuales,
políticos, …(Mariátegui no fue el único ni el primero)- a considerar, en el
primer tercio del siglo XX, que el proyecto de construir el estado-nación estaba
lejos de haber concluido. Otros dos sectores, el de los trabajadores del campo
y la ciudad (gremios y sindicatos) y el de los estudiantes de la clase media
(movimiento de reforma universitaria), en sus respectivas luchas por hacerse
presentes en la escena pública, hicieron caer en la cuenta de que ese proyecto
incompleto tenía serias deficiencias en el diseño mismo porque consideraba
“presentes” (como fuerza de trabajo), pero no “presentados” (como políticamente
activos), a amplios sectores de la sociedad peruana. Pero estos nuevos actores
políticos buscaban su inspiración ideológica más en fuentes socialistas que
liberales. El supuesto liberalismo de Patria Nueva, de corte norteamericano, y
su relación con una naciente burguesía desaparecieron con la crisis de 1929 y
la caída de Leguía. El autoritarismo, militar o civil, se hizo del poder y se
propuso, recogiendo las prácticas del fascismo de la época, arrinconar todo
asomo, aunque fuese morigerado, de socialismo y de liberalismo democrático. En
la década de 1930, ante la evidente ausencia de perspectivas liberales, no es
de extrañar que parte significativa de la juventud profesionalizada, que no se
identificaba con el tradicionalismo oligárquico ni con las posiciones
socialistas o socialdemócratas, buscaran en el fascismo, especialmente en el de
corte corporativista, inspiración para repensar el nacionalismo y construir el
estado-nación.
El
panorama de posibilidades ideológicas se ensanchó al terminar la 2ª. Guerra
Mundial, pero, en el Perú, las viejas oligarquías se valieron de Odría para
estrecharlo. Al final de esta nueva dictadura, las capas medias
profesionalizadas, en compromiso con la burguesía industrial urbana, recogieron
ideas del liberalismo clásico, del socialcristianismo y de la socialdemocracia
europea, las revistieron con algún ropaje autóctono y consiguieron ganar, no
sin dificultades, el consenso social. Instalada la profesionalidad, por primera
vez, en el poder político, con el arquitecto Belaúnde como presidente, se vio,
sin embargo, impedida de llevar a cabo su tardía y tímida propuesta liberal. Se
lo impidió una renacida oligarquía que contó con el apoyo de un aprismo ya
claudicante. Por circunstancias que no examinaremos aquí, se perdió durante el
primer gobierno de Belaúnde la última oportunidad de poner en marcha una
propuesta de corte liberal que abarcara no solo el ámbito de “la política”,
sino el de “lo político” (sociedad y relaciones sociales), lo simbólico y el
mundo de la vida. Después vino lo que vino: el empeño autoritario por cortar de
raíz las causas de las injusticias ancestrales a través de impactantes reformas
estructurales (Velasco), el desmontaje de las reformas acompañado de guiños a
los mandamases locales y globales (Morales Bermúdez, Belaúnde), la desastrosa
aventura alanista (García) y, finalmente, el abandono complaciente en los
brazos del neoliberalismo (Fujimori).
Y
ahí nos quedamos, en “piloto automático”, con el bien cultivado temor de que
algún “antisistema” salte a la palestra y nos encarrile hacia la barbarie.
Hasta el cansancio se nos repite que hay solo dos caminos: “piloto automático”
o barbarie. Es nuevamente la puesta al día del dilema civilización/barbarie (cosmos/caos)
al que han recurrido todos los autoritarismos con la pretensión de sustituir, a
lo bruto, a la razonable oposición liberalismo/socialismo, que sí estuvo
presente, en décadas ya viejas, en el panorama internacional de opciones culturales,
sociales y políticas. A esta última oposición –lo sabemos bien- las raíces le
vienen de la condición humana misma, tendiente a lo individual o cercanamente
familiar, por un lado, y a lo social, por otro. No es raro, por eso, que, para
pensar formas dignas de convivencia humana, el debate contemporáneo se haya
centrado en asuntos como la construcción de consensos, la acción comunicativa,
el comunitarismo, el liberalismo, la comprensión del otro, la gestión de la
diversidad, etc.
Con
este breve recorrido por nuestra historia política desde la independización hemos
pretendido únicamente hacer caer en la cuenta de que carecemos de una tradición
liberal debidamente asentada en la política. No podemos exhibir, por ejemplo, a
un solo pensador liberal de talla mayor, como sí lo podemos hacer en otros
campos. Esta carencia medular del mundo de la política está, naturalmente,
relacionada con una débil presencia de las vigencias del liberalismo tanto en
el ámbito social como en el cultural y en la vida cotidiana, pero de esto no
voy a ocuparme ahora. Interesa más subrayar que la débil presencia del
liberalismo en la política nos viene de antiguo. No nos gusta reconocer que, en
el paso del siglo XVIII al XIX, carecimos de una burguesía ilustrada (liberal) y
suficientemente empoderada para promover, implicarse y conducir el proceso (militar,
cívico y político) de independización, o con las competencias (cognoscitivas,
actitudinales y procedimentales) para diseñar y hacerse cargo de la
construcción de una república no solo independiente sino incluyente y realmente
liberadora. Quedó, así, constituida una república con graves deficiencias de diseño,
fallos estructurales de construcción y sin voluntad ni herramientas para
iniciar un proceso, por un lado, de deshacimiento de la colonialidad metida en
el alma y visible en las estructuras y relaciones sociales, y, por otro, de ampliación
de la participación ciudadana, de construcción de consensos, de cultivo
esmerado de lealtades, de gestión acordada de las diferencias, etc.
Lo
que ocurre hoy en el Perú, cuando se destierra a la ética del mundo de la
política y el interés privado o grupal se impone a golpes sobre los intereses
públicos, es, a mi ver, una manifestación más de la carencia medular de
espíritu e instituciones realmente liberales en nuestras tradiciones. Añado,
para terminar, que no pienso de ninguna manera que el liberalismo sea la
panacea, pero sí considero que una importante dosis de liberalismo es
fundamental para gestionar con cordura la convivencia humana.
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