José Ignacio
López Soria
Publicado en:
Quehacer. Revista de DESCO.
Lima, nº. 8. Segunda Época, ago/oct. 2021.
No son pocos los historiadores que se han ocupado de reconstruir y narrar los
contextos y los acontecimientos conmemorativos de los aniversarios de la declaración
de la independencia del Perú, especialmente de los primeros 50 años, el
centenario y el sesquicentenario. No es mi intención dar cuenta aquí de esas
investigaciones, aunque aludiré aludir brevemente a ellas para detenerme luego en
la comparación entre los momentos del sesquicentenario y del actual
bicentenario.
La conmemoración en 1871 de los primeros 50 años tuvo lugar cuando el Perú
estaba empeñado principalmente en articular el territorio extendiendo
ferrocarriles y abriendo caminos para facilitar la explotación de los recursos
naturales, impulsar el comercio interno, promover la movilidad de personas y
fortalecer una gobernanza encabezada crecientemente por profesionales civiles.
Diríase que en la primera conmemoración doblaron las campanas por el fin del militarismo
aventurero y, de otro lado, repicaron esperanzadas anunciando el inicio de un
civilismo que se proponía atenerse, en lo fundamental, a una visión del
progreso tocada de darwinismo social. Después de décadas de guerrería y
devaneos y de un irresponsable desperdicio de recursos o de apropiación ilícita
de ellos había, al fin, un boceto de derrotero y había incluso gente preparada para
dar los primeros pasos hacia un objetivo compartido. Sabemos que el proyecto se
vio interrumpido por la guerra con Chile, que el sector dirigente no dio la
talla y que los posteriores esfuerzos de restauración durante “la república
aristocrática” no consiguieron borrar la sensación de tener un “país a medio
hacer” en el que, además, según la apreciación de ingenieros notables de la
época, se carecía incluso de diseño.
Para la conmemoración del centenario en 1921 habían cambiado
sustancialmente las coordenadas. La primera guerra mundial, por una parte, llevó
al desmoronamiento de los imperios como estructuras políticas y debilitó el capitalismo
industrial, pero, por otra parte, echó los cimientos para la construcción de
imperios económicos e inició el desarrollo del capitalismo financiero de
cobertura mundial con sus centros y periferias. Por otro lado, se hicieron
presentes en el panorama mundial ya no solo las ideas sino las prácticas
socialistas para el acceso y la gestión del poder. Quedan, así, instaladas en
el mundo dos perspectivas contrapuestas, capitalismo y socialismo, que se
pelearán la primacía y los espacios de influencia durante casi todo el siglo XX.
El Perú oficial del centenario entendió como tarea de la “patria nueva” construirse
una posición en la periferia facilitando el ingreso de capitales y modernizando
los mecanismos de participación, en condición de subalternidad, en la economía
mundo. Mientras tanto, el pensamiento crítico, especialmente agudo y creativo
en la década de 1920, continuó pensando el Perú como una “nación en formación” que,
en euritmia con otros espacios latinoamericanos, habría que construir o bien siguiendo
las fases y los moldes clásicos del desarrollo capitalista o bien atreviéndose
a pensar una propuesta inclusiva de perfil socialista. No hace falta decir que
la presencia de estas últimas alternativas en la esfera política estaba
relacionada estrechamente con la participación de nuevos actores sociales -naciente
burguesía industrial urbana, sectores medios y trabajadores- en el ámbito
político, social y cultural. Pero el proyecto de la “Patria Nueva” no supo ni
quiso acoger las innovaciones que estos sectores aportaban. Prefirió atenerse
al viejo modelo exportador de corte oligárquico, aunque debidamente modernizado
para que encajase como pieza secundaria en la estructura mundo que Estados
Unidos estaba comenzando a construir. Se consumó así un “centenario” que fue
tan rico en celebraciones suntuosas como pobre en innovaciones trascendentales.
Pasaron 50 años y en 1971 llegó el “sesquicentenario” de la independencia.
Desde 1968 el país estaba gobernado por una dictadura militar que había puesto
la fuente de la legitimidad de su “asalto institucional” al poder en la
recuperación de la dignidad y los bienes nacionales frente a los enclaves
extranjeros, en primer lugar, pero también en la escucha atenta de los
seculares reclamos rurales de acceso a la propiedad de la tierra, en la
necesidad siempre preterida de fortalecer la industria nacional, en la atención
a las reiteradas demandas urbanas de vivienda, servicios públicos y una más
justa distribución de la riqueza, en la participación del Estado en el mundo
económico y en la contención de la amenaza socialista. Como reclamos sociales
reiterados y ampliamente difundidos destacaban la nacionalización de las
explotaciones mineras, especialmente las petroleras, la impostergable reforma
agraria, la necesaria reforma educativa y el proteccionismo industrial. Unidas
estas “banderas” a otras varias reformas se fue constituyendo un manojo de
objetivos articulados todos ellos en la doctrina de la “seguridad nacional” que
los militares más lúcidos venían elaborando y difundiendo especialmente desde
el Centro de Altos Estudios Militares (CAEM). Esta doctrina, a su vez, se
enriquecía con la teoría de la dominación o de la dependencia, entonces en boga
y entre cuyos gestores y primeros difusores en el Perú destacan los
intelectuales reunidos primero en la Agrupación Espacio y luego en el
Movimiento Social Progresista, quienes aportaron al “Gobierno Revolucionario de
las Fuerzas Armadas” densidad política, visibilidad civil, aceptabilidad
ciudadana y representatividad internacional.
Por primera vez en la historia del Perú independiente se plantea desde el
poder político, con el manifiesto compromiso del poder militar, un proyecto
omnicomprensivo que, entre otras variables, valora y recoge tradiciones andinas
(las lenguas, el trabajo colectivo …), exalta a sus personajes (Garcilaso, Túpac
Amaru, Arguedas …), lleva a cabo una profunda reforma agraria, nacionaliza enclaves
extranjeros, debilita enormemente a las viejas oligarquías, promueve la
industria nacional y la relaciona con la invención científica y la innovación
tecnológica, ordena la participación de los trabajadores y trabajadoras en los
beneficios de las empresas, pone en marcha una reforma educativa basada en
valores cívicos y atenida a las necesidades del mundo laboral, etc., etc. El gobierno
de las Fuerzas Armadas, en concordancia con las teorías de la seguridad
nacional y de la dependencia y siguiendo una línea que se define como “ni
capitalista ni socialista”, se propone refundar la república, pero ahora, a
diferencia de lo que ocurriera en 1821, incorporando dignamente en ella a los
sectores tradicionalmente marginados y sus pertenencias lingüísticas, culturales,
etc., subrayando la importancia medular de la independencia económica y
afirmando la soberanía geopolítica en un entorno matizado por la cercanía de la
revolución cubana y atravesado por la bipolaridad de la “guerra fría”.
En este contexto resulta natural que el gobierno de las Fuerzas Armadas
viese el sesquicentenario como una excelente oportunidad para fortalecer el
nacionalismo, promover su proyecto político y proveerle de densidad histórica. No es raro, por tanto, que las acciones de
conmemoración del sesquicentenario de la declaración de la independencia se
orientasen no solo a rememorar acontecimientos pasados, sino a difundir la
conciencia de que se estaba refundando la república sobre bases más profundas y
con perspectivas más amplias que las diseñadas y puestas en práctica en los inicios
de la etapa republicana. Para ello se planificaron cuidadosamente variadas
acciones, encaminadas unas (monumentos, placas conmemorativas, bustos, estampillas,
monedas, marchas militares, etc.) a traer a la presencia acontecimientos,
estados de ánimo y personajes históricos considerados relevantes, otras (V
Congreso Internacional de Historia de América, concursos de temas históricos
para colegiales, universitarios y profesionales, cursos para maestros, etc.) a
promover el estudio de la etapa de la primera fundación de la república, algunas
otras a sensibilizar y movilizar a la población en favor de las reformas a
través de Sinamos (Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social) y de los
medios de la reforma agraria. Mención aparte merece la conformación de la
Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, que se
encargó de preparar y llevar a cabo buena parte de las actividades mencionadas
arriba, especialmente las académicas, y, sobre todo, de elaborar y publicar la
valiosa Colección Documental de la Independencia del Perú. Los estudiosos de esta temática no encuentran explicación
al hecho de que un gobierno con perfil claramente progresista, como el de
Velasco Alvarado, convocase para la mencionada comisión a profesionales de corte
más bien tradicional, pese a que precisamente en la década de 1960 se había ya
abierto camino la “nueva historia” y las ciencias sociales estaban elaborando
nuevas herramientas y explorando nuevos territorios para entender más
cabalmente el Perú y gestionar con más justicia la convivencia.
Sabemos bien que la propuesta misma de reforma integral encabezada por
Velasco y su realización tuvieron mil fallas y que, antes de asentarse
debidamente y de que pudiesen aplicarse ajustes a sus deficiencias, los poderes
fácticos, con apoyo militar, se encargaron de interrumpirla y de poner en
marcha, a partir de 1975, una contrarreforma que contuvo la emergencia de lo
nuevo, promovió el regreso de lo viejo y allanó el camino para la incorporación
del Perú, desde inicios de la década de 1990, a la dinámica del imperante neoliberalismo
y del Consenso de Washington. Este allanamiento a las exigencias del capital
transnacional llevó a minimizar el gasto público, facilitar las inversiones,
impulsar la privatización de todas las actividades, desregular los precios,
precarizar el trabajo, etc., etc. Y, así, con la honrosa excepción de dos breves
gobiernos transitorios, llegamos penosamente en 2021 al bicentenario de la
declaración de la independencia en medio de una pandemia inusitadamente agresiva,
una consecuente paralización de la economía, una desvelación de las abismales
brechas estructurales que nos aquejan de
antiguo y una crisis política de tan hondo calado que afecta no solo a todos los
actores políticos sino incluso a los usos, estructuras y formas tradicionales
de la gobernanza.
No es raro suponer que, en este contexto de inestabilidad consumada y de
remecimiento de estructuras, ni la autoridad, ni las instituciones, ni la
población misma pusieran atención a la proximidad del bicentenario de la
declaración de la independencia nacional. Es cierto que tanto el poder legislativo
como el ejecutivo cumplieron con las formalidades que les correspondían. El
primero constituyó la Comisión Especial Multipartidaria encargada de orientar
la conmemoración del bicentenario al afianzamiento de la democracia “realmente
existente” y al fortalecimiento de los ideales de la construcción de la
república. Por su parte, el poder ejecutivo formó el Proyecto Especial
Bicentenario de la Independencia del Perú con la finalidad de promover el
ejercicio de la ciudadanía y el fortalecimiento de la identidad nacional. Cada
una de estas instancias se propuso llevar a cabo una cierta agenda y
efectivamente, en especial la del poder ejecutivo, han desarrollado una variedad
de acciones, pero sin timonel, sin derrotero, sin norte.
Quedan todavía tres años hasta la batalla de Ayacucho y bien podría
aprovecharse este tiempo para repensar una forma de conmemoración del
bicentenario que ayude a diseñar más nítidamente, asentar, socializar y fortalecer
lo que el proceso de elecciones de 2021 ha puesto de manifiesto. Es cierto que
el mundo rural, el “Perú real” de Basadre, los marginados de siempre estaban presentes
en el “Perú oficial”, en el mundo urbano, pero esa presencia era vista como periferia
habitacional, laboral, cultural, etc., y, además, era leída desde el supuesto
centro y el mundo de la formalidad como “desborde”, como amenaza contra las privilegiadas
formas de vida de ciertos sectores urbanos. Y, efectivamente, ya la mera
presencia, ese intolerable hacinamiento en los cerros, que José Matos Mar
estudió con esmero, es “desborde” porque en verdad el Perú, si exceptuamos los
ensayos de Velasco, nunca fue diseñado como albergue para todos.
El proceso y el resultado de las recientes elecciones han puesto en agenda
ya no la necesidad de atender el “desborde” -susceptible de ser amainado y
hasta absorbido por las vías de la “inclusión” a través de “chorreos” y programas
limosneros-, sino la urgencia de tomar posición ante la “emergencia” de
sectores sociales que, inconformes con los cerros y arenales, el “ninguneo”, las
brechas y las desatenciones, han llegado ahora ya hasta palacio para decirnos a
todos, en su propio lenguaje y sin necesidad de urbanizarlo, que es posible y
deseable, aunque no fácil, hacer del Perú un albergue en el que vivamos todos dignamente
sin perder nuestras muy diversas pertenencias.
Estos cambios estructurales del desborde en emergencia, de la provincia en
capital, de la periferia en centro, del subalterno en colega, del extraño en
vecino, que tanto cuesta a muchos digerir, ocurre por primera vez después de
200 años de independencia. En este contexto, bien vale la pena, pienso yo, rediseñar
los objetivos, enriquecer la agenda, incorporar a nuevos actores y ampliar
enormemente el horizonte de la conmemoración del bicentenario para que ella contribuya
a terminar de definir el perfil del Perú que se quiere y a movilizar a la
población para comenzar a construirlo.
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