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Lima, Peru
Filósofo e historiador. Nace en España en 1937 y llega al Perú como jesuita en 1957. Formación: humanidades clásicas y literatura, filosofía e historia. Especialización sucesiva: narrativa latinoamericana, filosofía moderna, filosofía de la existencia, historia de la emancipación peruana, pensamiento lukacsiano, historia de la ingeniería peruana y filosofía de la interculturalidad Profesor de la UNI (y rector 1984-89) y otras instituciones académicas en Perú, Budapest, Brasil y Túnez. Autor de 26 libros, 70 colaboraciones en obras colectivas y 150 artículos en revistas. Actualmente dirige el Centro de Historia UNI y es profesor de postgrado en la Universidad Nacional de Ingeniería. Participa activamente en el debate intelectual peruano desde la sociología de la literatura, el marxismo lukacsiano, las perspectivas postmodernas y la filosofía de la interculturalidad. En su libro "Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna" propone, como horizonte utópico de la actualidad, la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades que enriquecen a la sociedad peruana. Contacto: jilopezsoria@gmail.com

28 oct 2021

El principio interculturalidad y la filosofía de la plenitud

 

El principio interculturalidad y la filosofía de la plenitud[1]

 José Ignacio López Soria


Introducción

En el mundo occidental, las actuales reflexiones sobre diálogo e interculturalidad se nutren ciertamente del pensamiento que nos viene de nuestra propia tradición filosófica, en la modernidad desde la “filosofía de la tolerancia” (Locke, Voltaire) hasta la hermenéutica o “filosofía de la interpretación” (Gadamer). Pero no es la filosofía sino la realidad misma la que ha puesto en agenda hoy la necesidad de pensar en perspectiva intercultural y dialógica. Es la actualidad, como veremos enseguida, la que nos convoca a pensar la diferencia y a explorar las potencialidades del diálogo no solo para construir consensos en contextos idealmente libres de violencia (en lo que se centra gran parte de la filosofía contemporánea: J. Habermas, J. Rawls, M. Walzer, M. J. Sandel, A. MacIntyre …), sino para hacer posible una convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades.  Al prestar oído atento a esa convocatoria, la filosofía piensa lo que, en palabras de Heidegger (2005, passim), más merece que pensemos, porque lo que más merece que pensemos es aquello que nos constituye en lo que somos y nos permite asomarnos a lo que podríamos y deberíamos ser.

Quienes somos hechura de la tradición occidental nos sabemos herederos de sus vigencias dialógicas, pero también de formas de convivencia atravesadas y generadoras de conflictos y acostumbradas a gestionar la conflictividad utilizando, como herramienta privilegiada, diversos tipos de violencia: desde la violencia territorial, física, psíquica y lingüística hasta la violencia epistémica, axiológica, religiosa y simbólica. 

Pero ya el mero hecho de que nos propongamos generar colectivamente una reflexión sobre la convivencia en perspectiva intercultural y dialógica, además de procesar buenas prácticas e imaginar estrategias para llevarlas a cabo, es de suyo una muestra de que no nos reconciliamos con la tradición autoritaria y de que nos ponemos en el camino del pensamiento dejándonos convocar por el llamado a una convivencia digna entre diversidades, que, como bien sabemos, es también parte de la tradición dialógica del mundo occidental.     

Para alimentar el debate sobre el tema trataré, en primer lugar, de aproximarme a la actualidad, para reflexionar luego sobre el diálogo intercultural y proponer, finalmente, algunas ideas para pensar la convivencia digna -y, por tanto, justa-, enriquecedora y gozosa de diversidades, apuntando, como horizonte utópico,  a la plenitud y tratando de escapar del “férreo estuche” (Weber, 1979, p. 258) o “jaula de hierro”[2] en la que nos ha encerrado la racionalidad instrumental del desarrollismo. 

Aproximación a la actualidad 

La actualidad es fruto de un “patrón civilizacional”[3] que nos viene de antiguo y cuyas características más significativas nos son bien conocidas. Me referiré aquí a algunas de ellas concisamente, sin la pretensión de agotarlas ni de ordenarlas jerárquicamente, y a sabiendas de que entre esas características hay relaciones que no analizaremos aquí.

Comenzaré por las más visibles: la construcción y el sostenimiento de la centralidad del mundo occidental; el control y articulación de las diversas formas del trabajo y la apropiación y distribución de sus productos[4]; la invención y aplicación de códigos raciales y étnicos[5] como instrumentos para atribuir identidad y clasificar a individuos y pueblos; la sobreexplotación de la naturaleza y sus recursos a través de una técnica cada vez más elaborada; la consideración de la libertad y la racionalidad como los atributos definitorios de lo humano; la primacía atribuida a la sociedad civil con respecto a la organización política.

Para nuestro propósito, pensar la interculturalidad y la plenitud, interesa especialmente caer en la cuenta de que ese mismo patrón civilizacional se caracteriza, además, por: un logocentrismo que tiende a cosificar toda otra realidad, convirtiéndola en objeto de conocimiento o de deseo; un monologismo que resulta de la excesiva importancia prestada al sujeto individual; una atribución de validez universal a los propios valores, nociones de verdad, bien y belleza, epistemes, mundos simbólicos, creencias, formas de legitimación del saber y del poder, subsistemas sociales y hasta a las maneras peculiares de construir sujetos e identidades; la consideración de la idea de progreso como el vector proveedor de sentido a la vida humana, individual y colectivamente considerada.

Para articular coherente y consistentemente estos y otros elementos, hacerlos convergentes y proveerlos de sentido (mise en sens de Claude Lefort[6]), el mundo occidental elabora discursos metanarrativos o englobantes: míticos inicialmente, metafísico-teológicos después, científico-técnicos en la era de la modernidad, y de desembozada racionalidad instrumental en la actualidad globalizada. Esos discursos entienden la historia como un proceso unilineal, periodizado, eurocentrado, omnicomprensivo y teleológico. En el camino se fue quedando debilitada, si no inoperante, la propuesta ilustrada y potencialmente emancipadora de construir un mundo en el que la razón, la justicia, la libertad, la equidad y la fraternidad fuesen los medios privilegiados para gestionar acordadamente la convivencia humana y la relación con la naturaleza. El telos o fin que el mencionado patrón civilizacional termina proponiendo e imponiendo es eso a lo que hoy llamamos globalización: un conjunto de procesos –productivos y comerciales, pero también políticos y normativos, además de epistémicos, axiológicos y simbólicos- que nos llevan a todos, primero, a tener el globo como obligada geografía de referencia para ubicar toda acción humana; segundo, a asumir de la cosmovisión occidental el lugar y el papel que ella nos ha asignado e incluso la subjetividad y la identidad que nos ha atribuido; y, finalmente pero no en último lugar, a aceptar como guía del pensamiento y de la acción la racionalidad instrumental de la que la globalización es hechura y portadora.  Ya el mero asomo de esta posibilidad llevó, hace años, a los profetas del sistema a anunciar altisonantemente “el fin de la historia” y la aparición definitiva de la última manera de ser hombre (Fukuyama, 1992), además de “el choque de civilizaciones” (Huntington, 1997).

Lo que de este patrón civilizacional se deriva lo conocemos y padecemos a diario: la creación de periferias, primero a través de la colonización desembozada y luego a través de maneras más sofisticadas de subordinación; el desinterés por procesar la experiencia cognoscitiva, normativa, representativa y práctica de los diversos pueblos; la desigual apropiación de los frutos del trabajo y sus secuelas de explotación y pobreza; la racialización de las identidades y las relaciones sociales; la puesta en riesgo de la habitabilidad del planeta; la subestimación de las dimensiones no raciones de la posibilidad humana; la reducción del diálogo a la condición de instrumento para imponer consensos, desconociendo sus potencialidades para gestionar disensos; la desvaloración de la importancia del reconocimiento en la construcción de la subjetividad; la particularización de todo valor, pensamiento, expresión simbólica, creencia, forma de vida y atribución de identidad de personas y pueblos no occidentales; la colocación de las historias de los otros pueblos en el marco de la llamada historia universal (la historia de Occidente) y, consiguientemente, la consideración de los momentos de las primeras como etapas previas de la segunda; la subestimación de saberes, racionalidades y discursos alternativos y de formas diversas de pensar y construir la convivencia y la relación con la naturaleza y lo ausente; la deslegitimación de procedimientos diferentes para construir la subjetividad y la identidad; la distribución inequitativa de la riqueza socialmente producida, etc.     

Pero la actualidad no se agota en los aspectos crepusculares de acabamos de enumerar. Asoman también en esta compleja realidad otros signos portadores de esperanza y anunciadores de nuevas primaveras.  

En la propia geografía occidental, poblada hoy por múltiples y heterogéneas voces[7], no son pocos los que exigen un trato responsable con la naturaleza, ni los que quieren articular reconocimiento y redistribución (Fraser & Honneth, 2006), ni los que invitan a una escucha atenta del otro como condición necesaria para construir con justicia identidades y gestionar cuerdamente la convivencia (Taylor, 1994). La equidad de género, por otra parte, está en la agenda social, cultural y política de diversos pueblos desde hace ya varias décadas, como lo están también la afirmación de identidades y el fortalecimiento de culturas locales impedidas anteriormente de manifestarse por el peso de la subalternización. No faltan, además, quienes incluso invitan a estar abiertos a la presencia de aquello de lo que no se tienen más signos que las huellas de su ausencia[8]. Y lo que es para nuestro propósito mucho más importante: buena parte de la filosofía occidental de la actualidad pone sus miras en el vaciamiento de la autoatribuida universalidad para considerar un pensar particular que ve como fuentes de enriquecimiento el diálogo con otras cosmovisiones particulares y la apertura a otras racionalidades. Nada de esto puede hacer el pensamiento occidental sin practicar una operación de identificación y deshacimiento de la violencia implícita en sus propias concepciones filosóficas, teológicas y científicas[9]. El resultado de ese deshacimiento, que a la filosofía le viene de Nietzsche y de la tradición hermenéutica, es el debilitamiento de las categorías básicas de la metafísica, la teología y la ciencia[10], y, consiguientemente, una desconfianza generalizada con respecto a los grandes relatos de la salvación, del humanismo y de la historia universal[11]. Me he permitido resumir este talante del actual pensamiento occidental en una idea: “todos los hombres estamos igualmente lejos de Dios”, es decir, ningún hombre ni ninguna cultura están autorizados a hablar, desde un fundamento supuestamente universal, en nombre de la heterogénea humanidad.    

Final y principalmente, situarse en la actualidad es tomar conciencia de la presencia de muchas voces[12], las voces de aquellos espacios, personas y colectivos sociales y culturales que fueron violentamente subalternizados, pero no silenciados, por los afanes colonizadores de ayer, que desembocan en la globalización coercitiva de hoy. Empoderados con el procesamiento de su ya larga historia de resistencia práctica, discursiva y simbólica a la subalternización[13], esos colectivos socio-culturales han tomado la palabra en sus propias lenguas para, por un lado, poner en la agenda pública local y global sus legítimas demandas de respeto a sus pertenencias territoriales, lingüísticas, axiológicas, normativas, organizativas y simbólicas. Por otro lado, esas mismas voces son portadoras de discursos contrahegemónicos, pero también de epistemes, ideas regulativas, mundos simbólicos, formas de vida y de construcción de subjetividad, experiencia laboral, relación con la naturaleza y con lo ausente, etc., todo lo cual enriquece la heredad humana y, tomado en serio, nos convoca a nosotros, los occidentales, a curarnos de la enfermedad del universalismo que nos aqueja desde antiguo. El clima para esta cura está hoy facilitado por el debilitamiento, bien entendido, de la antigua solidez del proyecto moderno, su afán normativo y sus procedimientos coercitivos para dar paso a un horizonte de sentido marcado por la hermenéutica y el “pensamiento débil”, como argumenta Vattimo (1995), y que opera en esa “modernidad líquida” cuyas características principales y cuya ambivalencia han sido profusamente estudiadas por Zygmunt Bauman (2002, 2003, 2008).

Como consecuencia del conjunto de elementos a los que acabo de referirme, la actualidad está hecha -a pesar del control ejercido por el patrón predominante del poder- de una complejidad en la que se entrecruzan signos crepusculares y aurorales en ámbitos cada vez más multiculturales, interculturales y poliaxiológicos, poblados de temporalidades, espacialidades y lenguajes heterogéneos. Tengo para mí que no es ya políticamente posible ni éticamente admisible gestionar esa complejidad con las herramientas, teóricas y prácticas, heredadas de la tradición de la modernidad occidental. En la búsqueda de otros horizontes, la perplejidad, como el état d'âme más propicio para la escucha atenta de la complejidad que nos envuelve y constituye, y el principio interculturalidad, que no puede ser sino dialógico, se nos presentan como una posibilidad para explorar e imaginar formas de gestión de la convivencia que, supuesta la equidad en el reconocimiento y la redistribución, no solo toleren la diversidad, sino que hagan de ella una fuente de enriquecimiento y de gozo.

El diálogo intercultural

Reflexionando sobre hermenéutica, diálogo e interculturalidad, he sostenido (López Soria, 2009) que estos conceptos y prácticas discursivas tuvieron, desde antiguo, un aire de familia, y están hoy convocados a mantener entre sí una relación de co-pertenencia que haga posible que cada uno de ellos despliegue su significación plena y apunte a un horizonte abierto a la utopía[14].

Refiriéndome ahora solo a la relación entre diálogo e interculturalidad, añadiré que el hecho de que haya entre estos conceptos y entre sus respectivos horizontes de significación una relación de copertenencia no significa, sin embargo, que la escucha atenta del otro y el intercambio con él, en lo que consiste el diálogo, y la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de lo diverso, a lo que llamamos interculturalidad, se confundan entre sí. Cada uno de ellos tiene su propia historia, y es justamente la diversidad de historias y procedencias lo que enriquece el encuentro, ensanchando y profundizando el horizonte de significación y haciendo de ese encuentro uno de los “acontecimiento” (en el sentido de Badiou) de mayor significación histórico-filosófica de nuestro tiempo.         

El diálogo, desde el socrático-platónico hasta el que se practica en la sociedad moderna, se inscribe en una tradición retórica que busca convencer racionalmente al otro de la validez de los propios argumentos, para llegar a acuerdos y construir consensos en contextos libres de violencia[15]. La interculturalidad, por su parte, está ligada a una historia de búsqueda empeñosa de mediaciones para gestionar acordadamente la convivencia en ámbitos multiculturales y poliaxiológicos, especialmente en aquellos poblados por demandas diferenciadas educativas, lingüísticas, jurídicas, políticas y territoriales por parte de los grupos sociales y culturales tradicionalmente subestimados por criterios raciales y subalternizadores.  

Cabe preguntarse ¿de qué manera el aire de familia entre diálogo e interculturalidad, está mutando hoy en co-pertenencia?; y, ¿en qué medida esa co-pertenencia es constitutiva de nuestra realidad, pero remite ya a un horizonte utópico?

Originados en entornos atravesados todavía por la violencia filosófica, teológica y científica, el diálogo y la interculturalidad se piensan inicialmente dentro del ámbito de la consideración del ser como estructura estable, del pensamiento como fundamentación, de la verdad como representación de validez universal, y del hombre como subjetividad individual. Por eso, inicialmente el diálogo consiste en atenerse a la argumentación racional en la comunicación entre sujetos, y la interculturalidad es entendida, en el ámbito de la tolerancia, como un expediente para gestionar conflictos entre diversidades. 

Estas maneras de hacer la experiencia del diálogo y la interculturalidad se corresponden con los horizontes de significación propios de la mencionada violencia de la tradición occidental. Pero el diálogo y la interculturalidad, para convertirse en instrumentos relevantes para los racializados y subalternizados, necesitan rebasar esa tradición.  En la atribución de primacía al lenguaje, tanto por parte de diálogo como de la interculturalidad, veo yo el anuncio del rebasamiento de la mencionada tradición y de la construcción de la copertenencia entre diálogo e interculturalidad.

El rebasamiento y la copertenencia se van haciendo posibles en la medida en que se va tomando conciencia del carácter histórico, y por tanto particular, de todo horizonte de enunciación de verdades y valores, de provisión de sentido y de construcción de identidad, disolviéndose así las rigideces del ser en la flexibilidad de los lenguajes[16]. A ello se añade que el diálogo fue enriqueciendo su primigenia condición de medio discursivo para la persuasión racional y el establecimiento de consensos, al convertirse en habla que los participantes hablamos y por la que somos hablados y constituidos, es decir provistos de identidad a la través de la práctica del reconocimiento. La interculturalidad, por su parte, deja de ser vista como la versión actual de la moderna tolerancia para la solución de conflictos interculturales y comienza a entenderse como lenguaje de una convivencia ya no solo digna (lo que incluye todo lo relacionado con la justicia y la redistribución) sino mutuamente enriquecedora y gozosa de las diversidades.

El encuentro en el lenguaje es, pues, lo que hace que el diálogo y la interculturalidad se co-pertenezcan, es decir que no pueda ya definirse ninguno de estos conceptos y prácticas discursivas sino por referencia al otro. Esta mutua referencia los resignifica, enriqueciendo sus significaciones primigenias. Hoy el diálogo se realiza en plenitud, es decir lleva al límite sus propias potencialidades, ya no en espacios intraculturales sino interculturales, porque es en este último espacio en donde el diálogo se abre al reconocimiento del otro no como imagen proyectada de lo que uno mismo no es sino como un alter ego[17] por el que uno mismo se siente hablado (Monteagudo, 2009, p. 51-62). Y la interculturalidad no puede llevar a cabo la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de lo diverso sino haciendo del diálogo, en el sentido que acabamos de entenderlo, la mediación por excelencia entre diversidades.

Para llegar a esa plenitud, tanto el diálogo como la interculturalidad tienen que autosometerse a una operación de vaciamiento o debilitamiento de los caracteres duros de que eran portadores por haber nacido en el ámbito de la violencia, propio de la tradición occidental. Y en la medida en la que pierden esos caracteres, sin olvidar la historia de esa pérdida, la co-pertenencia es ya de suyo, especialmente para el mundo occidental, el anuncio de una liberación. 

Establecida la copertenencia entre diálogo e interculturalidad, detengámonos unos instantes para pensar el diálogo intercultural o la interculturalidad dialógica.

Comienzo recordando que el leguaje –y me refiero aquí exclusivamente al lenguaje en cuanto habla- es un conjunto de símbolos que no sólo nos permiten transmitir a otro o recibir de otro información, expresiones, órdenes o interrogaciones, sino una heredad cargada de historia, un legado que recibimos de nuestros antepasados a través del cual hacemos la experiencia del mundo y de lo ausente, nos autopercibimos como pertenecientes a un comunidad histórico-lingüística, construimos nuestra subjetividad y atribuimos identidad a aquellos con quienes o de quienes hablamos. El lenguajes es, pues, algo que hablamos y por lo que somos hablados. Probablemente lo más importante del lenguaje es que en su ámbito construimos nuestra propia identidad escuchando atentamente los mensajes que nos vienen de nuestros antepasados y desarrollando acciones comunicativas con nuestros coetáneos. Con unos y otros formamos una comunidad que nos es esencial para constituirnos en persona.  De ahí, la enorme importancia del reconocimiento de los otros significativos, inicialmente de los padres y luego de otras personas, para el despliegue pleno de la posibilidad humana (Taylor, 1994, p. 25-73).   

Cuando salimos a la relación con el otro con una perspectiva monológica despojamos a ese otro, especialmente si pertenece a una comunidad histórica diversa a la nuestra, de sus propias pertenencias para atribuirle una identidad por negación de lo que nosotros somos. Si somos cristianos le llamamos gentil, si nos consideramos “civilizados” le llamamos bárbaro, si nos creemos ubicados en el peldaño más alto de una historia que nosotros mismos hemos construido le llamamos primitivo, si somos invasores y colonizadores le llamamos indígena y no invadido ni colonizado porque estos términos nos ponen ante los ojos nuestra condición de agresores. No tuvimos, sin embargo, dificultad en llamar a otros esclavos, aunque sí nos cuidamos de ser reconocidos como amos pero no como esclavistas. Si, por otra parte, despojamos al otro de su lengua y sus creencias y le obligamos a apropiarse de las nuestras, terminará él o ella asumiendo como su propia manera de ser persona la subalternidad que le hemos atribuido a través del habla y de las prácticas sociales.

Muy otra es la situación cuando es el diálogo el que media la relación entre las personas, sean éstas de la misma cultura o de culturas diferentes. Sabemos que el diálogo intracultural es más fácil, especialmente cuando se reduce, en la vieja línea de la tolerancia, a una retórica para el convencimiento y la construcción de consensos imprescindibles para la convivencia, en lo que se concentra buena parte de la filosofía contemporánea. La facilidad viene por el hecho de compartir horizontes de sentido y códigos lingüísticos, axiológicos, simbólicos, etc. La dificultad comienza cuando no se trata ya sólo de tolerar la diferencia, especialmente de opiniones, sino de valorar positivamente otras formas y nociones de vida buena y de convivir gozosamente con ellas.

Esta dificultad se acentúa cuando el diálogo es intercultural, cuando los hablantes no comparten horizontes de sentido y se saben expuestos a ser hablados por el otro. Se necesita en este caso, por un lado, reconocer y valorar la diversidad del otro y de sus pertenencias culturales, lo cual ciertamente no es poco; pero se necesita, además, estar dispuesto a ser hablado por el otro prestando oído atento a la imagen que de mí mismo y de la relación entre ambos el otro se ha formado. Creo que solamente entonces, cuando se juntan reconocimiento y valoración mutuas y disposición (apertura) de los hablantes a ser hablados por el otro, el diálogo es de veras intercultural, y entonces es renuncia a toda forma de violencia, posibilidad de apropiación de la riqueza humana portada por el otro y fuente insospechada de gozo. En el ámbito de ese diálogo intercultural lo que interesa es más que la tolerancia, más que la construcción de consensos, más que el arribo a verdades o a nociones de vida buena compartidas, porque la tolerancia muta en reconocimiento y valoración del otro, la convivencia se lleva bien con el disenso, la verdad no se restringe a la adecuación a lo que es sino que se abre al ser y deja que lo otro se manifieste, las diversas nociones de vida buena  se enriquecen en cuanto que se vuelven relevantes para otros, y la subjetividad y la identidad se construyen intersubjetivamente en juegos de lenguaje libres de violencia que dialogan electivamente con sus propias tradiciones pero están siempre abiertos a la riqueza humana.

Convivencia de diversidades

Para quien no está, como diría el escritor peruano José María Arguedas (1971, p. 287), “engrilletado y embrutecido por el egoísmo”, la convivencia de diversidades se manifiesta como el horizonte utópico del diálogo intercultural. Pero por horizonte utópico entiendo aquí no un estado final imaginado al que el presente quede sometido[18], sino una manera de caminar y de hacer la experiencia de la convivencia[19]. Por eso he utilizado frecuentemente el término “ya”, referido al “ahora”, como una invitación a ver en la actualidad signos aurorales que nos convocan a todos a pensar la convivencia en perspectiva intercultural, escapando de la “jaula de hierro” en la que los discursos y prácticas hegemónicas tratan de mantenernos encerrados.   

Esto es particularmente importante en el caso de nuestra América Latina, una geografía habitada por diversidades que no solo han sabido desarrollar estrategias de sobrevivencia y de resistencia a la subalternización sino que, además, están empeñadas en procesar su propia experiencia histórica y tomar desde ella la palabra dando forma discursiva y práctica a sus demandas ancestrales y colocándolas en la agenda pública para, por un lado, construir justicia y, por otro, poner su riqueza cultural acumulada en el ámbito y los circuitos del diálogo intercultural, y apropiarse de la verdad, el bien y la belleza donde los encuentren.    

Para que la convivencia intercultural sea posible entre nosotros es preciso, en primer lugar, identificar y desmontar los factores de violencia incluidos en nuestras propias tradiciones y pertenencias culturales; necesitamos, en segundo lugar, un ejercicio responsable de la ciudadanía llevando al extremo las potencialidades de la democracia para el despliegue pleno de la posibilidad humana en sus diversas formas de manifestarse;  y se requiere, finalmente, que nos tomemos en serio la diversidad étnica, lingüística, territorial y cultural que nos caracteriza, asumiéndola como fuente de enriquecimiento y de gozo.

Las formas más crudas de violencia –colonización, extirpación de idolatrías, explotación laboral, periferización, racialización y pauperización de los subalternizados- son tan evidentes que no es necesario explorarlas. Pero, además de estas formas, hay otras más sutiles como la violencia epistémica, religiosa, lingüística, axiológica, normativa, simbólica y aquellas otras relacionadas con la construcción de la subjetividad y la atribución de identidades. Llamo más sutiles a estas últimas porque, a diferencia de las primeras, que se atienen desembozadamente a la racionalidad instrumental, las segundas se presentan frecuentemente como expresiones de creencias portadoras de salvación y de racionalidades promotoras de progreso y emancipación. En el proceso de desmontaje de todas estas formas de violencia desempeñan, sin duda, un papel fundamental los movimientos contrahegemónicos de los colectivos sociales subalternizados, que se alimentan de una variada historia de resistencia a la subalternización. Pero no menos importante para ello es la construcción de espacios de diálogo intercultural porque es en esos espacios en donde, por una parte, nos sentimos convocados a desocultar nuestras formas más sutiles de violencia por la interpelación que supone el ser hablado por el otro, y, por otra parte, en el diálogo intercultural se manifiestan más claramente la voluntad de entendimiento entre diversos y el conjunto de valores que cada colectivo puedo aportar a la heredad humana.

El ejercicio responsable de la ciudadanía en contextos multiculturales e interculturales consigue explotar todas las potencialidades de la democracia (en la conformación, provisión de sentido y puesta en escena de lo social) cuando hace que ésta se atenga a una política de reconocimiento de los derechos colectivos[20], además de los individuales. Fundada en principios como el carácter intersubjetivo de la subjetividad, la importancia del reconocimiento para la construcción de la identidad, la necesidad de entornos culturales para el despliegue pleno de la posibilidad humana, la imprescindibilidad de la propia habla para hacer cabalmente la experiencia del mundo y de la verdad, la valoridad para uno mismo y la capacidad de relevancia para otros de las expresiones culturales de los diversos pueblos, la importancia del propio territorio para “encasar” el espacio y hacerlo un mundo habitable y no un “mundo al revés”, como dijera el cronista Huamán Poma de Ayala en El Primer Nueva Coronica y Buen Gobierno a inicio del siglo XVII, o un “mundo ancho y ajeno”, como anota Ciro Alegría en su conocida novela El mundo es ancho y ajeno de 1941, etc.; fundada, reitero, en estos y semejantes principios, la política del reconocimiento tendría que garantizar los derechos primordiales a la propia lengua y al territorio, además del derecho a la propia cultura en el sentido amplio, a las creencias y formas de relación con lo inesperado, a la sabiduría acumulada y a las racionalidades alternativas, para llegar incluso a reconocer como valiosas diversas formas (derecho consuetudinario) de gestión de la convivencia. Todo ello, lo sabemos de sobra, plantea retos de no fácil abordaje a la forma tradicional de organizar y gestionar la convivencia a través de los estados-nación con sus afanes homogeneizadores y articuladores de las diferencias en beneficio de pocos.        

Finalmente, tomarse en serio la diversidad que nos define como colectividades es incluso más que respetar e institucionalizar derechos étnicos, lingüísticos, territoriales y culturales, aunque esto ciertamente no es poco. Se trata, además, de cuidar y cultivar con esmero la diferencia para que se la asume como posibilidad de enriquecimiento mutuo y de dinamización individual y social, como tierra fértil para la diversificación de la heredad humana, en fin, como fuente de gozo. Pero esta ponderación de la diferencia no debe llevar a desconocer que la convivencia de diversidades está siempre expuesta al conflicto; por tanto, función fundamental del diálogo intercultural es pensar estrategias para gestionar acordadamente la conflictividad. Por otra parte, no se piense que cuidar y cultivar la diferencia equivalga a sacralizarla. Lo entienden así quienes, por razones mil, se encierran en la diferencia y la convierten en justificación de totalitarismos, relativismos y fundamentalismos que atentan contra la convivencia. La diferencia se realiza en plenitud cuando se abre a la convivencia, así como la convivencia se convierte en totalitarismo cuando aplasta la diferencia o se reduce a la pobre condición de univivencia cuando prescinde de la diferencia. En cultivar diferencias abiertas a la convivencia y construir convivencias cuidadoras de diferencias está, pienso yo, la utopía de nuestro tiempo.

Plenitud en vez de desarrollo

En escritos de los últimos años, algunos de los cuales han quedado mencionados en el nota 1, he comenzado a reflexionar sobre la necesidad de desprendernos de la matriz de desarrollo, que habita nuestro subjetividad y atraviesa tanto las esferas de nuestra cultura cuanto los subsistemas sociales y el mundo de la vida, para avanzar hacia una idea regulativa, la de plenitud, que me parece más rica para pensar la posibilidad humana y organizar la convivencia social en términos de apertura a la alteridad y de relación amigable con la naturaleza y hasta con aquello de lo que no tenemos más signos que las huellas de su ausencia. De esto último, a lo que algunos nominan lo sagrado, no me he ocupado aún en profundidad ni lo haré tampoco en este momento porque necesito más tiempo para pensarlo desde la perspectiva de la plenitud que orienta mi exploración.

Advierto desde el comienzo que lo que voy a hacer aquí no es ofrecer resultados ni argumentar a favor de verdades contundentes, sino soltar ideas que pretenden debilitar seguridades, sembrar perplejidad y convocar al pensamiento. Tengo para mí, como he anotado más arriba y he desarrollo en un escrito anterior (López Soria, 2007, p. 45-56), que la perplejidad es el estado teórica y prácticamente más fructífero para pensar la actualidad y saber a qué atenernos en medio de la complejidad que nos envuelve y constituye.  Lo que importa en definitiva es dejarnos convocar al pensamiento para, como dijimos al inicio, pensar aquello que más merece que pensemos. Y merece evidentemente que nosotros, atiborrados de información, encandilados por el conocimiento, obnubilados por el progreso, complacidos con el crecimiento y empujados a innovar compitiendo, pensemos cómo hacer de manera plena la experiencia de la verdad, la virtud, la belleza y la vida buena en relación mutuamente enriquecedora –y no explotadora ni competitiva- con los otros compañeros de viaje: las demás personas, la naturaleza y lo ausente.

Sobre el desarrollo

En el año 2012, la PUCP organizó el congreso Río + 20. Desafíos y perspectivas. Para mi participación se me planteó una pregunta “¿Es posible un desarrollo sostenible en el Perú del siglo XXI?”. Evidentemente, la pregunta era una invitación a analizar y proponer cómo pasar de un desarrollo supuestamente no sostenible a otro sostenible, dándose por aceptado que el desarrollo sostenible es ya de suyo deseable. La reflexión que propuse estuvo más relacionada con la deseabilidad del desarrollo (sostenible) que con su posibilidad y, concretamente, puse más énfasis en el sustantivo, “desarrollo”, que en el adjetivo, “sostenible”. Me escapé, así, de la pregunta para dejar sueltas algunas ideas que invitasen a los participantes a asomarse a perspectivas que considero alternativas con respecto al discurso hegemónico. Paso ahora a dar cuenta de esas ideas y algunas otras de reciente elaboración.

Sobre la historia del concepto de desarrollo hay miles de páginas escritas. Entre ellas, cabe destacar los ya viejos estudios de Bury (1920), Hazard (1958) y Heller (1982), centrados en la idea de progreso, y los recientes trabajos de Valcárcel (2006) y Elizalde (2009). Aquí me limitaré a hacer algunas anotaciones.

La primera anotación es que el concepto de desarrollo y la perspectiva teórica y práctica que él abre son históricas y, por tanto, tienen un origen determinado, se dan en un contexto histórico específico, responden a ideales e intereses definidos y son tan contingentes y perecibles como cualquier otra realidad histórica. Ocurre, sin embargo, que el discurso del desarrollo (el desarrollismo y su actual manifestación como “crecimientismo”) ha sido tan eficaz que ha conseguido, con estrategias más coercitivas que argumentativas, colarse en la subjetividad, el imaginario colectivo y las políticas públicas, desprendiéndose de su historicidad para revestirse de universalidad e imperecibilidad, olvidando su carácter contingente para presentarse como necesario, pretendiendo llenar el horizonte de las expectativas y pasando del ámbito de lo electivo al de lo normativo.

No es raro, por tanto, en la ya relativamente larga historia del concepto “desarrollo”, que se haya buscado proveer a esta idea regulativa de legitimidad o bien por el origen, aduciéndose que está enraizado en la naturaleza humana (es propio del hombre progresar), o bien por el fin, afirmándose que el desarrollo –hoy, el crecimiento- es la única vía para satisfacer nuestras necesidades y llegar al “paraíso de la abundancia”. Ante las patologías y desajustes naturales y humanos (impactos nocivos) que acompañan inexorablemente al desarrollo, no es tampoco extraño que se hayan buscado diversos nombres y enfoques, como el de “desarrollo sostenible”, que evidentemente enriquecen y reorientan la significación originaria del concepto y las prácticas desarrollistas, pero que, paradójicamente, como diría Nietzsche, promueven el eterno retorno de lo igual (Nietzsche: 2002: parágr. 341)  o, como apuntaría Weber, no consiguen escapar del “férreo estuche” o “jaula de hierro” de la racionalidad instrumental de la modernidad (Weber, 1979: 258).

Mi segunda anotación se refiere al empobrecimiento que significa el paso del concepto ilustrado de progreso al de desarrollo y de este al de crecimiento. El concepto de progreso, como señalan connotados autores (Weber, 1979: 5-22; Hazard, 1958: 16-17 ; y Habermas, 1989: 11-13), era polisémico, pues aludía a la realización plena de la posibilidad humana, tenía que ver con las esferas de la cultura, los subsistemas sociales y el mundo de la vida, y se originó en un contexto marcado por el espíritu de revolución, cuando todavía el concepto de revolución, según Arendt (2006: 19), remitía al despliegue de la libertad y, por tanto, se atrevía a vérselas con un proyecto sembrado de esperanzas pero también de responsabilidades e inseguridades.

El concepto de desarrollo, por el contrario, reduce inicialmente la multidimensionalidad del concepto de progreso al de crecimiento económico, pero estaba también relacionado con la racionalización de la gestión pública, la extensión de los servicios sociales, el fortalecimiento industrial, la constitución de mercados nacionales, la extensión de los derechos civiles y políticos, etc., por eso era susceptible de ser ampliado luego a otros ámbitos como la distribución equitativa de los ingresos, la independencia económico- política de los Estados-nación emergentes, la satisfacción de necesidades básicas, la atención a la necesaria regeneración de la naturaleza, la disminución del riesgo del deterioro, el aprovechamiento de los residuos, la explotación sostenible de los recursos naturales, etc. y, en el mejor de los casos, la eliminación de la pobreza y la distribución equitativa de los bienes. Pero lo predominante hoy no es ya ni siquiera el discurso del desarrollo, como veremos enseguida, sino el del crecimiento (“crecimientismo”) y sus prácticas, reducido exclusivamente a lo económico.

El ámbito en el que se inscribe la idea de desarrollo –y es mi tercera anotación- es ya, en terminología de Heidegger, la “era de la técnica” o de la organización total y la reemplazabilidad (Heidegger, 1997: 183-184; Acevedo, 1997: 93-95). En este ámbito, que es el nuestro, por más dimensiones que se añadan al desarrollo, el concepto mismo y sus prácticas apuntan al diseño de estrategias de “liberalización” para hacer viable la “modernización”.

Explico los dos términos. El concepto de “liberalización” no está ya referido propiamente a la libertad, que entiendo como el despliegue pleno de la posibilidad humana y la apertura a la alteridad, sino que remite al debilitamiento y deshacimiento  de las ataduras que impiden que se apliquen cabalmente los modelos “previstos” de modernización. Por su parte, el concepto “modernización” reduce la significación del de “modernidad” que, como sabemos, remitía a procesos que concernían a las esferas de la cultura, los subsistemas sociales y el mundo de la vida, mientras que la  “modernización” tiene que ver con la lógica de la racionalidad instrumental aplicada a algunos subsistemas sociales (el de la producción, el del mercado y el de la gestión pública, principalmente), a través de planes, programas y hasta recetas que poderosas instancias transnacionales se encargan de diseñar cuidadosamente y luego de controlar su ejecución según indicadores preestablecidos que miden principalmente el  crecimiento económico.

El encuentro de estos dos conceptos, liberalización y modernización, y su elevación a la categoría de norma dejan al descubierto que el desarrollo obedece no a la lógica emancipadora de la modernidad sino a la lógica instrumental de la modernización para restaurar o instaurar un orden minuciosamente diseñado. No deja de ser significativo, además, que el proceso de instauración o restauración de ese orden se haga con estrategias más cercanas al vigilar y castigar que al ejercicio de la libertad. No hay que perder de vista que el concepto de desarrollo y sus prácticas y modificaciones son propios de la modernidad tardía, cuando esta ha dejado en gran medida de lado la lógica emancipadora, presente originariamente en la idea de progreso, y predomina ya la lógica instrumental, que, como sabemos, se orienta desembozadamente en nuestros días hacia  a la homogenización del consumo a escala planetaria, la articulación jerarquizada de las economías locales en función de intereses transnacionales, y el perfeccionamiento del control propio del “panóptico” –al que se refieren Bentham y Foucault- a través del “sinóptico” al que alude Bauman (2008, p. 70).

Como cuarta anotación apunto que el desarrollo, hijo legítimo pero disminuido del progreso, es nieto del patrón del poder y del saber que, recogiendo tendencias  anteriores, se puso en marcha material y simbólicamente con los llamados descubrimientos, las conquistas y las colonizaciones, y que, en general, conocemos como proyecto de la modernidad. Con esta ascendencia, no es raro que el desarrollo lleve en la sangre las características básicas de ese patrón “civilizacional” al que hemos aludido arriba (Quijano, 2004: passim, especialmente p. 228-240), a cuyas características se pueden añadirse otras que simplemente dejo anotadas: la sustitución paulatina del habitar por el construir en nuestra relación con el territorio, lo que lleva al abandono del cultivar para preferir el producir; el debilitamiento de la alteridad como dimensión constitutiva de la mismidad; el arrinconamiento de lo ausente para fundamentar la auto-referencialidad del hombre y su historia; la consideración de la naturaleza y sus bienes como objetos de deseo y de posesión; la concepción de  la historia como un proceso unilineal y de validez universal que va del estado de naturaleza al estado de civilización; la primacía de las lenguas occidentales y la consiguiente violencia ejercida sobre las demás lenguas; etc. Ubicado en este ámbito histórico-filosófico, el concepto de desarrollo, aunque venga con la cualificación de “sostenible”, es, al menos, sospechoso de arrastrar una herencia de que la no le es fácil desprenderse.

Después de estas anotaciones histórico-filosóficas no es difícil colegir que, para mí, el problema del desarrollo no está en los calificativos (“modernizador”, “independentista”, “de rostro humano”, “respetuoso del ecosistema”, “atento a las necesidades básicas”, “sustentable”, “inclusivo” etc.), sino en el sustantivo mismo, en el concepto de desarrollo, que lo entiendo como una especie de camisa de fuerza, como una matriz cognoscitiva, valorativa, normativa, expresiva y práctica que no da para pensar el despliegue pleno de la posibilidad humana haciéndonos cargo de nuestra condición de “seres con el mundo, abiertos a la alteridad”, una alteridad que puede un día venir a la presencia pero que también se manifiesta solo como ausencia.

¿Se puede hablar de post-desarrollo?

Me pregunto si el discurso del “post-desarrollo” puede ser una propuesta aceptable frente a otras que buscan afanosa y bien intencionadamente apellidos, como “sostenible”, para el desarrollo. Tengo a este respecto dos observaciones. En primer lugar, el concepto mismo de “post-desarrollo”, pariente cercano del de “postmodernidad”, se inscribe en el ámbito del desarrollo porque está pensado como un “fuera” (dimensión espacial) o un “después” (dimensión temporal) de donde se está aquí y ahora, y desde ese “fuera” o ese “después” se enuncia un discurso de superación del desarrollo. Pero tanto la distinción “dentro/fuera” y “ahora/después” como la noción de superación son, en este caso, extraídas del bagaje discursivo y de la perspectiva epistémica de la modernidad. Por otro lado, y es mi segunda observación,  no creo que haya un espacio neutro para la teoría desde el cual se pueda observar la época “crecimientista” en la que estamos y que nos constituye, haciendo de ella una especie de “objeto de estudio” para que un sujeto externo observe e incluso diseñe caminos para salir de la actualidad. Entiendo, por tanto, el “post-desarrollo” como un lenguaje que opera dentro de juego de lenguajes del discurso del desarrollo. Es cierto que el “post” sugiere una perspectiva crítica, pero considero que su criticidad es todavía tributaria de la metanarrativa del desarrollo.

La actualidad es nuestro único horizonte posible de sentido y, por tanto, su exploración es una forma de autocercioramiento de la propia actualidad, algo así como la actualidad pensándose a sí misma. Y cuando la actualidad se piensa a sí misma toma conciencia de su condición primigenia de hechura de la modernidad o, dicho de otra manera, advierte que el desarrollo, con o sin apellidos, es la manera actual de darse del proyecto  moderno. Por tanto, lo que está en juego no es solo el desarrollo sino la matriz en la que se inscribe, el proyecto mismo de la modernidad, o, como diría Quijano, el “patrón de poder y de saber” que la modernidad inaugura. Y, como es sabido, la modernidad desencadena procesos de enorme trascendencia, que descomponen, para recomponerla luego de otra manera, la co-pertenencia entre las tres maneras de dar de ser: el hombre y la historia, la naturaleza y lo ausente. Me ocuparé aquí del hombre y de la naturaleza, dejando por ahora lo ausente porque constituye el aspecto menos explorado de lo que podría ser una “filosofía de la plenitud”.

Lo fundamental con respecto al hombre y la historia es la inmanencia o autorreferencialidad, que se expresa, con respecto al hombre, en la consideración de que cada individuo tiene dentro de sí su propia esencia (individualismo), lo cual lleva, por  un lado, a debilitar e incluso a desconocer la dimensión social de todo ser humano, la apertura a la alteridad como constitutiva de la mismidad, y, por otro, a poner al hombre en el centro de todo lo que existe (antropocentrismo); y, con respecto a la historia, la inmanencia se manifiesta en la consideración del devenir como un proceso, unilineal y válido universalmente, de perfeccionamiento que va del estado de naturaleza (propio de los pueblos no europeos) al estado de civilización a la occidental (eurocentrismo), secularizando o terrenizando de esta manera la tradición judeo-cristiana de la “historia de la salvación”.

 Vista desde la modernidad, la naturaleza es objeto de deseo y de dominio y ya no lugar de habitación y pertenencia. Por eso, el habitar, relacionado originalmente con el cultivo y cuidado de aquello a lo que se pertenece, muta en poseer y luego en construir, al compás de un saber que está ya –desde Bacon- orientado hacia el poder. La consecuencia es que la naturaleza no es más para el hombre moderno una compañera de viaje en la aventura de la existencia sino un objeto de explotación. Y esta condición disminuida y subalterna que se atribuye a la naturaleza no cambia sustancialmente con el discurso del desarrollo sostenible, porque también este considera a la naturaleza objeto de explotación, aunque calcula que esa explotación se atenga al principio de la durabilidad, pensando en el derecho de la especie humana a la sobrevivencia y no ciertamente en los “derechos” de la naturaleza, la cual, para el discurso moderno en cualquier de sus formas, no es nunca sujeto de derechos. Puede ser la naturaleza “objeto” de respeto, pero aquí el respeto no se basa ya en el temor frente a su imprevisible comportamiento, como ocurría en la antigüedad, ni se funda en la valía de lo natural por sí mismo sino nuevamente en el cálculo responsable de su utilización para la sobrevivencia humana. Ya la sola mención de “derechos” de la naturaleza es una especie de herejía para la dogmática moderna.

Llegamos, así, a la actualidad con un horizonte de sentido, el de la modernidad globalizada, que habita las epistemes, las valoraciones, las normas y los sistemas simbólicos, organiza los subsistemas sociales y construye las expectativas, los imaginarios y las subjetividades. A grandes rasgos, ese horizonte proveedor de sentido tiene las siguientes características básicas: 1) la consideración de que el ser se da sólo de dos maneras, la natural y la humana; 2) el establecimiento de una jerarquía entre ellas, con el predominio absoluto de lo humano (no es casual, por ejemplo, que nos definamos a nosotros mismos como “seres-en-el-mundo” y no como “seres-con-el-mundo”); 3) la interpretación de nuestro ser-en-el-mundo no como un “estar” sino como un “devenir” diseñado desde el discurso de un desarrollo reducido a crecimiento económico y entendido como norma; 4) la reducción del ser humano a una mismidad autorreferrencial que, en el mejor de los casos, entiende la alteridad como límite y no como constitutiva de la propia mismidad, por eso nos adherimos a la máxima “mis derechos terminan donde comienzan los del otro” y esto nos parece suficiente como principio ético y jurídico para gestionar racionalmente la convivencia; y 5) la  ampliación del ámbito de la percepción al sistema-mundo ahora ya no como una aspiración sino como una realidad tangible, representable, comunicable.

De la vigilancia a la proposición

 Frente a las políticas y programas locales de crecimiento y frente a las conferencias y acuerdos interestatales sobre el tema del desarrollo caben, descartada la aceptación plana, tres tipos de actitudes: la vigilancia, la crítica y la proposición. La vigilancia se queda, por lo general, en la mirada atenta al cumplimiento de agendas y compromisos, pero tendría también que preguntarse por la idoneidad de esas políticas y acuerdos en un contexto atravesado de “crecimientismo”. La crítica suele apuntar a curar las patologías producidas por el desarrollo, partiendo de la constatación de los beneficios y daños y orientándose a debilitar las causas de esos daños y a mitigar sus efectos. Pero la crítica podría ir más allá y atreverse a de-construir los fundamentos de la idea misma de desarrollo, relacionándola con el patrón civilizacional de la modernidad y poniendo al descubierto los componentes de violencia material y simbólica que esta matriz civilizatoria conlleva y que deja en herencia a sus descendientes, el desarrollo y ,hoy, el “crecimientismo”, como ideas regulativas. La proposición tendría que alimentarse no solo de una lectura crítica de los rasgos crepusculares del proyecto moderno y sus actuales manifestaciones, sino de la exploración de nacientes signos aurorales que despiertan esperanzas y convocan compromisos éticos y políticos. Pero, en cualquier caso, la mirada propositiva no debe quedar anclada en un “anti-modernismo” o un “anti-desarrollismo romántico” que apunte a restaurar el mundo “pre-moderno” por considerarlo una especie de “paraíso perdido”. Somos hechura de la modernidad y nos toca realizar una operación de autocercioramiento crítico de nuestra actualidad y asomarnos a otros horizontes de significación y de vida buena para potenciar nuestra capacidad propositiva, pero no es dable volver a supuestas arcadias perdidas porque los paraísos no se ubican en un determinado tiempo o lugar, sino que son solo y siempre –y no es poco- una manera de iluminar, promover y conformar el caminar.  

Como contribución al enriquecimiento de la actitud propositiva, termino con algunas sugerencias de índole principalmente teórica y que apuntan a esa plenitud que dejo aquí solo indicada.

1ª. Enmarcar la relación hombre/naturaleza en el ámbito de una co-pertenencia horizontal entre lo natural y lo humano. El concepto de “co-pertenencia” remite al carácter constitutivo de cada componente por el otro, sin que se desconozcan las especificidades de cada uno, y el adjetivo “horizontal” atribuye valía semejante a cada componente, desconoce jerarquías entre ellos y convoca a eliminar la violencia en su relación mutua. Esta esencial co-pertenencia es procesada de diversas maneras por los diferentes pueblos. En la manera particular de procesar la co-pertenencia consiste fundamentalmente la cultura de cada pueblo, y en el carácter mutable de ese procesamiento consiste su historia.

2ª. Considerar a la naturaleza como compañera de viaje del hombre, y no su sierva ni instrumento de dominación de unos hombres por otros. Como compañera de viaje asiste al hombre en sus necesidades, pero requiere también de él atención y cuidado. El fundamento de la atención y cuidado que el hombre presta a la naturaleza no remite solo a las necesidades humanas presentes y futuras sino a lo que podríamos llamar el “derecho” de la naturaleza a su propia sobrevivencia. Entiéndase, sin embargo, que este “derecho” no es atribuible a cada elemento de la naturaleza sino al conjunto de ella y, tal vez, a sus especies según los requerimientos del equilibrio ecológico y la regeneración que conjugan descomposición con recomposición en perspectiva planetaria. 

3ª. Definir al hombre como ser-con-el-mundo y no como ser-en-el-mundo. Esta autopercepción, que los occidentales recogemos de algunas de nuestras olvidadas tradiciones y principalmente de los mensajes que nos vienen de otras culturas, supone que la naturaleza es constitutiva de nuestra condición humana y, consiguientemente, fuente de dinamismo y de gozo de la posibilidad humana. Esta misma consideración nos obliga a reconocer que el hábitat para la vida humana no es escenario sino albergue que nos pertenece y por el que, además, somos pertenecidos. Por eso es más rico referirse al “habitar” y definirnos como “habitantes”, porque se trata de términos que remiten a nuestra condición de seres-con-el-mundo. Hay que decir, en consecuencia, que cuando nos definimos como seres-en-el-mundo estamos reduciendo dimensiones esenciales de nuestra propia condición humana.

4ª. Sustituir el concepto de desarrollo por el de convivencia dinámica hombre/naturaleza. Nuestra condición de seres-con-el-mundo no es, por cierto, estática sino dinámica, pero el dinamismo no necesariamente consiste en progresar o desarrollarse según un modelo de supuesta validez universal y que apunta esencialmente al incremento del tener, el disponer y el poder, derivaciones todas ellas del principio de la acción teleológica del proyecto moderno, que, por lo general, se ejecuta a costa de la naturaleza y de otros colectivos humanos. Dinamismo es también, y de manera más esencial, la recomposición constante, aunque a diversos ritmos, de la co-pertenencia hombre/naturaleza, una recomposición que no tiene el camino trazado y que resulta del encuentro entre pueblos diversos, de la dinámica de la propia naturaleza y de la interacción hombre/naturaleza. La mencionada sustitución nos libra de la camisa de fuerza del concepto de desarrollo, que lleva ya implícita la violencia contra la naturaleza.

5ª. Emparejar el concepto de convivencia dinámica hombre/naturaleza con el de convivencia humana, entendida también dinámicamente, pero con un dinamismo que no venga de la competitividad, concepto este último portador de violencia, sino del reconocimiento de la alteridad como constitutiva de la mismidad y que, por tanto, se traduce en interacciones dignas (lo supone que sean justas), mutuamente enriquecedoras y hasta gozosas, asumidas, además, como el ámbito por excelencia de realización de la posibilidad humana.

6ª. Asumir la multidimensionalidad espacial de la interacción hombre/naturaleza y de la convivencia humana, entre lo local y lo global, asumiendo lo local como ya siempre abierto a lo otro, y lo global no como una articulación jerarquizada de diversidades al servicio de poderes centrales ni como una homogeneización según un modelo de pretendida validez universal, características ambas de la actual globalización. Lo global tendría que ser un encuentro enriquecedor de diversidades, una especie de oportunidad que nos convoca y nos afecta positivamente a todos en nuestra búsqueda de la plenitud. Esta perspectiva amplía, sin des-localizarlo, el horizonte de la ética, la responsabilidad, la justicia, la equidad, las alianzas, la solidaridad, la gobernanza, etc., y deja planteado el problema no resuelto de una gestión acordada y vinculante de la globalidad. Digo “globalidad” y no “globalización”, porque el segundo concepto remite al proceso tangible de mundialización que nos viene del proyecto moderno, mientras que el primer concepto, “globalidad”, quiere sugerir que la apertura a la alteridad es constitutiva de toda particularidad y que hemos asumido la responsabilidad de sabernos seres-con-el-mundo.

7ª. Finalmente, pensar la vida humana en términos de plenitud y no de desarrollo ni menos de esa visión recortada de desarrollo a la que llamamos crecimiento. Dejo para exploraciones posteriores un ahondamiento en este tema, pero no quiero terminar sin proponer algunas ideas.

Pensado en términos teóricos, el mundo del que venimos y que constituye nuestra actualidad está organizado alrededor de dos categorías conceptuales entretejidas: la de “vaciamiento” (kenosis) y la de “devenir”. Entendemos aquí vaciamiento como el proceso –al que nos hemos referido arriba- de reducción de la experiencia humana con respecto al ser, a nosotros mismos, a la historia y al mundo. El camino hacia la plenitud (plerosis[21]) no puede ser tributario de la manera de darse esa experiencia antes de la irrupción de la modernidad. Estamos ya en los tiempos del “pensamiento débil” y hasta de la “ontología débil” (Vattimo,1995: passim). El horizonte de sentido que inaugura ese pensamiento, recogiendo la herencia de la hermenéutica gadameriana, es una invitación a pensar la actualidad con categorías conceptuales que no sean portadoras de violencia, como de hecho lo son la filosofía, la teología y la ciencia, y, por derivación, la ética, el derecho, la política, la tecnología y hasta los conceptos que remiten a la construcción de la subjetividad y la identidad. De-construir este cuerpo categorial para poner al descubierto sus componentes de violencia epistémica, simbólica y práctica es solo el primer paso hacia la plenitud. Es preciso, además, explorar tradiciones alternativas y contrahegemónicas de nuestro propio horizonte de sentido, que el pensamiento hegemónico se ha encargado de silenciar. Pero tenemos también que asomarnos a otros mundos simbólicos y epistemes, especialmente, en nuestro caso, a aquellos que, siendo parte formalmente del “nosotros”, nunca les hemos concedido la palabra ni prestado oído atento a sus ricas nociones de “vida buena”.

Por otro lado, la actualidad está atravesada por la categoría de “devenir”. Pensamos la vida individual y colectiva como “llegar a ser” y, así, supeditamos el presente al futuro haciendo del aquí y el ahora una mera dimensión del allí y el mañana, es decir debilitamos el presente como ámbito de significación para atribuir al futuro la condición de provisor de sentido en el presente. Esta invasión del futuro en el presente dificulta, si no impide definitivamente, la realización plena de la posibilidad humana en el aquí y el ahora. Del poeta latino Horacio (Odas, I, 11) hemos heredado la expresión carpe diem que admite, por cierto, múltiples lecturas. Yo la entiendo, comentada, como “realiza a plenitud la posibilidad humana en el aquí y el ahora”. En esa realización consiste esencialmente la libertad. Pero este afincamiento en el presente no debe entenderse como una reconciliación con lo dado ni como un desconocimiento del pasado y del futuro. Se trata más bien de una convocación a hacer del presente el ámbito por excelencia de realización plena de la vida humana, un ámbito que dialoga con su propio pasado para proveer de densidad histórica a un presente cargado de potencialidades que apuntan al futuro.

 En fondo, aquello a lo que el concepto de plenitud convoca –y subrayo que se trata de una convocación- es a hacer la experiencia de la verdad, la virtud, la belleza y la vida buena como seres con el mundo y con otros. De más está decir que la categoría de desarrollo y, hoy, la de crecimiento, convertidas en norma y en horizonte de expectativas, quedan demasiado estrechas para realizar plenamente esa experiencia.

 

Notas

[1] Este texto, en lo relativo a interculturalidad, fue inicialmente elaborado, con el título “Apuntes para una teoría de la convivencia intercultural”, como una ponencia para la Jornada de reflexión generativa “La interculturalidad en un enfoque dialógico” (organizada por la Fundación PROPAZ de Guatemala y realizada en Antigua Guatemala, 19-21 mayo 2010). Fue colocado por PROPAZ en http://escuelapnud.org/biblioteca/documentos/abiertos/dd-Memoria_Jornada_Reflexion.pdf, y luego, con el mismo título y algunas modificaciones, fue publicado, primero, en (set. 2010). Revista paraguaya de educación. Número titulado: La escuela paraguaya frente a la diversidad cultural. Diversidad cultural y bilingüismo. Asunción, MEC/OEI/Santillana, (1), p. 77-88, y, segundo, en Rodríguez Rea, M. A, & Osorio Tejeda, N. (ed.) (2011). La filosofía como repensar y replantear la tradición. Libro de homenaje a David Sobrevilla. Lima: URP, p. 115-126. En lo que respecta a la plenitud, el texto recoge, con elaboraciones posteriores, la ponencia “Derivas sobre el desarrollo”, presentada en el congreso Río + 20. Desafíos y perspectivas, organizado por el INTE-PUCP y la UARM en mayo de 2012, y la ponencia “Para una filosofía de la plenitud”, presentada en II Jornada Internacional de Filosofía Latinoamericana, organizada por el Instituto de Investigaciones del Pensamiento Peruano y Latinoamericano de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en junio de 2012. Fue publicado, con el título “Plenitud en vez de desarrollo” y sin el aparato crítico, en (abril, 2013). Reflexión. Ciencias Humanidades Arte. Revista trimestral. Lima, 1 (1), p. 30-37, y con el título “Río +  20 y el desarrollo” y el aparato crítico en: Bernex, Nicole & Augusto Castro (Eds.) (2015). Río +20. Desafíos y perspectivas (p. 95-108). Lima: Fondo Editorial PUCP. 

 [2] La expresión alemana “stahlhartes Gehäuse” (férreo estuche) fue traducida por Talcott Parsons (2005, p.123) como “iron cage” y se extendió en castellano como “jaula de hierro”, aunque en las traducciones en castellano figura también como “férreo estuche”.

[3] El concepto de “patrón civilizacional” está inspirado en los conceptos de “patrón del poder” de Aníbal Quijano y “matriz del poder” de Walter Mignolo. Para un desarrollo mayor de estos últimos conceptos ver, entre otras, las contribuciones de Quijano y Mignolo en: Pajuelo, Ramón y Pablo Sandoval (ed.) (2004, p. 203-281).

[4] Las categorías aquí utilizadas (centralidad de Europa, control y articulación de las diversas formas del trabajo, control y aplicación de códigos raciales) se inspiran en los desarrollos elaborados por los teóricos de la colonialidad del poder y del saber, principalmente por Aníbal Quijano, cuyas contribuciones más significativas han sido recogidas en una “antología esencial” (Quijano, 2014).   

[5] La “racialización” de las identidades como código para la clasificación de los seres humanos y la articulación de las relaciones sociales viene siendo analizada desde hace algunos lustros (Balibar & Wallerstein, 1988; Allen, 2002), siguiéndose en ello los caminos abiertos por Frantz Fanon, Aimé Césaire, Michel Foucault y otros.  Aproximaciones recientes pueden verse en Hering Torres (2007) y en Grosfoguel (2012).

[6] Lefort introduce las categorías mise en forme (puesta en forma), mise en sens (provisión de sentido) y mise en scène (puesta en escena) en muchos de sus escritos, alguno de los cuales han sido reunidos por E. Molina en Lefort (2004, p. 26, 39, 59). 

[7] El asunto de los migrantes está hoy en la agenda política internacional. De la diversidad en el mundo de lenguas y grupos étnicos y de sus derechos se ha ocupado Kymlicka ((1996).

[8] Hay quienes interpretan esta convocación en perspectiva religiosa y se refieren, por tanto, a lo sagrado. Yo la entiendo como una apertura, como un claro (a lo Heidegger), que hace posible que tanto el otro como lo otro se manifiesten sin agotarse en la mera presencia, es decir, remitiendo siempre a una ausencia que no podremos nunca atrapar y que nos invita –no nos fuerza- a mantenernos siempre en estado de abiertos o al borde del vacío, como diría Badiou (2005)

[9] Como es sabido, la reflexión sobre la “decadencia de Occidente” viene de antiguo (el primer volumen de la conocida obra de Spengler es de 1918), pero ahora lo que se enfatiza es la desuniversalización o provincialización de la cultura occidental y la valoración de las demás culturas, como lo hicieran E.W. Said con Orientalism en 1979 y T. Todorov con Nous est les autres. La réflexion française sur la diversité humaine en 1989, y más recientemente D. Chakrabarty con Provincializing Europe: Postcolonial Thought and Historical Difference (2000), R. E.Nisbett con The Geography of Thought, How Asians and Westerns Think Differently … and Why (2003) y O. Marchart con Post-Foundational Political Thought. Political Difference in Nancy, Lefort, Badiou and Laclau (2007).

[10] Empeñado en esta tarea está el filósofo italiano Gianni Vattimo (1990, 1992, 1995), siguiendo el camino abierto por F. Nietzsche, profundizado por M. Heidegger y sistematizado por H.-G. Gadamer desde la perspectiva de la hermenéutica, que cuenta con contribuciones significativas de P. Ricoeur.

[11] Se ha vuelto un clásico a este respecto La condition postmoderne de Lyotard (1979).

[12] En América Latina hay una amplísima bibliografía sobre la presencia de esas otras voces y la ineludible necesidad de su participación en el ordenamiento legal y en la gestión de la convivencia. Ver, por ejemplo, Walsh (2009) e Ibañez y Caudillo (2015).

[13] Si bien la categoría “subalternización” nos viene, sugerida, de F. Fanon y A. Césaire, y, explícita, del debate “oriental” con respecto a los procesos “postcoloniales” (E. W. Said, G. Ch. Spivak, D. Chakravarty y H. Bhabha, entre otros), aquello a lo que el término remite ha sido tematizado entre nosotros, en las últimas décadas, por Gustavo Gutiérrez (1990), bajo la categoría de “pobreza”, Antonio Cornejo Polar (1994) bajo el concepto de “heterogeneidad” y Aníbal Quijano (2004, 2014) bajo la idea de “colonialidad del poder y del saber”.   

[14] Es enriquecedor a este respecto revisar los trabajos reunidos por C. Monteagudo y F. Tubino (2009) en Hermenéutica en diálogo. Ensayos sobre alteridad, lenguaje e interculturalidad.

[15] Particularmente significativos a este respecto son los textos de Jürgen Habermas (1981).  

[16] Ya Nietzsche (2002, p. 65) había señalado que “el mundo verdadero terminó por convertirse en fábula” Siguiendo esta línea de pensamiento, Gadamer (1999, vol. 1, p. 567) sostiene que “El ser que puede ser comprendido es lenguaje”.

[17] Uso el término tradicional alter ego (otro yo), pero considero que debería ser sustituido por altera persona (otra persona), porque el concepto de alter ego proyecta en el otro la imagen de mi propio yo, mientras que altera persona remite a la valoración del otro sin predefinir su identidad y, por tanto, dejando la puerta abierta a su presentación desde su propia diversidad.

[18] Al estilo de los programas utópicos de inicios de la modernidad con Campanella, Moro y Bacon.

[19] Desarrollé inicialmente esta idea en el artículos “Para pensar crítica y prospectivamente el Perú” (López Soria, 2005).

[20] Interesantes análisis de los derechos colectivos pueden encontrarse en el libro citado de Catherine Walsh y en Kymlicka (1996), Alfaro, Ansión & Tubino (ed. 2008) y Rivas et alii (2009).

[21] El término “plenitud” procede de término griego πλήρωσις, a través de latín (plenitudo). En la teología cristiana, especialmente en la cristología, la plerosis está en relación con la kenosis (κένωσις) o vaciamiento, que se refiere al acto voluntario de Cristo de vaciarse de su divinidad para adquirir forma humana (“exinanivit semetipsum formam servi accipiens”, se anonadó a sí mismo para adquirir la forma de siervo, escribe Pablo en Filipenses 2:7). Para una primera aproximación a la filosofía de la plenitud puede verse: Engel, Pascal (1988).

Bibliografía

 

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