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Lima, Peru
Filósofo e historiador. Nace en España en 1937 y llega al Perú como jesuita en 1957. Formación: humanidades clásicas y literatura, filosofía e historia. Especialización sucesiva: narrativa latinoamericana, filosofía moderna, filosofía de la existencia, historia de la emancipación peruana, pensamiento lukacsiano, historia de la ingeniería peruana y filosofía de la interculturalidad Profesor de la UNI (y rector 1984-89) y otras instituciones académicas en Perú, Budapest, Brasil y Túnez. Autor de 26 libros, 70 colaboraciones en obras colectivas y 150 artículos en revistas. Actualmente dirige el Centro de Historia UNI y es profesor de postgrado en la Universidad Nacional de Ingeniería. Participa activamente en el debate intelectual peruano desde la sociología de la literatura, el marxismo lukacsiano, las perspectivas postmodernas y la filosofía de la interculturalidad. En su libro "Adiós a Mariátegui. Pensar el Perú en perspectiva postmoderna" propone, como horizonte utópico de la actualidad, la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades que enriquecen a la sociedad peruana. Contacto: jilopezsoria@gmail.com

11 abr 2012

Derivas sobre arquitectura

José Ignacio López Soria

Lección inaugural del congreso internacional “100 años de enseñanza en arquitectura”, Lima, 5-7 julio 2011, organizado por la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Artes de la Universidad Nacional de Ingeniería. En prensa.

Introducción

Generalmente se supone que la lección inaugural de un congreso está destinada a diseñar el marco dentro del cual se desarrollan luego las presentaciones y los debates. Siendo en este caso el responsable de esa lección inaugural un filósofo e historiador,  probablemente esperan de mí algo así como una conferencia “magistral” que remita a la enseñanza de la arquitectura desde una perspectiva histórico-filosófica. Pero no voy a hacer nada de eso, primero, porque las conferencias “magistrales”, aquellas en las que el supuesto “maestro” habla ex cathedra, no convocan al pensamiento sino al acatamiento, y, segundo, porque diseñar un marco de referencia me sabe a encerramiento, casi a establecimiento penitenciario con un “dentro” con rejas y cancerberos que cuidan de que no haya contaminación con el “fuera”. Y, como suele ocurrir, en el “dentro”, sea cárcel, hospital, manicomio, cuartel, fábrica o escuela, habita la disciplina y en el “fuera” la libertad.  

Me permito, pues, apartarme del modelo tradicional de lección inaugural para dejar sueltas algunas “derivas”, asistemáticas y desarticuladas, que espero que los convoquen al pensamiento. Entiendo aquí “derivas” como un dejarme llevar por aquello que me convoca al pensamiento. Tendré, sin embargo, en cuenta que estoy hablando a arquitectos, urbanistas y expertos en la enseñanza de la arquitectura y el urbanismo, reunidos para intercambiar conocimientos y experiencias para enriquecer su praxis profesional.

Tengo, además, que dejar indicado, porque no quiero atribuirme paternidades que no me corresponden, que mis reflexiones se alimentan de corrientes de pensamiento contrahegemónico que se atreven, como diría el filósofo Sören Kierkegaard, a levantar el puño contra Dios o a anunciar, como hiciera Nietzsche, el “crepúsculo de los ídolos” o eclipse de los valores supremos. Me refiero a esas derivas de pensamiento que conocemos como existencialismo, fenomenología, hermenéutica, postestructuralismo, microfísica del poder, deconstruccionismo, ontología débil, subalternidad, colonialidad del poder, interculturalidad, etc.

Y ahora sí comienzo a derivar.

Del existir.

El hombre –la persona- no tiene otra esencia que su propia existencia. Y existir quiere decir, en primer lugar, habitar.  El hombre no es otra cosa que habitante que comparte con otros un espacio poblado por personas, dioses y elementos naturales. Ya esta primera significación del existir dice referencia a que en el espacio poblado convergen las tres maneras del darse del ser: lo humano, lo natural y lo sagrado. Lo humano y lo natural se dan como presencia, mientras que de lo sagrado no tenemos otros signos que las huellas de su ausencia. El que lo humano y lo natural se den como presencia no significa que su entidad se agote en la presencia, como quieren los saberes de lo decible: la metafísica, la teología, la ciencia y la técnica. También en lo humano y en lo natural hay algo que se sustrae a la presencia, que no es decible ni agenciable desde esas disciplinas mencionadas. Y aquí el término “disciplina” no es fortuito, remite a un saber que ejerce violencia sobre los entes (lo que hay) en cuanto que los despoja de lo no decible, dando por supuesto que lo no decible no existe.      

Existir, en el caso del hombre, remite, además, a emerger, sacar la cabeza del mero estar. Y, así, emerger quiere decir pensar: dejarse convocar por lo no decible ni agenciable, por aquello que se sustrae, que no se revela en la presencia. El conocimiento no sabe ir más allá de la presencia. Por eso, hasta la teología (el logos –decir y conocer- acerca de dios) se ve obligada a reducir a Dios a la presencia, con lo cual marra la esencia de lo sagrado, ya que lo sagrado se caracteriza por su ausencia. La teología es, pues, la primera forma de secularización de lo sagrado. El pensamiento, en cambio, se arriesga explorar en la presencia los signos de lo que se sustrae. Cuando lo hace recurriendo a los conceptos se manifiesta como filosofía; cuando recurre a la representación simbólica se manifiesta como arte.     

En la exploración de lo que se sustrae, tanto la filosofía como el arte caen en la cuenta, por ejemplo, de que la existencia del hombre está poblada por dos ausencias: su haber sido, a lo que llamamos historia o pasado, y su no ser todavía, a lo que llamamos futuro, pero ni el pasado ni el futuro tienen más presencia que los signos de su ausencia. El tiempo es, pues, visto, ya desde Agustín de Hipona, no como sucesión de momentos sino como presencia inflada que incorpora pasado y futuro. El pasado no consiste en un conjunto de hechos que haya que registrar ordenadamente, objetivándolos para dejarlos en la definitividad de su haber sido; el pasado es, más bien, monumento y mensaje que nos convocan a pensar la dimensión histórica de nuestro estar siendo. El futuro no es un más allá que haya que construir sobrepasando el presente, sino una potencialidad de la presencia cuya realización depende de nuestro compromiso en la actualidad. En fin, el pasado y el futuro no son sino dimensiones del presente.

De manera semejante, desde el pensar, el espacio no es visto como un conjunto de lugares que nos pertenecen y a los que damos forma colocando objetos en ellos, sino como albergue al que pertenecemos y que cobija también lo natural y lo sagrado. El existir es entonces un coexistir no solo con otros hombres y sus historias, sino con la naturaleza y los dioses. En ese espacio el “dentro” y el “fuera” no son realidades diversas sino categorías conceptuales y simbólicas que remiten a las dimensiones de la misma entidad.

De la arquitectura

Vista desde el existir, la arquitectura es pastora del territorio y agencia del habitar. Como pastora del territorio, le toca cuidar con esmero la mencionada coexistencia de lo humano, lo natural y lo sagrado, del “fuera” y del “dentro”. Y para ello, la arquitectura y su prolongación en urbanismo tienen que asumir que el territorio no es solo algo que nos pertenece sino algo por lo que somos pertenecidos. Si el existir es ya siempre habitar, y el habitar incluye como componente esencial el territorio, entonces el territorio es dimensión esencial del existir y no solo ámbito en el que ocurre la existencia. Por eso es inaceptable el despojo del territorio, porque quitarle a un pueblo su territorio es condenarle a la deriva, dejarle sin dioses, sin referentes naturales y culturales, sin pasado compartido y frente a un futuro que no estuvo como dimensión de su propio presente. Cuando la arquitectura se toma en serio su condición de pastora del territorio, termina siendo cuidadora del existir.

Como agencia del habitar, la arquitectura, para cumplir a cabalidad ese agenciamiento, tiene que vérselas no sólo con lo que existe en su mera presencia, sino con lo que en esa presencia se anuncia substrayéndose. Para dar forma a la mera presencia, la arquitectura recurre a la ciencia y a la técnica, pero la ciencia y la técnica no piensan, solo conocen, se quedan en lo decible.  Para explorar lo que se substrae y sugerir formalmente la ausencia, la arquitectura tiene que aceptar la convocación al pensamiento. Si no se asoma al pensamiento, como ejercicio conceptual y perceptual, la arquitectura no será nunca capaz de apuntar a lo no decible, y por tanto agenciará el habitar como si este fuese un mero estar y ya no un existir, en el sentido de emerger. En otros términos, cuando la forma, el lenguaje de una edificación lo dice todo, cuando no sugiere nada, cuando no da que pensar, no es propiamente arquitectura sino construcción. Y el que la arquitectura sea solo construcción, en el sentido en que hoy entendemos este último término, trae como penosa consecuencia el recorte de las dimensiones del existir y, para la arquitectura, el renunciamiento a su primigenia condición de agencia del habitar.   

Del arquitecto

Nos dicen los estudiosos que el término “arquitecto” procede del griego a través del latín, y concretamente de los términos arjós, que significa director, y tectón, que significa constructor. El arquitecto sería, así, el director de la construcción de una obra. Pero los estudiosos no nos dicen, primero, que arjós  procede de arjé, que significa “principio”, no en el sentido de “inicio” sino de “fundamento”; segundo, que los griegos  llamaban a su autoridad “arjonte”, que quiere decir “gobernante”, en el sentido de cuidador del cumplimiento de los principios, y que por eso el término arjós era atribuido al director pero en su calidad de cuidador y guía de los principios; y tercero, que tecton viene de tectein, que significa “techar”, “proteger”. Se advierte, entonces, que el arquitecto no era para los griegos simplemente el director de una construcción, sino el cuidador de los principios para garantizar la protección del habitar, de la morada de los hombres y de los dioses.

Del construir

La palabra “construir” en castellano proviene de la palabra latina construere, la cual, a su vez, se compone de “con” y  “struere”. Ya sabemos que “con” es un prefijo que significa reunión, cooperación o agregación. Del verbo struere nos han quedado estructurar y sus derivados (estructura, estructuralismo …) que aluden al ordenamiento de las partes de un conjunto. El verbo latino construere significa construir, acumular, edificar y guarnecer.

En el castellano actual el verbo construir tiene tres significaciones:  1) Fabricar, edificar; 2)[Entre los gramáticos antiguos] Disponer las palabras griegas o latinas según el orden normal en castellano para facilitar su traducción (su traslado) a este idioma; 3) Ordenar las palabras o unirlas entre sí con arreglo a las leyes de la gramática.

En todas estas acepciones lexicográficas, el construir es ya entendido como un medio para hacer algo (una máquina, un edificio, una traducción, una frase), reuniendo componentes (objetos o palabras) para producir, conforme a determinadas normas, un resultado, la obra (lo construido).  Estas acepciones del término construir son, sin decirlo, hechura de la versión instrumental de la racionalidad moderna en la medida en que están elaboradas desde la llamada acción teolológica, que consiste en ordenar los medios para conseguir determinados fines.  

Cuando afirmamos que construir es producir una obra, decimos algo que es cierto. Pero si entendemos solo así este concepto, no atendemos a lo que él oculta, a lo que alguna vez significó y ya no significa. Y lo primero que el término, en el castellano actual, oculta es que en el paso del construere latino al “construir” castellano fue quedando en el camino la significación de “guarnecer” o “guarnir”, que remite a sostener, cubrir, prevenir de un peligro, proteger. Por otra parte, la relación entre construir y edificar nos parece natural, y efectivamente lo es. Pero si entendemos el “edificar” desde la significación ya reducida del construir, dejamos en el olvido que edificar, edificación, edificio, edil, etc. son conceptos que tienen todos como raíz a aedis, que remite a templo, santuario, estancia, aposento, casa y mansión, es decir morada de dioses o de hombres. Por eso conservamos todavía en castellano, aunque ya casi sin uso, el término “edificante” para referirnos a alguien que infunde en otros sentimientos de piedad y de virtud. Esta relación entre el edificar y la virtud se fue secularizando, y así, por ejemplo,  el edil, el cuidador de la edificación y de la virtud, pasó a ocuparse de la urbanidad, pero también la urbanidad, al desprenderse de la piedad y de la virtud, fue quedando reducida a disciplina, y el pobre edil tuvo que contentarse con la función de normar y, sobre todo, de “vigilar y castigar”.  

El término oculta, además, que el construir destruye porque extrae objetos o palabras de su orden anterior (sea natural o lingüístico) para recomponerlos o trasladarlos a otro orden. Y queda igualmente oculto que el nuevo orden no necesariamente es mejor que el anterior. De hecho, la significación ahora ya olvidada, aquella según la cual el construir significaba disponer las palabras griegas o latinas en un orden tal que facilitase su traducción al castellano, condujo al olvido del latín clásico para construir el latín vulgar de los textos bíblicos y medievales. En este caso es evidente que la traducción (el traslado a otro orden) fue una traición, aunque hay que añadir que de esa traición nacieron las lenguas romances (castellano, francés, italiano, etc.) y se alimentaron sus primas hermanas (inglés, alemán, etc.), curiosamente las lenguas que aspirarían luego a ser portadoras de valores universales. Y, así, en el origen de la universalización de los valores está la traición.
   
Originalmente, el construir estaba, pues, relacionado con el guarnecer algo para protegerse y, por tanto, encerraba en sí mismo el habitar. Pero esta implicación entre construir y habitar se fue disolviendo a medida que el construir se especializó en edificar, un edificar ahora ya profanizado, desprendido de la piedad y la virtud. A partir de esta separación, el habitar se entendió como fin del construir sólo cuando la construcción estaba destinada al alojamiento permanente del hombre.

Del habitar

Con respecto al habitar ocurrió una cosa parecida a lo ocurrido con el construir y el edificar. Habitar se dice en latín de dos maneras: habitare e incolere. Habitare viene de habitum (del verbo habere, que significa tener), y habitum remite a lo que se tiene durablemente. Habitar, por tanto, estaba relacionado con el tener permanente. Pero, además, hay otro término para decir habitar: incolere.  Julio Cesar comienza el libro De bello gallico (Sobre la guerra de las Galias) con la siguiente frase: “Gallia est divisa in partes tres, quarum unam incolunt Belgae …” (La Galia está dividida en tres partes, una de las cuales la habitan los belgas …).  El término incolere resulta de añadir la preposición “in” (en, dentro de) al verbo colere que significa cultivar, y de donde viene la palabra cultura. El habitar estaba, pues, originalmente relacionado con el tener de manera permanente y el cultivar. Pero el castellano distingue claramente entre el habitar y el cultivar, con lo cual el habitar pierde su relación con el cultivar y viceversa.

Tenemos, así, un construir que no es ya habitar y un habitar que ya no es cultivar. Y esto, que parece un mero juego lingüístico, está en relación con la separación efectiva, en el mundo moderno, entre las acciones de construir, habitar y cultivar. La única relación que conservan, en un mundo esencialmente teleológico y causalista como el moderno, es que el construir y el cultivar son medios para el habitar, pero no dimensiones del habitar. Con lo cual nos encontramos con un hombre, el moderno, que por una parte construye, por otra cultiva y finalmente habita.  ¿En cuál de estos ámbitos, ahora ya, en lo esencial, divorciados entre sí, aunque rejuntados por la lógica de la racionalidad instrumental, puede darse en plenitud el existir? Mucho de la problematicidad del hombre moderno tiene que ver con el hecho de encontrarse en esa encrucijada. Nos lo advirtieron tempranamente Dostoievski con su ateísmo religioso, Nietzsche con el estruendoso anuncio de la muerte de Dios, Weber con su previsión de que la sociedad moderna terminaría encerrada en una “jaula de hierro”, y, más tarde, Freud con su búsqueda del inconsciente, Lukács con su caracterización del hombre moderno como problemático, y Robert Musil con su consideración del hombre moderno como un ser sin atributos.

El hombre moderno es problemático porque tiene que elegir y elegirse,  proveerse él mismo de identidad, pero si lo hace queda descuartizado, como Tupac Amaru, el hombre que se atrevió a levantar el puño contra el colonialismo y la colonialidad del poder y del saber.  

Me pregunto si es, acaso, dable volver al habitar como recogimiento, como esa manera de ser en el mundo que incluye las dimensiones primigenias del edificar y el cultivar.  ¿Es extraño que en las condiciones de la modernidad tardía hayan surgidos profetas del fragmento (Derrida), predicadores de la paralogía (Lyotard), analistas de la microfísica del poder (Foucault), proponedores de una analítica de la actualidad en términos de ontología débil (Vattimo), teorizadores de la hermenéutica como la única manera digna de hacer la experiencia de la verdad (Gadamer), e incluso pensadores del Estado-nación como comunidad imaginada (Anderson)? ¿Es, acaso, previsible que tenga éxito la apuesta de Habermas por recuperar la capacidad emancipadora de la razón a la moderna? ¿Asoma, acaso, en el coraje civil, tematizado por Ágnes Heller, una nueva primavera o se trata solo de un anticipación de la posterior caída de la dictadura sobre las necesidades que imperaba en los países socialistas? ¿A dónde recurrir para volver a habitar?

Del espacio y sus avatares

El proyecto moderno, en su primigenia versión “descubridora” y colonialista, entendió inicialmente la modernidad como un asunto espacial: se trataba de constituir una periferia para poder construir la centralidad de Europa. El centro y la periferia, es decir el “dentro” y el “fuera”, con sus respectivos habitantes, sus tradiciones, sus recursos y sus dioses, fueron quedando articulados, a medida que avanzaban las conquistas y colonizaciones, en un mundo tendencialmente único. Sabemos que esa articulación se hizo desde intereses y cosmovisiones que apuntaban a la construcción de la centralidad de Europa, para lo cual había que atribuir la condición de subalternidad a los territorios conquistados y a sus pobladores y sus dioses.

Pero lo que me interesa subrayar aquí es que, en el principio, la modernidad hizo del espacio una categoría central. El “dentro” y el “fuera”, emparentados a su manera con las viejas categorías “cosmos” y “caos”, se constituyeron en el eje de la gestión del territorio y de las sociedades. Solo que ahora, el “fuera”, el antiguo “caos”, comienza  ser visto como “objeto de deseo” y ya no como algo de lo que el “dentro” tenga que protegerse para no contaminarse. En esa conversión del “fuera” en objeto de deseo está el origen de las conquistas y colonizaciones.

No es fortuito, por cierto, que, en el hacerse con el “objeto de deseo” para articular el “fuera” como periferia del “dentro”, se vayan constituyendo las categorías de Oriente (el “fuera”) y Occidente (el “dentro”) y que la geografía y la cartografía  adquieran tanta importancia como la navegación o arte de “marear” y la invención de instrumentos bélicos ligeros, susceptibles de ser transportados. El sometimiento físico va, pues, acompañado de un mapeo del territorio que acelera el proceso de abstracción de los “lugares” para convertirlos en “espacios” y facilitar, así, el agenciamiento del territorio. La geografía y la cartografía se convierten en recursos del poder simbólico y adquieren tanta importancia que es de ellas, y no del hecho mismo del “descubrimiento” y la conquista, de donde nos viene el nombre de América. Saber es poder, diría tempranamente Bacon para trazarle un derrotero a la ciencia moderna.

La categoría “espacio” es llevada al límite de sus posibilidades expresivas de entonces con la refiguración del territorio global en la forma de “mapamundi”, que puede entenderse como  la representación simbólica y eurocentrada de la articulación del “dentro” y el “fuera”. Lograda esta articulación simbólica, la categoría “espacio” fue cediéndole primacía a la categoría de “tiempo” porque, para terminar de articular debidamente el “dentro” y el “fuera” bajo el signo de centro y periferia, se fue haciendo necesario elaborar un discurso que englobara a la humanidad entera y legitimara el poder del centro sobre la periferia. El recurso estaba a la mano: la historia de la salvación, heredada de la tradición judeo-cristiana. Bastaba con secularizar esta narrativa histórica para poder hablar de que la humanización consistía en un largo proceso que comenzaba con el estado de naturaleza y concluía en el estado de civilización. Los pueblos del “fuera” y sus culturas fueron colocados en los diferentes estadios en que se dividía la historia universal, reservándose los pobladores del “dentro” el peldaño más alto de esa escalinata. Pero a todos les tocaba subir, seguir avanzando en ese proceso unilineal, eurocentrado, periodizado y teleológico al que llamamos “historia universal”. Hay que añadir que esta distribución se ve potenciada, como anota certeramente Aníbal Quijano, por otro codificador, la raza, que lleva a poner a los negros en el peldaño más bajo y a los blancos en el más elevado, dejando los intermedios para amarillos, cobrizos y otras gamas de colores de piel y rasgos físicos, distribución esta que se relaciona además con formas determinadas de trabajo desde el trabajo esclavo hasta el asalariado.   

No entro en mayores honduras, porque me apartaría de mi propuesta inicial de “deriva”, pero debo subrayar que la preeminencia del tiempo sobre el espacio no quedó sin consecuencias. La modernidad se temporalizó, se volvió un “pro-yecto” que remite al futuro, y el habitar se convirtió en un compromiso esperanzado para la realización de ese proyecto. Hasta que un día, ayer,  un nuevo profeta, Fukuyama, nos anunció que la historia había llegado a su fin y que era nuevamente la hora del espacio. Pero ya antes Europa, con sus afanes integracionistas, nos había dicho, a su manera, que la geografía era más importante que la historia. En la Europa de los Estados-nación, la historia dividía, mientras que la geografía convocaba a la unión. En concordancia con esta revaloración del espacio, la geopolítica se encargó de fijar una línea divisoria entre el ámbito del bien, Occidente, y el del mal, Oriente. Y en esas estamos, con una historia debilitada, que no puede ya ser considerada “maestra de la vida”, y con espacios, por un lado, ampliados a escala planetaria y, por otro, limitados a circunscripciones locales y regionales; por un lado, dando preeminencia a los espacios públicos y, por otro, reafirmando los encerramientos en viviendas, barrios y lugares de trabajo y de ocio sobreprotegidos.

Vuelve entonces la pregunta que subyace a todas mis derivas: ¿cómo llevar hoy a su plenitud el habitar?  

De la técnica

De la técnica diré solo dos palabras. El mundo se nos ha vuelto técnica o, para decirlo con Heidegger, el ser se manifiesta hoy como técnica, como se manifestó antes como energía, logos, voluntad de poder o lenguaje. Y que el mundo se nos haya vuelto técnica quiere decir, en esencia, que la técnica está dejando de ser algo de lo que disponemos para pasar a ser algo por lo que somos dispuestos. Si seguimos por este camino terminaremos nosotros, las personas, por ser tan reemplazables como cualquiera de los objetos que nos rodean. No debe entenderse, sin embargo, esta advertencia como una nostalgia de supuestos paraísos perdidos o una propuesta de embellecimiento del atraso. Lo que nos corresponde, al igual que siempre, es existir en el sentido de emerger, de sentirnos convocados al pensamiento para conseguir que la técnica sea dimensión del habitar.  

De la liberación de las diferencias

En los últimos lustros, las diversidades (étnicas, culturales, lingüísticas, territoriales, jurídicas, de creencias, de género, de preferencias sexuales, etc.) han tomado la palabra para decirnos, entre otras cosas, que hay diversas maneras de habitar. Se nos plantea, entonces, el reto de pensar el habitar y sus dimensiones espaciales (el “dentro y el “fuera”) y temporales (el pasado y el futuro) ya no desde el viejo paradigma de la homogeneización, en el que nos movemos como peces en el agua, sino desde el horizonte de la convivencia digna, enriquecedora y gozosa de las diversidades que nos constituyen como comunidad histórica y territorial.

Tarea esta nada fácil, por cierto, porque somos herederos de una tradición poblada de instrumentos para construir homogeneidad, manteniendo, sin embargo, la subalternidad. En el principio, como sabemos, fue la extirpación de idolatrías. Vinieron luego diversas formas de encerramiento, desde las mazmorras de la Inquisición, los repartimientos, las encomiendas, las reducciones, las prisiones, la escuela, los hospitales y la organización tripartida de la sociedad en “república de indios”, “república de españoles” y “castas”, hasta los posteriores mecanismos para producir homogeneidad y subalternidad al mismo tiempo, como las Leyes de Indias, la división del territorio en virreinatos y capitanías, y luego la organización de la gestión espacial y poblacional en intendencias. Cuando llegaron las repúblicas, cambiaron las instituciones y las formas de agenciamiento del habitar, pero se fortaleció el proceso de homogeneización, arropado ahora por las ideologías del nacionalismo y puesto en manos principalmente de la escuela y de los diversos circuitos de propagación del discurso hegemónico.

Para curarnos de esta tradición  homogeneizadora y subalternizante necesitamos, en primer lugar, deconstruir los contenidos de violencia física, epistémica y simbólica que esa tradición conlleva. En ese proceso de deconstrucción, los pensadores de las excolonias británicas nos invitan a “provincializar” a Europa (léase, Occidente) para despojarla del universalismo del que se piensa portadora; mientras que los teóricos latinoamericanos de hoy nos ponen ante los ojos la colonialidad del poder y del saber que sigue habitando en nuestras estructuras y relaciones sociales, en nuestros mundos simbólicos y en nuestra propia subjetividad. En estas operaciones de provincialización, en la que estamos todos incluidos, especialmente nosotros, los pobladores de las capitales, y de descolonización institucional, social, simbólica y subjetiva veo yo la condición necesaria para un habitar que consista  en la mencionada convivencia digna, enriquecedora y gozosa de diversidades. Pero esta condición necesaria tiene que venir acompañada de la condición suficiente y esta se concreta en el habla, en los lenguajes que hablamos y por los que somos hablados. Del mero hablar “del” otro, “al” otro o “por” el otro, es preciso pasar a hablar “con” el otro, respetando su alteridad, su manera otra de hacer la experiencia del existir, pero, además y principalmente, es necesario “dejarse hablar por el otro”, porque al dejarnos hablar por el otro quedamos en un estado de abierto en el que consiste la plenitud del habitar.  En facilitarnos el logro de esa plenitud está, digo yo, la esencia de la arquitectura.  

Y aquí me quedo, aquí echo el ancla, porque, si sigo, mucho me temo que terminemos todos mareados de tanto derivar.

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